Aurora

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8. Padre… ¿Un secuestrador?

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El coche patrulla se detuvo pero mi corazón no dejó de golpear, latiendo violentamente contra mi pecho como si hubiese un pequeño tamborilero golpeando mis huesos con sus palillos. Apenas podía respirar y no podía dejar de temblar. «Oh, Madre —pensé—, si no te hubieras enfermado y no hubiesen tenido que llevarte al hospital, no estaría aquí ahora». ¿Por qué era el destino tan cruel? Esto no podía estar sucediendo, tú y Padre no podíais haber sido secuestradores de niños. Tenía que haber otra explicación, una que mis verdaderos padres conociesen y estuviesen dispuestos a darme. ¡Que Dios permita que así sea!, iba rezando yo.

Tan pronto como nos detuvimos, el agente Cárter bajó rápidamente y nos abrió la puerta.

—En cuanto me firmen esto —dijo, señalando los papeles que llevaba—, regresaré inmediatamente.

«¿Firmar eso?», pensé observando el documentó. Me estaban entregando como si fuese un objeto que se deja en la puerta de servicio.

Me quedé contemplando la puerta trasera del hotel. No era más que una pequeña puerta de tela metálica. Había que subir cuatro escalones para llegar a ella. El agente Cárter se dirigió a la puerta pero no la seguí. Me había detenido allí sosteniendo mi maleta.

—Vamos —me ordenó. Vio mis dudas y puso las manos sobre sus caderas—. Ésta es tu casa, tu verdadera familia. Vamos —me dijo cortante cogiendo al mismo tiempo mi mano.

—Buena suerte, Dawn —me deseó el guardia Dickens.

El agente Cárter tiró de mí y la seguí hasta la puerta. De repente, ésta se abrió y un hombre alto, casi calvo, con una piel muy pálida como si fuese empleado de una funeraria, se quedó contemplándonos. Llevaba una chaqueta de sport azul oscuro, corbata haciendo juego, camisa blanca y pantalones. Parecía tener una estatura como de un metro noventa. Al acercarnos, vi que tenía unas cejas muy pobladas, la boca grande con labios delgados, una nariz que era el pico de un águila. ¿Sería éste mi verdadero padre? No se parecía a mí.

—Por favor, pasen por aquí —dijo retrocediendo—. Mrs. Cutler les aguarda en su despacho. Mi nombre es Collins. Soy el maitre —añadió. Me miró con sus ojos castaños llenos de curiosidad, pero no sonrió. Hizo un gesto para que pasásemos adelante con su brazo largo y sus delgados dedos un poco bronceados, moviéndose con tanta gracia y serenidad como si lo hiciese en cámara lenta.

El agente Cárter asintió y se encaminó por el estrecho pasillo que nos llevó a lo que indudablemente era la parte de atrás de la cocina donde estaban las despensas. Algunas puertas estaban abiertas y vi cajones de comestibles enlatados y cajas de distintos artículos de cocina. Collins señaló hacia la izquierda cuando llegamos al final del corredor.

¿Por qué me estaban haciendo entrar a escondidas?, me pregunté. Doblamos por una esquina y entramos en otro largo pasillo.

—Espero que lleguemos antes de que tenga que pedir el retiro del cuerpo de policía —comentó el agente Cárter haciendo un chiste.

—Es aquí delante —replicó Collins.

Finalmente se detuvo ante una puerta y llamó suavemente.

—Entre —oí decir a una voz femenina muy firme. Collins abrió la puerta y miró al interior.

—Han llegado —anunció.

—Que pasen —contestó la mujer. ¿Sería ésta mi madre?

Collins se retiró un poco para que pudiésemos entrar. El agente Cárter entró primero y después lo hice yo lentamente. Estábamos en un despacho. Miré a mi alrededor. Había un agradable olor a lilas pero no se veían flores. La habitación tenía un aspecto austero y sencillo. El suelo estaba formado por planchas de madera dura y probablemente era el original. Había una alfombra ovalada azul oscuro, apretadamente tejida, delante del sofá tapizado en cretona de color azul aguamarina, que estaba situado haciendo un ángulo a la derecha de la gran mesa de roble oscuro, sobre la que todo estaba pulcramente ordenado. En ese momento la única luz que había en la habitación provenía de una pequeña lámpara sobre la mesa. Proporcionaba un extraño y amarillento reflejo sobre la cara de la mujer mayor que nos observaba.

Aunque estaba sentada, pude ver que era una mujer alta y majestuosa con el pelo color acero azulado, peinado en suaves ondas que se rizaban bajo sus orejas y por la nuca. Unos pendientes de brillantes en forma de pera colgaban de los lóbulos de sus orejas. Llevaba un collar con un brillante en forma de pera montado en oro haciendo juego con los pendientes. Aunque estaba delgada y probablemente no pesaría más de cincuenta y tantos kilos, tenía el aspecto de ser tan austera y estar tan segura de sí misma, que daba la impresión de tener mayor tamaño. Sus hombros estaban envueltos en una chaqueta de algodón de color azul brillante, que llevaba sobre una blusa blanca de cuello de volantes.

—Soy el agente Cárter y ésta es Dawn —dijo rápidamente el agente Cárter.

—¿Qué se tiene que hacer? —preguntó la mujer mayor, quien pensé que debía de ser mi abuela.

—Necesito que me firme esto.

—Permítame verlo —repuso mi abuela y se colocó las gafas con montura de concha. Leyó el documento rápidamente y entonces lo firmó.

—Gracias —agradeció el agente Cárter—. Bien —me miró—. Me marcho. Buena suerte —murmuró y dejó el despacho.

Sin hablarme, mi abuela se levantó y dio la vuelta a su mesa. Vi que llevaba una falda haciendo juego hasta el tobillo y unos zapatos de piel de color blanco roto, diseñados para alguien que debía de andar mucho. Parecían más unos zapatos de hombre. La única imperfección en su aspecto si podía ser considerada de esa manera, era una pequeña arruga en la media de nylon de su pie derecho.

Encendió una lámpara de pie en una esquina, para que hubiera más luz y entonces, con sus ojos grises, pétreos y glaciales, permaneció contemplándome durante un largo momento. Busqué en su cara la señal de algún parecido conmigo misma y pensé que la boca de mi abuela era más firme y grande que la mía y que en sus ojos no había ni rastro de color azul.

Su cutis era tan suave y perfecto como el de una estatua de mármol. Apenas tenía una diminuta mancha producida por la edad en la parte superior de su mejilla derecha. Usaba un ligero toque de pintura de labios roja rosada y apenas un poco de colorete sobre sus mejillas. Ni un solo mechón de sus cabellos estaba fuera de sitio.

Ahora que la habitación estaba más iluminada, miré a mi alrededor y contemplé las paredes que estaban forradas con ricas maderas. Había una pequeña librería por detrás y hacia la derecha de la mesa. En la pared detrás de la mesa, había un gran retrato de una persona que pensé que tenía que ser mi auténtico abuelo.

—Tienes la cara de tu madre —declaró. Majestuosamente erguida, se movió tras su mesa impresionantemente ancha—. Infantil —añadió, despectivamente, pensé. Había apenas una ligera curvatura en sus labios cuando terminaba las frases—. Siéntate —me dijo cortante. Después de que me senté, cruzó los brazos sobre su pequeño pecho y se recostó en su silla, pero manteniendo la postura tan erguida, que me hizo pensar que su espalda era una lámina de frío acero.

—Tengo entendido que tus padres han estado vagabundeando todos estos años y que tu padre nunca pudo conservar un trabajo fijo en ningún sitio —dijo con aspereza. Me sorprendió que les llamara mis padres y que se refiriera a Padre como a mi padre—. Un inútil —continuó—. Lo supe el primer día que le puse los ojos encima, pero mi marido tenía una debilidad por las causas perdidas y lo contrató a él y a la chusma de su mujer.

—¡Madre no era ninguna chusma! —le respondí cortante.

Ella no contestó. Me contempló nuevamente, ahondando en las profundidades de mis ojos, como para beberse mi esencia. Empezaba a disgustarme mucho por la forma en que me miraba, estudiándome como si estuviera buscando algo en mi cara, contemplándome con sus muy interesados ojos taladrantes.

—No estás especialmente bien educada —repuso finalmente. Tenía la costumbre de asentir con la cabeza después de decir algo que creía que era la verdad absoluta—. ¿Te enseñaron alguna vez que tienes que respetar a tus mayores?

—Respeto a la gente que me respeta —dije.

—El respeto debe ser ganado. Y debo decir que tú aún no lo has hecho. Veo que tendrás que ser reeducada, rehecha, en una palabra, formada con propiedad —proclamó en un tono de poder y arrogancia que me hizo girar la cabeza. A pesar de su pequeña estructura, tenía la mirada más intensa que jamás había visto en una mujer, mucho más intensa y severa incluso que la temible mirada verde de Mrs. Turnbell.

—¿Te hablaron alguna vez los Longchamp acerca de este hotel o esta familia? —preguntó.

—No, nunca —respondí. Me quemaban las lágrimas en los ojos, pero no quería que viera lo dolorosas que eran, ni lo terriblemente mal que me estaba haciendo sentir—. Quizá todo es una equivocación —añadí, aunque ya albergaba poca esperanza después de haber visto a Padre en la Comisaría. Tuve la impresión de que si esto era una equivocación, ella podría arreglarlo. Parecía que tenía el poder de arreglar hasta el tiempo.

—No, no hay ninguna equivocación —dijo, y su voz sonó casi tan apesadumbrada como la mía sobre ello—. Me han dicho que eres una buena alumna en el colegio pese a la vida que has llevado. ¿Es verdad?

—Sí.

Se sentó hacia delante, dejando descansar sus manos sobre la mesa. Tenía los dedos largos y delgados. Un reloj de pulsera de oro, con una gran esfera, colgaba libremente en su diminuta muñeca. También parecía algo propio de un hombre.

—Como el curso escolar está a punto de terminar, no nos vamos a tomar el trabajo de volver a mandarte al Emerson Peabody. Todo esto ha sido algo embarazoso para nosotros en cualquier caso y yo no creo que favorecería nada a Philip o a Clara Sue si volvieras en estas condiciones. Tendremos tiempo para decidir con respecto a tus estudios. La temporada ha empezado ya y hay mucho que hacer aquí —comentó. Miré hacia la puerta, preguntándome dónde estarían mis verdaderos padres y por qué le estaban dejando tomar todas estas decisiones a ella.

Siempre había soñado conocer a mis abuelos, pero mi verdadera abuela no encajaba con ninguno de mis sueños. No era el tipo de abuela que hiciera galletitas y que diera consuelo cuando la vida era difícil. Ésta no era la dulce y cariñosa abuela de mis sueños, la abuela que yo había imaginado que me enseñaría cosas de la vida y del amor, y me quisiera de la misma forma que a su propia hija, que me quisiera aún más.

—Vas a tener que aprenderlo todo sobre el hotel, empezando por abajo —me sermoneó mi abuela—. No se le permite a nadie holgazanear aquí. El trabajo duro forma el carácter y estoy segura de que a ti te hace falta trabajo duro. Ya le he hablado al ama de llaves de ti y hemos permitido que una de las camareras se marchase para que ocupes su puesto.

—¿Camarera? —«Eso es en lo que había trabajado Madre aquí —pensé—. ¿Por qué querría mi abuela que yo hiciese lo mismo?»

—No eres una princesa perdida y encontrada, ¿sabes? —me dijo secamente—. Debes formar parte de esta familia otra vez, aunque formaste parte de ella por poco tiempo, y para hacerlo propiamente, tendrás que aprenderlo todo sobre nuestro negocio y nuestra forma de vivir. Cada uno de nosotros trabaja aquí y tú no vas a ser una excepción. Supongo que serás una holgazana —continuó—, considerando…

—No soy holgazana. Puedo trabajar tan duramente como tú o como cualquiera —respondí.

—Veremos —dijo. Asintió levemente, mirándome intensamente una vez más—. Ya he dispuesto dónde vivirás con Mrs. Boston. Es la persona que está a cargo de nuestras habitaciones. Ella vendrá en unos momentos para llevarte a tu habitación. Espero que la mantengas limpia y ordenada. El hecho de que tengamos a una sirvienta ocupándose de nuestra vivienda no es motivo para que podamos ser sucios o desorganizados.

—Nunca he sido sucia y siempre he ayudado a Madre a limpiar y organizar nuestros apartamentos —le contesté.

—¿Madre? Oh… sí… bien, que sea la regla y no la excepción. —Hizo una pausa, casi sonriendo, pensé, por la forma que levantaba las comisuras de la boca.

—¿Dónde están mi padre y mi madre? —pregunté.

—Tu madre —contestó haciendo que sonara como si fuera una palabrota— está teniendo una de sus crisis emocionales… convenientemente —dijo la abuela Cutler—. Tu padre te verá en seguida. Está muy ocupado, muy ocupado —suspiró profundamente y movió la cabeza—. Esta situación no es fácil para ninguno de nosotros. Y todo esto ha sucedido en el momento equivocado —comentó haciéndome sentir como si tuviera la culpa de que Padre hubiera sido reconocido y de que la Policía me hubiera encontrado—. Estamos justo empezando una nueva temporada. No esperes que nadie tenga tiempo para hacerte de anfitrión. Haz tu trabajo, mantén tu habitación limpia y escucha y aprende. ¿Alguna pregunta? —inquirió, pero antes de que pudiera responder, hubo una llamada en la puerta.

—Entre —contestó y la puerta fue abierta por una mujer negra de aspecto agradable. Llevaba el pelo recogido ordenadamente en un moño. Vestía un uniforme de camarera de algodón blanco con medias igualmente blancas y zapatos negros. Era pequeña, apenas de mi estatura.

—Oh, Mrs. Boston. Le presento a… —mi abuela hizo una pausa y me miró como si acabara de entrar—. Sí —dijo escuchando una voz que sólo ella podía oír—. ¿Qué hacemos con tu nombre? Es un nombre estúpido. Tendremos que llamarte por el verdadero, por supuesto… Eugenia. Se te puso el nombre de Eugenia por una de mis hermanas que falleció de viruela cuando no era mucho mayor que tú ahora.

—¡Mi nombre no es estúpido y no quiero cambiármelo! —grité. Su mirada se desvió rápidamente de mí y se dirigió a Mrs. Boston para volver nuevamente sobre mí.

—Los miembros de la familia Cutler no tienen apodos —replicó con firmeza—. Tienen nombres que los distinguen, nombres que les hacen ser respetados.

—Pensé que el respeto era algo que había que ganarse —dije como un latigazo. Se echó atrás como si la hubiera abofeteado.

—Te llamarás Eugenia mientras vivas aquí —decretó firmemente. Su voz era fría y sin la menor entonación que demostrara interés, como si yo no hubiera tenido oídos para escuchar.

—Lleve a

Eugenia a su habitación, Mrs. Boston —dijo mi abuela—, y llévela por la parte de atrás. —Me miró rápidamente, con expresión de disgusto en su cara.

—Sí, señora —Mrs. Boston me contempló.

—Mi nombre me va bien —dije, incapaz de retener mis lágrimas ahora y recordando todas las veces que Padre me había explicado mi nacimiento— porque nací al romper el día.

Eso no podía haber sido una mentira también, la historia sobre los pájaros y la música y mi forma de cantar.

Mi abuela sonrió tan fríamente que me hizo sentir un escalofrío en la columna.

—Naciste por la noche.

—No —protesté—. Eso no es verdad.

—Créeme —dijo—. Yo sé lo que es verdad y lo que no es verdad sobre ti. —Se inclinó hacia delante. Sus ojos se volvieron alargados y felinos—. Toda tu vida has vivido en un mundo de mentiras y fantasías. Te lo he dicho —continuó—. No tenemos tiempo de hacerte de anfitriones y de hacerte comedias. Estamos en plena temporada. Ahora contrólate inmediatamente. Los miembros de la familia no muestran sus emociones o sus problemas ante los huéspedes. En lo que a los huéspedes se refiere, todo es siempre maravilloso aquí. No quiero que salgas y atravieses el vestíbulo llorando histéricamente, Eugenia.

»Debo volver al comedor —añadió mi abuela levantándose. Dio la vuelta a su mesa y se detuvo frente a Mrs. Boston—. Después de llevarla a su habitación, llévela a la cocina y hágala comer algo. Puede comer con el personal de cocina. Después vaya con ella a ver a Mr. Stanley para que le encuentre un uniforme de camarera. Me gustaría que empezara a trabajar mañana.

Se volvió hacia mí, echando los hombros hacia atrás y manteniendo la cabeza tan erguida que parecía que me estaba contemplando desde gran altura. A pesar de mi deseo de hacerlo, no pude desviar la mirada. Sus ojos atraían a los míos y los mantenían prisioneros en su brillo.

—Debes levantarte a las siete de la mañana puntualmente, Eugenia, y debes desayunar en la cocina. Entonces debes presentarte directamente a Mr. Stanley, nuestro director, que es quien te asignará tus obligaciones. ¿Queda claro? —preguntó. Yo no respondí. Se volvió a Mrs. Boston—. Vea que recuerde todo esto —añadió y salió.

Aunque la puerta se cerró silenciosamente, a mí me pareció como un disparo.

Bienvenida a tu verdadera familia y hogar, Dawn, me dije a mí misma.

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