Aurora

Aurora


7. Qué es esto

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Mientras el tren planea con tan asombrosa rapidez por el mundo inverosímil y enorme, el día se transforma en noche franqueando las puestas de sol más hermosas que han visto, nubes fucsia visten un cielo claro que es limón sobre un horizonte negro, fundiéndose verde sobre él, y más arriba aún hay un azul que algunos llaman azul turquesa, y más allá aún un índigo que se extiende sobre todo el trecho de cielo hacia el este. Esta gama de intensos colores transparentes comparte un mismo instante, a pesar de lo cual ninguno de sus anfitriones terrestres parece reparar en ello; todos contemplan las pantallas de sus muñecas, pantallas que a veces muestran imágenes diminutas de los viajeros.

Pueden buscarse a sí mismos en los navegadores y ver lo que dicen los demás de ellos. Pero es inquietante hacerlo, porque ven y oyen el resentimiento, el desprecio, la ira y el odio encarnizado volcado sobre ellos. Al parecer para muchos son unos cobardes y unos traidores. Han traicionado a la historia, traicionado a la raza humana, traicionado al mismísimo universo. ¿Cómo iba a conocerse el universo? ¿Cómo iba a expandirse la consciencia? ¡Han decepcionado no solo a la humanidad, sino al universo!

Freya apaga el navegador.

—¿Por qué? —pregunta a Badim—. ¿Por qué nos odian tanto?

Él se encoge de hombros. También se siente inquieto.

—La gente se forman una opinión. Viven apegados a ella, ¿comprendes? Y esas opiniones, sean las que sean, marcan la diferencia.

—Pero hay más cosas aparte de las opiniones —protesta su hija—. Este mundo —dice, abarcando con un gesto la puesta de sol— no es solo opinión.

—Hay gente que funciona así. Tal vez no tengan nada más, y por eso empeñan todo lo que tienen en las opiniones.

Ella niega con la cabeza, decepcionada.

—No querría por nada del mundo ser así. —Señala los diminutos rostros furibundos que aparecen en otras pantallas, caras que asoman en las muñecas que los rodean, expresiones furiosas, escupiendo literalmente debido a la intensidad de su amargura—. Espero que nos dejen en paz.

—No tardarán en olvidarnos. En este momento somos la novedad, pero pronto surgirá otra cosa. Y esa gente necesita combustible para alimentar su fuego.

Aram arruga el entrecejo al escuchar esto. No está claro que se muestre de acuerdo.

En Pekín los guían hasta un edificio rectangular del tamaño de un par de biomas, un complejo, lo llaman, que rodea un patio central que en su mayor parte está asfaltado, pero donde se alzan algunos árboles de escasa altura. Toda la población de la nave cabe en las habitaciones arracimadas en un rincón del complejo, que por tanto en su totalidad debe de albergar entre cuatro y cinco mil personas; y solo es un edificio de tantos en una urbe que se extiende hacia el horizonte en todas direcciones, una ciudad que llevó al tren, desacelerando al acercarse, cuatro horas en alcanzar el centro.

Al día siguiente, muchos de ellos son conducidos a la Plaza de Tiananmen. Freya no va. Al día siguiente, los llevan a la Ciudad Prohibida para mostrársela, hogar de los antiguos emperadores de la China. De nuevo Freya no puede enfrentarse a la idea de salir. No es la única. Cuando los demás regresan, dicen que los edificios parecían a la vez antiguos y tan relucientes como si fueran nuevos, así que cuesta concebirlos como objetos. Freya querría haber podido verlo.

Sus anfitriones chinos hablan con ellos en inglés, y parecen satisfechos con la idea de albergarlos, lo cual resulta tranquilizador después de todas las caras diminutas y furiosas que pueblan las pantallas. Los chinos quieren que a los viajeros espaciales les guste su ciudad, se sienten orgullosos de ella. Las nubes y la neblina amarilla espesan el ambiente, e impiden que el cielo intimide demasiado a Freya. Permanece en sus habitaciones y finge que el mundo exterior es una estancia mayor, o que se encuentra en una especie de proyección. Posiblemente pueda aferrarse continuamente a esa sensación. Piensa que ha pasado lo peor, quizá, aunque sigue sin salir y se mantiene también apartada de las ventanas.

Varios de los viajeros espaciales (así los llaman los chinos) sufren colapsos nerviosos a lo largo de los siguientes días, superados física o mentalmente, si es que hay diferencia. Sus visitas se cancelan de forma repentina, y los llevan a una especie de instalación médica, tan grande como el complejo, o bien vaciada para acogerlos o bien inutilizada, cuesta decirlo, pues no les dan explicaciones al respecto, y algunos de ellos sospechan que se han convertido en los peones de un juego que no comprenden, mientras que a otros no les preocupa nada aparte de sí mismos y sus compañeros de la nave. Porque la gente se derrumba. Los chinos quieren someterlos a pruebas a todos, preocupados como están por sus invitados. Cuatro han fallecido desde el desembarco en tierra; muchos están incapacitados, ya sea por la hibernación o por el descenso desde el espacio; son muchos más los que no se adaptan adecuadamente a las condiciones terrestres, por una u otra razón. Rostros apesadumbrados, asustados, rostros todos que conoce de toda la vida, los únicos que ha conocido. Su gente. No es como Freya lo había imaginado. También ella se siente abatida.

—¿Qué pasa? —pregunta a Badim—. ¿Qué nos está pasando? Lo hemos logrado.

Él se encoge de hombros.

—Somos exiliados. La nave ha desaparecido y este no es nuestro mundo. Por tanto solo nos tenemos los unos a los otros, y eso, como bien sabemos, nunca ha hecho que nos sintamos especialmente felices o seguros. Y salir al aire libre nos asusta.

—Lo sé. A mí la primera —admite—. ¡Pero no quiero estarlo! ¡Voy a tener que acostumbrarme!

—Lo harás —le asegura Badim—. Lo harás si quieres hacerlo, y sé que lo haces.

Pero cuando se acerca a una ventana, cuando se arrima a una puerta, su corazón le golpea con fuerza en el pecho como un niño que intenta escapar. ¡Esa bóveda celeste, las nubes lejanas! ¡El insoportable sol! ¡Aprieta con fuerza los dientes, rechina los dientes! Camina a las ventanas, pega la nariz al cristal y contempla el exterior, las manos en el pecho, ante el mundo visible hasta que su pulso cede, y ceden el sudor y el rechinar de dientes. Pero su pulso nunca lo hace.

Pasan los días, permanecen juntos, entristecidos.

Aram y Badim, preocupados por cosas que suceden más allá de la madriguera de Freya, continúan sentándose juntos, atentos a las pantallas, y charlan sobre lo que ven, y observan con curiosidad a sus camaradas. Si dependiera solo de ellos, todo iría bien; disfrutan de una aventura, dicen sus rostros ancianos. Se lo están pasando como nunca en la vida. Por encima de todas las cosas, siguen profundamente asombrados. A Freya le levanta el ánimo verles la expresión, se sienta a los pies de Badim, la espalda pegada a las huesudas rodillas de él, levantando la vista para mirarlo, procurando relajarse.

Los dos viejos amigos se leen en voz alta mutuamente, como hacían antaño en las veladas que compartían en el Fetch, aquel encantador pueblecito. Un día, Aram, leyendo en la muñeca para sí, ríe y dice a Badim:

—Mira, escucha esto; es un poema de un griego que vivió en Alejandría. Un tal Cavafis.

Dijiste: «Iré a otra tierra, a otro mar

y una ciudad mejor con certeza hallaré.

Todo esfuerzo mío está aquí condenado,

y mi corazón como cadáver sepultado.

Cuánto tiempo seguiré en este erial…».

—Y sigue por estos derroteros, es la misma vieja cantinela que conocemos tan bien. Si estuviera en otra parte, sería feliz. Hasta que el poeta responde a su desdichado amigo:

«No hallarás otras tierras, no hallarás otro mar.

Siempre llegarás a esta ciudad. No esperes más (…)

No hay barco para ti, no hay caminos.

Has destruido tu vida aquí

En este pequeño rincón, tu vida has arruinado en el mundo entero».

Badim sonríe, asiente.

—¡Recuerdo este poema! Se lo leí a Devi en una ocasión para recordarle que no debía depositar toda su esperanza en Aurora, que no esperase a nuestra llegada allí para empezar a vivir. Entonces éramos jóvenes, y ella se enfadó mucho, pero mucho, conmigo, te lo aseguro. Pero esa traducción no me parece acertada. Creo que hay una mejor. —Teclea algo en una de las tabletas que les han prestado.

»Aquí está —anuncia—. Tal como recordaba. Encontré el poema en el Cuarteto. Escucha, es la versión de Durrell.

Te dices: «Iré

a otra tierra, a otro mar,

a una ciudad mucho mejor de lo que esta

pudo ser o soñar.

Esta ciudad donde cada paso aprieta ahora el nudo,

Corazón en cuerpo, sepultado e inservible…».

—En la versión en inglés rima.

—No estoy seguro de que eso me guste —opina Aram.

—No, pero el significado es el mismo, y la conclusión es tal como sigue:

No hay nuevas tierras, amigo mío,

no hay nuevos mares, ni otros lugares,

siempre este, tu recalada terrenal, y no hay barco

que pueda apartarte de ti mismo. ¡Ay! ¿No ves

que igual que has malogrado tu vida en este

trecho de tierra, también lo has hecho

en todas partes, en toda la tierra?

Asiente Aram.

—Ah, pues sí, muy bueno.

Teclean un rato más, leyendo en silencio. Entonces Aram dice:

—Mira, he encontrado otra versión, parece que marciana. Escucha el final:

¡Ay! ¿No ves

que como tu mente es prisión,

vives ahora tras los barrotes

en toda Marte?

—Muy bueno. Esos somos nosotros, está claro. Estamos atrapados en una prisión diseñada por nosotros mismos.

—¡Qué horror! —protesta Freya—. ¿A qué te refieres con que es bueno? ¡Es terrible! ¡Y no nos hemos encerrado nosotros mismos! Nacimos en una prisión.

—Pero ya no estamos encerrados en ella —objeta Badim, mirándola a los ojos. Está sentada a sus pies, como ha hecho tantas otras veces—. Y somos nosotros mismos en todo momento, sin importar adónde vayamos. Eso dice el poema, creo. Debemos reconocerlo y disfrutar lo posible aquí. Este mundo, por grande que sea, no es más que otro bioma en el que debemos vivir.

—Lo sé —dice Freya—. Eso no me causa ningún problema en absoluto. Pero no nos culpes. Devi tenía razón. Vivimos la vida en un armario de mierda. Es como si un loco nos hubiese secuestrado de niños y encerrado allí. ¡Una vez liberados, pienso pasarlo en grande!

Badim cabecea aprobador, con ojos que la miran relucientes.

—¡Buena chica! Que así sea. Volverás a mostrarnos el camino.

—Lo haré.

Aunque se le hace un nudo en el estómago en cuanto lo dice. El sol insoportable, el cielo de vértigo, la náusea y el miedo, ¿cómo afrontarlos? ¿Cómo caminar siquiera bajo semejante cielo, con esas piernas que no responden, con el miedo impreso en el corazón? Badim la rodea con ambos brazos cuando sorprende en ella esos pensamientos, y ella, medio vuelta hacia él, apoya la mejilla en su regazo y llora, es tan anciano, envejece a marchas forzadas, se oxida ante sus ojos, no puede soportar la idea de perderlo, tiene miedo de hacerlo, ha perdido tantas cosas; tiene miedo de su enorme e incontrolable temor.

Los chinos la equipan con unas botas musleras nuevas que actúan según sus deseos, recibiendo señales de su sistema nervioso y traduciéndolas a la hora de caminar, de tal modo que su andar no es muy distinto del que hubiese sido si sintiese los pies. Es casi como si sus sensaciones se hubiesen trasladado a unos zapatos nuevos, mientras que sus pies se quedan inertes como solía serlo el calzado. Es un cambio al que le lleva un tiempo acostumbrarse, pero es preferible a caminar con dificultad y caer o empujar un andador, o depender de las muletas. Camina con sus botas nuevas, intentando hacerse con ellas. Ya se ha acostumbrado a la gravedad algo más ligera de la Tierra. Casi.

Los instan a enviar una delegación a una especie de conferencia sobre astronaves, y Aram y Badim preguntan a Freya si querría acompañarlos; parecen preocupados, no están muy seguros de cómo lo llevará, pero en ese caso, como sucedía tan a menudo a bordo de la nave, comprende que quieren usarla como una suerte de sustituta de Devi, como un mascarón de proa, una cara pública que represente al grupo. También cae de pronto en la cuenta de que Badim piensa que debe pedírselo, crea o no que es una buena idea que ella se les sume.

—Sí —dice, molesta, y no tardan en volar a Norteamérica, son veintidós en total, escogidos con torpeza, de un modo distraído, no como solían hacerlo en las reuniones públicas que celebraban en los ayuntamientos. Están confusos, ya no está claro cómo deben decidir las cosas, no están en su mundo, no saben qué hacer. Posiblemente la nave solía dirigir sus reuniones sin que ellos se diesen cuenta, por tanto ahora están desorganizados.

Al agachar la vista desde la ventanilla del avión cohete, ve el ancho mundo azul, en este caso el océano Ártico, les dicen. La Tierra es un mundo acuático, no cabe duda de ello; en ese aspecto no se diferencia mucho de Aurora. Quizá a eso se deba la sensación de temor que crece en su interior; tal vez tema al asunto que van tratar en la reunión a la que se dirigen, teniendo en cuenta lo que dicen sobre ellos las caras que aparecen en las pantallas, considerando todo lo que ha pasado. Sus anfitriones chinos han prometido reunirlos después con sus compañeros viajeros espaciales en cuanto quieran marcharse, les han prometido que nadie los separará nunca, siempre y cuando quieran permanecer juntos, claro está. Ahora son ciudadanos del mundo, aseguran los chinos, por tanto ciudadanos chinos, entre otras muchas ciudadanías, y tienen carta blanca para ir adonde quieran y hacer lo que quieran. Los chinos les ofrecen un hogar provisional y cualquier empleo que los viajeros espaciales quieran desempeñar. Cuesta entender a los chinos, no está claro por qué hacen lo que hacen por los viajeros espaciales, pero dados los ataques que ven a través de las pantallas, la gente de la nave no puede evitar sentirse aliviada. Aunque sean peones en un juego que no comprenden, o siquiera intuyen, es mejor que la lluvia de desprecios, el aluvión de desdenes.

Badim parece cansado, Freya desea que se hubiese quedado en Pekín, pero él se negó, quiere estar presente, para ayudarla. El brillo cobalto del Ártico muestra una pauta curva compuesta por líneas blancas, olas que se extienden bajo ellos de horizonte a horizonte. Parecen volar muy lentamente, aunque les informan de que el aparato se desplaza al menos seis veces más rápido que el tren de Hong Kong a Pekín; claro que ahora se encuentran a veinte kilómetros de altura sobre la Tierra, en lugar de a veinte metros. Pueden ver tan lejos que el horizonte es un poco curvo, y comprueban de nuevo que ese mundo es una esfera. Al llegar por el sur alcanzan a ver Groenlandia a la izquierda, no toda verde, tal como habían oído que era, sino más bien un desierto de negras montañas, con un mar central de hielo blanco mayormente cubierto por estanques fundidos de azul cielo, mezcla difícil de concebir como paisaje. De nuevo al sur sobre la hundida costa este de Norteamérica, profundamente encerrada en una bahía por largos brazos de mar azul, vacía hasta el momento en que aterrizan, ya que bajo ellos reaparecen con profusión los edificios, una ciudad de juguete brillante y geométrica, y aterrizan en un extremo próximo a otro bosque de argénteos rascacielos.

Habitaciones y vehículos, vehículos y habitaciones. Estrechas calles atestadas y canales, edificios altos a ambos lados. Caras en las calles que se quedan mirando sus coches, algunos les gritan. Nada como Pekín, sino más similar a lo que ven en las pantallas. Ahí la gente habla en inglés, y a pesar de los acentos entienden lo que les dicen. Es la lengua de los viajeros espaciales, por tanto debería ser su mundo, pero obviamente no lo es. Ahí el cielo parece más alto que nunca. Badim y Aram comentan este fenómeno, consultan su libro antiguo y las ecuaciones mientras levantan la vista hacia los edificios, ignorando el hecho evidente de que el cielo es asombroso no por su altura como cúpula, sino precisamente porque no es una cúpula, esto es lo más aterrador de todo, pero insisten en la conversación, quizá para mantener a raya ese hecho. Ahora que recorren la ciudad, el cielo en lo alto es un techo de nubes mezcladas que Aram dice que debe calificarse de diseño de espiguilla, hermoso en el sesgo de la luz vespertina, aunque no tan bajo como las nubes cargadas de lluvia que los dejó asombrados en Hong Kong.

—¿Es un cielo de espiguilla lo mismo que un cielo aborregado?

—No lo sé.

Teclean en los navegadores, intentando averiguarlo.

Entran en un edificio grande como un bioma. «Los terráqueos no pasan mucho tiempo fuera» piensa Freya. Tal vez también a ellos los aterrorice. Puede que la respuesta apropiada a estar de pie en un extremo del planeta, al aire libre de su atmósfera, tan cerca de su estrella local, consista siempre en el terror. Quizá todo lo que los humanos han hecho o planeado hacer tuvo por objeto evitar ese terror. Tal vez su plan de ir a las estrellas fuese una manifestación más de ese miedo. Como ella sigue en las garras de esa sensación, que continúa revolviéndole el estómago siempre que se dispone a verse en el exterior, esta idea tiene mucho sentido para ella.

De nuevo está en el interior de un edificio, moviéndose de sala en corredor y de corredor en sala, hablando con un extraño tras otro, porque hay muchos. Algunos tienen aparatos que dirigen hacia ella mientras le vocean preguntas, ella las ignora e intenta concentrarse en las caras que tengan una expresión amable, que establezcan contacto visual con ella en lugar de mirar al aparato de turno.

Se sientan en una estancia que es una especie de sala de espera, con las mesas cubiertas de comida y bebida. Pronto harán una especie de comparecencia pública.

Llega la noticia a través de sus navegadores, procedente de sus anfitriones chinos, de que cuatro miembros más de su grupo han fallecido en Pekín, y de que se ignoran las causas de su muerte. Entre los cuatro se encuentra Delwin.

Antes de que comprenda del todo lo que Aram, Badim y los demás están diciendo al respecto, y a qué propósito obedece esa reunión, pues todo se mezcla en ella ahora, la llevan a un escenario, ante la multitud y una hilera de cámaras. Hay una docena de personas en el escenario, y un moderador que hace las preguntas. Badim y Aram la flanquean, junto a Hester y Tao, y se sientan y atienden lo que lentamente comprenden se trata de una discusión sobre las últimas propuestas acerca de la última astronave.

Se inclina hacia Badim y susurra a su oído:

—¿Más naves?

Él asiente sin apartar la vista de los ponentes.

El plan actual, cuyos prototipos se construyen en el cinturón de asteroides, consiste en enviar muchas naves pequeñas con pasajeros hibernados, que dormirían mientras las naves recorriesen el espacio que las separa del centenar de estrellas cercanas escogidas por tener planetas con condiciones similares a las terrestres en su zona habitable, no solo gemelas de la Tierra, sino análogas de esta. Estas estrellas distan entre 27 y 300 años luz de la Tierra. Las sondas han pasado por varios de estos sistemas, o lo harán en el futuro cercano, y envían información de vuelta, y todo parece muy prometedor.

Las personas encargadas de describir este plan se levantan una a una de las sillas para dirigirse a una tarima, donde cuentan su parte de la historia, ayudándose de grandes imágenes proyectadas a su espalda en una pantalla que siempre cambia cuando vuelven a tomar asiento. Todos son hombres, todos caucásicos, la mayoría barbudos, vestidos todos con americana. Uno de ellos presenta al resto, y luego se sitúa a un lado y escucha sus exposiciones con la cabeza inclinada a un lado, acariciándose la barba, con una sonrisa imperceptible bajo el bigote. Asiente al escuchar todo lo que dicen los demás, como si ya se le hubiese ocurrido a él y no hiciese más que aprobar la manifestación de sus ideas. Está muy satisfecho con el modo en que se desarrolla el evento. Se pone en pie después de que haya terminado otro de los ponentes, y se dirige a la multitud.

—Vamos a intentarlo hasta que funcione. Es una especie de presión evolutiva. Hace tiempo que sabemos que la Tierra es la cuna de la humanidad, pero se supone que uno no debe quedarse en la cuna toda la vida. —Está visiblemente complacido con la agudeza de ese aforismo.

Invita a Aram a hablar, y la promesa de la sonrisa le tuerce el gesto un poco para dotarlo de una expresión magnánima: Permite hablar a Aram.

Aram se yergue en la tarima. Mira alrededor de los asistentes.

—Ningún viaje en astronave tendrá éxito —dice abruptamente—. Es una idea que algunos de ustedes tienen y que ignora las realidades biológicas de la situación. Nosotros que venimos de Tau Ceti lo sabemos mejor que nadie. Hay problemas ecológicos, biológicos, sociológicos y psicológicos que no pueden solucionarse para hacer que esta idea funcione. Los problemas físicos de propulsión han captado su atención y es posible incluso que puedan superarse, pero son lo más fáciles. Los problemas biológicos no pueden solventarse. Y no importa hasta qué punto se empeñen en ignorarlos, existirán para la gente a la que envíen en esos vehículos.

»Resumiendo. Los biomas que pueden impulsar a las velocidades necesarias para cruzar tales distancias son demasiado pequeños para contener ecologías viables. Las distancias que median entre este lugar y cualquier planeta verdaderamente habitable son demasiado grandes. Y las diferencias entre otros planetas y la Tierra también lo son. Los demás planetas o bien están vivos o bien están muertos. Los planetas vivos poseen su propia vida autóctona, y los muertos no pueden ser terraformados lo bastante rápido para que la población de colonos sobreviva ese tiempo encerrada. Solo una hermana gemela de la Tierra que no esté ocupada aún permitiría que su plan surtiera efecto, y un planeta así puede existir en cualquier parte, después de todo la galaxia es grande, pero está demasiado lejos de nosotros. Los planetas visibles, si existen, están sencillamente demasiado… lejos.

Aram hace una pausa de unos instantes para reordenar los pensamientos. Entonces hace un gesto con la mano y dice, más calmado:

—A eso se debe que no tengan noticias de las demás naves. A eso se debe que ese inmenso silencio persista. Hay otras muchas inteligencias ahí fuera, sin duda, pero no pueden abandonar sus planetas natales por la misma razón que nosotros no podemos hacerlo, porque la vida es una expresión planetaria, y solo puede sobrevivir en su planeta natal.

—Pero ¿por qué dice eso? —le interrumpe el moderador, la cabeza inclinada hacia un lado—. Pone en duda una ley general a partir de su propio caso particular. Es un error de lógica. No existen impedimentos físicos a desplazarse por el cosmos. Por tanto, con el tiempo sucederá, porque vamos a seguir intentándolo. Es una necesidad evolutiva, un imperativo biológico, algo similar a la reproducción. Posiblemente sea como el diente de león o el cardo cuando liberan sus semillas a los vientos. Claro que muchas de las semillas flotarán lejos y perecerán. Pero cierto porcentaje se aferrará a la vida y proliferará. Aunque solo sea un uno por ciento, ¡eso sería un éxito! Y así será en nuestro caso…

Freya se sorprende poniéndose en pie, y durante unos segundos debe concentrarse en aras de su equilibrio para evitar caer de bruces en presencia de todas esas personas. Seguidamente echa a andar, descarga un derechazo en la cara del moderador, que es derribado, se agacha sobre él y sigue golpeándolo a pesar de los brazos que este interpone, Freya procura colar otro buen golpe, una lluvia de golpes, todo ello mientras suelta una especie de rugido de dolor, ni siquiera sabe lo que intenta decir, ni sabe que está rugiendo. Le da un buen puñetazo en la nariz, ¡sí! Pero entonces Badim la coge de un brazo y Aram del otro, y los demás también se les acercan, conteniéndola, gritando, y ella sabe que no puede forcejear demasiado si quiere evitar hacer daño a Badim, que grita:

—¡Basta, Freya! ¡Para, Freya! ¡Para! ¡Para! ¡Para! ¡Para!

Un fuerte estruendo. Una locura. Badim la abraza, no la suelta, la escoltan fuera del escenario, ella trastabillando, Aram al frente, una persona situada en la puerta como con intención de bloquearles el paso, y Aram apartándolo tras situarse delante de él y gritarle a la cara, lo cual basta para apartarlo de un brinco. Ver todo esto sorprende a Freya, tan atrás pensando en cuánto le gustaría arrearle otro buen puñetazo en los morros, borrarle la sonrisilla de la cara, desintegrarla, pero es tan raro ver a Aram gritar de esa manera… Forcejea para soltarse de Badim y grita algo volviéndose hacia la audiencia que queda atrás, pero de nuevo ni siquiera sabe lo que dice. Es algo que surge de ella. Es como un grito.

Después de eso llegan los problemas, para ellos. Para ella. Su grupo la encierra con ellos y se acoge a inmunidad diplomática, sin importar cómo pueda aplicarse en su caso, porque nadie está muy seguro, pero parece ser que eso les permite ganar tiempo, las autoridades no están seguras de cómo proceder, lo suficiente para que deba discutirse la cuestión antes de actuar. Según parece, el hombre a quien ha agredido no desea presentar cargos, asegura a todo el mundo que entiende el desorden de estrés postraumático, y que además se cayó al suelo de resultas de un resbalón. Pero en casos de asalto y agresión los deseos de la víctima no constituyen el único factor determinante, les explican, así que la inmunidad diplomática podría ser su mejor defensa, eso o la simple ignorancia de su situación legal. Son alienígenas o algo parecido, Freya está demasiado furiosa para seguir las discusiones. Por ahora no permiten entrar a nadie en sus habitaciones. Se oyen discusiones continuas al otro lado de la puerta, en el pasillo.

Freya logra dormir durante buena parte del tiempo, pero le duele la mano derecha, y en cierto modo se siente avergonzada, un poco loca. Aunque sigue queriendo dar un buen golpe más.

Ahora son personas non gratas, comunica Aram a Badim tras una de las discusiones que mantienen en el pasillo. Casi en todas partes.

Badim, que parece más avejentado que nunca, descansa la cabeza en las manos, eso cuando no coge de la mano a Freya. Ella permanece sentada, mirando hacia una ventana a la que no se atreve a acercarse.

—¿Por qué lo has hecho? —le pregunta—. Bueno, es igual, sé por qué lo has hecho. Es un idiota. Molesto, como todos los idiotas. Pero hay muchos, Freya. Siempre habrá gente como él, y no son importantes. ¿No lo entiendes? No importan. Siempre estaremos rodeados de idiotas. Debes dejarlos hacer y hallar tu propio camino.

—Pero hacen daño a la gente —protesta Freya. No ha dejado de sentir náuseas desde el momento en que la apartaron del pobre hombre. Aún quiere darle un puñetazo más, pero al mismo tiempo la acosa el remordimiento—. No solo es un idiota, está enfermo. ¿No has oído lo que ha dicho? ¿Semillas de diente de león? ¿Que forma parte del plan que muera el noventa y nueve por ciento de la gente que envíen? Una muerte miserable que no podrán impedir, niños y animales y la nave y todo, ¿todo por la absurda idea de terceros, un sueño? ¿Por qué? ¿Por qué tener ese sueño? ¿Por qué son así?

—La gente tiene opiniones, viven de ideas. Siempre ha sido así. Pero, mira, la gente que suba a esas naves lo hará voluntaria. Hay listas de espera.

—¡Sus hijos no se habrán prestado voluntarios!

—No. Pero impedírselo no es nuestra labor.

—¿De veras? ¿Tú estás seguro de eso?

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