Aurora

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12. La respuesta a las oraciones

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LA RESPUESTA A LAS ORACIONES

Camino de mi habitación, me detuve al llegar a la escalera que llevaba a las habitaciones de mis padres. Aún sentía el frío de la traición de mi padre, pero pensaba que por lo menos, mi madre debía saber lo que mi abuela me estaba haciendo. Sólo después de una breve duda, me apresuré a subir las escaleras y me encontré con Mrs. Boston, que acababa de llevarle la cena a mi madre.

—¿No se encuentra bien? —pregunté y Mrs. Boston me miró como diciendo: «¿Cuándo está bien?»

Después de que se marchó, llamé suavemente a la puerta y entré en la habitación de mi padre.

—Dawn. ¡Qué bien! —me dijo levantando la vista de su bandeja de comida. Había sido colocada en una mesa para cama y ella, como de costumbre, estaba apoyada sobre las almohadas y, como de costumbre, llevaba el rostro tan maquillado como si estuviese a punto de apartar las sábanas y saltar a ponerse unos zapatos e irse a una fiesta o a un baile. Llevaba un camisón de seda de aspecto muy suave con el cuello de encaje plateado. Sus dedos y muñecas estaban llenos de anillos y pulseras. Pendientes de oro en forma de pera colgaban de los lóbulos de sus orejas.

—¿Has venido a tocar para mí en el piano algo de música durante la cena? —me preguntó sonriendo suavemente.

Tenía una cara angelical con unos ojos que revelaban lo frágil que era. Me sentí tentada de hacer tan sólo lo que pedía, tocar el piano y marcharme sin relatarle los horribles sucesos.

—Iba a bajar y reunirme con todos para cenar, pero cuando empecé a vestirme me atacó un horrible dolor de cabeza. Ahora se me ha pasado un poco pero no quisiera hacer nada que me lo provoque de nuevo —me explicó—. Ven, siéntate a mi lado un momento y háblame mientras ceno —me dijo señalándome una silla.

Acerqué la silla a la cama. Ella continuó sonriendo y comenzó a comer cortándolo todo en trozos diminutos y después picoteando la comida como si fuese un pajarito. Movía los ojos como si el esfuerzo de masticar la agotase. Después suspiró profundamente.

—¿No desearías algunas veces no tener que comer, tan sólo dormirte y despertarte ya alimentada? Las comidas pueden ser unas pruebas muy duras, especialmente en un hotel. La gente se preocupa tanto por la comida. Para la mayoría es lo más importante de todo. ¿No te has fijado?

—Voy a saltarme las comidas —comencé a explicar, aprovechando la oportunidad de su queja—. Pero no por deseo de saltármelas.

—¿Qué dices? —Comenzó a ampliar su sonrisa pero vio la intensidad de mi mirada y se detuvo—. ¿Algo va mal? Por favor, no digas que algo no va bien —suplicó, dejando caer el tenedor y apretándose el pecho con la palma de las manos.

—Tengo que contártelo —insistí—. Tú eres mi madre y no tengo a nadie más.

—¿Estás enferma? ¿Tienes algún molesto dolor de estómago? ¿Es lo del mes? —me preguntó moviendo la cabeza esperanzada mientras continuaba picoteando la comida el tenedor, examinando cada trocito antes de pincharlo rápidamente y llevárselo a la boca—. Nada me aburre más ni me disgusta tanto. Cuando tengo el período, no me muevo de esta cama. Los hombres no saben lo afortunados que son de no tener que pasarlo. Si en esos momentos Randolph se impacienta conmigo, se lo recuerdo y se queda callado inmediatamente.

—No es el período. Ojalá no fuese más que eso —le contesté.

Dejó de masticar y se quedó mirándome.

—¿Se lo has dicho a tu padre? ¿Ha enviado a buscar al médico?

—No estoy enferma, mamá. No en ese sentido. Acabo de salir de una reunión con la abuela Cutler.

—Ah —dijo como si esa frase lo hubiera explicado todo.

—Quiere que lleve una placa en el uniforme con el nombre de Eugenia en ella —le expliqué. Me salté la parte sobre Philip no sólo porque no quería causarle confusiones, sino porque yo misma no podía soportar hablar sobre el asunto.

—Vaya por Dios. —Contempló la comida y después dejó caer el tenedor de nuevo y empujó la bandeja—. No puedo comer cuando hay tanta controversia. El médico dice que me perjudicaría la digestión y me causaría unos malísimos dolores de estómago.

—Lo siento. No era mi intención estropear tu cena.

—Pues lo has conseguido —dijo con sorprendente dureza—. Por favor, no hables más de esas cosas.

—Pero… La abuela Cutler me ha dicho que me quede en mi cuarto hasta que me ponga la placa y me ha prohibido comer. El personal de la cocina es seguro que no me servirá nada si ella les dice que no lo hagan.

—¿Que te ha prohibido comer? —Meneó la cabeza y miró hacia el otro lado.

—¿No podrías interceder por mí? —supliqué.

—Deberías haber acudido a tu padre —contestó mientras seguía sin mirarme.

—No puedo. De todos modos, no hará nada para ayudarme —me lamenté—. Le di una carta para que la echase al correo para… para el hombre que había querido pasar por mi padre y el prometió que la echaría, pero en lugar de ello, se la dio a la abuela Cutler.

Asintió lentamente y se volvió de nuevo a mí con una sonrisa diferente en la cara. Era más bien una mueca de repulsión.

—No me sorprende —dijo—. Hace promesas fácilmente y después olvida que las ha hecho. ¿Pero por qué querías enviar una carta a Ormand Longchamp después de que te enteraste de lo que había hecho?

—Porque… porque quiero que me diga por qué lo hizo. Todavía no lo comprendo y nunca tuve verdadera ocasión de hablar con él antes de que la Policía se hiciese cargo y me trajese aquí. Pero la abuela Cutler no quiere que tenga ningún contacto con él —dije mostrando el sobre.

—¿Por qué se lo diste a Randolph? —preguntó mamá con los ojos fruncidos de sospechas.

—No sabía dónde enviarla y él me prometió averiguarlo y enviarla por mí.

—No debía de haberte hecho esa promesa. —Se quedó pensativa por un momento mientras en sus ojos aparecía una mirada lejana y nebulosa.

—¿Qué debo hacer? —pregunté con la esperanza de que asumiría su papel de madre y se pondría a cargo de lo que sucediese. Pero en su lugar, bajó la vista derrotada.

—Ponte la placa y quítatela cuando no estés trabajando —respondió rápidamente.

—Pero, ¿por qué tiene ella el derecho a decirme lo que tengo que hacer? ¿Acaso no eres mi madre?

Levantó la vista. Sus ojos estaban más tristes y más oscuros.

—Sí —contestó suavemente—. Lo soy, pero no estoy tan fuerte como antes.

—¿Por qué no? —interrogué, frustrada por su debilidad—. ¿Cuándo te enfermaste? ¿Después de que me secuestraron?

Asintió y se recostó en las almohadas.

—Mi vida cambió después de eso. —Suspiró profundamente.

—Lo siento —repuse—. Pero no lo comprendo. Es por eso que le escribí al hombre que crecí pensando que era mi padre. ¿De dónde me secuestraron? ¿Del hospital? ¿Ya me habías traído a casa?

—Estabas aquí. Ocurrió tarde por la noche, cuando todos dormíamos. Una de las suites que mantenemos cerradas al otro lado del pasillo era tu habitación. ¡La habíamos decorado tan bien! —Sonrió con el recuerdo—. Estaba muy bonita con el papel nuevo y la alfombra nueva y todos los muebles. Cada día durante el embarazo Randolph traía otro juguete de bebé o algo para colgar en la pared.

»Había empleado a una enfermera, por supuesto. Se llamaba Mrs. Dalton. Tenía dos hijos, pero ya eran tan mayores que estaban fuera de casa, de manera que ella podía vivir aquí.

Mamá movió la cabeza.

—Sólo vivió aquí tres días. Randolph quería que siguiera en su puesto aun después de que te secuestraron. Siempre tuvo la esperanza de que te encontrarían y serías devuelta, pero la abuela Cutler la despidió, acusándola de negligencia. A Randolph se le partió el corazón y pensaba que era una equivocación responsabilizarla, pero no pudo hacer nada.

Respiró profundamente, cerró los ojos y entonces los volvió a abrir y movió la cabeza.

—Permaneció allí en la puerta —me explicó— y lloró como un niño. Te quería mucho. —Se giró hacia mí—. Nunca había visto a un hombre adulto actuar de forma tan estúpida como actuaba cuando naciste. Si hubiera podido pasar las veinticuatro horas del día contigo, las hubiera pasado.

»¿Sabes? Naciste con mucho pelo, todo dorado. Y eras tan diminuta, casi demasiado pequeña para traerte a casa inmediatamente. Durante mucho tiempo después, Randolph estuvo diciendo cuánto desearía que hubieras sido demasiado diminuta. Entonces quizás aún te tendríamos.

»Por supuesto que nunca quiso abandonar la búsqueda y la esperanza. Las falsas alarmas le hicieron viajar por todo el país. Finalmente la abuela Cutler decidió terminar con esa esperanza.

—Erigió esa lápida conmemorativa —dije.

—No sabía que te habías enterado de eso —contestó mamá con los ojos agrandados por el asombro.

—La vi. ¿Por qué tú y papá y la abuela Cutler hicisteis una cosa semejante? Yo no estaba muerta.

—La abuela Cutler siempre ha sido una mujer de carácter fuerte. El padre de Randolph solía decir que era tan tenaz como las raíces de un árbol y tan fuerte como su corteza. En cualquier forma, insistió que hiciéramos algo para que nos enfrentáramos con los hechos y siguiéramos nuestras vidas.

—¿No fue terrible para ti? ¿Por qué lo hiciste? —repetí. No podía concebir a una madre estando de acuerdo en enterrar simbólicamente a su propio hijo, sin saber con certeza si el niño había muerto.

—Fue una ceremonia rápida y sencilla. Nadie, salvo la familia, estuvo presente, e hizo su efecto —dijo—. Después, Randolph perdió las esperanzas y entonces tuvimos a Clara Sue.

—Permitisteis que os forzara a que os dierais por vencidos —dije—. Que os forzara a olvidarme —añadí, no sin una nota de acusación en la voz.

—Eres demasiado joven para comprender estas cosas, cariño —replicó defendiéndose. La miré. Había cosas que no se tenía que ser mayor para comprender o apreciar. Una de ellas era el amor de una madre por un hijo, pensé. Madre no hubiera aceptado que nadie la hubiera forzado a ir al funeral de un hijo desaparecido.

Era todo tan extraño.

—Si yo era tan pequeña, ¿no era peligroso que me raptaran? —pregunté.

—Claro. Por eso la abuela Cutler insistía en que probablemente habrías muerto —repuso rápidamente.

—¿Cómo es que si tenías una enfermera que dormía en casa, pudieron hacerlo? —Aún no podía creer que estaba hablando sobre algo terrible que habían hecho Madre y Padre.

—No recuerdo todos los detalles —me contestó mamá y se frotó la frente—. Me está volviendo el dolor de cabeza. Probablemente porque me has forzado a recordar tantos recuerdos horribles.

—Lo siento, mamá —dije—. Pero tengo que saberlo.

Asintió con la cabeza y suspiró.

—No hablemos más sobre ello —sugirió y sonrió—. Ahora has vuelto, nos has sido devuelta. El horror ha quedado atrás.

—El monumento sigue ahí —dije, recordando lo que me había contado Sissy.

—¡Cómo puedes ser tan morbosa!

—¿Por qué me secuestraron, mamá?

—¿Nadie te lo ha explicado? —Me miró furtivamente y su cabeza se ladeó—. ¿No te lo ha dicho la abuela Cutler?

—No —contesté. Mi corazón se detuvo—. Tuve miedo de preguntarle nada semejante.

Mamá movió la cabeza comprensivamente.

—Sally Longchamp acababa de tener un bebé que nació muerto. Simplemente te sustituyeron por su bebé. Ésa es otra de las razones por las que me imagino que la abuela Cutler desea tanto el cambio de nombre, supongo.

—¿Por qué? —pregunté, con la voz tan débil que era apenas audible.

—No hay mucha gente que lo recuerde ya. Randolph nunca lo supo. Yo sí me enteré porque… porque sí. Y por supuesto, tu abuela lo sabía. Hay pocas cosas que no sepa si ocurren aquí o en las cercanías del hotel —añadió ásperamente.

—¿Por qué? —repetí.

—El bebé de los Longchamp que nació muerto también era una niña. Y le iban a poner de nombre Dawn.

Me di cuenta de que no tenía objeto continuar suplicándole a mamá que intercediese ante mi abuela. La actitud de mi madre era hacer lo que quisiera la abuela Cutler, porque a la larga era el camino más fácil. Me había dicho que de alguna forma, la abuela Cutler siempre conseguía lo que quería. Era inútil luchar.

Por supuesto, yo no estaba de acuerdo. Las cosas que me había explicado sobre Madre y Padre y sobre mi secuestro, me habían dejado aturdida. No importa lo terrible que pudiera haber sido para Madre el haber dado a luz a un bebé muerto, fue horrible que me robaran a mis padres verdaderos. Lo que habían hecho era horrible y cruel y cuando mamá había descrito a papá llorando en la puerta, me dolió el corazón.

Volví a mi pequeña habitación y me dejé caer sobre la cama para mirar al techo. Había empezado a llover, otra tormenta de verano que venía del mar. El ritmo continuo de las gotas de lluvia sobre el edificio y las ventanas era como tambores militares para llevarme a un sueño, a una pesadilla, exactamente a donde no quería ir. Me imaginé a Madre y Padre moviéndose furtivamente por las escaleras por la noche, cuando todos dormían. Aunque no la había conocido, vi a la enfermera Dalton profundamente dormida en el cuarto de niños, quizá de espaldas a la puerta. Tuve la impresión de que veía a Padre entrando de puntillas en la habitación y sacándome de la cuna. Quizás acababa de empezar yo a llorar cuando me entregó a Madre, que me apretó tiernamente contra su pecho y me besó las mejillas, dándome la sensación de consuelo y seguridad nuevamente.

Entonces, envuelta en mi mantita, se fueron escaleras abajo y pasando por el pasillo que se extendía por fuera de mi cuarto hacia la puerta trasera. Una vez en el exterior, en medio de la noche, llegaron fácilmente hasta su coche, en el que estaba Jimmy durmiendo en el asiento trasero, ignorante de que pronto iba a tener una nueva hermana.

En pocos momentos estuvieron dentro del coche y desaparecieron en la noche.

Apreté los párpados con fuerza para cerrarlos cuando imaginé a la enfermera Dalton al encontrarse la cuna vacía. Vi a mis padres salir apresuradamente de su habitación, a mi abuela corriendo enérgicamente fuera de la suya. Philip, despertado por la conmoción, sintiéndose aterrorizado. Con seguridad, tuvieron también que consolarlo.

El hotel se llenó de alboroto. Mi abuela gritándole órdenes a todo el mundo. Las luces fueron encendidas, se llamó a la Policía, se hizo salir a los miembros del personal a buscar por los terrenos del hotel. Poco después que el pequeño pueblo de playa de Cutler’s Cove se despertó, todos sus habitantes supieron lo que había ocurrido. Las sirenas sonaron. Había coches de la Policía por todos lados. Pero era demasiado tarde. Padre y Madre ya estaban a alguna distancia y yo, sólo de pocos días, no podía comprender que diferencia había.

Sentía el corazón como si se me fuera a partir en dos. El dolor me recorría la columna de arriba abajo. Quizá me debería dar por vencida, pensé. Mi nombre era una mentira, pertenecía a otra niña, una niña que nunca tuvo la oportunidad de abrir los ojos y ver la aurora, una niña que había sido llevada de una oscuridad a otra. El cuerpo se me agitó con el llanto.

—No tienes que quedarte ahí llorando —dijo Clara Sue—. Sólo haz lo que te dice la abuela.

Me di la vuelta. Había entrado furtivamente en mi habitación y sin llamar a la puerta, la había abierto sigilosamente, como una espía. Permaneció allí, con una sonrisa de terrible satisfacción interna en el rostro y apoyada contra la puerta. Evidentemente con la intención de mortificarme y atormentarme, mordisqueaba un pastel cubierto de chocolate.

—Quiero que llames a la puerta antes de entrar en mi habitación —le dije cortante y detuve las lágrimas que brotaban de mis ojos. Me sequé las mejillas con el dorso de las manos y me incorporé.

—Llamé —mintió—, pero estabas llorando tan fuerte, que no lo oíste. No tienes por qué pasar hambre —me sermoneó, mordiendo otro trozo de su pastel, cerrando los ojos para expresar lo delicioso que era.

—Eso te va a engordar aún más —le dije con un repentino estallido de rencor. Sus ojos se agrandaron.

—No estoy gorda —insistió. Yo sólo me encogí de hombros.

—Cree lo que quieras, si eso te hace feliz —dije en un tono de quitarle importancia. Se enfureció más todavía.

—No creo lo que quiero. Tengo una buena figura, la de una mujer. Todos lo dicen.

—Sólo están siendo educados. ¿Cuánta gente tiene el valor de decirle a alguien que está gorda, especialmente si es la hija del dueño?

Parpadeó, encontrando difícil refutar la lógica.

—Mira la ropa que ya no te sirve. Alguna ni siquiera la has estrenado —dije señalando con la cabeza hacia mi armario. Ella contempló, con los ojos empequeñeciéndosele con la ira y la frustración, haciendo que sus mejillas parecieran aún más regordetas. Entonces sonrió.

—Sólo quieres que te dé lo que queda de esto para no tener hambre.

Me encogí nuevamente de hombros y me incorporé un poco en la cama de forma que pudiera recostarme sobre las almohadas.

—Por supuesto que no —contesté—. Jamás comería pasteles en vez de verdadera comida.

—Ya verás. Después de que haya pasado un día, vas a estar tan hambrienta, que el estómago te hará ruidos y te dolerá —prometió.

—He tenido hambre, Clara Sue, mucha más hambre de la que tú nunca has padecido —repuse—. Estoy acostumbrada a pasar sin comer durante días y días —dije, saboreando el efecto que mi exageración estaba haciendo sobre ella—. Había días en que Padre no había encontrado trabajo y sólo teníamos unas pocas migajas para todos. Cuando te empieza a doler el estómago, sólo hay que beber mucha agua y el dolor desaparece.

—Pero… esto es diferente —insistió—. Aquí puedes oler cómo se cocina y lo único que tienes que hacer para comer es usar esa placa.

—No lo voy a hacer y tampoco me importa —dije con una sinceridad inesperada, que hizo que levantara las cejas—. No me importa si me pudro en esta cama.

—Eso es estúpido —contestó, pero se echó atrás como si estuviera enferma de algo infeccioso.

—¿Lo es? —Desvié los ojos hacia ella y la contemplé—. ¿Por qué le estuviste explicando a la abuela Cutler cuentos sobre Philip y sobre mí? Lo hiciste, ¿verdad?

—No, sólo le conté lo que todo el mundo sabía en el colegio, que Philip fue tu novio durante un corto tiempo y que salisteis una vez.

—Estoy segura de que le contaste algo más.

—¡No lo hice! —insistió.

—Ya no importa, de cualquier manera —le dije y suspiré—. Por favor, déjame sola. —Me recosté en la cama y cerré los ojos.

—La abuela me envió a ver si ya habías cambiado de idea antes de explicarle al personal la gran noticia sobre tu persona.

—Dile… dile que no voy a cambiarme el nombre y que puede enterrarme donde puso el monumento —añadí. A Clara Sue casi se le salían los ojos. Se retiró hacia la puerta.

—Te estás comportando como un crío malcriado y terco. Nadie va a ayudarte. Lo sentirás.

—Ya lo estoy sintiendo —contesté—. Por favor, cierra la puerta al salir.

Se quedó mirándome incrédula y después desapareció cerrando la puerta.

Naturalmente, ella tenía razón. Iba a ser mucho más difícil pasar hambre aquí donde había tanta abundancia y donde los aromas de maravillosas comidas se filtraban por el hotel, atrayendo a los huéspedes como moscas al comedor para tomar los deliciosos entrantes y los suntuosos postres. Sólo pensarlo se me agitaba el estómago con anticipación. Pensé que lo mejor era tratar de dormir.

De todos modos estaba emocional y mentalmente agotada. La tormenta de lluvia continuaba y el olor húmedo y rancio me hacía sentir helada. Me quité el uniforme, envolví mi cuerpo en una manta y me volví de espaldas a la ventana lagrimeada por la lluvia. Oí el rugido del trueno. El mundo entero pareció temblar o ¿era solo yo? Después de unos momentos me dormí y no me desperté hasta oír gritos en el pasillo seguidos de muchos pasos fuertes. Un instante después la puerta de mi habitación se abrió de golpe y mi abuela entró violentamente seguida de Sissy y Burt Hornbeck, el jefe de seguridad del hotel.

Apreté la manta en torno mío y me senté.

—¿Qué sucede? —pregunté sofocada.

—Está bien —dijo mi abuela secamente y agarró a Sissy por una muñeca y tiró de ella hasta que la obligó a ponerse a su lado frente a mí. Burt Hornbeck se puso al otro lado de ella y me contempló—. Quiero que lo digas todo en su presencia y con Burt de testigo.

Sissy bajó la mirada y luego la volvió hacia mí lentamente con los ojos grandes y brillantes de miedo. Había también una sombra de tristeza y compasión en ellos.

—¿Decir qué? —pregunté—. ¿Qué es esto?

La abuela se volvió hacia Sissy.

—Hacías las habitaciones alternas, ¿no es así? —exigió mi abuela con el tono agudo y cortante de un fiscal. Sissy asintió—. Habla en voz alta —ordenó mi abuela.

—Sí, señora —contestó Sissy rápidamente.

—¿Tú hacías los números impares y ella los pares? —Ajá.

—Entonces ella debe de haber sido quien limpió la habitación ciento cincuenta —prosiguió. Miré de ella a Burt Hornbeck. Era un hombre grueso de cuarenta años, con pelo castaño oscuro y pequeños ojos castaños. Cada vez que lo había visto antes, me había sonreído amistosamente. Ahora tenía el aspecto severo y airado, un satélite encerrado en la órbita que giraba alrededor de la airada y furiosa cara de mi abuela.

—Sí, señora —contestó Sissy.

—Pues sí, alternábamos las habitaciones y yo hacía los números pares. ¿Qué significa esto? —pregunté.

—Sal de la cama —ordenó. Miré a Burt. Llevaba sólo mi sujetador y mis braguitas. Él comprendió y dirigió su mirada hacia la ventana mientras me levantaba, manteniendo la manta tan apretada a mi alrededor como podía.

—¿Estás desnuda? —preguntó mi abuela como si el estar desnuda fuera un pecado en su hotel.

—No. Llevo mi ropa interior. ¿Qué quieres?

—Quiero la devolución del collar de oro de Mrs. Clairmont y lo quiero ahora —dijo con los ojos fijos en mí llenos de fuego. Alargó la mano, sus largos y delgados dedos estirados.

—¿Qué collar? —Miré a Burt Hornbeck, pero él no cambió su expresión.

—No vale la pena negarlo. Me las he arreglado para mantener callada a Mrs. Clairmont, una cliente de toda la vida, podría añadir, pero le he prometido la devolución del collar. Lo obtendrá —insistió, con los hombros alzados, y el cuello tan rígido que parecía tallado en mármol.

—¡Yo no cogí el collar! —exclamé—. Yo no robo.

—Por supuesto que no robas —dijo haciendo burla y moviendo la cabeza como un pájaro—. Has vivido toda la vida con ladrones y tú no robas.

—¡Nunca robamos! —exclamé.

—¿Nunca? —Torció los labios en una sonrisa fría de aguda burla. Mis ojos huyeron ante el ataque de los de ella. Mis rodillas comenzaron a temblar nerviosamente, aunque no tenía nada que temer. Yo era inocente. Tragando saliva primero, repetí mi declaración de inocencia y miré a Sissy. La pobre chica intimidada bajó los ojos rápidamente.

—Registra este sitio, Burt —ordenó—, de arriba abajo hasta que localices el collar.

De mala gana se movió hacia la pequeña cómoda.

—No está aquí. Te lo he dicho… lo juro…

—¿Te das cuenta —preguntó lentamente, y sus ojos parecían ahora dos carbones calientes en una estufa—, de lo embarazoso que puede ser esto para Cutler’s Cove? Nunca, nunca en la larga y prestigiosa historia de este hotel se ha robado nada de la habitación de un huésped.

Mi personal siempre ha estado formado de gente que trabaja mucho y que respeta la propiedad de los demás. Saben lo que es trabajar aquí, lo consideran un honor.

—Yo no lo robé —me lamenté mientras las lágrimas corrían por mis mejillas. Mr. Hornbeck había sacado todo de mis cajones y les estaba dando la vuelta. Miró también detrás de la cómoda.

—Sissy —exclamó cortante mi abuela—, deshaz su cama totalmente. Quita las sábanas y las fundas y dale la vuelta a ese colchón.

—Sí, señora —contestó y se movió instantáneamente para llevar a cabo las órdenes de mi abuela. Me miró con ojos que me pedían perdón al empezar a sacar mis sábanas.

—No saldré de aquí hasta que haya recuperado ese collar —insistió mi abuela cruzando los brazos bajo su pequeño pecho.

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