Aurora

Aurora


7. Qué es esto

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A menudo en las desembocaduras de los ríos que rompen la línea de elevaciones que pueblan esta línea costera, le dicen, el mar al elevarse su nivel ha alcanzado a las casas, las calles, los patios, los parques y al resto de los vestigios de la anterior civilización, aplastándolos, llevándoselos consigo. Por tanto, una de las primeras labores en la construcción de la playa ha consistido en demoler y retirar lo que ha quedado sumergido, lo cual ha debido hacerse a lo largo de la costa hasta alcanzar cierta profundidad, para evitar que toda la línea costera continuase entrañando un grave peligro. Aquí han terminado dicha labor hace unos años, y ahora, tal como comprueba Freya, han depositado buena parte de la arena para la nueva playa. Alrededor de la mitad de la arena se ha extraído de los bajíos y del cañón submarino; aspirada en barcas, depositada donde quieren tenerla. El resto se ha fabricado en los riscos. Se distribuye según protocolos que siempre evolucionan a medida que estudian el oleaje propio de ese trecho de costa y las pautas fluviales del estuario. Y también a medida que aprenden más cosas sobre las playas en general, en todo el mundo.

Ah, dice ella.

Esta playa se estabiliza al pie del risco norte, y la del sur también está casi terminada. Los viajeros espaciales pueden asentarse y echar una mano, aprender más acerca del proceso, conocer a quienes trabajan en él. Así podrán ver si les gusta. Como hay decenas de equipos así que trabajan en todo el mundo, parece más que posible que puedan fundirse sencillamente en este sector de la población, en la gente de la playa, y pasar a integrar los miles de millones de personas que pueblan el planeta Tierra.

Freya asiente.

—Suena bien.

Puede ir a nadar frente a esta playa si quiere, le dicen, porque ahora es segura, mucha de la gente de la playa, los más jóvenes, lo hacen. ¿Sabe nadar?

—Sí, sé nadar —responde ella—. Solía nadar a menudo en Long Pond.

Muy bien, estupendo. Debería intentarlo. Ahí la temperatura del agua es adecuada, un pelín fría, pero te acostumbras cuando llevas un rato dentro. Ya verá cómo la sustenta el agua salada del mar. Es fantástico flotar mejor. Mañana habrá un poco de oleaje, pero hay quienes nadan de todos modos. Hay gente a la que no puedes mantener fuera del agua, con olas o sin ellas.

—Magnífico —dice ella, sintiendo el latigazo del miedo a lo largo de la columna vertebral, el eco en brazos y piernas. Incluso los pies que no siente acusan el reflejo del temor.

De vuelta en el bungaló, exhausta, comprueba que Badim y Aram siguen bajo el ramaje comentando la puesta de sol que se ha producido apenas hace escasos minutos. O bien han visto el fulgor verde, o bien no. La discusión es muy relajada, y a Freya le parece evidente que ambos disfrutan ante un problema que no pueden desentrañar de inmediato. Algo a lo que darle vueltas. Dos ancianos que discuten a orillas del mar.

Le dan la bienvenida. El cielo a poniente ha adquirido una tonalidad de azul marino muy oscura, sobre un mar que ahora parece de un color más claro que el cielo, una especie de plata negra, más que nunca surcada por el oleaje incesante. Hay una vastedad inabarcable en el paisaje. Freya permanece de pie en el umbral de la puerta, atenta, consciente del viento que proviene del mar. Los ancianos la dejan en paz.

—He hecho una traducción de ese poema de Cavafis —anuncia Aram a Badim—. Del final, quiero decir. Atención:

No hay nuevo mundo, amigo mío, ni

nuevos mares, ni otros planetas, no hay adónde ir.

Estás ligado por un nudo que no puedes deshacer,

cuando comprendes que la Tierra también es una nave.

—Aaah —exclama Badim, como a quien le han contado un chiste—. Muy bonito. Me gusta cómo te las has ingeniado para dejar que sea algo que te has hecho a ti mismo, sino más bien cómo son las cosas.

—Sí —dice Aram, pensativo.

Entonces, al cabo de un rato Badim ríe en voz baja y da una palmada suave en el muslo de su amigo, señala el cielo crepuscular, azul puro como nada que hayan visto antes.

—Aunque, ¡vaya pedazo de nave preciosa!

—Lo es, lo es —admite Aram—. Pero ¿el tamaño importa? ¿Es eso?

—¡Creo que podría hacerlo! —responde su interlocutor—. Eso hace que sea robusta, ¿no? Lo bastante grande para que sea robusta. Y empiezo a pensar que su robustez es lo que buscamos.

—Es posible. Y me he dado cuenta de que tú te estás volviendo más robusto con el paso de los días.

—Bueno, aquí la comida es estupenda, admítelo.

Freya deja a ambos conversando, entra en el dormitorio y se tumba en la cama.

Esa noche, la brisa marina inunda la estancia y la inunda a ella, alcanza a oler y notar la sal hasta poco antes del amanecer, momento en que la fuerza del viento cae. No pega ojo en toda la noche, tiembla un poco, o es la habitación la que tiembla. Nota pinchazos en los pies, un nudo en el estómago. Siente que su miedo es como un lastre en el pecho. Cuesta respirar, e intenta hacerlo profundamente, con mayor lentitud. De vez en cuando espabila de un trance salino que no puede considerarse sueño.

Cuando despeja la noche a través de la ventana de poniente, iluminando un retal de las cortinas, se levanta y va al baño, sale de nuevo, camina de un lado a otro, se sienta en la cama, hunde el rostro en las manos. Se levanta y se dirige a la ventana para mirar fuera.

El amanecer inunda de luz el mar. Amanece en la Tierra. Aurora era la diosa del amanecer, pero esto es lo auténtico.

Abre la puerta del bungaló, siente el aire que ahora sopla hacia el mar. Es como si la tierra respirase, aspirando de noche y exhalando de día. Así sucedía en el Fetch. Hace calor, será un día caluroso. El aire es seco.

Se lava la cara en la pila del lavabo; contempla en el espejo su cara ojerosa. Es una mujer de mediana edad, los años han pasado volando; apenas recuerda qué aspecto tenía. Se pone un pantalón corto y una blusa, se pone las botas ortopédicas, toma una de las toallas grandes del cuarto de baño.

—A la mierda —dice en voz alta, al tiempo que sale del bungaló.

El gran azul del cielo. Aire cálido y seco que sopla con suavidad procedente del mar. Desciende a la playa a la sombra del risco, la mirada puesta en los pies que no siente, quejándose mientras se seca las lágrimas y los mocos que le corren por la cara. Apenas puede ver. Se siente estúpida, loca, pero sobre todo asustada. Solo asustada.

Al llegar a la playa le parece más pequeña, más como sacada de un bioma. Un bioma enorme, pero no tan grande como para hacer que se desmaye sin más. Tiene la respiración agitada, suda, jadea un poco, caminando con torpeza calzada con aquellas botas raras. Lleva puesto un sombrero de ala ancha, las gafas, mantiene la cabeza gacha.

Hacia la arena de las dunas que hay al pie del risco. A cada paso, la arena cede entre uno y tres centímetros bajo las botas. Basta con esto para que deba prestar atención, dado que no siente los pies. La arena asciende en una leve pendiente mientras camina hacia la orilla, hasta alcanzar una especie de cresta baja, más allá de la cual la arena cae llana y despejada sobre el borde espumeante del mar. Las olas rotas ascienden hacia Freya en la extensión burbujeante, el agua cristalina sobre la arena gris-marrón y mojada que cubre. Este borde inclinado y húmedo está surcado por trechos de espuma blanca. Hay un fuerte ruido debido a las olas que rompen, la mayoría de las cuales lo hacen a un centenar de metros de la orilla, calcula, y avanzan blancas y espumosas, coronadas por una capa entrante que es visiblemente más alta que la que le sirve de base, el borde blanco rebota susurrando una masa de burbujas en hilera, cubriendo los bajíos, entrechocando con otras líneas que retroceden de la orilla.

En el límite de la marea alta hay marañas de algas renegridas, y también otras que poseen una apagada tonalidad verde, con hojas anchas y alargadas, y bulbos. Laminarias, piensa. Se dirige hacia una línea y se sienta con fuerza en la arena a su lado. Mantiene la cabeza gacha, la respiración a un ritmo constante y profundo, e intenta contener la náusea, detener el mundo que gira a su alrededor. ¡No es más que un bioma enorme! ¡Aguanta! El alga al tacto es como un gel endurecido, algo limoso. Tiene arena pegada. Los granos de arena individuales no parecen del todo redondos: piedras pequeñas biseladas, unas quince o veinte pegadas en la yema del dedo índice. Las ve mejor cuando levanta el dedo a unos seis centímetros de su nariz. También hay unas motas negras de algo que parece mica, mucho más pequeño que los granos de arena clara. Estas motas negras se mezclan con los granos de arena, y donde las olas rotas se alzan y se abaten blancas en la orilla, a unos veinte metros de donde ella permanece sentada, se distingue un motivo diagonal, negro sobre rubio, flechas que se pisan unas a otras y que señalan al mar. Impera el fuerte ruido del oleaje rompiente.

El sol asoma sobre el risco situado a su espalda, y siente la radiación en el cogote como una lengua de fuego. Es, efectivamente, una llamarada. De nuevo se le encoge el estómago. Rebusca en la bolsa por debajo de la toalla, y saca un bote de protector solar con pulverizador, que extiende en el cuello. Huele raro. Le tiemblan las manos y se siente mareada. El olor del protector solar lo empeora, está a punto de vomitar. Menos mal que no tiene que estar de pie ahora, que no debe ir a ninguna parte. Mantén la cabeza gacha, observa los granos de arena que relucen transparentes en tu yema del dedo. Procura no devolver. Por Dios, cuánta luz. Debe apretar con fuerza los dientes para impedir que castañeteen, para mantener la bilis a raya.

—¡A la mierda! —exclama de nuevo con los dientes prietos—. ¡A ver si te controlas!

¡Déjame llevarte a la playa!

¡Na na na na na na na na na-na!

¡Déjame llevarte a la playa!

¡Na na na na na na na na na-na!

Un joven canta este estribillo, caminando a paso vivo en la arena blanda. Entre dieciséis y diecisiete años, desnudo, rostro alargado, ojos claros, la piel de una tonalidad parda que ella atribuye al bronceado. Su pelo rizado castaño también está tan quemado por el sol que las puntas de los rizos muestran un amarillo rayano en el blanco. Lleva un par de aletas azules en la mano, como las pinturas minoicas que decoraban una pared que tuvo ocasión de ver en un libro. El joven aguador, cargado con bolsas de agua.

—¿Vas a nadar? —le pregunta Freya.

Él se detiene.

—Sí, voy a cabalgar unas olas. Hay un punto de rotura estupendo que parte de este lugar, llamado Reefers.

—¿Punto de rotura?

—Hay un arrecife enorme ahí fuera, a unos doscientos metros, fácil de ver con la marea baja. La mayoría de las rotas vienen por la derecha, pero hoy hay corriente del sur, así que también habrá algunas que lo hagan por la izquierda. ¿Vas a salir?

—No siento los pies del todo —dijo Freya, desesperada por hallar una excusa—. Tengo este calzado, que se las ingenia para caminar por mí. No sé cómo sería nadar.

—Hmm. —Arruga el entrecejo, la mira como si nunca hubiese oído algo semejante, y es posible que no lo haya hecho—. ¿Cómo te ha pasado eso?

—Es una larga historia.

Él cabecea en sentido afirmativo.

—Bueno, si te pusieras las aletas es como si nadaras por las rodillas. Podrían servirte. De hecho, si permaneces de pie en los bajíos, el agua te hará flotar. Puedes usar los brazos, ganar impulso en el fondo y aprovechar las olas pequeñas.

—Me gustaría intentarlo —miente Freya, aunque puede que diga la verdad. Traga saliva ruidosamente. Tiene el rostro encendido, un cosquilleo le recorre dedos y labios. Le arde el dedo gordo de ambos pies.

—Ahí vienen mis amigos, es posible que Pam lleve en la bolsa un par de aletas más.

Dos jóvenes, un hombre y una mujer, desnudos también, bronceados, algo musculosos, el pelo quemado por el sol. Dioses y diosas jóvenes, náyades o lo que sean, no recuerda el nombre de las deidades menores marinas, pero estos lo son. Chicos de la playa. Saludan al joven que conversa con Freya, a quien llaman Kaya.

—¡Kaya! ¡Eh, Kaya!

—Pam, ¿llevas un par de aletas de sobra? —pregunta Kaya.

—Sí, claro.

—¿Podrías prestárselas a esta señora? Quiere salir a nadar.

—Claro, sí.

Kaya se vuelve hacia ella.

—Ten. Prueba a ver.

Los tres jóvenes se quedan mirándola.

—¿Sabes nadar? —pregunta Kaya.

—Sí. De pequeña nadaba constantemente en Long Pond.

—Quédate en los bajíos y todo irá bien. Apenas hay oleaje hoy.

—Gracias.

Freya acepta las aletas azules que le tiende la joven. Los tres jóvenes se adentran a la carrera en el agua, levantando arcos de espuma blanca a su paso, y después de zambullirse en una ola rota se incorporan con el agua a la altura del muslo. Después parecen flotar a merced del suave oleaje, mientras se ponen las aletas, y una vez hecho esto se dirigen hacia la pared que se aproxima compuesta por olas blancas, que rompen a más de treinta metros de ellos. Solo entonces nadan de verdad. Hacen que parezca sencillo.

Freya se quita las botas, se pone en pie, se desnuda, se rocía con protector solar, recoge las aletas azules que le han prestado, y camina con tiento hacia las olas rotas que chapotean en la orilla. Sigue sin sentir los pies, es como andar sobre zancos cortos, aunque parece haber ganado cierta tracción en ambos dedos gordos. El agua es fría al principio, lo nota en los huesos de los pies, pero se acostumbra rápidamente. No tan fría. Hay una ola que rompe en la playa y le llega a la altura de los tobillos, para después retroceder. Bajo ella el agua burbujea blanca, más burbujas que agua, burbujas que sisean al romper, proyectando una suave llovizna al alzarse a la altura de la cadera. El agua de una ola entrante pierde inercia de pronto al trepar por la pendiente de arena, luego retrocede con rapidez para formar una especie de arruga triple que únicamente se distingue cuando las olas se alejan. Tal vez esa sea la auténtica altura del mar. Ahí donde se encuentra ella, el agua chapotea a un lado y a otro, también arriba y abajo, pero sobre todo de un lado a otro. Las olas rompen en la playa, eso parece, eso siente. Hay algo que se desencadena un poco en su interior, y tiembla, sintiéndose menos mareada que enardecida. Enardecida pero temblorosa.

Mantiene la cabeza gacha, a pesar de lo cual ve o siente que en lo alto el cielo es azul, mezclado con mucho blanco en torno al horizonte. Ahí abajo hay mucho ruido, el estruendo del agua, el estampido del oleaje; a veces no es más que un crujido cuando una ola azul se pliega y cae, para a continuación estallar en espuma blanca y rociarla. Por encima de todo el sonido es un constante rugir de agua que se precipita y rompe sobre sí misma, estallido de un sinfín de burbujas. Todo el borde del mar es una especie de cascada baja que se precipita sobre sí misma una y otra vez. El resplandor de la luz del sol se dispersa en un millar de lugares en el agua, rebotando en sus ojos. Se ha quitado las gafas de sol y hay demasiada luz para que pueda hacer más que entornar los ojos hasta prácticamente cerrarlos. Es tan brillante que las cosas se antojan de algún modo oscuras.

Kaya se le acerca en una ola, solo su cabeza asoma del agua. Se sitúa a su lado y señala a sus amigos.

—Mira, ahí está Pam, a la izquierda. ¿La ves?

—¿Podemos estar aquí? —le pregunta, sin tenerlas todas consigo—. ¿No nos quemará vivos la radiación?

Jadea. No puede mirar cerca del sol, es demasiado brillante para eso, bizquea, lagrimea un poco ante la explosión de luz que proviene de las olas rompientes.

—Haces bien en preocuparte por eso. Mírate. ¿Te has puesto protector solar?

—Sí.

—Tienes la piel muy blanca.

—Es la primera vez que hago algo así —confiesa ella—. Nunca me había expuesto a la luz del sol.

Se la queda mirando.

—Qué barbaridad, aunque debo decir que tienes una piel preciosa. Se te ven todas las pecas y lunares. Pero, sí, si te cubres de protector la verdad es que te protegerá bien. Donde no te hayas puesto, la piel se quemará.

—¡Y que lo digas!

—Sí, claro. Renuévalo cada dos horas y no tendrás problemas. Te ayudaré la próxima vez que lo hagas.

—¿Tú no usas?

—Ah, a veces, pero ya sabes, estoy moreno, así que ya no me quemo. Por la tarde me pongo en la nariz y en los labios, sobre todo si llevo todo el día.

—¿Todo el día?

—Claro, no hay mejor día que el que pasas en la playa.

—¿Me pondrías ahora? Tengo miedo de haberme dejado algo.

—Sí, cómo no.

Él se agacha para quitarse las aletas, y luego camina con ella hasta donde ha dejado la toalla, sosteniéndola por el codo en la arena húmeda. Le rocía todo el cuerpo con protector solar.

—Tienes un cuerpo bonito, tan blanco, eres como esa diosa que se encarama a la rompiente. Ahí, déjame ponerte en las piernas y el culo. No puedes dejarte ni un centímetro, o te quemarás de lo lindo.

¡Quemaduras de sol! ¡Quemarse por la radiación de una estrella! Vuelve a temblar, procura no levantar la vista. Su sombra se extiende en el agua, oscura en la arena clara. Sigue lagrimeando, el puño en la boca. La arena es demasiado brillante para mirarla. Hay demasiada luz.

Él la ayuda a volver al agua. Es ágil y tiene la piel marrón, como un animal más que un ser humano, un hombre acuático, un tritón salido del agua para conducirla hacia su elemento. Un duende del agua. Ella tiembla, pero no de frío. Posiblemente el choque de la inmersión le impedirá vomitar.

Vuelve a meterse en el agua hasta la altura del tobillo. Ahí está, en la Tierra, adentrándose en el mar entre un estallido de luz. Apenas puede creerlo. Es como si viviera la vida de otro, dentro de un cuerpo que no puede manipular bien. Kaya la ayuda a tenerse en pie. Se adentra con ella en la avalancha de agua que traza un arco de espuma que se precipita mar adentro. Rodeados de burbujas, el sonido líquido. Debe levantar un poco la voz para que Kaya la oiga.

—¡Esta vez no está tan fría!

—Eso sucede siempre —dice él con una sonrisa burlona—. Hoy el agua está a unos veinticuatro grados, así que está bien. Dentro de una hora se enfriará, pero no pasa nada. Mira, cuando nos alcanza la altura del muslo, el fondo empieza a subir y bajar, y cuando venga una ola lo bastante grande, tú métete debajo de ella. Es la mejor manera de meterse. Tú no dejes pasar mucho tiempo.

La coge de la mano y ambos caminan sobre las ondas que ha mencionado. Las olas entran rotas, siseando, alcanzándoles en la cintura antes de recular a la altura del muslo. Cuando una ola rota de mayor tamaño se les acerca, Kaya le suelta la mano y con un grito se sumerge en ella. La ola lo anega, y a ella la empuja hacia la orilla, y Freya da un salto, gritando por el frío y la humedad. El agua tiene un gusto salado pero limpio, frío en los labios. Le escuecen los ojos, pero no mucho, y esa sensación dura poco. Kaya se inclina un poco para beber, y escupe parte del agua al cielo como una fuente.

—Bebe un poco —la anima—. Te sentará bien. Es nuestra misma salinidad. ¡Volvemos a nuestra gran mamá!

Y con otro salto se sumerge bajo la siguiente ola y asoma tras el agua que la sigue. De nuevo ella vuelve a sumergirse demasiado tarde y el agua la empuja hacia atrás.

Kaya nada hacia ella, y sigue nadando a pesar de que podría ponerse en pie.

—Ponte las aletas. Luego bucea bajo las olas. Mira, cuando la ola rompa, parte del agua se va directa al fondo y luego recula por debajo, así —lo ilustra ondulando la mano—. Así que si buceas y alcanzas esa agua, te llevará bajo la ola y te impulsará a la superficie, fuera de la rompiente. Sentirás cómo tira de ti cuando te introduzcas en ese flujo.

Ella se calza las aletas mientras se aproxima otra ola; las olas no dejan de arremeter, una tras otra, es un movimiento perpetuo que al parecer se da cada siete o diez segundos, ola tras ola tras ola. Se sumerge debajo de la siguiente, se hunde demasiado y tantea la arena del fondo, que asciende en remolinos hasta su cara, y siente el tirón que la lleva hacia arriba, y al sacudir las piernas siente las aletas a pesar de los pies insensibles, e instantes después sale al sol. Una increíble explosión de luz en los ojos, agua salada en boca, nariz y ojos, tose un poco pero apenas le escuecen.

—¿Tienes los ojos abiertos cuando buceas? —grita a Kaya.

—Pues claro que sí —responde el joven, sonriendo sumergido a excepción del rostro, los hombros, el pelo y las manos, nadando como nadie. Con la mano ahuecada, arroja, juguetón, agua espumosa a Freya.

Seguidamente se incorpora y se sitúa a su lado.

—Bueno, el primer juego consiste en coronar las olas a medida que se te acerquen. Que el agua te cubra el pecho, ahí es donde rompen la mayoría de las que nos interesan. Las mayores lo hacen más lejos, y debes nadar hacia donde rompen. Las pequeñas no romperán hasta que nos rebasen. Así que tú estate atenta y, a medida que se te acerquen, salta a la ola cuando se alce a tu alrededor y deja que te lleve. Deja que la parte superior te rompa en la cara, te impulse hacia arriba y cae de espaldas. Ahí está la diversión. Sentirás cómo te levantan. Luego, cuando te acostumbres a eso, y cuando veas cómo tienden a romper, cuando una grande te alcance y esté a punto de romper, gira cuando te levante y da un salto hacia la orilla. Te llevará consigo, te deslizarás boca abajo sobre ella. Cuando toques fondo, puedes levantar la barbilla y encogerte de lado, colarte debajo de la ola y ponerte en pie de nuevo, con el agua a la cintura. Dedícale un rato a eso.

Se lo dedica. Las olas se levantan ante ella; cuando son pequeñas y no han roto aún se encarama sobre ellas, y en la parte alta ve el mar, ve las olas que se aproximan en líneas que siguen llegando una tras otra, bajas y sin formar. A veces distingue que una será mayor, y para cuando repara en ello, los demás nadadores, puesto que ya son una docena, nadan con alma hacia afuera para alcanzarla antes de romper, y si lo hacen, montan la ola sobre un costado, al frente de la parte rota mientras se desplaza a izquierda o derecha, los rostro empapados vueltos de modo que encaren la ola que se alza al frente de su movimiento. Entiende que sus cuerpos actúan como tablas de surf. Unos pocos jinetes de las olas llevan bajo el pecho tablas pequeñas de gomaespuma. Se saludan con risotadas mientras las montan, y cuando la rompiente cierra sobre ellos desaparecen en la ola, y cuando vuelve a verlos ya nadan de vuelta para tomar la siguiente.

En lo alto de la ola, levantada por ella; atraviesa la pared traslúcida iluminada por el sol de agua que la corona, cae sobre el pecho en la parte posterior azul. Kaya estaba en lo cierto; de por sí esa es una sensación magnífica. Pierde el miedo, se libra de él con cada salto, con cada caída. Encaramada por la ola, cae; y otra vez, y otra y otra. Agua salada en los labios. El susurro y el siseo y el estampido que la rodea, el agua sobre el agua. No es necesario hablar con nadie, ni pensar. El sol prende un cuadrante entero del cielo, ¡imposible levantar la vista hacia allí! El mar tiene tan buen sabor, no es como la sangre, es limpio y frío y salado, pero más agradable que salado. Como si fuera agua de verdad.

Empieza a recuperar sensaciones, a ser consciente de su cuerpo. Es cierto que flota más en ese lugar de lo que había flotado antes, y por un instante recuerda la ingravidez que sentía en la columna de la nave. Hace ese recuerdo a un lado, pero entonces lo recupera y se aferra a él; con el corazón encogido, flota sobre las olas por la nave, por Jochi, por Devi y por Euan y por todos los que ya no están. Incluso el recuerdo que le viene de pronto a la mente, el de Euan en el océano de Aurora, no es malo, sino bueno. Escogió un buen final. Montar esas olas por él y con él. Es una especie de comunión. Superará su miedo a nado. Sigue temblando.

Finalmente llega una ola que parece querer romper pero sin lograrlo, una pendiente inclinada de agua que se alza ante ella con un movimiento imponente. Freya ve una oportunidad, se da la vuelta y salta hacia la orilla, y la ola la recoge y la eleva, y mientras ella flota se desliza también boca abajo a la misma velocidad, de modo que al mismo tiempo cuelga suspendida y vuela, y se ríe asombrada cuando la pendiente de la ola se vuelve más vertical y ella se desliza de pronto hacia abajo hasta el fondo, cae en el agua que no es ola, la ola la alcanza y rompe, le da la vuelta en una pirueta que inyecta agua en sus fosas nasales, en la garganta y los pulmones, se ahoga un poco pero sigue en la pirueta de la ola rota, imposible ganar la superficie, siquiera sabe dónde está, da en el fondo y lo descubre, nada hacia arriba, irrumpe a través de la superficie de burbujas y jadea, tose, resopla, aspira aire, jadea mientras aspira y respira, rompe a reír. Todo esto ha durado tal vez cinco segundos. Bajo el agua es mejor mantener la boca cerrada. Obviamente.

Intenta transmitir esto a Kaya cuando lo ve acercarse a ella, desaparecer, y situarse seguidamente a su lado con el agua a la altura del pecho.

—¿Todo bien? —pregunta el joven.

—¡Sí! ¡Me ha dado un revolcón!

—Un centrifugado. Acabas de salir de una lavadora. —Ríe.

—¡Debo contener la respiración bajo el agua!

—¡Sí, claro! Y expulsar aire por la nariz cuando estés dando tumbos —añade él—. Ya verás qué diferencia. Así no tragarás agua.

Vuelve a encaramarse a las olas. Cabalga unas cuantas más y se las apaña mejor cuando la hunden en las aguas calmas que fluyen bajo el oleaje rompiente. Cuando encuentra el equilibrio entre el ascenso y la caída y vuela, experimenta la misma sensación de ausencia de gravedad en el estómago que tenía cuando flotaba columna abajo. Piensa de nuevo en la nave y lanza un grito, una risotada de dolor por toda su vida. Ay, Dios, que todo tuviera que suceder de ese modo, tan absurda toda la existencia, tan ridícula, tan estúpida. Tantas muertes. Pero ahí está ella, y a la nave le complacería verla ahí fuera entre el oleaje, está tan segura de ello como pueda estarlo de cualquier cosa.

Tiene la impresión de que el sol le lastima un poco la piel del rostro, y también, entre la llegada de una ola y la siguiente, ve que está temblando; es un temblor distinto al anterior, sencillamente tiene frío. Las olas mayores llegan en grupos de tres, le informa Kaya al pasar por su lado, y ella comprueba que esto suele ser verdad. También entiende cómo pueden haber llegado a pensar tal cosa. Ven llegar un grupo, e intentan encaramarse a una antes de que rompa, luego nadan hasta un punto donde puedan tener una posición ventajosa de las siguientes dos. Freya quiere encaramarse a la parte anterior de una, tal como hacen ellos. Cuesta lograrlo. Parece que tendrá que ir un poco más rápido para lograrlo, y Kaya se muestra de acuerdo cuando ella lo expresa así.

—¡Sírvete de las aletas cuando quieras ganar velocidad!

—¡Estoy temblando!

—Ya, yo estoy a punto de hacerlo también. Ve a tumbarte un rato al sol, recuperarás enseguida la temperatura. Yo enseguida salgo.

Ella intenta montar una todo el trayecto, pero mete la pata en la salida, se ve arrastrada en el centrifugado de la lavadora, vuelve a tragar agua, no puede respirar durante más de la cuenta, no puede ganar la superficie. De pronto alguien la aferra y tira de ella, se ahoga, expulsa agua salada entre toses, a punto de vomitar.

Es Kaya quien la ha sacado del agua; hace pie aunque el agua le llega a la altura del pecho, y la mira fijamente. Tiene los ojos azul claro.

—¡Eh! Ten cuidado ahí fuera —dice—. Recuerda que esto es el mar. Si te descuidas lo pagas. Al mar no le importa si te hundes. Es mucho más fuerte que nosotros.

—Lo siento, no lo había previsto.

—Hagamos una cosa. Quédate aquí un rato en los bajíos. Hazte el muerto. Túmbate en el mar donde la ola rota alcanza la playa, estarás flotando, pero también te darás con el suelo ondulado del fondo. Tú deja que el agua te zarandee como si fueras madera de balsa. Es casi tan divertido como cualquier otra cosa que pueda hacerse por aquí.

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