Aurora

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1. La chica de la nave

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La fuerza de Coriolis es el empuje lateral que no se percibe. Pero lo percibas o no, empuja el agua. De modo que ahora que la desaceleración la empuja en dirección contraria, el agua no se comporta como antes, y deben bombearla a otras partes de los biomas, para llevarla al lugar donde solía estar. Deben reemplazar la fuerza con soluciones que comparativamente no tienen el mismo efecto real. Para este problema planearon el bombeo del agua, pero no han sido capaces de compensar la alteración del empuje que se produce en el interior de las células de las plantas, al que algunas de ellas no se adaptan. Había un leve empuje en el interior de todas las células que ahora se ha alterado. Quizá se deba a eso que las cosas enfermen. No tiene sentido, pero todo lo demás tampoco tiene mucho sentido.

Devi sigue adelante, hablando y hablando mientras hacen sus rondas.

—Lo que importa no es la fuerza de Coriolis, sino sus efectos. Nunca llegó a experimentarse con ellos, exceptuando sus efectos sobre las personas, ¡como si solo las personas fuesen capaces de experimentarlos!

—¿Cómo pudieron ser tan imbéciles?

—¡Exacto! Puede que todas las paredes de las células aguanten, así que quizá no sea tan obvio, ¡pero… el agua! ¡El agua!

—Porque el agua siempre está en movimiento.

—¡Exacto! El agua siempre fluye colina abajo, el agua siempre toma el camino que le ofrece menor resistencia. Y ahora tenemos una nueva colina abajo.

—¿Cómo pudieron ser tan idiotas?

Devi la toma de los hombros mientras ambas caminan, y la abraza.

—Lo siento. Es que estoy preocupada, eso es todo.

—Porque hay cosas de las que preocuparse.

—Así es. Las hay. Pero no debo cargarte con ese lastre.

—¿Quieres tomar un helado de caramelo salado?

—Por supuesto. No podrías impedírmelo aunque quisieras. ¡Ni con bombas de fusión detonando dos veces por segundo durante veinte años!

Así es cómo frenan la nave. Como siempre, ambas se ríen ante la locura que supone eso. Por suerte las bombas son chiquitinas. Se reúnen con Badim en la lechería, y descubren que hay un nuevo sabor, el napolitano, que combina nada menos que tres sabores.

Freya se siente confusa al pensar en ello.

—Badim, ¿me gustará?

Él le sonríe.

—Creo que sí.

Después del helado napolitano, toca hacer la siguiente parada en las rondas de Devi. El laboratorio de algas, la mina de sal, la central eléctrica, la imprenta. Si todo marcha bien, escogerán un objeto que figure en la lista de recambio de componentes, atravesarán la Amazonia hasta Costa Rica, donde se encuentra la imprenta, y harán que una de las impresoras imprima el componente para cambiarlo; luego se acercarán al lugar donde hay que sustituirlo, pondrán en marcha el sistema de emergencia, si es que lo hay, o simplemente apagarán lo que sea y se apresurarán a extraer el componente antiguo para sustituirlo por el nuevo. Engranajes, filtros, tubos, cámaras, juntas, muelles, bisagras. Cuando terminan y encienden de nuevo el sistema, estudian el antiguo componente para comprobar su resistencia y cuál ha sido el punto de desgaste; toman fotografías del mismo y anotan el diagnóstico en el diario de a bordo, para después llevarlo a las salas de reciclaje, que precisamente se encuentran junto a la imprenta y proporcionan a los impresores muchas de sus materias primas.

Así son las cosas cuando van bien. Pero por lo general, no todo va como debe. Entonces todo se reduce a agarrar el toro por los cuernos, recurrir al ingenio y probar a la manera antigua, incluida la solución del ingeniero, que consiste en golpear cosas con un martillo. En los días que son realmente malos, ¡no les queda otro remedio que confiar en que todo el cagadero no se les derrumbe encima! Deben confiar en no acabar viviendo como animales salvajes, comiendo desperdicios o los cadáveres de sus propios bebés. A Devi se le tuerce el gesto, y su tono de voz se vuelve desabrido a medida que escupe tan nefastos presagios.

En casa, en la cocina, incluso tras los peores días, Devi alegra un poco el ánimo. Bebe algo del vino blanco de Delwin, juega con Freya como si fuera su hermana mayor. Freya es hija única, así que no puede estar segura del todo, pero como ya supera en estatura a Devi tiene la impresión de que así es como debe de sentirse quien tiene hermanos. Devi es como una hermana que es más pequeña, pero que la supera en edad.

Ahora Devi se sienta en el suelo de la cocina, bajo la pila, y llama a Badim para que acuda a jugar con ella a las cucharas. Badim asoma por la puerta con cara de felicidad y un abultado mazo de cartas de tarot. Toma asiento, se reparten las cartas, y se disponen cada uno por su cuenta a construir castillos de naipes en los mismos tres rincones que ocupan de costumbre. Construyen castillos de naipes bajos y gruesos, para defenderse de los malvados ataques de los demás, colocando cartas en ángulo de modo que no presenten superficies planas ante dichos ataques. Devi siempre hace que el suyo adopte la forma de un barco tumbado boca abajo, y suele ganar, hasta tal punto que Badim y Freya han empezado a imitarle el estilo.

Cuando acaban de construirse los castillos de naipes, se turnan arrojando cucharas de plástico a las construcciones ajenas desde sus respectivos extremos de la cocina. La regla dicta que deben doblar la cuchara con una mano mientras hacen palanca con la otra, para luego soltarla y que salga disparada. Las cucharas son livianas, su forma no es precisamente aerodinámica, y su vuelo, por tanto, es errático. Rara vez alcanzan su objetivo. Salen disparadas y se desvían a un lado u otro, disparo y desvío, disparo y desvío, aunque de vez en cuando impactan y ¡zas! Pero si el castillo de naipes en cuestión ha sido bien construido, y tiene suerte, soportará el impacto, solo se derrumbará parcialmente, perdiendo una muralla externa o una garita. Badim ha dado con nombres para todas las partes del castillo, nombres que hacen reír a Devi.

Muy de vez en cuando un solitario impacto derrumba por completo el castillo de naipes, lo cual arranca siempre exclamaciones de sorpresa, seguidas por risas. A veces, sin embargo, un disparo certero hace que Devi tuerza el gesto. Pero por lo general suele reírse con su marido e hija, proyecta la cuchara cuando le toca, los labios prietos, concentrada. Se recuesta en los cajones, satisfecha. Eso es algo que Badim y Freya pueden hacer por ella. De acuerdo, a menudo va por el mundo enfadada, pero es capaz de confinar su enfado en una cajita en momentos así, y, además, su ira se dirige a cosas que se encuentran más allá de las inmediaciones de Freya. No está enfadada con Freya. Y Freya hace lo posible por hacer que siga siendo así.

Entonces, un día, una de las impresoras se avería, lo cual sume a Devi en una honda preocupación. Nadie es capaz de verlo a excepción de Freya, ya que todo el mundo está preocupado, asustado, pendientes todos de que Devi encuentre una solución. Así que Devi se dirige a la imprenta, arrastrando a Freya con ella, hablando por el intercomunicador y callando a veces en mitad de una frase para tapar el micrófono con la mano y lanzar un taco, o para decir «Espera un segundo», para poder responder a la gente que se le acerca por la cornisa. Normalmente apoya la mano en los brazos de estas personas para tranquilizarlas, y estas se tranquilizan, aunque Freya ve con claridad que la propia Devi está muy enfadada, cosa que los demás no perciben. Resulta extraño comprobar que a Devi se le da tan bien mentir.

En la imprenta, un grupo numeroso de personas se reúnen en la pequeña sala de reuniones, atentos a las pantallas mientras comentan lo que ven. Devi manda a Freya a su rincón con los cojines y las pinturas y un sinfín de componentes en cajas, y luego se dirige hacia ellos y empieza a hacer preguntas.

Las impresoras son maravillosas. Son capaces de hacer cualquier cosa que desees que hagan. Bueno, no puedes imprimir elementos; esta es una de las frases habituales de Devi, cuyo propósito resulta un misterio para Freya. Pero puedes imprimir ADN y bacterias. Puedes imprimir otra impresora. Podrías imprimir todos los componentes de una pequeña nave espacial y adentrarte en el espacio si quisieras. Lo único que necesitas son los planos adecuados y materias primas, y cuentan con materiales almacenados en los suelos y las paredes de la nave, además de una imponente biblioteca con planos que pueden alterar a voluntad. A bordo disponen de casi toda la tabla periódica, y reciclan todo lo que usan, de modo que nunca se queden sin algo que necesiten. Incluso lo que se convierte en polvo y cae al suelo será devorado por los bichos a los que les guste, de modo que se concentre hasta que la gente pueda recuperarlo de los bichos muertos. Puedes tomar suciedad de cualquier rincón de la nave y filtrarla para obtener aquello que necesites. Por tanto, las impresoras siempre cuentan con todo lo necesario para construir cosas.

Pero ahora hay una impresora averiada. O tal vez sean todas las impresoras las que se han averiado. No funcionan, dice continuamente la gente. No cumplen las órdenes ni atienden a las preguntas. El diagnóstico asegura que todo está en orden, o eso o no dice nada. Y no sucede nada. Afecta a más de una impresora.

Freya presta atención a los sonidos de la discusión, intentando hacerse una idea de la situación. Concluye que se trata de algo serio pero no acuciante. No van a morir en la próxima media hora. Pero necesitan que las impresoras funcionen. Quizá se trate únicamente de un fallo de los sistemas de mando y control, parte de la mente de la nave, la inteligencia artificial que Devi menciona a todas horas. Tal vez sea un fallo del diagnóstico, que no repara en la presencia de algo obvio, algo fácil de detectar. Presiona el botón de reiniciar. Arréale un buen martillazo.

En fin, el caso es que se trata de un problema gordo, tanto que a la gente le alivia el solo hecho de ponerlo en manos de Devi. Y ella no se arruga ante el desafío. Está haciendo preguntas a todos los presentes. A eso se debe que la llamen jefa de ingenieros, aunque lo hagan a sus espaldas. Dice ella que son un grupo. Ahora, a juzgar por el tono de su voz, Freya comprende que llevará mucho tiempo. Freya se acomoda para hacer un dibujo. Un velero que se desliza por un lago.

Más tarde, mucho más tarde, es Badim quien despierta a Freya, que se ha tumbado en los cojines, y quien la lleva a la estación del tranvía, desde donde vuelven a casa, en Nueva Escocia, a tres biomas de distancia. Devi no volverá a casa esa noche, y tampoco vuelve a casa la noche después. A la mañana siguiente, la encuentra dormida en el sofá, y Freya la deja dormir, y luego, cuando despierta, le da un fuerte abrazo.

—Eh, chica —dice Devi, aturdida—. Déjame ir al baño.

—¿Tienes hambre?

—Me comería un buey.

—Te prepararé unos huevos revueltos.

—Estupendo. —Devi camina con dificultad hacia el baño. De vuelta a la mesa de la cocina, come sin despegarse del plato, devorando los huevos. Si Freya comiera de ese modo le llamarían la atención para que se sentase con la espalda recta, pero ahora no dice nada.

Cuando Devi afloja un poco y yergue la postura, Freya le sirve una taza de café recién hecho que sorbe ruidosamente.

—¿Funcionan las impresoras? —dice Freya, que tiene la sensación de que ya es seguro preguntarlo.

—Sí —responde Devi, hosca. Resulta que el problema con el diagnóstico y las impresoras eran uno y el mismo, lo cual tiene sentido. Por lo visto, un rayo gamma alcanzó a la nave por una funesta casualidad, colapsando la función de onda en una parte cuántica del ordenador que la dirige. Mala suerte, muy mala, tanto es así que Devi se pregunta si no habrá sido un caso de sabotaje.

Badim es incapaz de creer tal cosa, pero también él se muestra muy preocupado. Hay partículas atravesando la nave continuamente. Millares de neutrinos los están atravesando en ese preciso momento. El espacio interestelar no está vacío del todo. En su mayor parte, sí, pero no todo.

Claro que también ellos están vacíos en su mayor parte, señala Devi, que sigue mostrándose hosca. No importa lo sólidas que parezcan las cosas porque en su mayor parte están vacías. Las cosas pueden atravesarse las unas a las otras sin problemas. Excepto de vez en cuando. Es entonces cuando una mota choca con algo tan pequeño como ella, y ambas salen volando o ven alteradas sus posiciones. Entonces pueden averiarse las cosas, romperse. La mayoría de estos problemas no van más allá, no se sienten ni importan. Todo a bordo y la propia nave forman una comunidad de cosas que viajan juntas, y que algunas sufran golpes aquí y allá no importa, porque el resto se encargará de llenar el hueco que dejen. Pero sucede de vez en cuando que algo golpea a algo y lo rompe de un modo que afecta a un organismo mayor. Las consecuencias pueden oscilar entre un rasguño sin importancia hasta la muerte inmediata. Igual que una de esas cucharas que arrojan para tumbar los castillos de naipes.

—Nadie quiere perjudicar a la nave —asegura Badim—. Aquí no hay nadie que esté tan loco.

—Tal vez —dice Devi.

Badim mira con los ojos muy abiertos a Freya para que Devi lo vea, como si Freya no fuera capaz de verlo, que por supuesto lo hace. Devi pone los ojos en blanco para recordárselo a Badim. Freya ha visto a menudo ese gesto de su madre.

—En fin, que las impresoras ya vuelven a funcionar —le recuerda Badim.

—Lo sé. Es que me pongo nerviosa cuando interviene la mecánica cuántica. No hay nadie a bordo que la entienda de verdad. Podemos seguir el diagnóstico, y reparar cosas, pero ignoramos el porqué. Y eso no me gusta nada.

—Ya —dice Badim, que la mira con afecto—. Mi Sherlock. Mi Galileo. La señora Arréglalotodo. La señora Sabecómofuncionatodo.

Ella tuerce el gesto.

—Querrás decir la señora Formule​su​siguiente​pregunta. Me paso la vida haciéndolo. Pero preferiría tener las respuestas.

—La nave las tiene.

—Es posible. Se le da bastante bien, eso lo admito. Esta vez ha sido ella quien ha caído en la cuenta de lo sucedido, y te aseguro que no era fácil. A pesar de que afectaba a una de sus partes. Pero empiezo a pensar que la inducción recursiva que hemos ido introduciendo está teniendo efecto.

Badim asintió.

—Se aprecia su mayor fortaleza. Y seguirá haciéndolo. Tú seguirás haciéndolo.

—Debemos confiar en ello.

Freya se despierta en plena noche y ve luz en la cocina. Tenue, azulada; es la luz que despide el monitor. Se levanta y camina por el pasillo, pasando junto a la puerta del dormitorio de sus padres, donde oye los leves ronquidos de Badim. No le sorprende encontrar despierta a Devi.

Está sentada a la mesa, hablando en voz baja con la nave, la parte de la nave a la que llama en ocasiones Pauline, que constituye su interfaz particular con el ordenador de a bordo, donde se almacenan todos sus archivos e historiales personales en un espacio al que nadie más puede acceder. A menudo Freya tiene la impresión de que Devi se siente más a gusto con Pauline que con cualquier persona de carne y hueso. Badim afirma que ambas tienen mucho en común: grandes, inescrutables, capaces de abarcarlo todo y envolverlo todo. Generosas con el prójimo, entregadas. Posiblemente una especie de locura para dos, expresión que en francés,

folie a deux, según le explica, viene a suponer una especie de paso a dos de locura. No es insólito. Puede ser algo bueno.

Dice ahora Devi a su pantalla:

—Así que si el estado se encuentra en un subespacio del espacio de Hilbert, que está comprendido por la función propia degenerada correspondiente a

a, entonces el subespacio

s a posee una dimensionalidad

n a.

—Así es —confirma la nave. En este contexto, su voz agradable corresponde a la voz de una mujer, algo grave y zumbona, que según cuentan se basa en la voz de la madre de Devi, que Freya no ha oído nunca; los padres de Devi murieron jóvenes hace mucho tiempo. Pero esta voz constituye una presencia constante en su apartamento, a veces incluso ha hecho de niñera tan invisible como omnisciente de la propia Freya.

—Entonces, después de medir

b, el estado del sistema se encuentra en el espacio

a b, que es un subespacio de

s a, y que está comprendido por la función propia común a

a y

b. Este subespacio posee una dimensionalidad

n a b, que no es mayor que

n a.

—Sí. Y una posterior medición de

c, mutuamente compatible con

a y

b, deja el estado del sistema en un espacio

s a b c que es un subespacio de

s a b y cuya dimensionalidad no es mayor que la de

s a b. Y de esta manera podemos pasar a medir más y más observables mutuamente compatibles. En cada paso, el estado propio se ve empujado a subespacios de dimensionalidad cada vez menor, hasta que el estado del sistema se ve empujado a un subespacio de dimensionalidad en la que

n es igual a uno, espacio ocupado por una sola función. Así hallamos nuestro máximo espacio informativo.

Devi suspira.

—Ay, Pauline —dice tras un largo silencio—, a veces me asusto tanto.

—El miedo es una forma de alerta.

—Pero puede convertirse en una especie de niebla. La crea para impedirme pensar.

—Eso suena mal. Como si el exceso de algo bueno se hubiese convertido en algo negativo.

—Sí. —Y Devi añade a continuación—: Espera. —Se produce un silencio, y seguidamente se encuentra en el pasillo, de pie ante Freya—. ¿Qué haces levantada?

—He visto la luz.

—Vale. Lo siento. Entra. ¿Te apetece beber algo?

—No.

—¿Un chocolate caliente?

—Sí. —No tienen a menudo chocolate en polvo, es uno de los alimentos racionados.

Devi pone a calentar el agua. El fulgor del fuego añade un matiz rojizo a la luz azulada de la pantalla.

—¿Qué haces? —pregunta Freya.

—Ah, nada. —Devi arruga una de las comisuras de sus labios—. Intento estudiar de nuevo mecánica cuántica. De joven la tuve controlada, o al menos eso pensaba entonces. Ahora no estoy tan segura.

—¿Y eso?

—¿Que por qué lo intento?

—Sí.

—Verás, el ordenador que gobierna la nave es en parte un ordenador cuántico, y nadie a bordo sabe de mecánica cuántica. Bueno, eso no es justo, estoy segura de que hay varias personas del grupo de matemáticas que sí saben. Pero no son ingenieros, y cuando tenemos problemas con la nave, existe un vacío entre lo que sabemos teóricamente y lo que somos capaces de hacer. Tan solo pretendo ser capaz de entender a Aram, Delwin y al resto del grupo de matemáticas cuando me hablen de todo esto. —Hace un gesto resignado con la cabeza—. Me va a costar, aunque con un poco de suerte ni siquiera lo necesitaré. Pero me inquieta.

—¿No deberías estar durmiendo?

—¿Y tú? Ten, tómate el chocolate. No me agobies.

—Pero si tú me agobias.

—Pero es que aquí yo soy la madre.

Sorben juntas en silencio. Freya empieza a quedarse dormida con el calor en su estómago. Espera que lo mismo le suceda a Devi, pero Devi la ve apoyar la cabeza en la mesa y vuelve a hablarle a la pantalla.

—¿Por qué un ordenador cuántico? —pregunta—. Diría que con uno clásico, armado con una memoria de varios zetaflops, podría haberse hecho todo lo que puedas necesitar.

—En ciertos algoritmos, la capacidad de sacar provecho de la superposición hace que un ordenador cuántico sea mucho más veloz —responde la nave—. El cálculo de ciertas operaciones llevaría a un ordenador clásico cien billones de años, mientras que uno cuántico tardaría veinte minutos.

—Pero ¿necesitamos realizar esos cálculos?

—Contribuye en ciertos aspectos de la navegación.

Devi suspira.

—¿Cómo ha resultado ser así?

—¿Qué ha resultado ser así?

—¿Cómo ha pasado esto?

—¿Qué ha sido lo que ha pasado?

—¿Tienes un registro de cómo se inició este viaje?

—Todas las grabaciones de vídeo y audio efectuadas durante el viaje han sido almacenadas y archivadas.

Devi carraspeó.

—¿No tienes una relación? ¿Un resumen?

—No.

—¿Ni siquiera una de esas cosas que tendría uno de tus chips cuánticos?

—No. Se almacenan todos los datos de los chips.

Devi suspira.

—Efectúa un relato narrado del viaje. Haz un relato del viaje que incluya todos los detalles importantes.

—¿Empezando ahora?

—Empezando por el principio.

—¿Cómo voy a hacer eso?

—Yo qué sé. Recurre a tu condenada superposición y colápsala.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Pues que te dediques a resumir, supongo. O que te centres en algo concreto. Lo que sea.

Se hace el silencio en la cocina. Zumbido de pantallas mientras se oye el leve ronroneo que escapa por las rejillas de ventilación. Mientras Freya se da por vencida y vuelve a la cama, Devi continúa hablando con la nave.

A veces, ser consciente del miedo de Devi se vuelve una carga tan pesada para Freya que sale a solas al patio del apartamento, lo cual está permitido, para después dirigirse al parque que hay al fondo del Fetch, lo cual está prohibido. Una noche, camina hacia la cornisa para ver cómo el viento costero rasga la superficie del lago y sacude las embarcaciones que amarran en el embarcadero; los veleros cabecean y se balancean, y los cisnes que se mecen al pie de la pared de la cornisa aguardan a que les tiren migas de pan. Todo resplandece al sol del atardecer. Cuando el sistema de luz solar se apaga en la pared occidental, dando paso a la hora de fulgor crepuscular, se dirige a buen paso de vuelta a casa, decidida a entrar en el patio antes de que Badim la avise para cenar.

Pero aparecen tres caras bajo la morera en el pequeño parque boscoso que hay tras la cornisa, los rostros manchados por la fruta que han introducido con torpeza en sus bocas. Ella da un salto hacia atrás, temiendo que sean salvajes.

—¡Eh, tú! —dice uno—. ¡Ven aquí!

A pesar de la escasa luz, distingue que se trata de uno de los jóvenes que viven en la manzana que tienen enfrente. Tiene una cara de rasgos zorrunos, atractivos a pesar de la luz y de las manchas que tiene de nariz para abajo.

—¿Qué queréis? —pregunta Freya—. ¿Sois salvajes?

—Somos libres —afirma el muchacho con vehemencia teatral.

—Vives enfrente de mí —dice ella, burlona—. ¿A eso lo llamas libertad?

—No es más que nuestra tapadera —afirma el joven—. Si no vendrían a buscarnos. Pasamos aquí la mayor parte del tiempo. Y necesitamos una bandeja de carne. Tú puedes conseguirnos una.

Vamos, que tal vez la conoce. Lo que ignora es lo bien custodiados que están los laboratorios. Hay cámaras por todas partes. Incluso en ese momento, lo que le dice podría estar grabándolo la nave para que Devi lo escuche. Freya así se lo dice al muchacho, lo cual mueve a la risa tanto a él como a sus compañeros.

—La nave no es tan omnisciente —dice con seguridad—. Hemos robado toda clase de cosas. Si cortas antes los cables, no hay forma de que te echen el guante.

—¿Qué te hace pensar que no tienen grabaciones de ti cortando cables?

De nuevo las risas.

—Nos acercamos a las cámaras por detrás. No son cosa de magia, ¿sabes?

Freya no se siente impresionada.

—Entonces seguro que podéis haceros con vuestra propia bandeja de carne.

—Queremos la clase de carne con la que trabaja tu padre en el laboratorio.

La cual es tejido destinado a la investigación médica, no la clase de carne que se come. Pero todo cuanto dice es:

—Yo no voy a ayudarte.

—Qué buena niña.

—Qué niño más malo.

Él esboza una sonrisa torcida.

—Ven a ver nuestro escondite.

Este ofrecimiento reviste mayor atractivo. Freya siente curiosidad.

—Llego tarde.

—¡Pero qué buena niña! Está aquí, cerca.

—¿Cómo es eso posible?

—¡Ven a verlo!

Y lo hace. Ellos ríen mientras la llevan a la arboleda más densa que hay en el parque. Allí han cavado hondo entre las gruesas raíces de un olmo, y debajo, entre las más profundas, distingue a la luz de sus linternas que disponen de un espacio que se extiende hacia abajo hasta adentrarse en las raíces, y cuatro o cinco de las más gruesas se unen desiguales y forman una especie de techo. Hay cuatro de ellos en ese agujero, y aunque los muchachos son bastante canijos, es un pequeño espacio impresionante; tienen sitio para ponerse en pie, y las paredes de tierra son rectas y lo bastante firmes para cavar en ellas unos compartimentos donde han puesto algunas cosas.

—Aquí no tenéis sitio para una bandeja de carne —afirma Freya—. Ni la potencia necesaria para mantenerla. Y de todos modos los laboratorios médicos no tienen las bandejas que buscáis.

—Creemos que sí las tienen —dice el chico de facciones zorrunas—. Y estamos cavando otra sala. Y también vamos a hacernos con un generador.

Freya sigue negándose a dejarse impresionar.

—Vosotros no sois salvajes.

—Aún no —admite el muchacho—. Pero nos sumaremos a ellos en cuanto podamos. Cuando se pongan en contacto con nosotros.

—¿Por qué iban a hacerlo?

—¿Cómo crees que pudieron huir? ¿Cómo te llamas?

—¿Y tú?

—Euan.

Su dentadura blanca asoma tras el hocico oscuro. A ella le aturde la luz de sus lámparas frontales. Únicamente ve aquello que ellos miran, y ahora la miran a ella.

A la luz que se refleja en ella distingue una roca en uno de los agujeros que hay en la pared. La alcanza y la empuña con gesto amenazador.

—Y ahora voy a volver a casa —anuncia—. Vosotros no sois salvajes de verdad.

Se quedan mirándola con los ojos abiertos como platos. Cuando asciende los escalones cavados en la tierra para salir del agujero, Euan le da un pellizco en el trasero, a pesar de dar la impresión de dirigirlo a la entrepierna. Ella le arroja la roca y aprovecha para cubrir a la carrera el resto de los escalones, cruza el parque y se aleja. Cuando llega a casa, Badim la llama en el patio. Sube la escalera y no cuenta nada de lo sucedido.

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