Aurora

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1. La chica de la nave

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Al cabo de dos días, ve al joven Euan en compañía de algunos adultos en el extremo opuesto de la plaza.

—¿Sabes quiénes son? —pregunta a Badim.

—Yo conozco a todo el mundo —responde este en tono bromista, aunque básicamente es cierto, al menos que Freya sepa. Badim los mira—. Hmm. Bueno, tal vez no.

—Ese chico es un idiota. Me ha pellizcado.

—Hmm. Mala cosa. ¿Dónde fue?

—En el parque.

Los observa con mayor atención.

—De acuerdo, veré qué puedo averiguar. Viven ahí, creo.

—Sí, claro que sí.

—Comprendo. No me había dado cuenta.

Esto sorprende a Freya, que lo considera impropio de él.

—¿No te gusta nuestro nuevo hogar?

Se trasladaron hace poco desde Yangtsé a Nueva Escocia, una mudanza de órdago por tratarse del Anillo A al Anillo B. Pero todo el mundo se traslada de vez en cuando, es importante porque permite que la gente se mezcle. Eso forma parte del plan.

—Sí, está bien. Es que aún no me he acostumbrado. Aún no conozco a todo el mundo. Tú pasas más tiempo aquí que yo.

Esa noche cenan ensalada, pan y hamburguesa de pavo sentados a la mesa de la cocina.

—¿Existen de verdad los salvajes? —pregunta Freya—. ¿Es posible que haya gente escondida a bordo de la que nadie sepa nada?

Badim y Devi la miran, y ella se explica:

—Algunos de los niños de este lugar afirman que hay salvajes, gente que vive por sus propios medios. Supuse que no era más que un cuento.

—Bueno —interviene Badim—, hay un poco de controversia en el consejo.

Badim ha estado sirviendo en el consejo de seguridad de la nave, y recientemente ha sido nombrado miembro permanente.

—A todo el mundo le implantan un chip cuando nace, y no es fácil quitárselo porque requiere de una intervención quirúrgica. Es perfectamente posible que haya quienes lo han hecho de todos modos. O que hayan logrado desactivarlo de alguna forma. Eso explicaría algunas cosas.

—¿Y si la gente oculta tuviese hijos?

—Sí, claro, eso explicaría aún más cosas. —Se queda mirándola fijamente de nuevo—. ¿Quiénes son esos chicos con los que has estado hablando?

—Unos del parque. Solo hablaban.

Badim se encoge de hombros.

—Es una vieja historia. Se oye hablar de ella de vez en cuando. Siempre hay quien la menciona cuando un caso que concierne a la seguridad queda sin resolver. Supongo que es preferible a oír hablar otra vez de los cinco fantasmas.

Se ríen. Pero Freya también siente un escalofrío porque en una ocasión vio a uno de los cinco fantasmas en la puerta de su dormitorio.

—Pero lo más probable es que no existan —continúa Badim, que pasa a explicar que la proporción de gas en el oxígeno de a bordo se ajusta con tal precisión que si existiera población salvaje sería detectable por la alteración entre el oxígeno y dióxido de carbono.

Devi hace un gesto desaprobador con la cabeza.

—Pero hay demasiado flujo aleatorio para tener la certeza de nada. Bastaría para disimular la existencia de un par de docenas de personas, tal vez alguna más. —Por tanto, para ella es posible la existencia de los salvajes—. Podrían desechar sus sales, apropiarse de un poco de fósforo y mantener en equilibrio sus suelos. Precisamente del modo en que nosotros no podemos.

No importa el detonante, ni cómo intenten distraerla, porque Devi siempre acaba en el mismo punto mental, en lo que ella denomina discrepancias metabólicas. Es como un lugar cuyo suelo está cubierto de grietas. Al ver cómo sucede de nuevo, Freya siente una punzada de miedo que se asienta en su estómago. Badim y ella cruzan la mirada. Ambos aman a alguien que no les escucha.

Badim cabecea cortés ante las palabras de Devi. Dice que en la siguiente reunión del consejo mencionará a sus colegas que Devi piensa que el equilibrio del gas no demuestra la no existencia de los salvajes. Pasan cosas raras a bordo, por tanto una posible explicación apuntaría a que los responsables son personas que no forman parte de la población oficial. Es más probable, bromea de nuevo Badim, que sean obra de los cinco fantasmas.

Se supone que los fantasmas pertenecen a quienes fallecieron durante la aceleración original de la nave, el gran tijeretazo. Devi pone los ojos en blanco al oír mencionar esta vieja historia, se pregunta en voz alta cómo es posible que se perpetúe de generación en generación. Freya mantiene los ojos clavados en el plato. Está segura de haber visto a uno de los fantasmas. Fue después de viajar juntos columna central arriba y visitar una de las salas de turbinas próximas al reactor, aprovechando que la habían vaciado para llevar a cabo una serie de reparaciones, cuando pasearon entre las turbinas gigantes; esa noche, Freya soñó que el equipo de reparaciones había olvidado que se encontraban en la sala de turbinas y quedaron encerrados en ella, y cuando el vapor inyectado en la sala para impulsarlas iba a quemarlos vivos y a despedazarlos, Freya despertó ahogando un grito, llorando, y allí en la puerta de su dormitorio vio una figura sombría que le pareció correspondía a un hombre que la miraba con sonrisa lobuna.

«¿Por qué te has despertado del sueño?», le preguntó.

«¡Íbamos a morir!», respondió ella.

Él negó con la cabeza. «Si la nave intenta matarte mientras sueñas, deja que lo haga. Sucederá algo más interesante que la muerte».

A juzgar por su transparencia, era obvio que debía de saber de lo que hablaba.

Freya asintió, incómoda, y despertó por segunda vez. Pero al incorporarse en la cama, tuvo la impresión de que no había llegado a conciliar el sueño en ningún momento. Más tarde intentó decidir si todo había sido un sueño, pero nunca había tenido uno así. Y ahora que Badim asegura que los cinco fantasmas serían preferibles a los salvajes, ella no las tiene todas consigo. ¿Cuántos sueños recuerdas no solo al día siguiente, sino durante el resto de tu vida?

Lo mejor son las noches en casa. Terminada y finiquitada la escuela, ese periodo de tiempo que comparte con todos los niños con quienes convive tanto, con quienes pasa más tiempo del que pasa con sus padres, descontando las horas de sueño, cansada de todas las horas de tedio, hablando, discutiendo, peleando, leyendo sola, haciendo la siesta. Todos los niños son más pequeños que ella, así que resulta incómodo. Lleva así mucho tiempo. Se burlan de ella cuando creen que no los oye. Se mantienen al margen porque una vez les oyó gastando esas bromas, y corrió hacia ellos rugiendo y tumbó a uno en el suelo y le golpeó en los brazos que interpuso para protegerse. Se metió en un buen lío, y desde entonces se muestran cautos con ella, y la mayoría del tiempo lo pasa sola.

Pero cuando llega a casa todo vuelve a su lugar. Por lo general es Badim quien cocina, y a menudo invitan a los amigos a tomar una copa después de cenar. Comparan las bebidas que han elaborado: el vino blanco de Delwin, y los tintos de Song y Melina, que siempre se alaban por excelentes, sobre todo por parte de los propios Song y Melina. Últimamente, Badim invita siempre a su nuevo vecino, Aram, para que se sume a la velada. Aram es un hombre alto, mayor que los demás, a quien llaman viudo porque su mujer falleció. No solo es importante en Nueva Escocia, sino en toda la nave, porque es el líder del grupo de matemáticas, que no es muy numeroso ni muy conocido, pero que según Badim es importante. Freya lo juzga silencioso y severo, pero a Badim le gusta. Incluso a Devi le gusta. Cuando hablan de trabajo, él lo hace de un modo que no pone tensa a Devi, lo cual es muy poco corriente. Elabora brandy en lugar de vino.

Tras la cata, conversan o juegan a las cartas, o recitan poemas que han memorizado, o incluso los improvisan. Freya es consciente de que Badim colecciona personas que le gustan. Devi se limita a sentarse en silencio en un rincón, y a dar sorbos de una copa de vino blanco que no apura. Solía jugar a las cartas con ellos, pero una vez Song le pidió que leyera las cartas de tarot y Devi se negó. «Ya no hago esas cosas —le dijo, firme—. Se me daba demasiado bien». Eso dio pie a un largo silencio. Desde ese incidente, ella no juega a las cartas con ellos. Aunque cuando están los tres solos en casa, sigue haciendo castillos de naipes en el suelo de la cocina.

Esa noche, Aram anuncia haber memorizado un nuevo poema. Se levanta y cierra los ojos para recitarlo:

Cuán feliz es el guijarro

que yace en solitario en el camino.

Nada le importan las ambiciones,

ni teme imposiciones…

Con qué abrigo de marrón elemental

lo cubrió un universo pasajero,

e independiente, como el sol,

se asocia o brilla en solitario,

cumpliendo así sentencia absoluta

con distraída despreocupación.

—¿Verdad que es bueno? —pregunta.

—Sí —responde Badim, al mismo tiempo que Devi dice:

—No lo pillo.

Los demás se ríen de ellos. Esta combinación de respuestas sucede a menudo.

—Somos nosotros —explica Aram—. La nave. Dickinson habla de nosotros.

—¡Ni hablar! —exclama Devi—. ¿«Nada le importan las ambiciones»? ¿«Distraída despreocupación»? No, decididamente no. No somos un guijarro en el camino. Ojalá lo fuésemos.

—Aquí va otro —anuncia Badim sin estridencias—. Lo compuso Bronk, hermano pequeño de Emily.

A saber cómo, la vida nos llevó adonde estamos

y siervos somos y súbditos bajo sus leyes,

en sus muchos ejércitos, reclutas y generales.

A veces desarrapados, pensamos en modos de escapar,

en hacernos con el poder, en el golpe militar.

Aparte de las absurdidades que cubren su superficie,

¿podríamos acaso librarnos de nuestras propias tiranías?

Como soldados cansados, de nuevo nos levantamos y las normas burlamos.

—Vaya —dice Devi—. Este sí lo entiendo. Ahora reduzcámoslo a unos pocos versos.

Se trata de otro juego al que juegan. Badim empieza, como es habitual.

Contra nuestras vidas gustamos rebelarnos,

pero que todo se vaya al infierno acaba preocupándonos.

Sonríe Aram, que hace un gesto de negación.

—Un poco forzado —dice.

—De acuerdo, supéralo tú —dice Badim. Les gusta desafiarse. Aram medita unos instantes, luego se levanta y declama:

Gustamos de culpar a la vida de los problemas que causamos,

amenazamos con cambiar, pero siempre en falso;

nos quejamos y gemimos que todo es malo,

luego volvemos a acostumbrarnos.

Badim sonríe, asiente.

—De acuerdo, eso casi ha sido doblemente bueno.

—¡Pero doblemente largo! —protesta Freya.

Badim sonríe. Entonces Freya lo entiende y se ríe con ellos.

La siguiente vez que Euan y su pandilla se acercan a Freya en el parque, ella recoge una piedra y levanta la mano de manera visible.

—Vosotros no sois salvajes de verdad —les dice—. Ese agujero en el suelo es de risa. Llevamos un chip dentro, nos lo ponen cuando nacemos. La nave sabe dónde estamos en todo momento, por mucho que queráis esconderos.

A pesar de llevar la boca limpia, Euan sigue conservando su aspecto zorruno.

—¿Quieres ver la cicatriz del chip? ¡La tengo en el culo!

—No —dice Freya—. ¿Qué quieres decir?

—Nos extraemos los chips. Tienes que hacerlo si quieres sumarte a nosotros. Le pondremos tu chip a un perro de tu edificio, y para cuando se den cuenta estarás muy lejos. No volverán a encontrarte. —Esboza una amplia sonrisa. Sabe que jamás lo hará. Ella comprende que tampoco él lo ha hecho.

Freya niega con la cabeza.

—¡Grandes palabras para alguien tan pequeño! En cuanto den contigo sin llevar el collar y averigüen quién eres, te asarán a fuego lento.

—Es verdad. Debemos mostrarnos cuidadosos.

—Entonces, ¿qué hacéis hablando conmigo?

—No creo que vayas a contárselo a nadie.

—Ya se lo he contado a mi padre. Está en el consejo de seguridad.

—¿Y?

—No cree que seáis un problema.

—No lo somos. No queremos romper nada. Tan solo ser libres.

—Pues os deseo buena suerte. —Piensa entonces en Devi, en que a su madre le saca de quicio que todos sean prisioneros, sin importar nada de lo que puedan hacer al respecto—. No quiero abandonar el lugar donde estoy.

El muchacho se queda mirándola con su sonrisa zorruna.

—Ocurre mucho más a bordo de lo que tú crees. Acompáñanos y lo verás. En cuanto te libres del chip podrás hacer muchas cosas. No tienes por qué marcharte para siempre, al menos no al principio. Podrías acompañarnos y verlo por ti misma. No se trata de escoger entre esto o aquello. —Y con una última sonrisa torcida echa a correr, seguido por sus amigos.

Ella se alegra de haber agarrado la piedra.

Abundan los misterios. Cada respuesta da pie a otras diez preguntas. Son tantas las cosas que cambian de manera exponencial, tal como le enseñan de nuevo en la escuela. Si desplazas una coma un punto hacia derecha o izquierda, será diez veces mayor o menor. Por lo visto, se trata de otro caso de ese engañoso poder logarítmico: una respuesta equivale a diez nuevas preguntas.

Lo que considera extraño es que la absurda versión de Euan de lo que pasa en la nave coincide en cierto modo con lo que dicen Badim y Devi, e incluso explica algunas cosas de las que nunca hablan sus padres. Son tantas las cosas de las que nunca le hablan. ¿Qué es ella? ¿Una especie de niña a la que hay que proteger? Eso le irrita. Es bastante más alta que Devi o Badim.

Pasa otro puñado de días en la guardería, intentando aprender la lección de geometría de esa semana, pero fracasando, una y otra vez, y Devi está demasiado distraída para llevarla con ella al trabajo, ni siquiera en los días que toca. Así que la siguiente vez que Euan y sus amigos Huang y Jalil la encaran en el parque, busca una piedra con la mirada y sin encontrarla, crispa las manos en puños y se acerca a ellos. Los supera en altura, y cuando Euan la invita a acompañarlos a la sección cerrada del parque, el terreno agreste donde viven los animales, uno de los lugares donde se esconden los salvajes, ella accede. Quiere verlo.

Los sigue por un valle largo y estrecho que separa las colinas a poniente de Long Pond, un valle cuyo acceso queda cerrado al público por medio de vallas electrificadas que discurren por las crestas y cruzan la garganta del valle. Hay una puerta en esta valla de líneas blancas que median entre los árboles, y Euan tiene el código numérico del cierre. Entran rápidamente y remontan el valle por lo que podría ser una senda de animales. La senda asciende junto a un riachuelo. Reparan en un ciervo en la distancia, la cabeza en alto, mirando a un lado pero sin perderlos de vista, cauto, la cola enhiesta sobre la grupa.

Entonces se oye un grito, y todos los chicos desaparecen, y antes de que Freya pueda hacerse cargo de la situación la aferran los brazos de dos hombres fuertes que la llevan hacia la puerta. La llevan de vuelta a la ciudad. Cuando Devi aparece, toma del brazo a Freya y se la lleva a rastras, los hombres sorprendidos, confundidos, y en cuanto se pierden de vista, Devi la encara hasta que tan solo unos centímetros separan sus rostros, asombrosa la fuerza de sus manos, y Freya ve el blanco de sus ojos en torno al iris, como si sus ojos estuviesen a punto de salirse de las órbitas. Le grita con estridencia, una voz que le revuelve las entrañas.

—¡No vuelvas a entrometerte en la nave! ¡Jamás! ¿Entendido?

Entonces Badim tira de ella, intentando interponerse entre ambas, pero Devi no suelta el antebrazo de Freya.

—¡Suéltala! —dice Badim en un tono de voz que Freya no había oído con anterioridad.

Devi la suelta.

—¿Entendido? —grita de nuevo, el rostro pegado al de Freya, intentando sortear a Badim como si este fuera una roca—. ¿Lo has entendido?

—¡Sí! —Freya rompe a llorar, abrazándose a Badim, y a través de este a Devi, de modo que pueda abrazar a su madre, mucho más bajita que ella, y al principio es como abrazar a un árbol. Pero, al cabo, el árbol le devuelve el abrazo.

Freya contiene los sollozos.

—Yo no… No…

—Lo sé.

Devi le aparta a Freya el cabello de la cara. Parece muy preocupada.

—No pasa nada. Para ya.

A Freya la inunda un torrente de alivio, a pesar de seguir aterrada. Le sacude un temblor, vívida aún la visión del rostro furibundo de su madre. Quiere hablar, pero ninguna palabra abandona sus labios.

Devi la abraza.

—Ni siquiera sabemos si esa maleza es importante —dice al pecho de Freya, besándola entre frase y frase—. No sabemos qué mantiene el equilibrio de las cosas. Tan solo debemos observar y ver. Tiene sentido que un lugar salvaje pueda sernos útil. Por tanto debemos crearlos y protegerlos. Debemos observarlo todo tan de cerca como podamos.

—Volvamos a casa —propone Badim, conduciéndolas con los brazos abiertos—. Volvamos a casa.

Esa noche se sientan en silencio a la mesa de la cocina. Incluso Badim está muy callado. Nadie come gran cosa. Devi parece distraída, extraviada. Freya, aturdida aún por aquella expresión en el rostro de su madre, comprende; su madre está compungida. Ha liberado algo que llevaba en su interior y que siempre había logrado contener. Ahora también su madre tiene miedo; tiene miedo de sí misma. Tal vez sea ese el peor temor posible.

Freya sugiere montar juntos la casa del árbol de muñecas. Llevan mucho tiempo sin montarla. Antes lo hacían a menudo. Devi se apresura a acceder, y Badim va a sacarla del armario del pasillo.

Se sientan en el suelo y unen las partes que componen la casa. Fue un regalo que los padres de Devi hicieron a su hija hace mucho tiempo, y Devi lo ha conservado en todas las mudanzas que ha tenido que hacer. Es una enorme casa de muñecas que además es una casa del árbol en miniatura en la que todas las habitaciones encajan en todas las encantadoras ramas de un bonsái de plástico.

Cuando se montan todas las habitaciones y se encajan en las ramas donde se supone que deben encajar, pueden abrirse los tejados y mirar en el interior de ellas, amuebladas todas según el gusto de cada cual.

—Es tan bonita —dice Freya—. Me encantaría vivir en una casa así.

—Ya lo haces —afirma Devi.

Badim aparta la mirada, y Devi repara en el gesto. Contrae el rostro. Freya siente una oleada de temor mientras observa el cambio que experimenta el rostro de su madre, de la ira a la tristeza, luego a la frustración, seguidamente la firmeza, la furia y, por último, una especie de desolación; y después de todo eso, se recompone hasta adoptar una especie de vacío, que es todo de cuanto es capaz en ese momento. Freya finge que eso está bien, aunque sea para ayudarla.

—Yo escogería esta habitación —declara Badim, tamborileando con el dedo en un dormitorio que disfruta de ventanas abiertas en las cuatro paredes, situado en una de las ramas más exteriores del árbol.

—Siempre escoges el mismo —le recuerda Freya—. Yo escojo el que está junto a la rueda del agua.

—Será ruidoso —aventura Devi, como suele. Ella siempre escoge el salón, espacioso y ventilado, donde poder dormir en el sofá, junto al armonio. Vuelve a efectuar esa elección. Y así continúan, intentando recomponerse.

Esa noche, sin embargo, a una hora muy avanzada, Freya se despierta y oye a sus padres hablando al final del pasillo. Hay algo en el tono de sus voces que le llama la atención; podría tratarse de lo que la ha despertado. O quizá Badim ha exclamado algo en un tono más elevado de lo habitual. Se acerca descalza a la puerta, y desde allí, en el suelo, puede oírlos por mucho que bajen la voz.

—¿Le pusiste un chip? —pregunta él en ese momento.

—Sí.

—¿Y ni siquiera me lo consultaste?

—No.

Un largo silencio.

—No deberías haberle gritado de ese modo.

—Lo sé, lo sé, lo sé —dice Devi, como suele cuando Badim le reprocha algo que ha hecho mal. Lo hace con poca frecuencia, en ocasiones en que por lo general suele tener razón, y Devi lo sabe—. He perdido los nervios. Estaba tan sorprendida. No creo que vuelva a hacer nada parecido. Pensé que, después de todo lo que hemos pasado, comprendería cuán importante es.

—Es una niña.

—¡Pero es que no lo es! —Lo dice en su susurro fiero, el tono bajo que emplea cuando Badim y ella discuten de noche—. Tiene catorce años, Badim. Va retrasada, y debes admitirlo. Va retrasada y podría no alcanzar su nivel.

—No tienes motivos para decir eso.

Silencio. Por último, Devi dice:

—Vamos, Beebee. Déjalo. No le estás haciendo ningún favor si finges que todo en ella es normal. Esto no lo es. Hay algo que falla. Hay cosas en las que se muestra lenta.

—No estoy tan seguro. Siempre sale adelante. Lento no equivale a deficiente. Simplemente es lento. También un glaciar es lento, pero acaba llegando a todas partes, y no hay nada que lo detenga. Freya es un poco así.

Otro silencio.

—Beebee, me gustaría que eso fuese cierto. —Una pausa—. Pero piensa en las pruebas. Y no es la única. Un porcentaje considerable de su generación tiene problemas. Es como una reversión de la media.

—En absoluto.

—¿Cómo puedes decir eso? ¡Está claro que esta nave nos está perjudicando! Se supone que la primera generación la formaba gente excepcional, aunque tengo mis dudas sobre ello, pero aunque lo fuesen, a lo largo de seis generaciones hemos registrado toda clase de mermas: Peso, velocidad de reflejos, número de sinapsis cerebrales, puntuaciones en los test. Más claro, el agua: un caso evidente de biogeografía insular. Y eso en parte supone una regresión, incluyendo la reversión de la media. Lo llames como lo llames. También ha afectado a nuestra Freya. No entiendo exactamente qué le pasa, porque los datos son inconsistentes, pero tiene un problema. Es lenta. Y tiene algunos problemas de memoria. Que tú lo niegues no ayuda a resolverlo. Los datos son claros.

—Por favor, Devi. Baja la voz. No sabemos qué le pasa. Los resultados de los test son ambiguos. Es una buena chica. Y que sea lenta no es malo. La velocidad no es lo más importante, sino el lugar al que te diriges. Además, aunque resulte tener algunas deficiencias, ¿cuál es el mejor modo de abordarlas? Eso es algo que tú no tienes en cuenta.

—Sí lo hago. Lo tengo en cuenta. Hacemos todo lo que habríamos hecho con cualquier niño. Esperamos que sea como los demás, y por lo general, con el tiempo, suele salir adelante. Por eso me ha sorprendido tanto hoy. No pensé que pudiera hacerlo.

—Pero cualquier niño normal lo haría. A menudo los niños más despiertos son los primeros en rebelarse.

—Y entonces utilizan a los niños lentos como carne de cañón. Los convierten en su objetivo, se escudan en ellos cuando se meten en líos. Eso es lo que ha pasado hoy. Los niños son crueles, Beebee. Ya lo sabes. Son capaces de empujarte al paso del tranvía. Temo que acabe haciéndose daño.

—La vida duele, Devi. Déjala vivir, deja que la hieran. Pongamos que tiene algunos problemas. Lo único que podemos hacer es estar presentes para ayudarla. No podemos salvarla. Tiene que vivir su vida. Como todos.

—Lo sé. —Otra larga pausa—. Me pregunto qué será de ellos. No son muy buenos. Seguimos empeorando. La enseñanza empeora, el aprendizaje también.

—No estoy tan seguro. Además, casi hemos llegado.

—¿Adónde? —pregunta Devi—. ¿Tau Ceti? ¿Tú crees que eso va a servir de algo?

—Creo que sí.

—Yo no.

—Ya lo averiguaremos. Y, por favor, no te cierres en banda con Freya. Tiene algunos problemas, eso es verdad. Pero también tiene margen para crecer.

—Claro, seguro que sí —admitió Devi—. Pero eso podría no suceder. Y si no lo hace, vas a tener que aceptarlo. No puedes seguir fingiendo que aquí no pasa nada.

—Lo sé. —Un largo silencio—. Lo sé.

Y ahí está, ahí, en el tono de voz de su padre. Resignación. Tristeza. Incluso en él.

Freya vuelve en silencio a la cama, se mete bajo las sábanas. Allí se acurruca y llora.

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