Aurora

Aurora


7. Qué es esto

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Lo prueba y es verdad. No hay que hacer esfuerzos. Mantiene la cara fuera del agua, y se olvida de todo lo demás. Flota como un tronco. Da un tumbo aquí y allá sobre la arena sumergida. Ve que la playa está más llena, hay niños en la orilla que construyen castillos y gritan. Sigue imponiéndose el rumor de las olas, el ambiente está lleno de una bruma compuesta de burbujas. Hay burbujas por todas partes, más que agua. La acompañan largas tiras de algas, con bulbos como de plástico que revientan expulsando un olor. «¡Es aliento de ballena embotellado!», le dice una niña que se sienta cerca, cuando ve que lo revienta y huele. Freya mastica una hoja; sabe al alga que cultivaban en el pequeño estanque salino, qué pequeño era, una bañera para pájaros. Flota dentro y fuera, dentro y fuera.

Al cabo de un rato, incluso ahí, donde el agua es más cálida y tiene el sol a la espalda y en la parte posterior de las piernas, incluso ahí ha caído tanto la temperatura de su cuerpo que está temblando. Se quita las aletas, se pone en pie como puede y camina con cuidado hasta la toalla, aunque se cae una vez. Es arena y no tiene importancia.

Se tumba en la arena seca y ardiente junto a la toalla, al sol. Rápidamente recupera la temperatura y se seca. Tiene una capa de sal en la piel que prueba con la lengua. Cuando estaba mojada, la arena, que está ardiendo, se le pegaba; pero ya seca, puede sacudírsela del cuerpo con la mano. Puede hundir manos y pies en la arena, y sentir su peso; el calor se extiende un trecho, pero más allá la arena se vuelve fría. Cava un agujero en ella y alcanza un punto en que el fondo está húmedo. Las paredes de este agujero se derrumban y sepultan el pequeño estanque que había cavado. Cuando levanta la mano llena de arena húmeda y deja que se le deslice entre los dedos, la arena cae en el borde del estanque y el agua se filtra y la arena forma grumos que se amontonan unos sobre otros. En una o dos ocasiones, saca unos cangrejos pequeños que le arrancan un grito ahogado cuando los ve corretear desesperadamente por la palma de su mano, y los deposita en el estanque y ellos excavan en la arena para desaparecer. Después de recogerlos unas cuantas veces, cae en la cuenta de que no pueden morderla, porque las mandíbulas, dientes o lo que sea que tienen son demasiado blandos. Por lo visto, hay un montón de bichos así bajo la arena. Posiblemente vivan de los restos de algas. Los constructores de playas deben de haberlos puesto allí, para empezar. A lo largo del húmedo trecho de playa ve una bandada de aves yendo de un lado a otro, pisándose mutuamente las sombras que proyectan en la arena. Tienen un pico largo que emplean para hurgar en ella, sin duda en busca de los cangrejos. Se detienen y hunden el pico en las burbujillas que hay en la arena y que seguramente obedecen a las exhalaciones de los cangrejos. Tiene sentido. Esta playa está viva.

A su regreso a la orilla, Kaya tiembla visiblemente y tiene la piel de gallina, azulada bajo el bronceado, los labios blancos, la nariz púrpura. Se deja caer en su toalla, donde tiembla con fuerza un rato, tanto que da la impresión de dar botes en la superficie. Lentamente ceden los temblores y yace tumbado boca abajo como un bebé dormido, boquiabierto, los ojos cerrados. Su piel se seca rápidamente al sol, y Freya distingue la película blanca que le ha impreso la sal. Su pelo es una maraña de rizos, es todo músculo y hueso, relajado como un gato. Un gato al sol. Un joven dios marino, un hijo perdido de Poseidón.

Freya mira alrededor de la playa, los ojos entornados. Hay demasiada luz. El constante rumor grave de las olas que rompen, el susurro del estallido de las burbujas. Una bruma en la distancia, visto todo en un talco de luz.

—¿De verdad podemos seguir aquí así de expuestos? —pregunta de pronto, sintiendo de nuevo una punzada de miedo—. ¿La luz de la estrella, la radiación no nos matará?

Él abre los ojos, levanta la vista hacia ella sin moverse.

—¿La luz de la estrella?

—Me refiero a la del sol. Tiene que ser una dosis enorme de radiación, puedo sentirla.

Él se sienta en la toalla.

—Sí, claro. Puede que sea momento de renovar la protección solar. Como tienes la piel tan blanca… —Presiona levemente con la yema del dedo índice en la parte superior del brazo de Freya—. Ah, mira, ¿ves cómo está un poco rosada y se vuelve blanca cuando presiono ahí, y tarda un poco en recuperar el tono rosa? Te estás quemando. Pongamos otra capa de protector solar.

—¿Bastará con eso?

—Te durará una hora, más o menos. Creo. Sobre todo si vuelves al agua. No acostumbramos a tumbarnos al sol. Solo lo suficiente para entrar en calor y salir de nuevo.

—¿Cuántas veces salís?

—No sé. Muchas.

—¡Debéis de acabar hambrientos!

—Sí, sí. —Kaya ríe—. Dicen que los surfistas somos gaviotas. Comemos todo lo que encontramos a nuestro paso.

Le rocía la piel con protector solar. Ella se nota algo salada, reseca, y la loción es agradable. Cuando la toca, cuando le extiende con las manos la loción tras las orejas y la raíz del pelo, percibe que ha tocado anteriormente, y que, a pesar de ser tan joven, sería un buen amante. Cuando se tumba de nuevo lo mira indiscreta. Se siente un poco encendida, por fin ha desaparecido el nudo en el estómago, fresca pero caliente, y dice:

—¿Y lo del sexo en esta playa? ¿Bajo el sol? ¡Imagino que lo haréis!

—Sí —responde él con una sonrisa discreta, dándose la vuelta para tumbarse boca abajo, quizá por decoro—. Debes asegurarte de que no te entre arena en ciertas partes. Pero, ya sabes, es algo que aquí se hace principalmente de noche.

—¿Y eso? Es una playa pública, ¿no?

—Bueno, sí. Pero eso no quiere decir lo que «público» quiere decir literalmente.

—Creía que «público» quería decir que te pertenecía, que puedes hacer lo que quieras.

—Supongo que sí, claro, pero público también significa que aquí no haces cosas privadas.

—¡Creo que deberías hacer lo que quisieras! Es más, me abalanzaría sobre ti aquí y ahora.

—No sé. Podrías meterte en líos. —Levanta la vista hacia ella—. Además, ¿qué edad tienes?

—Ni idea.

Él ríe.

—¿Qué quieres decir?

—Pues eso, que no lo sé. ¿Te refieres a cuánto he vivido, o cuánto hace desde que nací?

—A cuánto has vivido, supongo.

—Un día —responde ella sin titubear—. De hecho, unas dos horas. Desde que me metí en el agua.

Él ríe de nuevo.

—Qué graciosa. Pareces nueva en esto. Pero mira por dónde he recuperado la temperatura y voy a meterme otra vez. —Se pone en pie después de darle un rápido beso en la mejilla—. Nos vemos allí. Iré controlándote, me quedaré en el borde e iré mirando en tu dirección.

Él echa a correr hacia las olas, chapoteando en la parte baja y dando saltos a medida que se adentra en el agua, antes de zambullirse en el oleaje y sentarse para ponerse las aletas, después de lo cual se aleja nadando a gran velocidad, sumergiéndose bajo las olas rotas justo antes de que lo alcancen. Parece que no emplee esfuerzo alguno.

Ella lo sigue. Encuentra el agua un poco más fría que la otra vez, siente la piel tensa y cálida, más sensible al agua. Pero no tarda en acostumbrarse y sentirse a gusto, y una ola la levanta y la devuelve al sol, y ya está en su elemento.

Las olas son un poco mayores, algo más pronunciadas. Dice Kaya que eso se debe a que la marea retrocede. El sol también está más alto, y el mar está como prendido con largos bancos de luz líquida, que a medida que se alzan ante ella adoptan un verde oscuro traslúcido. Ahora que flota puede mirar hacia abajo y ver a través del agua clara el fondo arenoso, amarillo, liso. Bajo la superficie flotan suspendidos largas marañas de algas, un pez con el dorso manchado, cuya visión le produce una punzada de miedo; desaparece, pero ella avisa a Kaya, y cuando el joven se le acerca nadando, ríe y le dice que es un tiburón leopardo, que es inofensivo y tiene la boca muy pequeña, y que no le interesan las personas.

Se está acostumbrando a las aletas, y descubre que puede impulsarse haciendo fuerza desde la cadera. Nada a lo que a ella se le antoja que es gran velocidad. Es como una sirena. Se agacha bajo las olas rotas, acusa el tirón del oleaje que recula, asoma la espalda a través de las aguas verdes. O sobre las olas justo cuando se disponen a romper, nada rápidamente hacia ellas, las alcanza de lleno cuando se alzan, se estampa en sus crestas y cae sobre sus lomos, riendo. El estallido de una primera ola que se derrumba justo al frente. Nadar con la corriente intentando romper, puede mantenerse a su altura, la levanta y se desliza de nuevo boca abajo, esta vez inclinada por delante de la rompiente, deslizándose de costado antes de que rompa, y sobre la superficie de la ola, que sigue ascendiendo ante ella, volviéndose más pronunciada a la velocidad justa para impedir que caiga de bruces sobre ella. Manteniéndola en alto, inmóvil, sin hacer nada más, pero volando, volando tan rápido que emerge del agua por la cintura, puede incluso posar las palmas de las manos en el agua como los demás surfistas y deslizarse sobre las manos, y seguir volando. Volando.

Fantástico.

Ve a un anciano, acompañado por la que parece ser su nieta o bisnieta, en una tabla redonda, y cuando las olas se alzan la arroja sobre ellas como quien lanza un avión de papel, y ambos ríen como locos. Tritones y sirenas giran a veces sobre sí en la parte frontal, se incorporan dándoles la cara, bailan con la forma y el tempo particular de cada ola.

Las olas se vuelven mayores, más pronunciadas. Se oye un grito y todo el mundo nada con alma hacia el mar, intentando tomar un conjunto considerable. Cuando corona una ola, ve lo que ellos han visto y se le corta la respiración: es una enorme, y ni siquiera al alcanzar los bajíos ha empezado a alzarse. Parece que romperá lejos de donde está. Nada tan rápido como puede, igual que los demás.

El resto corona la gran ola antes de que rompa, pero ella sigue dentro y debe bucear por debajo. Ir derecha al fondo, aferrar un puñado de arena, sentir cómo la ola rota la empuja, la eleva y la empuja de nuevo al fondo, ondeándola como una bandera, y en mitad de esa pierde una de las aletas. Sigue en el fondo, asoma tras impulsarse con el pie en la arena, gana la superficie justo a tiempo de que la siguiente ola rompa sobre ella, la arroje al fondo y hacia arriba, y sin que ella mueva un dedo alcanza la superficie, acompañada por un burbujeo insuflado de arena que ha sido desgajado del fondo. Ahora está inmersa en un lodo líquido de arena y agua marina. Un rugido inmenso. Y ahí llega la tercera ola, ganando corpulencia, e intenta apartarse antes de que rompa, y la parte superior de la ola se abalanza de pronto sobre ella y comprende con desespero que está precisamente en el lugar equivocado, que va a caer sobre ella, así que llena de aire los pulmones y encoge la cabeza sobre el pecho.

Buam. La golpea con tal fuerza que expulsa el aire de los pulmones, y seguidamente se ve zarandeada de un lado a otro, todo su cuerpo dando tumbos, incapaz de distinguir arriba de abajo, un tumbo bestial, de lavadora, sí, pero mucho mayor, tanto que está indefensa, muñeca de trapo, preguntándose cuándo la soltará. ¿Acaso lo hará? Se está quedando sin aire, sintiendo un vacío en la cabeza que no ha sentido anteriormente, la desesperada necesidad de respirar que tampoco antes ha experimentado y que da paso al pánico. ¡Sencillamente ha de respirar ahora! Y ahí va girando entre la arena arrancada del fondo, los ojos cerrados con fuerza, dando vueltas sobre sí, a un tris de ceder y tragar agua, maldita sea, no tengo más remedio, piensa, después de todo lo que ha pasado, volver a casa y ahogarse al cabo de un mes. La chica del espacio muerta a manos de la Tierra, qué estúpida…

Entonces asoma de nuevo al exterior, aspira con fuerza, traga un poco de agua, tose, y tose, aspira y respira.

Ve que hay una cuarta ola que rompe. ¡No es justo!, piensa, y rompe, vuelve a verse empujada al fondo, un duro golpe esta vez. Tiene una fuerza increíble. No le queda aire, debe aguantar la respiración. Ahora se ahogará de verdad. La vida pasa veloz ante sus ojos, un clásico. Estúpida chica de las estrellas, chica espacial, date por muerta.

Abre los ojos, brega hacia la luz. Está algo mareada, vacía por dentro, con la sangre ardiendo, el deseo de respirar es tan grande que no puede impedirlo, tanto que lo hará aunque inspire agua, ¡no puede evitarlo! No lo hagas. Pero lo logra mientras da vueltas, arriba la luz, abajo la oscuridad, intenta ascender, pero da tumbos indefensa, no es más que una muñeca de trapo que gira como una peonza.

Asoma de nuevo a la superficie, aspira y respira, cuidando esta vez de no tragar agua. Rápidas lecciones, mira a su alrededor para ver si hay otro ola que se acerque. La hay. Pero ¿qué es esto? ¡Pretenden acabar con ella!

Sin embargo no parece tan grande. Pese a todo, se ha adentrado demasiado para encaramarse a ella antes de que rompa, está demasiado cansada para nadar fuera de su alcance, tan solo puede respirar, llenar de aire los pulmones, desesperada, a medida que la ola se alza, rompe y se abalanza sobre ella como una gigantesca pared blanca, caos, no hay modo de colarse debajo, aspirar aire y buam, otro golpe, otra vez a dar tumbos sin control, a aguantar el embate porque no queda otro remedio, a contener la respiración. Solo que esta vez no dura mucho porque no hay gran cosa que dar, imposible contener el aliento cuando no puedes, cuando te estás asfixiando y va a tener que aspirar agua. Maldita sea. Vaya manera de morir. Pero vuelve a la superficie, jadeando, aspirando y respirando, se vuelve para mirar y, en efecto, otra jodida pared surcada de espuma y burbujas que se le acerca, pero cae antes de alcanzar su posición, se alza de nuevo al cielo, pero cuando la alcanza el caos blanco ha perdido brío. Se deja mecer por ella, que la arrastre a la orilla. Contiene el aliento, o bien perderá la conciencia y morirá, o bien acabará de vuelta en la orilla.

Da en el fondo, se empeña en reubicarse. No siente los pies, ha perdido ambas aletas, sale disparada hacia la luz, vuelve a caer, otra ola la mantiene en el fondo, pero el fondo está ahí, de modo que se impulsa de nuevo, dando tumbos, aunque en su torpe pirueta logra asomar la cabeza por encima del agua y respirar. Si el fondo fuese rocoso habría muerto, pero es arena y se aparta impulsándose. Parece que ahí toca fondo, pero otra ola rota vuelve a hundirla. ¡Maldita sea! Contener el aliento, dar tumbos sin oponer resistencia, localizar el fondo, ponerse en pie, respirar, un nuevo golpe, contener el aliento, dar tumbos. En esta ocasión, cuando se incorpora, cae porque no hay agua que la sustente, está hundida hasta el muslo, la rodilla, cae ante un nuevo empujón que le llega por la espalda, pero a la mierda, es mejor dejarse arrastrar, contener el aliento, levantarse, respirar.

Llega un momento en que se encuentra a cuatro patas en el agua, alejándose hacia la orilla. El siguiente empujón la lleva a los bajíos, es donde se hacía la muerta, ahora hay unos niños que gritan porque las olas han derruido sus castillos, fundiéndolos de inmediato, convirtiéndolos en meros montoncitos de arena húmeda. Nadie le presta la menor atención. Estupendo. Gatea orilla arriba. La siguiente ola que la alcanza ni siquiera la tumba, tan solo discurre debajo de ella con su blanco susurro burbujeante, el ambiente lleno de una bruma salina, el retroceso de la ola intentando arrastrarla de vuelta al mar. Pero hunde los dedos en la arena, el agua da saltos alrededor de sus antebrazos y rodillas, hace un surco su cuerpo en la arena donde se ha posado hasta que otra ola la golpea por detrás. Pero ya nada puede moverla. Unas cuantas olas más la rebasan y reculan, se hunde un poco más en el surco de arena húmeda. Levanta las manos, las rodillas y asienta los pies, gatea un poco por la orilla. Una ola arrastra a su altura una aleta azul, extiende el brazo para alcanzarla, pero no lo logra. Los castillos de arena quedan muy lejos. Se detiene ahí, aún a cuatro patas, apoyando las rodillas, descansando. Todo está iluminado, pero también cargado de negrura. Recupera el aliento, aspirando, respirando, con un poco de náuseas, escupiendo agua salada.

Kaya corre hacia ella, apoya una mano en su espalda.

—¿Estás bien?

Ella asiente.

—Sí —dice—. Sí.

—¡Estupendo! ¡Vaya conjunto de olas! —Vuelve a adentrarse en el agua.

El sol tamborilea en su espalda, la orilla húmeda resplandece. Todo reluce y deslumbra, tan brillante que no puede ni mirarlo. Una ola rota lame la orilla, se detiene e imprime una huella de espuma. Una lámina de agua retrocede por la pendiente hacia ella, le rodea las muñecas, las rodillas, se hunde un poco más en la arena húmeda. El agua que burbujea arrastra granos de arena de vuelta al mar, motas negras que forman pautas en V entre granos rubios, trazando nuevos deltas ante su mirada. Deltas, piensa, deltas. Vaya mundo. Agacha la cabeza y besa la arena.

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