Aurora

Aurora


3. En el viento

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EN EL VIENTO

*

Y descendieron en las naves, verticales lenguas de fuego, sobre la costa oeste de la isla que denominaban Groenlandia, cuya punta señalaba hacia el polo norte de Aurora, pero cuya forma era muy similar a su homónima, como solían decir. De hecho, la similitud isomórfica alcanzaba aproximadamente un 0,72 en la escala de Klein. Pero qué importaba, se quedó en Groenlandia.

La roca de la que estaba formada era principalmente dolerita negra, alisada y aplanada por el hielo de una era glacial. Los transbordadores que transportaban a la gente aterrizaron sin incidentes sobre de la costa oeste, cerca de los transportes robóticos que habían enviado a modo de avanzadilla.

Casi todo el mundo a bordo de la nave se reunió en la plaza mayor de su ciudad para observar los aterrizajes en pantallas grandes, ya fuese en silencio o entre vítores. Fue distinto según la población. Fuera cual fuese la reacción, la atención de todo el mundo estaba clavada en las pantallas. No tardarían en descender todos a la superficie, exceptuando a la dotación temporal que mantendría la nave en funcionamiento. Aparte de estas personas, todo el mundo debía vivir en Aurora. Eso estaba bien, porque casi todos los que habían expresado una opinión decían querer desembarcar. Algunos confesaron tener miedo, incluso unos pocos dijeron no tener el menor interés en bajar, aseguraban sentirse satisfechos a bordo. ¿Quién necesita la roca desnuda de una luna sin vida, la costa de un mar vacío, cuando dispones de ese mundo donde llevas toda la vida?

Algunos se hacían esta pregunta, pero la mayoría se respondía: yo.

Observaron los aterrizajes en las grandes pantallas con una intensidad que ninguna otra cosa les había inspirado. Promedio de ritmo cardíaco: 110 pulsaciones por minuto. Un nuevo mundo, una nueva vida, un nuevo sistema solar que pretendían habitar, terraformar y confiar a las generaciones que los sucediesen. La culminación de un viaje que había empezado en la sabana alrededor de 100 000 años antes. El inicio de una nueva historia, un nuevo inicio de por sí, como el inicio del tiempo. Día Uno, Año Cero. A0.1.

Según el calendario de a bordo, 170.040.

El viejo amigo de Freya, Euan, formaba parte de la primera dotación que aterrizó, y Freya lo vio en las pantallas y siguió con atención la señal de radio que transmitía al recorrer el refugio provisional levantado en la superficie, cerca de los transportes. Todos los componentes del grupo de desembarco transmitían a familiares, amigos, a la población, al bioma, a la nave. La voz de Euan poseía un tono más grave que cuando era un joven, pero por lo demás hablaba igual que cuando eran niños en Nueva Escocia: emocionado, anhelante. Era como si esperase ver lo que había allí abajo más que nadie. El sonido de su voz hizo sonreír a Freya. Ella no sabía cómo se había colado en la primera dotación que descendía a la superficie, aunque, por otro lado, nunca se le había dado mal meterse en todos los lugares a los que había querido acceder. La selección de las dotaciones se había hecho mediante sorteo entre quienes estaban adiestrados para desempeñar las diversas labores relativas al primer desembarco. No podía estar segura de si había amañado el resultado del sorteo. Mantuvo el auricular sintonizado para captar su voz en particular. Todos los integrantes del grupo de desembarco hablaban a gente de la nave.

La órbita de Planeta E tenía un radio de 0,55 UA, más cercana a Tau Ceti de lo que Venus lo estaba de Sol, aunque Tau Ceti tan solo emite el 55 por ciento de la luminosidad de Sol, de modo que E y la luna de E reciben 1,71 veces tanta radiación estelar como la Tierra, mientras que Venus recibe 1,91 en comparación. La luna de E, llamada ahora Aurora por todo el mundo, orbitaba en rotación sincrónica y prácticamente circular en torno a E, a una distancia media de 286 000 Km. La masa de E creaba una gravedad de 3,58 g, mientras que la de Aurora era de 0,83 g. Este era el motivo principal de que se hubiesen propuesto ocupar Aurora en lugar de E, el cual, aun encuadrado en la categoría denominada «Tierra grande», era demasiado grande, o, para expresarlo con mayor precisión, poseía una gravedad mayor en la superficie, lo cual hubiese dificultado el despegue de los cohetes, por no mencionar la comodidad de las condiciones de vida e incluso la supervivencia.

Aurora recibía luz tanto directamente de Tau Ceti, como por medio de un intenso reflejo de la luz de Tau Ceti desde la superficie de E. Esta luz solar reflejada (¿luz taular?) era significativa. Júpiter, en comparación, refleja cerca del 33 por ciento de la radiación solar que lo alcanza, y el albedo de E casi equivale al de Júpiter. La parte iluminada por el sol de E es, por tanto, bastante brillante en el firmamento de Aurora, vista de día o de noche.

La superficie de Aurora experimentaba por tanto una compleja pauta de iluminación. Y dado que su rotación era sincrónica respecto a E, igual que Luna lo es de Tierra, la pauta era distinta en el hemisferio que mira a E y en el hemisferio que siempre da la espalda a E.

El hemisferio que no mira a E tenía una pauta simple: sus días y noches duraban cada uno nueve días, el día siempre lleno de luz solar, la noche totalmente oscura por estar únicamente iluminada por la luz de las estrellas; todo ello sin ver ni por asomo a E.

El hemisferio vuelto hacia E poseía una pauta más compleja: su noche solar de nueve días incluía una cantidad considerable de luz solar reflejada de E, que siempre colgaba suspendido en el mismo punto del cielo, distintos puntos de distintas partes de Aurora, pero siempre fijo mientras pasaba por todas sus fases. Las noches en el hemisferio de Aurora que miraba a E van del cuarto creciente (medio círculo iluminado) a la luna llena en torno a medianoche, cayendo de nuevo al cuarto creciente cerca del alba. Esta es la razón de que siempre hubiera una cantidad significativa de luz de E durante esta parte de la noche solar de Aurora. La hora más oscura en este hemisferio se producía de hecho a mediodía durante su día solar, cuando E eclipsaba a Tau Ceti, de modo que no había ni luz taular ni luz de E en la parte de Aurora que quedaba eclipsada, compuesta por una franja muy amplia que se extendía en las latitudes medias.

Había también angostas lunetas de libración en la frontera entre los dos hemisferios de Aurora, en donde E, mientras atravesaba todas sus fases, se alzaba y caía por encima y por debajo del horizonte. Este balanceo de la libración sucedía por supuesto en todas partes, pero no resultaba fácil apreciarlo cuando se alzaba en el cielo al recortarse contra el siempre cambiante fondo de estrellas.

Posiblemente un diagrama aclararía dicho régimen, pero la analogía de Luna a Tierra puede ayudar a aclarar las cosas, siempre y cuando se tenga en cuenta que, desde Aurora, E parecía mucho más grande en el cielo, con un tamaño diez veces mayor que la Tierra vista desde Luna; puesto que su albedo era elevado y recibía 1,71 veces la insolación de la Tierra, era también mucho más brillante. Grande, brillante y desde cualquier punto desde el que uno lo contemplase en el hemisferio que miraba a E de Aurora, siempre fijo en el mismo punto del firmamento, dando pie a un leve cambio de libración. En el lugar escogido para el desembarco, este punto estaba situado casi directamente sobre sus cabezas, quizá un poco al sureste del cénit: una enorme bola luminosa de planeta, creciendo y decreciendo lentamente.

—Cuando nos aprendamos las fases, seremos capaces de usarlo como si fuera un reloj —dijo Euan a Freya—. Un reloj o un calendario, no sé cómo llamarlo. El día y el mes son aquí la misma cosa. No sé cómo acabaremos llamándolo, pero no es la unidad temporal que teníamos a bordo.

—Sí lo es —repuso Freya—. Es el periodo de una mujer. Hemos traído con nosotros los meses.

—Ah, sí, supongo que sí. En fin, ahora volvemos a tener un cielo. Pero solo dura dieciocho días. Me pregunto si eso nos complicará las cosas.

—Ya lo averiguaremos.

Habían escogido aterrizar en Groenlandia debido en parte a que se encontraba en el hemisferio que miraba a E. Alguien había dicho que si te ponías de pie en E levantando la vista hacia Aurora, Groenlandia se hubiese ubicado, en el disco de Aurora, cerca del lugar donde la lágrima hubiese abandonado el ojo izquierdo del hombre de la luna, en la luna vista desde la Tierra. Bonita analogía.

El complejo régimen de luz de Aurora creaba fuertes vientos en su atmósfera, y las olas de la superficie del océano eran por tanto de un tamaño considerable. Dichas olas tenían un fetch muy largo, en algunas latitudes no encontraban tierra por ninguna parte, sino que circulaban alrededor del mundo sin obstrucción, y siempre bajo el tirón de 0,83 g, así que a menudo alcanzaban una considerable amplitud, superior a los cien metros de la cresta al seno, con las crestas separadas entre sí por un kilómetro. Estas olas eran mayores que ninguna que se hubiese registrado en la Tierra, a excepción de los tsunamis; y, como nunca desaparecían, durante las noches de nueve días, la superficie del mar solo se congelaba en ciertas bahías, y a sotavento de diversas islas. Cuando llegase el momento de que la gente de Aurora se hiciese a la mar, perspectiva a la que muchos aludían con entusiasmo, la navegación supondría asumir desafíos considerables.

—Así que ahora nos disponemos a salir de la estación —informó Euan a través del altavoz del casco. En el interior de la nave, 287 personas escuchaban su transmisión, mientras que otras 1814 atendían a otros miembros de la expedición de desembarco que partía de la estación. 170.043, A0.3.

»Traje completo, los trajes son muy flexibles y livianos. Dispone de un buen visor de datos frontal, y el casco es de burbuja completa, al menos que yo pueda ver, así que no hay problema en llevarlo a todas horas. La gravedad es parecida a la que reina en la nave, y afuera el aire es límpido. Parece ventoso, aunque no sé por qué lo digo. Supongo que lo oigo pasar sobre los edificios de la estación, puede que hasta sobre las rocas. Estamos lo bastante lejos del mar para que no sea visible desde aquí, pero espero que tomemos el vehículo al oeste hasta alcanzar la bahía que queda a poniente de aquí y poderle echar un vistazo. Andree, ¿estás listo para partir? De acuerdo, todos estamos listos.

Seis de ellos se disponían a salir para comprobar los transportes robóticos y los vehículos que estaban decididos a conducir. Si los vehículos eran buenos, conducirían a poniente hasta la costa, a cinco kilómetros de distancia.

—Ja ja ja —rio Euan.

Freya se acomodó dispuesta a escucharlo y observar la visión que transmitía la cámara de su casco.

—Ya estamos fuera. A decir verdad, se parece a estar en la nave. ¡Vaya, qué brillante es la luz!

Levantó la vista, y la visión del cielo transmitida por la cámara captó el resplandor de Tau Ceti, antes de atenuarlo mediante el uso de filtros y polarización hasta un fulgor apagado pero imponente en el azul real del cielo.

—¡Ahí va! Lo he mirado tanto rato que me ha quedado impreso en la retina. Es rojo, rojo y verde al mismo tiempo. Espero no haberme lastimado. No volveré a hacerlo. Pensaba que el visor interpondría antes los filtros. Se va poco a poco. Bueno, lección aprendida. No mirar al sol. Mejor mirar a E. Caramba. Qué gigantesco y redondo es en el cielo. Ahora mismo la parte iluminada es un cuarto creciente, aunque también distingo la parte oscura perfectamente. Me pregunto si la cámara lo capta bien. También veo los dibujos de las nubes sin mayores problemas. Parece que un gran frente cubre la mayoría de la parte oscura y se extiende a la parte que está iluminada. Tengo sobre mí una doble sombra, aunque la que proyecta la luz de E es muy tenue.

»¡Vaya! Menuda racha de viento. Es muy ventoso. Aquí no hay nada para que pueda demostrarlo, porque las rocas no van a moverse y no veo polvo en el aire. El horizonte parece muy lejano.

Dio una vuelta completa sobre sí, y la audiencia pudo ver el terreno llano que se extendía en todas direcciones. Roca desnuda, negra, con cierta tonalidad rojiza, cubierta de estrías poco profundas. Como en el Burren, comentó alguien, una parte de Irlanda donde un casquete de hielo se había deslizado sobre la roca plana y arrastrado cualquier cosa suelta, dejando unos surcos largos que cruzaban la superficie rocosa.

—Nunca hace este viento en la nave. ¿Pueden calcular los trajes la velocidad del viento? Sí. Sesenta y seis kilómetros por hora. No está mal. Basta para tener la sensación de que alguien invisible te está dando empujones, y alguien que no destaca precisamente por su amabilidad…

Rio. El resto de sus compañeros también rieron, tropezando unos con otros y aferrándose entre sí. Aparte de las payasadas, no había indicios visibles que apuntasen a la presencia del viento. Los cirros salpicaban el cielo, que era o azul real o violeta oscuro. Los cirros parecían mantenerse inmóviles en su lugar, a pesar del viento. La presión atmosférica en la superficie era de 736 milibares, por tanto equivalente aproximadamente a unos 2000 metros sobre el nivel del mar en la Tierra, aunque ahí tan solo se encontraran a 34,6 metros sobre el nivel del mar de Aurora. El viento superaba en fuerza a cualquier otro que hubiesen experimentado a bordo de la nave al menos por un margen de 20 kilómetros por hora.

El vehículo de superficie tenía la batería cargada, así que se subieron a él y condujeron hacia poniente. La luz de Tau Ceti resplandecía en la roca, delante de ellos. De vez en cuando debían dar un rodeo para evitar depresiones poco profundas que formaban los grabens, pero la mayor parte de su recorrido lo hicieron en línea recta hacia el oeste, ya que la mayoría de ellas también discurrían de este a oeste. La visión de las cámaras instaladas en los cascos daba pequeños botes a veces: el vehículo contaba con una buena amortiguación. Los exploradores reían cuando daban un salto. Tampoco había a bordo de la nave ningún fenómeno capaz de reproducir eso.

Quizá no había nada en la nave que se pareciese remotamente a lo que experimentaban en ese momento. Como experiencia

gestalt debía de ser nueva. El horizonte desde su punto de vista, a unos tres metros sobre el terreno, se encontraba a muchos kilómetros de distancia, igual que lo estaba en la Tierra, lo cual tenía sentido. El diámetro de Aurora era el 102 por ciento del de la Tierra; su gravedad tan solo era de 0,83 g porque Aurora poseía una densidad menor que la terrestre.

—¡Eh, mirad eso de ahí! —exclamó Euan. Todos los que iban en el vehículo lanzaron exclamaciones.

Habían llegado a un punto en que veían el océano de Aurora. Se extendía al oeste, a la luz de última hora de la tarde, y parecía una inmensa lámina broncínea, cubierta por olas que eran negras por contraste. Para cuando alcanzaron un corto peñasco que miraba a la orilla del mar, la lámina oceánica había cambiado de color, pasando del bronce arrugado a un plata y cobalto con textura de malla, y el fuerte viento costero coronaba de palomillas el oleaje. Euan no dejaba de decir cosas como «Mirad eso. Caramba. Ay que ver. Miradlo bien. Pero miradlo bien». Incluso a bordo de la nave hubo gente que exclamaba asombrada.

Los exploradores salieron del vehículo y caminaron hacia el borde del acantilado. Por suerte, cuando el viento los alcanzaba y les hacía perder el equilibrio, siempre los empujaba tierra adentro.

El borde del acantilado estaba más o menos a unos veinte metros sobre el océano. Frente a la costa, las olas rompían creando paredes de blanca espuma, que llegaban con un rugido grave que podía oírse a través del casco del explorador, siempre presente bajo el zumbido del viento en las rocas. Las olas rompían a sus pies en la negra pared del acantilado, proyectando una cortina de espuma en el aire, tras la cual masas de agua blanca retrocedían mar adentro. El viento arrojaba la mayor parte de las salpicaduras sobre las rocas, aunque también una bruma densa y visible, se alzaba sobre el borde del acantilado y caía sobre ellos de inmediato procedente del este.

Los exploradores caminaron con dificultad debido al viento, visible ya debido a la acción que ejercía sobre la pared el oleaje y a la espuma que proyectaba. Ola tras ola rompían en la costa y retrocedían blancas al mar, dejando a su paso sendas de espuma tras cada rota pared blanca. El reflujo procedente de los acantilados reculaba trazando arcos que discurrían sobre los rompientes entrantes; cuando chocaban, cortinas de espuma se alzaban al viento, antes de precipitarse de nuevo a tierra. Era una visión compleja y enorme, brillantemente iluminada, de movimientos violentos y, como todo el mundo pudo oír a través de los micrófonos de los cascos de los exploradores, muy, muy ruidosa. Ahí en ese instante, Aurora rugía, aullaba, detonaba, chillaba y silbaba.

Uno de los exploradores cayó derribado al suelo, gateó, se puso a cuatro patas y se incorporó, cuidando el equilibrio antes de ponerse cara al viento y dar cuatro o cinco pasos rápidos, haciendo aspavientos, inclinado hacia delante para mantener la posición. Todos rieron.

Cabía preguntarse qué harían en un mundo tan ventoso, comentó Freya a Badim, siempre y cuando el viento mantuviese continuamente tal fuerza. Añadió que, más que ella, era el fantasma de Devi quien se preocupaba en su interior. Por su parte quería descender tan pronto como fuese posible y sentir aquel viento.

Entretanto, en la superficie de Aurora, habían puesto a trabajar a los robots de construcción en sus diversas tareas. La lenta puesta de sol daba pie a una noche iluminada por la luz de E en cuarto creciente. La luz de E se difuminaba hasta cubrir la atmósfera de un leve fulgor, como una especie de débil neblina blanca en la que los colonos descubrieron que podía verse bien. El cielo no oscurecía, sino que conservaba un azul centelleante donde eran visibles unas pocas estrellas.

La dolerita de Groenlandia era dura y uniforme, y no contenía muchos minerales útiles. Esos tendrían que buscarlos, pero entretanto, deberían trabajar con dolerita. Muchos vehículos dedicados a la construcción se movían con estruendo cortando bloques de dolerita del lateral de los grabens, apilándolos para formar una pared cortavientos que sirviese de protección de su pequeña colección de transbordadores. Había un continuo chirrido de las sierras circulares de filo de diamante. Mientras, un horno de fundición extraía aluminio de la dolerita aplastada, que resultó tener cerca del 0,5 por ciento de aluminio. Otras fábricas robóticas reducían a láminas el aluminio extraído para emplearlo como tejados, eso cuando no le daban forma de vara para construir vigas y demás. Unas cuantas excavadoras robot se destinaron a perforar en un graben con un bólido gravitacional debajo, con la esperanza de hallar mineral de hierro que poder minar. Pero por lo general, hasta que localizaran áreas de distinta composición mineral, tendrían que servirse del aluminio como metal.

Aurora tenía un buen campo magnético, que oscilaba de 0,2 a 0,6 gauss, y eso sumado a su atmósfera era suficiente para proteger a los colonos de la radiación ultravioleta de Tau Ceti. Por tanto, la superficie de la luna quedaba bien protegida en ese aspecto y era un entorno muy benigno para los humanos, exceptuando el viento. De día, los exploradores regresaban de sus salidas hablando de la fuerza de las rachas de viento, y uno de ellos, Khenbish, volvió una vez con un brazo roto por una caída.

—La gente empieza a odiar el viento —comentó Euan a Freya durante una de sus llamadas personales—. No es horrible ni nada por el estilo, pero es tedioso.

—¿Lo temen? —le preguntó Freya—. Porque desde aquí da miedo.

—¿Que si temen a Aurora? Uy, no, no. Joder, no. A ver, nos está dando una buena patada en el culo, pero nadie vuelve espantado.

—¿No perderá alguien la cabeza y le dará por liarse a golpes con los demás?

—¡No! —Euan rio—. Nadie querrá volver ahí arriba. Esto es demasiado interesante. ¡Todos tendríais que bajar!

—¡No será por falta de ganas! ¡Yo quiero hacerlo!

—El nuevo alojamiento está casi listo. Os va a encantar. El viento forma parte de esto. A mí me gusta.

Pero para muchos de los demás era la parte más dura, eso empezaba a quedar claro.

Un lento amanecer traía el alba a Aurora, y, según su reloj, justo al cabo de cuatro días llegó el mediodía de su mes. Durante este tiempo, el cuarto creciente iluminado de E se había encogido hasta convertirse en un brillante gajo ahí en lo alto, en el azul real del firmamento diurno; y el resplandeciente disco de Tau Ceti se había ido cerrando sobre esa parte iluminada de E al tiempo que se alzaba. Llegó un momento en que la estrella estuvo demasiado cerca de E para que fuesen capaces de mirar a una u otro sin protegerse la vista con potentes filtros.

Entonces, dado que Aurora orbitaba E casi en el plano de la eclíptica de Tau Ceti, que E orbitaba también demasiado cerca de ese plano, que Groenlandia se hallaba al norte del ecuador de Aurora, y que E era mucho mayor que Aurora, y ambas estaban tan cerca, llegó el momento del eclipse total de su mediodía mensual. El primero llegó en 170.055, A0.15.

El sol se encontraba directamente sobre ellos, con la parte iluminada del planeta E a su lado. La mayoría de los colonos habían salido a contemplarlo. De pie en las diminutas sombras de sí mismos, ajustaron al máximo los filtros de los visores y levantaron la vista. Algunos se tumbaron en el suelo para verlo sin tener que forzar el cuello.

La cara de E que estaba a punto de interponerse en el disco de Tau Ceti oscureció por fin, justo cuando el disco resplandeciente de Tau Ceti tocó su borde. E seguía siendo visible junto a él, parecía tener dos veces el tamaño de Tau Ceti y bloqueaba un círculo considerable de estrellas. El lentísimo movimiento del sol evidenció que el eclipse duraría varias horas.

Lentamente, el círculo negro y gris cubierto de manchas de E pareció cortar el círculo más pequeño de Tau Ceti, que era muy brillante por mucho filtro que ajustaran en el visor; aunque principalmente parecía una brillante bola anaranjada o amarilla, cubierta por una docena más o menos de manchas solares. Lenta, muy lentamente, el disco del sol quedó cubierto por la oscuridad mayor de E. El eclipse tardó cerca de una hora en completarse. En ese rato, los observadores permanecieron allí sentados o tumbados, charlando. Se recordaron los unos a los otros que en la Tierra, Sol y Luna parecían tener el mismo tamaño en el cielo, coincidencia fortuita que suponía que en algunos eclipses terrestres, en torno al círculo eclipsador de Luna, Sol dibujaba una corona exterior, rodeando el disco oscuro de un fuego anular. En otros eclipses, que eran incapaces de recordar si eran más habituales o no, Luna bloqueaba por completo a Sol, pero solo un rato, pues ambos tenían el mismo tamaño y el sol se movía dieciocho veces más rápido en el firmamento terrestre de lo que Tau Ceti lo hacía en el suyo.

Ahí, en Aurora, durante este primer eclipse observado de Tau Ceti, el movimiento era más lento, amplio; posiblemente poseía un impacto mayor, era más sublime, hecho que dieron por cierto. A medida que el círculo oscuro de E cubría lentamente la mayoría de Tau Ceti, todo oscureció, incluso el propio disco de E, cuya iluminación procedía de Aurora, que a su vez oscurecía ante la sombra creciente de E. La luz de Tau Ceti que reflejaba Aurora y alcanzaba a E, y que E, a su vez, reflejaba y devolvía a Aurora, quedaba prácticamente en nada. Se maravillaron ante este doble reflejo que efectuaban algunos fotones.

A lo largo de la hora siguiente, el paisaje cambió por completo, pasando de la intensa luz de mediodía a una oscuridad mucho más profunda que la noche que solía haber. Las estrellas aparecían en el cielo oscuro, menos que las que se divisaban desde la nave durante su viaje, pero visibles aún y mayores que vistas desde el espacio. En este paisaje de estrellas, el imponente círculo de E se antojaba más oscuro que nunca, como carbón recortado contra obsidiana. Entonces, el último gajo de Tau Ceti desapareció con un postrero guiño de diamante y se vieron en un mundo completamente a oscuras, cuyo terreno quedaba iluminado tan solo por la lejana luz de las estrellas, y en cuyo firmamento había una enorme circunferencia negra.

En el horizonte, alrededor de ellos, vieron una franja añil, habitada curiosamente por un fulgor dorado. Era esta la parte de la atmósfera de Aurora que seguía iluminada por el sol, visible en la distancia, mucho más allá del horizonte.

El viento seguía barriéndolos. Las estrellas centelleaban en las ráfagas de viento. En el horizonte oriental, la Vía Láctea se alzaba como una torre de luz tenue, trenzada con sus características cintas de negrura. El viento perdió fuerza lentamente, y entonces el ambiente se llenó de quietud. Nadie supo determinar si se trataba de un efecto del eclipse o no. Lo comentaron en voz baja. Algunos pensaban que tenía sentido, termodinámicamente hablando. Otros supusieron que se trataba de una coincidencia.

Transcurrirían unas trece horas en aquella profunda negrura. Hubo quienes volvieron dentro para ahorrarse el frío, para comer algo o para trabajar un poco. La mayoría de ellos salió de vez en cuando para echar un vistazo y disfrutar de la ausencia de viento. Por último, cuando llegó la hora de la reaparición de Tau Ceti, la mayoría se levantaron, pues coincidía con la mitad de su horario nocturno, y salieron de nuevo dispuestos a observar.

Al este brillaba el cielo. Aunque seguía estando oscuro donde se hallaban, una tonalidad añil llenaba buena parte del firmamento oriental. Seguidamente, la infusión de oro en el añil reforzó su intensidad, y todo el cielo al este se cubrió de bronce oscuro antes de hacerlo de verde oscuro; entonces se iluminó, hasta que el verde oscuro recibió una inyección de oro y se iluminó aún más hasta que fue el oro el que recibió la inyección de verde oscuro, o más bien una mezcla o malla de oro y negro, resplandeciendo como tela dorada vista tal vez al atardecer. Una visión asombrosa, sin duda, como muchos de ellos comentaron.

A continuación, la piedra estriada en el horizonte oriental se iluminó como si se hubiese prendido fuego, y sus gritos se hicieron más fuertes. Este extraño amanecer encendido avanzó verticalmente, como una dorada cortina de luz que se les aproximara por el este. En lo alto, el círculo negro carbón de E parpadeó en su extremo occidental, un brillante parpadeo ígneo que rápidamente salpicó arriba y abajo la curva exterior del círculo negro. Y así surgió Tau Ceti, de nuevo lenta, muy lentamente, tomándose cerca de un par de horas. Al emerger el día a su alrededor, lo hizo como en sombras, como encapotado, a pesar de la ausencia de nubes. Gradualmente el cielo adquirió la habitual tonalidad azul real de Aurora; todo se iluminó, como si las nubes invisibles se estuvieran dispersando, y por último recuperaron la luz intensa del mediodía habitual, y solo el cielo a poniente retuvo la oscuridad superviviente, una zona en sombras, de nuevo como si las nubes invisibles proyectasen allí una sombra que, de hecho, era la de Planeta E, que fue desplazándose más hacia el oeste hasta que por último desapareció.

Entonces volvió a ser mediodía, y así sería durante los cuatro días siguientes, con E en cuarto creciente en lo alto, gris oscuro más que negro, con las manchas de sus propias formaciones nubosas claramente visibles, el cuarto creciente de su cara oeste haciéndose poco a poco cada vez mayor.

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