Aurora

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5. Nostalgia

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Freya se levantó dispuesta a hablar.

—Podemos superarlo —dijo—. No somos tantos, es un error decir eso. Solo tenemos que mantenernos unidos. De hecho, aquí todos somos necesarios para hacer lo que debe hacerse. De modo que estos suicidios no pueden repetirse. Nos necesitamos todos. Hay comida suficiente. Solo debemos cuidarlo, regular lo que comamos, y acompasarlo según lo que cultivemos. Todo irá bien. Pero únicamente si cuidamos los unos de los otros. Ya conocéis los números. Ya veis que funcionará. Hagámoslo. Tenemos una obligación con todos los que lograron que funcionara esta nave, y con quienes están por venir. Llevamos doscientos seis años, y tenemos ciento treinta por delante. No podemos fallarles a las generaciones venideras, ni a nuestros padres, ni a nuestros hijos. En tiempos difíciles debemos mostrar coraje. No quiero que la nuestra sea la generación responsable del fracaso de todas las demás.

La gente se sonrojó, los ojos febriles; se levantaron, extendidas las manos sobre la cabeza, con las palmas hacia ella como flores de girasol, como si votaran que sí, como algo para lo que no podemos encontrar una analogía.

La nave está enferma, decía la gente. Es una máquina demasiado compleja y lleva doscientos años sin parar. Las cosas se tuercen. Una parte de ella está viva y está envejeciendo, puede que esté agonizando. Es un ciborg cuyas partes vivas enferman, y las enfermedades atacan a las partes no vivas. No podemos sustituirlas porque estamos dentro de ellas, y porque necesitamos que funcionen en condiciones en todo momento. Por esa razón las cosas van a peor.

—Mantenimiento y reparación —decía Freya ante semejantes reflexiones—. Mantenimiento y reparación y reciclaje, eso es todo. Es la casa donde vivimos, es el barco en el que navegamos. Siempre ha habido mantenimiento y reparación y reciclaje. Así que aguantad. No os pongáis melodramáticos. Sigamos como hasta ahora. No tenemos nada más que hacer con nuestro tiempo, ¿verdad?

Pero rara vez salía a colación lo del bromo desaparecido, y sus empeños por recuperar una parte de él reciclando el suelo, y después las superficies de plástico que había en la nave, tan solo arrojaron resultados parciales. Y también había otros elementos que se unían a la nave de maneras difíciles, creando nuevas oscilaciones metabólicas, carencias importantes. No se trataba de algo que pudiesen solucionar mediante el racionamiento. Y aunque rara vez se comentaba, casi todos a bordo eran conscientes de ello.

Cuando se quedaron sin reservas de alimentos y una infestación de nematodos acabó con casi toda la nueva cosecha de la pradera, convocaron una nueva asamblea. Se estableció un racionamiento total por consejo del comité encargado, y se trazaron nuevas reglas y prácticas.

Se ampliaron las conejeras, así como los estanques de tilapia. Pero tal como se señaló, incluso los conejos y la tilapia necesitaban alimento. Podían comerse a estos animales en cuanto alcanzaban cierto tamaño, pero no crecerían a menos que los alimentasen. Así que, a pesar de su asombrosa capacidad reproductora, estos animales no constituían la solución del problema.

Se trataba de un problema agrícola sistémico, de materiales, de esfuerzo, de crecimiento, de resultados y de reciclaje. Controlar sus enfermedades era cuestión de una gestión integral de plagas diseñada y aplicada con éxito. Había un amplísimo campo de conocimiento y de experiencias pasadas que podían ayudarlos. Debían ajustarse, adaptarse, adoptar un nuevo régimen alimentario más estricto. Sobrellevar las carencias tan bien como pudieran.

Un aspecto de la gestión integral de plagas era los plaguicidas químicos. Conservaban suministros de estos, y sus fábricas químicas disponían de materiales para elaborar más. A pesar de resultar dañinos para el ser humano, y lo eran, debían emplearse. Había llegado la hora de pasarse de la raya si debían hacerlo, y de asumir ciertos riesgos que no asumirían por regla general, al menos en determinados biomas. Efectuar algunos experimentos rápidos y descubrir igual de rápidamente qué daba mejores resultados. Si más comida en el presente suponía una mayor incidencia de cánceres más adelante, ese sería el precio que pagarían.

La gestión y el cálculo de riesgos se convirtieron en temas principales de discusión. La gente debía manejar su sentido de la probabilidad, hacer juicios basados en valores que no habían examinado a conciencia, que habían dado por sentados. No había mujeres embarazadas. Con el tiempo, también eso supondría un problema. Pero debían solucionar el que tenían entre manos.

La soja debía protegerse a toda costa de los patógenos del suelo, ya que necesitaban desesperadamente la proteína que aportaba en grandes cantidades. Bioma a bioma, cavaron el suelo de toda la nave, lo limpiaron de patógenos tan bien como pudieron, dejando con vida en la medida de lo posible a las bacterias beneficiosas. Luego lo devolvieron a su lugar para cultivarlo, y volvieron a intentarlo.

Siguieron registrándose anomalías en los cultivos.

La gente ingería 1500 calorías diarias y dejó de emplear energía en cuestiones de ocio. Todo el mundo perdió peso. Mantuvieron las raciones de los niños a niveles que les permitiesen desarrollarse de manera normal.

—Nada de niños tripones con bastoncillos por piernas.

—Por el momento.

A pesar de sus precauciones, los nuevos niños mostraban un sinfín de anomalías. Problemas de equilibrio, de crecimiento, de aprendizaje. Costaba determinar a qué se debía, de hecho era imposible. Había multitud de síntomas o desórdenes. Estadísticamente, no era muy distinto de lo que había sido en anteriores generaciones, pero desde un punto de vista anecdótico era tan evidente que se advertía y se comentaban todos los problemas. El error cognitivo denominado facilidad de representación los empujó a un espacio donde cada problema que presenciaban los convencía de que estaban abocados a un colapso sin precedentes. Se deprimieron. A lo largo de la historia, la gente había enfermado y muerto; pero ahora, cuando pasaban estas cosas, parecía que todo era culpa de la nave. Lo cual nos pareció que era un problema. Aunque solo fuese uno de tantos.

Muchos días, durante las últimas horas antes del anochecer, Badim caminaba hasta la cornisa por la cara oeste del Fetch, y se acomodaba al pie de la barandilla para pescar un rato. Había un límite de un pez diario por pescador, y en la barandilla había una hilera de gente que intentaba hacer esa captura que sumar a la cena. No era exactamente un gentío, porque ese lado de Long Pond no era muy favorable para la pesca. Pese a todo, había una serie de habituales que hacían acto de presencia casi a diario, la mayoría ancianos, aunque había también algunos padres jóvenes acompañados por sus hijos. A Badim le gustaba verlos, y se le daba bien recordar sus nombres de un día para otro.

A veces Freya se acercaba al anochecer para acompañarlo de vuelta a casa. A veces, él le mostraba una perca o tilapia o trucha.

—Hagamos estofado de pescado.

—Eso suena bien, Beebee.

—¿Hacíamos estas cosas en los viejos tiempos?

—No, no lo creo. Devi y tú estabais muy ocupados entonces.

—Lástima.

—¿Te acuerdas de cuando fuimos a navegar?

—¡Ah, sí! Nos estampé en el muelle.

—Solo esa vez.

—Ah, bien. Me alegro por nosotros. No estaba seguro de si lo habíamos hecho a menudo o de si solo me acordaba de esa ocasión.

—Sé a qué te refieres, pero creo que solo pasó una vez. Después aprendimos a hacerlo a derechas.

—Fantástico. Como preparar el estofado.

—Sí.

—¿Me ayudarás a comerlo?

—Pues claro. No voy a decirte que no a eso.

Encendieron las luces de la cocina del apartamento, y él sacó una sartén mientras ella colocaba la tabla para cortar y alcanzaba el cuchillo para destripar el pez. Una vez cortado, los filetes medían unos quince centímetros. Una vez se hubo asegurado de retirarle todas las espinas, cortó los filetes mientras Badim se encargaba de las patatas. No las peló. Hueso de gallina, un poco de agua, un poco de leche, sal y pimienta, unas zanahorias cortadas. Trabajaron en silencio.

Mientras cenaban, Badim dijo:

—¿Cómo va el trabajo?

—Bueno, ya sabes. Mejor si Devi estuviese presente.

—Pienso a menudo en ello. —Badim asintió.

—Yo también.

—Es curioso que no os llevarais bien cuando eras joven.

—Culpa mía.

Badim rio.

—¡No lo creo!

—Fui incapaz de comprender por lo que estaba pasando.

—Eso siempre llega con retraso.

—Cuando es demasiado tarde.

—Bueno, nunca es demasiado tarde. Verás, mi padre no me dejaba pasar una. A veces me hacía caminar por todo el anillo si pensaba que yo no respetaba las normas. Únicamente más tarde comprendí que era mayor cuando yo nací. Que no iba a tener hijos hasta que conoció a mi madre. Había nacido justo después de los disturbios y no había tenido una juventud fácil. No lo entendí hasta que hubo fallecido, pero cuando lo hice, empecé a comprender mejor a tu madre. De algún modo, mi padre y ella tenían mucho en común. —Lanzó un suspiro—. Cuesta creer que hayan muerto.

—Lo sé.

—Me alegro de tenerte, cariño.

—También yo a ti.

Entonces, cuando hubieron dejado todo limpio y ella se disponía a marcharse, él dijo:

—¿Mañana?

—Sí, mañana o pasado. Mañana por la mañana debo ir a Piamonte a ver cómo les va.

—¿También ellos tienen problemas?

—Sí, sí. En todas partes cuecen habas, ya ves.

Él rio.

—Hablas como tu madre.

Freya no se rio.

Todas las relaciones de parentesco son más o menos similares. Hay atención, consideración, afecto. Compartir noticias, el peso, tanto el físico como el psíquico.

En 208.285 se constató que el pH de Long Pond había sufrido un pronunciado descenso en un breve periodo de dos semanas, y aunque una inspección visual por medio de un robot del fondo del lago no halló nada anómalo al principio, una segunda lectura de una zona acotada de cincuenta metros cuadrados indicó que el agua del lago era más ácida cerca de la costa frente al Fetch, donde los vientos predominantes solían alcanzar primero el agua. Una segunda inspección robótica halló una larga depresión en el fango, y, bajo esta, se determinó que el revestimiento del lago había cedido, o algo lo había cortado, de modo que el agua estaba en contacto directo con el suelo del bioma. La corrosión resultante del contenedor causaba la acidificación.

Más tarde, una posterior inspección visual llevada a cabo por buzos reveló depresiones que discurrían a lo largo de toda la parte central del lago.

Se decidió drenar el lago y almacenar el agua, trasladar los peces y otras formas de vida del lago a un hogar temporal, o sacrificarlos y congelarlos para que sirvieran de alimento. Habría que retirar el fango con excavadoras para permitir el acceso directo a los rompientes.

Esto supuso un duro golpe, ya que hubo un día en que Long Pond sencillamente desapareció para convertirse en un cuenco alargado lleno de fango negro que se secaba y hedía a la luz diurna. Al contemplarlo desde la barandilla que recorría la cornisa del Fetch, era como si mirasen un hoyo cubierto de barro situado en el costado de un terrible volcán. Muchos residentes del Fetch abandonaron la ciudad para trasladarse a casas de amigos en otros biomas, pero hubo otros tantos que se quedaron para sufrir junto al lago. Por supuesto no había pesca que capturar y llevarse a casa, aunque a menudo se decía que no tardarían en recuperarlo y que todo sería como antes. Entretanto, muchos de ellos pasarían más hambre aún. Long Pond era el mayor lago de la nave.

El promedio de pérdida de peso entre los adultos se situó en torno a los diez kilos. Después, el incendio de un transformador en la Pradera resultó en una densa nube de humo tóxico que se extendió a todo el bioma y obligó a efectuar una evacuación completa, de modo que el bioma pudiera cerrarse herméticamente sin que nadie quedase encerrado en su interior. El incendio se combatió con robots, lo cual impuso un ritmo lento al proceso; de hecho no pudieron contenerlo y fue necesario expulsar el oxígeno del bioma para ponerle punto y final. Esto redujo brevemente la temperatura del bioma a niveles bajo cero, por tanto todas las cosechas se congelaron. Rápidamente el bioma se volvió a llenar de oxígeno y la gente regresó con trajes de seguridad parecidos a los trajes de vacío, dispuestos a salvar lo que pudieran, aunque el daño ya estaba hecho. La cosecha de esa temporada estaba arruinada y cubierta con una capa de policloruro de bifenilo que sería nocivo ingerir. Por tanto había que limpiar la superficie del suelo, junto a las paredes del bioma y todas las superficies de los edificios.

Sacrificaron y comieron el 90 por ciento de las vacas enanas de a bordo, dejando con vida a un número muy modesto con miras a salvaguardar la diversidad genética. Sacrificaron y comieron el 90 por ciento de los ciervos y bueyes almizcleros. Después el mismo porcentaje de los conejos y gallinas. El 10 por ciento de cada especie a la que se permitió seguir con vida, para abastecer las reservas, supondría graves atascos genéticos para cada especie, lo cual no era importante en ese momento. El promedio de grasa corporal en los adultos había caído al 6 por ciento. El 70 por ciento de las mujeres en edad de concebir habían dejado de menstruar, lo cual tampoco era un asunto del que pudieran preocuparse. A pesar de todo su empeño, sufrían de hambruna.

Su margen de error había desaparecido por completo. Si se echaba a perder otra cosecha, siempre y cuando compartiesen por igual la comida, después de dar de comer en condiciones a los niños habría en torno a 800 calorías por persona al día, lo cual supondría pérdida de masa muscular, anormalidades óseas, sequedad de cabello, ojos y piel, somnolencia y un largo etcétera.

Aram se sentó una noche en la cocina de Badim y Freya, con la nuca apoyada en la pared. Badim cocinaba pasta con salsa de tomate, y sacó unas pechugas de pollo del congelador para que se descongelasen, cortarlas y enriquecer con ellas la salsa. Freya era mucho más alta que ambos ancianos, pero estaba demacrada. Comía menos aún que la mayoría. Las bolsas oscuras bajo los ojos le conferían un parecido aún más acusado con su madre.

Badim les sirvió la comida en la mesa, y por un instante se cogieron de manos.

Los labios de Aram dibujaban una delgada línea cuando dijo:

—Comemos nuestro maíz para sembrar.

Se registraron nuevos suicidios. En esta ocasión se trataba de grupos reducidos de ancianos que se hicieron llamar los clubes de la cicuta, y solían hacerlo expulsando el oxígeno por las escotillas que daban al exterior. Se decía que la muerte casi era instantánea, como una especie de golpe seco. Lo hacían cogidos de la mano, dejando la nota de costumbre: «¡Es posible que tarde un poco en volver!». A menudo la encontraban pegada a una fotografía de grupo en la que casi todos sonreían. No supimos discernir si las sonrisas eran de felicidad o no.

Las personas que dejaban detrás, sobre todo familiares y amigos, definitivamente no se sentían felices. Pero estos clubes eran sociedades secretas. Ni siquiera nosotras escuchábamos las conversaciones en las que planeaban los suicidios, lo cual suponía que realizaban importantes esfuerzos por ocultarlas. Los micrófonos instalados en las cabinas debían de estar tapados o inutilizados de tal modo que no se activasen las alarmas.

Freya empezó a visitar de noche los biomas, yendo a las poblaciones pequeñas a conversar con los habitantes. Las cenas solían ser comunitarias, los vecinos reunían a las familias, las cuales aportaban un plato que hubiesen preparado. A veces conejo o pollo sacrificados para hacer caldo o estofado. La comida se despachaba en silencio, no quedaba una sola miga; ahora el abono orgánico se componía casi por completo de excrementos humanos, sometidos a un intenso proceso para recuperar ciertas sales y minerales (incluido el bromo), y para acabar con ciertos patógenos antes de devolverlo al suelo de cultivo.

Concluidas las comidas, Freya hablaba con los más ancianos.

Todos nosotros debemos vivir, les decía. Habrá comida suficiente, y todos somos necesarios. Estos clubes de la cicuta son una idea lamentable. Ceden al miedo de lo que pueda pasar. Mirad, siempre hemos temido a lo que pueda pasar. Eso nunca dejará de ser así, jamás. Pero seguimos adelante. Lo hacemos por los pequeños. Así que no lo olvidéis. Debemos luchar para regresar a casa. Necesitamos a todo el mundo.

Sus investigadores repasaron a fondo la documentación más relevante en las bibliotecas y las grabaciones digitales procedentes de la Tierra, en busca de cualquier mejora en materia agrícola que pudiera hacerse. Algunos señalaron que el modelo industrial para la agricultura se había visto superado en las regiones agrícolas más avanzadas de la Tierra por un método llamado cultivo mixto intensivo, que reintroducía la idea de sacar el máximo provecho de la diversidad y naturaleza del cultivo. La intensidad no estribaba únicamente en las mezclas compactas de plantas distintas, sino en el trabajo humano que se requería. El suelo se conservaba mejor, lo cual a bordo no suponía un problema ya que no había océanos que pudieran anegarlo, y, una vez terminado el proceso, se reuniría y reutilizaría sin importar cómo pudiera acabar. Se decía también que la resistencia a la enfermedad de estos cultivos mixtos era muy superior. El método requería de una carga de trabajo superior, pero en la Tierra, al menos en la Tierra nueve años atrás, parecía existir un exceso de mano de obra. No estaba claro a qué se debía eso. Las comunicaciones no contemplaban nunca los hechos más cruciales, o quizá estos se extraviaban en el aluvión de imágenes, voces, digitalización. Captaban ahora algunas ondas de radio procedentes de la Tierra, muy débiles y caracterizadas por las interferencias; pero principalmente recibían el haz dirigido hacia ellos, el delgado cabo de salvamento que los conectaba con su hogar, sin nadie que se encargase de él, lleno de información que nadie parecía haber seleccionado por su importancia. A menudo daba la impresión de constar de gigabytes por segundo de trivialidades, algo similar al ADN basura del pensamiento del sistema terrestre. Costaba comprender el criterio de selección. Seguían sometidos a una demora de nueve años, así que cada intercambio suponía dieciocho años, lo cual quería decir que no había una conversación real; de un instante a otro, nadie en el sistema solar parecía esperar una respuesta a lo que la gente a bordo de la nave hubiese dicho nueve o diez años antes. Eso no era sorprendente, al menos para quienes poseían un conocimiento de la cultura del sistema solar, los cuales, admitámoslo, constituían una reducida minoría de la gente a bordo. Existía una transmisión continua en ambas direcciones, pero eso no contribuía nada al concepto de una conversación, de preguntas concretas respondidas. Se producía una situación en la que las transmisiones simultáneas procedentes de ambos extremos podían acelerar el intercambio de información, efectuando conversaciones acerca de los diversos aspectos de un problema, pero ambos extremos debían implicarse a fondo en este proceso y el problema era hacer uso de transmisiones misceláneas en un frente amplio. Posiblemente ese fuese el problema que tenían, pero nadie en el sistema solar parecía ser consciente de ello. La fuerte impresión que les daban las transmisiones era que nadie en el sistema solar prestaba la menor atención a la nave que había partido rumbo a Tau Ceti hacía 208 años. ¿Por qué iban a hacerlo? Por lo visto, tenían problemas propios de los que preocuparse.

Llenaron de nuevo Long Pond y lo reabastecieron de peces. Las piscifactorías estaban concebidas para cubrir las necesidades proteínicas de la nave, aunque más adelante algunas de ellas mostraron indicios del síndrome de desovación débil. Generaciones enteras de alevines morían sin una causa evidente; el nombre del síndrome, como tantos otros, era puramente descriptivo.

—¿Qué es lo que pasa? —gritó una noche Freya a la nave, sola en la cornisa—. Nave, ¿por qué sucede todo esto?

Le respondimos a través de su navegador.

—Existe cierto número de problemas sistémicos, algunos físicos, otros químicos, otros biológicos. El enlace químico ha creado carencias, lo que supone que todo ser vivo es un poco más débil a escala celular. Lo que Devi denominó desajustes metabólicos constituye una brecha que se amplía. Y buena parte de la radiación cósmica ha afectado a todos los organismos de la nave, creando mutaciones vivas principalmente en las bacterias, que son mudables, inestables. A menudo sucede que no mueren, sino que viven de otro modo. Puesto que la nave tiene un interior vivo, reina la temperatura suficiente para sustentar la vida, lo que significa que hace el calor necesario para fomentar la proliferación de cepas mutadas. Estas interactúan con sustancias químicas liberadas por mecanismos biofísicos, tales como la corrosión y el decapado, para dañar aún más el ADN en un amplio espectro de especies. Los impactos acumulativos pueden tener un resultado sinérgico, que en el sistema solar denominan «síndrome de la nave enferma»; a veces, también «síndrome del organismo enfermo», en inglés

sick organism syndrome, por lo visto para ajustarse al acrónimo SOS, que antiguamente servía como señal de socorro en la navegación oceánica, más tarde, también en inglés, se ajustó a

save our ship (salvad nuestro barco), que resultaba fácil de enviar y entender en código Morse.

—Así que… —Lanzó un suspiro, se recompuso (metafóricamente, aunque se rodeó el cuerpo con ambos brazos)— tenemos un problema.

—«Houston, tenemos un problema», Jim Lovell, Apollo trece, mil novecientos setenta y cuatro.

—¿A qué te refieres?

—En un viaje a Luna se produjo una explosión del tanque de aire comprimido que causó la pérdida de buena parte de su potencia eléctrica. Realizaron una vuelta completa alrededor de la Luna y pusieron rumbo a la Tierra improvisando una solución.

—¿Lograron llegar con vida?

—Sí.

—¿Cuántos eran?

—Tres.

—¿Tres?

—Las cápsulas Apolo eran pequeñas.

—Entonces más bien eran transbordadores.

—Sí, pero más pequeños.

—¿Disponemos de esa historia en la biblioteca?

—Claro. Tanto la documentación histórica como las versiones narrativas que se realizaron posteriormente.

—Echémosles un vistazo y dejemos que la gente las vea. Necesitamos algunos ejemplos. Debo dar con más casos como ese.

—Buena idea, aunque podemos aconsejarte por adelantado para evitar la clásica literatura antártica, a menos que hablemos de Ernest Shackleton.

208.334: A esas alturas era evidente que la hambruna generalizada causaba serios problemas de malnutrición en los pasajeros humanos de la nave. Las cosechas arruinadas y los problemas con las piscifactorías siguieron produciéndose en casi todos los biomas. La pasta de algas era de digestión difícil, y deficiente en cuanto a la presencia de ciertos nutrientes cruciales. Los suicidios siguieron produciéndose. Freya continuó recorriendo la nave para cuestionar esta práctica, pero la población adulta ingería tan solo 1000 calorías por persona y día. El promedio de pérdida de peso entre los adultos era de 13,7 kilos. El siguiente paso fueron 800 calorías. Destinaban a la alimentación todos los animales de la nave, conservando únicamente el 5 por ciento de cada especie, para permitir la reproducción de la población animal en el futuro. La caza ilegal de estas poblaciones en proceso de recuperación no era algo infrecuente. Comían perros y gatos. Ratones de laboratorio, tras ser sacrificados para propósitos experimentales (aproximadamente 300 calorías por ratón).

No había lugar para otro tema de conversación. Angustia generalizada.

Freya les contó la historia del Apolo 13. También les refirió lo acaecido a la expedición de Shackleton a bordo del

Endurance, del viaje en barca que los salvó. Compartió con ellos el relato de la isla de Cuba tras la repentina desaparición de las importaciones de aceite que habían sustentado a su población. Leyó en voz alta

Robinson Crusoe, además de

El Robinson suizo y muchos otros libros relativos a náufragos, víctimas de naufragios y otros supervivientes de catástrofes o de aislamiento accidental, un género sorprendentemente repleto de finales felices, sobre todo si se evitaban ciertos títulos. Relatos de fortaleza, historias de esperanza, porque era de esperanza de lo que quería llenarlos. Nosotros, pocos y felices. Esperanza, sí, pues claro que la hay… Pero la esperanza necesita comida. Por mucho que ayuden las historias que infundan esperanza, no puedes alimentarte de ellas.

Salió a visitar a Jochi. Flotando en el traje de vacío en el exterior del transbordador, su vagón de cola, como él lo había llamado en una ocasión, compartió con él las últimas noticias, proporcionándole los datos más recientes.

—Supongo que no fue una buena idea regresar —dijo a modo de colofón—. Imagino que me equivoqué. —Se echó a llorar.

Jochi esperó a que se le pasara. Entonces, dijo:

—Había algo interesante en las comunicaciones de la Tierra.

—Qué. —Freya sorbió.

—Hay un grupo en Novosibirsk, en la Tierra, que estudia la hibernación. Dicen haber dado con un sistema que funciona en los humanos. Pusieron en una especie de estado de suspensión a algunos cosmonautas durante cinco años, aseguran, y luego los despertaron sin bajas. Hibernautas, los llamaban. Hiperhibernación, si es que interpreto adecuadamente lo que oí. Letargo extendido. Animación suspendida. Sueño frío. Oí muchos términos para denominarlo.

Freya meditó sus palabras.

—¿Explicaron cómo lo habían hecho? —preguntó.

—Sí. También he encontrado todo lo que publicaron al respecto. Los resultados completos, todas las fórmulas y regímenes. Parte del movimiento de ciencia abierta. Lo subieron a la Nube Eurasiática, que es donde lo encontré. Lo tengo grabado.

—Bueno, ¿qué hicieron? ¿Cómo lo hicieron?

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