Aurora

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6. El problema de verdad

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—No. No los molestemos. ¿Nave? Ten cuidado, por favor.

—Por supuesto —dijimos.

Los años siguientes transcurrieron con rapidez o lentitud, dependiendo de la unidad de medida empleada, y nos preparamos para la llegada reforzando la nave, realizando cálculos para establecer la mejor trayectoria posible, y ajustando el rumbo en relación con la desaceleración del haz láser, hasta dirigirnos hacia el sistema solar en el lugar donde se hallaría en lugar de adelantarnos a su llegada, por así decirlo. Cuando alcanzamos la heliopausa, activamos el campo de resistencia magnética para lo que pudiera servir, y quemamos un poco más del precioso combustible restante para frenar un poco más antes de llegar al sistema solar. Estaba claro que cada kilómetro por segundo podía ser importante en la primera pasada junto a Sol; necesitábamos ir lo más lento posible cuando llegásemos allí, al tiempo que conservábamos combustible para las maniobras que nos esperaban. Cálculos complejos, un equilibrio precario. Los años transcurrieron entre billones de cálculos por segundo, como sucede siempre, se supone, en todas las consciencias. Pero ¿con rapidez o con lentitud?

Cuando cruzamos la órbita de Neptuno, aún a un 3 por ciento de la velocidad de la luz, inmersos en una situación terrible, un inaudito tren de mercancías a punto de descarrilar, recurrimos al combustible tan rápido como los motores pudieron quemarlo para desacelerar a una velocidad equivalente a una g de presión en la nave. Una importante desaceleración que nos costó cara en cuanto a la reserva de combustible; no obstante, íbamos tan rápido que incluso reduciendo la andadura como hacíamos, para cuando alcanzamos Sol seguíamos por encima del uno por ciento de la velocidad de la luz. Fue un suceso singular en la historia del sistema solar. Puede discutirse su excepcionalidad, pero en cualquier caso fue muy inusual.

Por suerte, la demora en las comunicaciones con nuestros interlocutores en el sistema solar se vio reducida a tan solo unas horas, de modo que habíamos podido transmitir las advertencias de rigor y los ocupantes del sistema solar eran conscientes de nuestra llegada. Eso estuvo bien, ya que podrían haberse llevado una sorpresa tremenda al ver salir de la nada a semejante nave sin saber de qué se trataba. De la órbita de Neptuno a Sol en 156 horas; era mucho más veloz que cualquier cosa sustancial que se hubiese desplazado por el sistema, y la fricción del viento solar en nuestro escudo magnético y la resistencia a nuestro alrededor, como una especie de enorme paracaídas o ancla (aunque no muy similares), creó una brillante lluvia de fotones y partículas ardientes a nuestro paso, una luz tan brillante que incluso era visible a plena luz del día desde la Tierra. A juzgar por lo que cuentan, éramos un punto pequeño, pero muy brillante, que se desplazaba visiblemente a través del cielo. A los humanos del sistema solar los sorprendió ver un objeto celeste en el firmamento a plena luz del día que no fuese Sol o Luna; sorprendente y, por ello, inquietante. Es posible que si hubiesen podido destruirnos lo hubiesen hecho, porque si por cualquier motivo raro llegamos a aproar a la Tierra y topamos con ella a la velocidad que llevábamos, nuestro impacto hubiese creado los suficientes joules de energía para causar bastantes daños, incluida probablemente la evaporación de la atmósfera terrestre.

No realizamos los cálculos para comprobar aproximadamente los efectos de semejante calamidad, porque no iba a suceder, y empeñamos toda nuestra capacidad computacional en ajustar nuestra primera aproximación a Sol. Esta era crucial, la pasada del todo o nada. Íbamos a acercarnos a Sol con el paracaídas magnético desplegado a nuestro alrededor, el cual interactuaría con el campo magnético de la propia estrella y, dada nuestra elevada velocidad, la resistencia nos resultaría de lo más útil, puesto que contribuiría a frenar nuestra aproximación a Sol, la cual, debido a la gravedad del astro rey, hubiese causado una aceleración interior considerable. Por tanto el paracaídas magnético fue un factor crucial, y calcular su resistencia uno de los diversos problemas que solventábamos para mantenernos a la altura de lo que iba pasando, a pesar de los cientos de miles de billones de cálculos por segundo que hacíamos a medida que surgían problemas.

Pasaríamos cerca de Sol, atrapando nuestro primer pozo gravitatorio para aprovechar la resistencia con un valor U que era una fracción significativa del propio movimiento local de la estrella. Al encender los cohetes contra nuestro propio movimiento en los segundos en que estuviésemos más cerca del perihelio, haríamos un buen uso de la desaceleración de la resistencia gravitatoria de Sol, además de aproar la nave hacia Júpiter, nuestro siguiente destino.

Esta pasada sucedería muy rápidamente. Todas las masas, velocidades, vectores de velocidad y distancias involucradas debían calcularse con tanta precisión como fuese posible, para asegurarnos de dirigirnos hacia Júpiter tras la pasada, después de perder tanta velocidad como fuese posible sin quebrar la nave o aplastar a la tripulación. Era algo abrumador comprobar cuán escasos eran los márgenes de error en los que nos moveríamos. Nuestra ventana de entrada no tenía ni diez kilómetros de diámetro, no era mucho mayor que nuestra propia envergadura. Si la distancia de Sol a la Tierra (una UA) se redujese a un metro (una reducción de 150 mil millones a uno), Tau Ceti seguiría estando a unos 750 kilómetros de distancia; por tanto, embocar nuestra ventana de entrada con un tiro desde Tau Ceti requeriría de una enorme precisión. ¡Era como dar en el ojo de una aguja!

Eso por no mencionar que sería una pasada ardiente y pesada. Lo del calor era el menor de nuestros problemas, ya que pasaríamos cerca del Sol muy poco tiempo. Durante ese rato, sin embargo, la combinación de la desaceleración y las fuerzas de marea a la que nos someteríamos al pasar a 58 grados alrededor de Sol resultaría en una fuerza breve de unas 10 g. Después de estudiar el problema, habíamos intentado primero trazar la trayectoria con miras a no sobrepasar un máximo de 5 g, cuando de hecho poner proa a Júpiter, dada nuestra trayectoria siguiente, exigía arriesgar una fuerza gravitatoria mayor. Nos alegramos de haber dedicado el pasado siglo a reconfigurar la nave para dotarla de una disposición más robusta, estructuralmente sólida, al menos en teoría; pero había poco que pudiésemos hacer por nuestra gente, que iba a experimentar lo que supondría un aplastamiento más bien traumático y posiblemente mortífero. Los cosmonautas y los pilotos de pruebas soportan ocasionalmente fuerzas de la gravedad de hasta 45 g, pero hablamos de especialistas que se preparan para ello, mientras que a nuestros hibernautas los pillaría por sorpresa. Esperábamos que no acabasen aplastados como insectos. No nos gustó someterlos a semejante suceso, pero concluimos que o bien era eso o bien una muerte posterior de resultas de la inanición, y a juzgar por lo que habíamos visto cuando encararon la posibilidad de morir de hambre no era una perspectiva halagüeña. Tal como estaban las cosas, nuestro empeño de mantenernos en el sistema solar constituía al menos una posibilidad de sobrevivir.

Por desdicha, nuestra primera aproximación a Sol debió ajustarse antes por una pasada junto a la Tierra, no ya para frenarnos, sino simplemente para ayudarnos a tomar ángulo hacia Sol. Fue cuestión de suerte: el alineamiento de los planetas en este año 2896 de nuestra era, año 331 según el calendario de a bordo, era de hecho uno de los pocos que permitían una oportunidad teórica de que nuestra maniobra tuviese éxito. Así que, en primer lugar, pasamos cerca de la Tierra a 30 millones de kilómetros hora. Parecía probable pensar que eso alarmaría a sus habitantes.

Y así fue. Posiblemente justificado, puesto que pudo dar la impresión de que nos acercábamos para llevar a cabo una especie de venganza suicida contra la cultura que nos había desterrado a las estrellas —lo cual no podía estar más lejos de nuestra intención, sobre todo teniendo en cuenta que éramos una nave—, seguida por un impacto directo en la Tierra a una velocidad diez mil veces superior a la del asteroide K/T que había causado tantos y tan famosos daños, y esto hubiera amontonado una gran cantidad de julios. Las notas tranquilizadoras que enviamos a la Tierra conforme no pretendíamos chocar en su superficie no fueron recibidas de brazos abiertos por parte de todos sus habitantes, y mientras cruzamos el cinturón de asteroides y pusimos proa hacia la Tierra, el tráfico de radio procedente del lugar estaba repleto de comentarios que iban de la turbación al pánico enfurecido.

Pasamos junto a ellos y su ansiedad. Las emisiones de radio se convirtieron en un gallinero sobrevolado por un halcón. Por suerte no los dejamos en suspense mucho tiempo respecto a nuestras intenciones, ya que cruzamos el espacio cislunar en 55 segundos. Obviamente, esta debió de ser una visión espectacular. Por lo visto pasamos junto al hemisferio oriental, cruzándolo por el terminador, de modo que quienes estaban en Asia nos vieron como un rayo en la noche, y desde Europa y África lo hicieron a plena luz del día. De cualquier modo, nuestra luminosidad era tal que era necesario ponerse gafas especiales para mirarnos, y se decía (tal vez equivocadamente) que durante muchos segundos brillamos más que Sol. Un rayo de luz refulgiendo en el firmamento.

Más tarde vimos que la mayoría de imágenes tomadas con cámaras desde la superficie terrestre estaban quemadas por la luz que despedíamos; sin embargo, algunas de las fotografías tomadas con filtros desde Luna eran impresionantes. Fue como si fuésemos el cometa del Tapiz de Bayeux, dolorosamente incandescente, desplazándonos céleres a través del cielo. Allí, y luego… nada.

Mientras nos dirigíamos hacia Sol, les enviamos nuestros saludos y mencionamos que regresaríamos de vez en cuando según fuera necesario para obtener la desaceleración necesaria, lo cual nos permitiría al terminar efectuar una visita y aterrizar.

Seguidamente nos concentramos en nuestra aproximación a Sol. Volcamos toda nuestra capacidad computacional para ajustar nuestra trayectoria. Nuestra velocidad de rotación sobre el eje (ahora mínima, ya que los nuestros no necesitarían esta g, y además queríamos orientarlos lejos de Sol durante la pasada), los retrocohetes de nuestro motor principal, los cohetes direccionales, el cálculo de hasta qué punto surtía efecto la resistencia magnética, fue como dirigir una tacada compleja en la mesa de billar, un golpe que acabaría permitiéndonos jugar otras veinte tacadas, todas ellas tan precisas como el resto; una hazaña inverosímil, por supuesto, a la que nos veíamos abocados; pero con la ayuda de los ajustes menores que introducíamos en cada golpe, al menos teóricamente era posible.

Pero todo sería en vano si la primera no era tan perfecta como debía. Con una tolerancia de una parte por cien billones, nuestra ventana de trayectoria se encogía a cerca de un kilómetro, a nuestro propio diámetro, de hecho, después de una aproximación de 12 años luz: ¡Un tiro complicado! ¡Tenue propósito!

Dejamos boquiabierta a nuestro paso a toda una civilización, famosos ya, posiblemente demasiado para los nuestros más adelante; los comentarios procedentes de la Tierra en concreto poseían un tono histérico por no decir rayano en la locura. Nos llamaron, entre otras cosas malsonantes, traidores a la aspiración humana de alcanzar las estrellas, y destructores de su longevidad como especie a largo plazo. Nos tacharon de cobardes, mezquinos, gallinas, patéticos, traidores, despilfarradores, deshonestos, desleales, inútiles, hostiles, maleducados, desagradables y demás.

No permitimos que eso nos distrajera. Para nosotras, estos comentarios que quedaban rápidamente atrás eran secundarios en comparación con el problema de rodear Sol y establecer un rumbo apropiado hacia Júpiter.

Pasaríamos por Sol aproando a su perihelio de 4 352 091 kilómetros sobre la fotosfera, por tanto en ese sentido era buena cosa que fuésemos tan rápido como íbamos, ya que tan solo pasaríamos unos minutos en las inmediaciones, así la cosa no se calentaría demasiado.

Sin embargo, no teníamos la certeza de que no fuese demasiado. Llevábamos un siglo reconfigurando la protección contra el calor, y los modelos señalaban que no corríamos peligro, pero los modelos no son más que eso. La existencia es un experimento por sí misma.

Nos acercamos. Nuestra resistencia magnética casi compensó el tirón gravitatorio que ejercía Sol sobre nosotros, momento en el que nos vimos sometidos a fuerzas que nos zarandeaban en ambas direcciones, pero nos mantuvimos firmes. Es de suponer que cualquier humano despierto habría considerado increíble presenciar nuestra aproximación a la gran esfera ardiente de hidrógeno y helio, una bola de luz matizada que parecía llenar medio universo a medida que pasaba rápidamente de tenerla enfrente a ubicarse en un plano situado debajo de nosotros. Fue toda una transición, de hecho. Sol se convirtió en un plano turbulento y ligeramente convexo, compuesto de miles de células de gas ardiente que llameaban aquí y allá con movimientos circulares que en ciertos puntos creaban torbellinos de menor ardor y permitían la visión a agujeros giratorios más oscuros, las famosas manchas solares, cada una de ellas tan grande como para engullir a toda la Tierra.

Llegamos al perihelio, lo cual admitimos que supuso un alivio, ya que desde aquí daba la impresión de que podía dispararse hacia arriba una corona y borrarnos del cielo negro solar. Las temperaturas exteriores de la nave subieron hasta los 1100 grados centígrados; algunos puntos de la nave estaban al rojo. Por suerte el revestimiento aislante de los biomas había sido reforzado y era excelente, y humanos y animales no se vieron afectados por el calor que hacía en el exterior. Peor con mucho para ellos y la integridad de la nave fue, tal como cabía esperar, la combinación de las fuerzas g de nuestra desaceleración y las fuerzas de las mareas causadas por nuestro cambio de rumbo, que juntas ejercieron un valor muy cercano a las 10 g que habíamos predicho y confiado en no exceder. La cosa fue bien, pero se cobró un precio en todos. Nosotras aguantamos bien, pero los animales se vieron aplastados en el suelo, muchos sufrieron fracturas óseas; y en las camillas de hibernación, los durmientes fueron aplastados contra los colchones. Hubiera sido interesante saber si sus sueños se vieron de pronto invadidos por problemas de presión extrema, física o emocional. Si de pronto, en sueños por lo demás típicos, se habían encontrado tendidos en el suelo y gruñendo, o aplastados en las impresoras, o golpeados por martillos. Sus metabolismos lentificados estaban quizá mal situados para resistir estas fuerzas g; no podían prepararse para lo que se les avecinaba, y aunque en cierto modo esta incapacidad podía haber resultado beneficiosa, por otro claramente representaba un cambio a peor.

Debajo de nosotros, el plano de fuego ligeramente convexo ocupaba un 30 por ciento del espacio visible para nuestros sensores. Casi podía confundirse por dos planos entre los cuales nos colábamos, uno negro y otro blanco. El sol ardía. Las espículas de las llamas se retorcían y danzaban; una aureola se alzó a un lado como intentando atraernos a lametazos. Las manchas solares aparecieron sobre el horizonte y brevemente se desplazaron en remolino bajo nosotros sobre los campos de espículas azotadoras, toda la convección sacudiéndose a una como zarandeada por mareas magnéticas, tal como sucedía. Nuestro paracaídas de resistencia magnética ejercía en ese momento tal fuerza en su compartimento del generador que nos alegramos de haberlo instalado en ataduras flexibles a popa de la columna, porque ahora las ataduras se estiraban casi hasta el punto de rotura, y nuestra desaceleración era intensa. Encendimos los retrocohetes de nuestro motor principal para crear más desaceleración aún, y las 10 g de fuerza aumentaron brevemente a 14. Nuestros componentes emitieron gruñidos y chirriaron, las juntas crujieron y en el interior de cada estancia en todos los biomas cayeron cosas y se rompieron, cuando no se doblegaron; sonó como si la nave se estuviese partiendo. Pero no era así. Nos mantuvimos unidas, gritando y crujiendo sometidas a semejante fuerza.

Entretanto, la dotación de hibernautas yacía en las camillas, soportándolo en sueños. Quince fallecieron en ese minuto. Un índice de supervivencia impresionante, teniéndolo todo en cuenta. Los animales son duros, incluidos los humanos. Sin duda evolucionaron a través de muchos golpes duros al trepar a árboles y caer al suelo. A pesar de ello, 15 fallecieron: Abang, Chula, Cut, Frank, Gugun, Khetsun, Kibi, Long, Meng, Niloofar, Nousha, Omid, Rahim, Shadi, Vashti. También muchos de los animales a bordo. Era una prueba de presión, algo desgarrador. No hubo nada que hacer. Había que aprovechar la oportunidad. Pese a todo: remordimientos. Feo asunto. Muchas personas, muchos animales.

Salimos de la pasada en ruta hacia Júpiter, y, a pesar de estas pérdidas que no podríamos recuperar, supuso un alivio tremendo confirmar que había sido un éxito crucial. No tardamos en enfriarnos, lo que ocasionó otra sesión de crujidos, en esta ocasión por parte de las superficies exteriores de la nave. Pero habíamos sobrevivido a la pasada por Sol, y nos habíamos desprendido de buena parte de nuestra velocidad, trazando un ángulo alrededor de Sol lo bastante lejos para volar hacia Júpiter, tal como habíamos esperado.

Cuando nos dirigimos a Júpiter, el tráfico de radio procedente de la Tierra y las diversas colonias dispersadas por todo el sistema solar nos dio a entender que seguían hablando de nuestra situación, de manera muy acalorada aunque con pocas luces, como suele decirse. Nos llamaban la nave regresada. Por lo visto éramos una anomalía, una singularidad, por ser la primera vez en la historia que sucedía algo parecido. Entendimos que entre diez y veinte naves habían sido enviadas a las estrellas en los dos siglos que habían transcurrido desde nuestra partida, y que otras lo habían hecho antes de nosotros. No habíamos sido la primera. Eran proyectos excepcionales, muy costosos, una inversión que no ofrecía ganancias; fueron gestos, obsequios, declaraciones filosóficas. Las hubo de las que no se tuvo noticia durante décadas, mientras que en otros casos seguían enviando informes de sus viajes de ida. Por lo visto, unas pocas se hallaban en órbita alrededor de las estrellas a las que habían viajado, pero la impresión que tuvimos fue que habían hecho pocos progresos a la hora de colonizar los planetas. Una historia que nos resultó familiar. Pero no la nuestra. Nosotros éramos los que habíamos vuelto.

Nuestro regreso, por tanto, continuó siendo controvertido, con respuestas que iban de la emoción al análisis, de la ira y el desprecio a la alegría, de la incomprensión total a reflexiones que nosotras no habíamos alcanzado.

No intentamos dar explicaciones. Habría sido necesario recurrir a esta narración solo para iniciar ese proceso, y esto no lo habíamos escrito para ellos. Además no había tiempo para darlas, ya que aún quedaba mucho por calcular sobre la mecánica orbital que implicaba cruzar el sistema solar a semejante velocidad. El problema de los

n cuerpos gravitatorios no es particularmente complejo comparado con otros, pero la

n de esta situación era un número imponente, y aunque por lo general se soluciona como si únicamente estuviesen involucrados Sol y las masas cercanas más grandes, ya que la solución suele ser prácticamente la misma que solucionarla para todo el conjunto del millar de masas mayores del sistema solar, las diferencias en nuestro caso serían a veces cruciales para el ahorro de combustible, que iba a convertirse en el mayor problema a medida que progresase nuestra peregrinación. Contando con que lo hiciera; las cuatro pasadas siguientes lo determinarían, dependiendo de si lográbamos mantenernos en el sistema solar, en lugar de adentrarnos en la negrura. Cada pasada sería crucial, pero lo primero era lo primero: Júpiter se acercaba, tan solo disponíamos de dos semanas antes de llegar.

Los residentes del sistema solar seguían obviamente muy asustados por nuestra velocidad. Lo tecnológico y lo sublime: cualquiera diría que había llegado un punto en que la mente humana se había acostumbrado a cosas así, que habría perdido el interés. Pero por lo visto aún no había llegado ese momento; sin duda la gente conservaba una idea aproximada de cuánto llevaba un viaje interplanetario, y nosotros transgredíamos esa idea, éramos la novedad, los estábamos dejando atónitos.

Pero ahora Júpiter.

Habíamos logrado desprendernos de un elevado y satisfactorio porcentaje de nuestra velocidad inicial gracias a la pasada junto a Sol, y nos desplazábamos ya a 0,3 por ciento de la velocidad de la luz, pero seguía siendo mucho, y como ya se ha mencionado, a menos que tuviésemos éxito en nuestras siguientes cuatro fases, Júpiter-Saturno-Urano-Neptuno, tanto como en nuestra pasada junto a Sol, abandonaríamos el sistema solar a gran velocidad sin un modo de regresar a él. De modo que aún no nos habíamos salvado del incendio (una metáfora desacertada, de hecho, teniendo en cuenta lo que acabábamos de dejar a nuestro paso).

Las fluctuaciones no lineales e impredecibles de los campos gravitatorios de Sol, los planetas y los satélites del sistema solar constituyen factores desafiantes para la mecánica orbital clásica y las ecuaciones de relatividad general necesarias para solventar nuestro problema de trayectoria. La sólida Red de Transporte Interplanetaria de nuestro sistema solar, que explotaba los puntos Lagrange de varios planetas para alterar la trayectoria de cargueros espaciales sin necesidad de que estos consumieran combustible, nos resultaban del todo inútiles, y no eran más que simples anomalías que incluir en los cálculos, antes de pasar por su lado como si no existieran. Sin embargo, sufrieron grandes perturbaciones, podría decirse que caóticas alteraciones gravitatorias, y aunque su tirón era muy ligero, y de todos modos apenas pasamos cerca, había que contemplarlas en los algoritmos, utilizarlas o compensar su presencia, según fuese el caso.

Júpiter. Llegamos pasando justo por esa bola sulfúrica amarilla de azufre y salpicada de manchas negras que es Ío, con proa al periastro, situado ligeramente en el interior de las nubes de gas superiores del gigantesco gigante gaseoso, todo tonos ocres, pardos y siena quemados, con el margen azotado por el viento entre cada franja ecuatorial un untoso torbellino de conjuntos de Mandelbrot, con un aspecto más viscoso de lo que era, gases difusos en lo alto de la atmósfera, delineados por densidades y contenidos gaseosos, aparentemente, porque sin importar cuán cerca llegamos conservamos la misma impresión. Doblamos el ecuador sobre un pequeño hoyuelo que parecía ser el resto de la Gran Mancha Roja, la cual se había hundido en los años 2802-09. En el periastro, la vista se volvió momentáneamente neblinosa, momento en que encendimos de nuevo el retrocohete y sentimos la fuerza de su empuje enfrentada a nuestra inercia, además del impresionante impacto de la atmósfera superior de Júpiter, que también calentó rápidamente nuestro exterior y provocó una nueva ronda de chirridos y crujidos. Actuaron también fuerzas de marea cuando doblamos el planeta, de hecho la experiencia fue muy similar a la pasada que hicimos alrededor de Sol, excepto que la resistencia magnética fue muy inferior, aunque de gran ayuda, y los temblores y las sacudidas del impacto del aerofrenado fue una vibración que no habíamos experimentado antes, excepto en un breve viraje que hicimos alrededor de Aurora, hace mucho tiempo, y por encima de todas estas sensaciones, la radiación que provenía de Júpiter era como el rugido de un gran dios en nuestros oídos ensordecidos; todo sufrió una sacudida, excepto los componentes más recios de nuestros ordenadores, y el sistema eléctrico sufrió una sacudida, como si acabase de recibir un golpe en la cabeza. Se rompieron algunos componentes, los sistemas se apagaron, pero por suerte la programación de la pasada se había efectuado por adelantado y se ejecutó tal como se había planeado, porque en aquel imponente estruendo electromagnético y con la velocidad de nuestra pasada, no hubiésemos tenido ocasión de realizar ningún ajuste. Demasiado ruido para pensar.

Quién iba a pensar que volar cerca de Júpiter sería incluso más difícil que acercarse a Sol, pero así fue, y pese a todo lo logramos, y como Júpiter, que a pesar de su enorme tamaño no tenía más que un uno por ciento de la masa de Sol, no tardamos en abandonar aquel estruendoso y terrible crujido rumbo a Saturno, y mientras nos despejábamos y recuperábamos la capacidad de oír y percibir, retomamos nuestros cálculos, satisfechas al ver que nos encontrábamos precisamente en la trayectoria establecida de antemano. Nos habíamos sometido a cinco g durante los pocos minutos que duró la pasada.

Dos pasadas completadas, tres por delante.

Ay, pero otros cinco hibernautas habían fallecido durante esa pasada. Dewi, Ilstir, Mokee, Phil y Tshering. No había nada que hacer al respecto, hacíamos lo necesario, tal como lo habría expresado Badim, pero qué lástima. Conocimos y disfrutamos de estas personas. Teníamos la esperanza de que no estuviesen sumidos en un sueño en ese momento, un sueño que de pronto se hubiese vuelto oscuro: un martillo que había caído del cielo, un dolor de cabeza insoportable, el ruido negro del final que había llegado antes de la cuenta. Lo sentimos. Lo sentimos mucho.

Sin embargo, era imprescindible recuperar el ánimo y prepararse para Saturno, ahí, por la amura, y a pesar de las desaceleraciones útiles y esperanzadoras obtenidas hasta el momento, llegaría demasiado pronto, tan solo disponíamos de 65 días para prepararnos, y mientras nos acercábamos en el plano de la elíptica sería importante evitar los famosos anillos, que por suerte se encuentran en el plano ecuatorial de Saturno, inclinado varios grados respecto al plano ecuatorial de Sol, lo que supone que no teníamos que hacer nada más que asegurarnos de hacer una pasada muy ajustada de la joya de la corona del sistema, pues tal era nuestra intención de todos modos. Tan solo íbamos a girar unos pocos grados, pasar agachados bajo el anillo más interior y seguir nuestro camino.

En efecto, cuando nos acercamos al planeta anillado y la pequeña civilización de colonias en Titán y en otras tantas lunas, la civilización que de hecho nos había construido y enviado a las estrellas casi cuatro siglos antes, y que también había reactivado la lente láser que nos había reducido la velocidad lo bastante para intentar maniobrar ahora, fue un placer saludar aunque fuese con prisas. También fue un placer no solo oír los diversos saludos de los saturnianos, sino también no oír nada procedente del propio planeta, porque, al contrario que Júpiter, Saturno tenía una cantidad de radiación interna muy baja. Reinaban el silencio y la frialdad al pasar junto a él, comparado con las otras pasadas, y lo más interesante fue la rápida vista de los anillos, tan inmensamente amplios al tiempo que finos vistos en corte transversal, un obsequio imponente de sutil gravitación, mucho menos densos que una hoja de papel en proporción, porque si se hubiese visto reducido a una redonda hoja de papel en tamaño apenas hubiera tenido el grosor de unas pocas moléculas. Una maravilla natural de circularidades, como un experimento de física o demostración de la que pudimos disfrutar a nuestro paso. Y dada la pequeñez de su masa, nuestra velocidad reducida, su frialdad y la tersura de su atmósfera superior durante el aerofrenado, fue la pasada más calma que habíamos realizado, 1 g la máxima fuerza alcanzada, y una virada suave para encarar la siguiente manga rumbo a Urano. En ese punto solo nos desplazábamos a 120 kilómetros por segundo. Seguíamos yendo rápido en términos locales, si bien era cierto que disponíamos de algo de tiempo antes de efectuar nuestra siguiente pasada, que distaba 96 días. No hubo bajas humanas o animales.

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