Aurora

Aurora


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Un viento cortante bajaba de las montañas cuando tomaron la senda que conducía a las imponentes cumbres. Espesas nubes cubrían el cielo, y, por su tono amarillento, Hojarasca supo que pronto empezaría a nevar.

Zarzoso y Borrascoso estaban guiándolos por un sendero que circundaba un escarpado valle. Era tan diferente del bosque como Hojarasca se había imaginado. Sólo había unos pocos árboles, retorcidos y achaparrados, aferrados a la lisa piedra gris, sin ningún sitio donde pudieran vivir sus presas habituales. Los gatos del Clan del Viento, con el pelaje muy fino tras muchas lunas pasando hambre, no estaban preparados para afrontar el frío, pero avanzaban muy serios con la cabeza agachada. Estrella Alta parecía tan frágil como una hoja, y, cada dos por tres, necesitaba apoyarse en Bigotes, que rara vez se separaba de él. Los miembros del Clan de la Sombra tal vez no tenían tan mal aspecto, pero en su mirada también se adivinaba el cansancio, y sus pasos eran lentos. Los gatos del Clan del Río parecían estar un poco mejor, aunque su aspecto también era desaliñado: sus lustrosos pelajes no eran más que un recuerdo medio olvidado, como los días en que todos ellos tenían suficiente comida para salir adelante.

Uno de los cachorros de Amapola levantó la vista hacia los riscos con los ojos tan abiertos como los de un búho.

—¿De verdad vamos a subir ahí arriba?

—Sí —respondió Amapola, abatida.

Flor Matinal se detuvo, y luego levantó esforzadamente una pata y se lamió la almohadilla.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Hojarasca.

Entre las garras de la veterana había sangre. La aprendiza miró más adelante, donde iban Esquirolina y Zarzoso, codo con codo.

—¡Esquirolina! —la llamó, y ella se volvió al instante—. ¿Podemos parar? Necesito vendarle la pata a Flor Matinal.

—Se lo diré a Estrella de Fuego —respondió su hermana.

—¿Necesitas algo? —le preguntó Zarzoso a Hojarasca.

—Telaraña y consuelda, si es posible.

La joven observó el árido paisaje con pocas esperanzas de encontrar algo que sirviera.

Fronde Dorado, que estaba en medio de su grupo de gatos, alzó la cabeza.

—Encontraremos lo que necesitas —prometió, y de inmediato murmuró algo a los gatos que lo rodeaban.

Los maullidos se propagaron por el grupo, y guerreros de todos los clanes empezaron a desplegarse para buscar entre las rocas.

Hojarasca examinó la zarpa de Flor Matinal.

—Tienes que mantenerla limpia, pero, si te la reblandeces con la lengua, nunca se curará.

Cascarón se abrió paso hasta ellas.

—¿Qué ocurre?

—Es sólo que tengo la almohadilla en carne viva de tanto caminar —masculló la veterana.

—¿Esto servirá? —Bermeja se acercó con un bocado de hojas que dejó en el suelo.

Hojarasca las olfateó con cautela. No olían a nada parecido a lo que estaba acostumbrada. Lamió una hoja, dejando que su sabor se filtrara en su lengua antes de atreverse a morderla. Era amarga, pero tenía un matiz astringente que le recordaba a la caléndula.

—Puede que sí. —Miró a Cascarón—. ¿Deberíamos probar?

Cascarón olfateó una hoja.

—Se parece un poco a algo que usábamos en el páramo…

—Usadlo —los instó Flor Matinal—. Si funciona, podréis emplearlo con otros. Si duele demasiado, os lo diré enseguida.

Hojarasca mascó la hoja y aplicó su verde jugo a la zarpa de la veterana.

La vieja gata hizo una mueca, y Hojarasca se apartó.

—No te preocupes —gruñó Flor Matinal—. Sólo escuece un poco. Continúa.

Ala de Mariposa llegó con una pata envuelta en una pegajosa y blanca telaraña.

—¡Genial, gracias! —Con cuidado, Hojarasca desenredó la telaraña de la pata extendida de su amiga y vendó con ella la zarpa hinchada de Flor Matinal—. Si notas que palpita, dímelo.

—Lo haré. —Con tiento, apoyó la zarpa en el suelo—. No está mal.

Zarzoso volvió corriendo a la primera línea, y los gatos se pusieron en marcha de nuevo.

Esquirolina caminaba en silencio junto a su hermana, cabizbaja.

—¿Es éste el camino por el que regresasteis a casa? —le preguntó Hojarasca al cabo de un rato.

—Yo… creo que sí… —musitó Esquirolina.

Hojarasca la miró sorprendida. Habían tomado esa ruta porque, según Trigueña, era más fácil seguir aquel camino que el del viaje de ida. La aprendiza de curandera había dado por supuesto que su hermana conocía el camino. Miró hacia delante, donde el valle se estrechaba hasta convertirse en poco más que una grieta entre las rocas.

—¿Nada de esto te resulta familiar?

Esquirolina parpadeó.

—Al venir en esta dirección, parece diferente. La tribu nos guió la mayor parte del tiempo.

Hojarasca tragó saliva. Se preguntó si se tropezarían con gatos de la Tribu de las Aguas Rápidas en su viaje, esos felinos cubiertos de barro que adoraban a unos extraños antepasados y sobrevivían en un mundo de piedra y hielo.

Mientras los clanes avanzaban, ascendiendo más y más, sólo a Borrascoso se lo veía cómodo. Saltaba de una roca a otra con tanta facilidad que apenas parecía un gato del Clan del Río. Incluso su pelaje armonizaba a la perfección con aquel despojado mundo gris.

Era como si el ascenso no tuviera fin, ni aquel día ni el siguiente. El terreno se tornó más abrupto y rocoso, pero las cumbres seguían alzándose imponentes ante ellos. La zarpa de Flor Matinal había mejorado, y Hojarasca estaba atenta y recogía más provisiones de la hierba que había usado para curar a la veterana.

—¿Estás segura de que vamos por el camino correcto? —susurró Acedera—. Esta senda está volviéndose realmente estrecha.

La guerrera tenía razón. El camino estaba llevándolos hacia una cornisa que discurría en espiral alrededor de un precipicio vertiginoso. La montaña descendía en picado a un lado del sendero, y se alzaba verticalmente al otro. Además, el viento se colaba a través de la abertura como agua por una zanja, y Hojarasca notó cómo le revolvía el pelo. La joven gata entrecerró los ojos contra una gélida ráfaga, y mantuvo la mirada fija en lo que aún tenían por delante. Todos iban en fila india para recorrer la cornisa.

—¡Cargad con los cachorros! —ordenó Estrella Negra, y el eco de su aullido contra las paredes del desfiladero resultó escalofriante.

El reborde rocoso seguía la curva de la montaña, ascendiendo hacia un angosto paso entre dos cimas. Un repiqueteo de piedras resonó contra la pared de la montaña cuando, con las pisadas de los gatos, el borde de la cornisa lanzó una rociada de piedrecillas a las sombras del fondo. Hojarasca caminaba lo más cerca que podía de la pared rocosa, con el corazón acelerado. Notaba el cálido aliento de Acedera detrás de ella.

De pronto, sonó un alarido más adelante, y un enorme trozo de roca cayó estrepitosamente al interminable vacío. En el estrecho sendero se abrió un boquete que lanzó a Ahumado, un aprendiz del Clan de la Sombra, a la nada abismal. Por un instante, el aprendiz había conseguido aferrarse desesperadamente al borde, arañando la roca. Bermeja, la lugarteniente del Clan de la Sombra, se abalanzó a agarrarlo, pero su peso sólo sirvió para desprender más piedras, y el borde del que colgaba Ahumado se rompió de golpe. Bermeja retrocedió de un salto, consiguiendo salvarse por los pelos. El aprendiz cayó, retorciéndose violentamente en el aire, y desapareció en la oscuridad.

Una reina del Clan de la Sombra se asomó al precipicio.

—¡Ahumado!

—¡Atrás! —aulló Borrascoso.

Serpenteó como un pez sobre la cornisa, y tiró de la gata.

Mientras todos contemplaban la escena, horrorizados, Hojarasca deseó que el Clan Estelar se llevara deprisa al aprendiz. Estrella Negra se asomó al borde.

—No podemos hacer nada —maulló al incorporarse—. Tenemos que seguir adelante.

—¿Vas a abandonar a Ahumado? —gimió la reina.

—Es imposible que haya sobrevivido a esa caída —respondió Estrella Negra—. Y no podemos llegar hasta su cuerpo. —Tocó el costado de la reina con el hocico—. Lo lamento, Ala Nocturna. El Clan de la Sombra no se olvidará de Ahumado. Te lo prometo.

Con los ojos hundidos por la conmoción y la pena, los gatos se pusieron en marcha de nuevo, pegándose tanto a la pared de la montaña que la roca los arañaba. Aun así, la caída de Ahumado había dejado un hueco en la cornisa. Afortunadamente, Rabo Largo se hallaba entre los que iban por delante del aprendiz del Clan de la Sombra —Hojarasca tragó saliva al pensar en que les habría sido imposible ayudar al veterano ciego a salvar un agujero que no tenía manera de calcular—, pero todavía quedaban varios gatos por superar el aterrador hueco.

Borrascoso se agachó al otro lado del boquete, aferrándose con las garras a la roca.

—Venga —le dijo a Zarpa de Turón, un aprendiz del Clan del Viento—. Este lado es seguro. Puedes saltar fácilmente.

Zarpa de Turón se quedó mirando las sombras del abismo con los ojos desorbitados.

—Los demás se congelarán esperándote —gruñó Borrascoso, impacientándose—. ¡Salta de una vez!

Zarpa de Turón alzó la vista y parpadeó. Se agazapó, apoyando todo su peso en las patas traseras, y luego saltó con las patas delanteras bien estiradas. Borrascoso lo agarró por el pescuezo cuando aterrizó, resollando por el esfuerzo. Le dio un empujón suave para que siguiera camino arriba, y se volvió hacia el siguiente.

—¡Mis hijos no pueden dar un salto así! —Amapola se encogió.

—¿Puedes cargar con ellos? —preguntó Borrascoso.

Amapola echó atrás las orejas.

—¡Está demasiado lejos!

—Yo los llevaré —maulló Corvino. Pasó junto a Borrascoso y saltó hasta donde estaba Amapola. Ella se quedó mirándolo con ojos rebosantes de miedo—. No los dejaré caer, descuida —prometió el aprendiz.

Tomó al cachorro más pequeño y se colocó al borde del agujero. El gatito se retorció, y sus maullidos aterrorizados resonaron por toda la sima. Amapola, con las pupilas dilatadas, observó el salto de Corvino con su cría. Se desprendieron piedrecillas del borde cuando el aprendiz aterrizó al lado de Borrascoso, pero no perdió pie. Hojarasca se quedó asombrada de su agilidad.

—Asegúrate de que no se mueve —le dijo Corvino a Borrascoso al dejar delicadamente al cachorro en la cornisa.

Luego dio media vuelta y regresó por el otro.

Cuando sus cachorros estuvieron a salvo, Amapola los siguió, salvando fácilmente la abertura con sus largas patas.

—Gracias —maulló con voz ahogada, y restregó el hocico contra sus crías antes de guiarlas dulcemente cuesta arriba.

—Vamos a encargarnos de que los demás crucen sin peligro —le dijo Corvino a Borrascoso—. Tú quédate en este lado; yo iré al otro.

Cuando llegó su turno, a Hojarasca le temblaban tanto las patas que temió que acabaría cayendo por la cornisa.

—No pasa nada —murmuró Corvino—. No es tan difícil como parece.

Hojarasca notó el cálido aliento del aprendiz, e intentó concentrarse en eso, en vez de en el agujero que se abría ante ella. Sabía que en su antiguo hogar, sin nada más que el blando suelo forestal bajo sus pies, habría saltado esa distancia sin pensarlo dos veces. Pero aquella abertura parecía tirar de ella como un negro río, arrastrándola hacia abajo, abajo, abajo…

—¡No pienses en ello! —exclamó Borrascoso.

Hojarasca entrecerró los ojos, notando la piedra bajo las zarpas. «¡Clan Estelar, ayúdame!». Se agazapó y dio un salto, aterrizando con un patinazo que le arañó las almohadillas.

—¡Bien hecho! —aulló Borrascoso.

Hojarasca giró en redondo y vio que Acedera estaba esperando para saltar. Retrocedió cuando su amiga se lanzó hacia ella y aterrizó en el suelo, peligrosamente cerca del borde. Hojarasca corrió a agarrarla por el pescuezo.

—Gracias —resolló Acedera, temblando.

—No hay de qué —masculló ella sin soltarla.

—Corred a reuniros con los demás —maulló Borrascoso—. Nosotros nos aseguraremos de que los que quedan cruzan de una pieza.

Las amigas siguieron cautelosamente por el sendero que ascendía. Amapola ya había desaparecido por una estrecha quebrada, y Hojarasca la siguió, impaciente por alejarse de la cornisa. La quebrada se abría a un pequeño valle que descendía hacia otro risco. En un lado, un gran peñasco se alzaba hacia el cielo. En el otro, una suave ladera llevaba a un lugar donde el brezo y la hierba competían por el espacio entre las altas rocas. Los demás gatos rondaban como sombras alrededor de las rocas, y Carbonilla ya estaba paseándose entre ellos, comprobando que todos estaban bien.

A Hojarasca le rugió el estómago. Esperó que aquellos huecos y grietas ocultaran algunas pequeñas presas. Los gatos apenas habían comido desde la llegada a las montañas, y los campos rebosantes de presas de los Dos Patas parecían un recuerdo lejano; daba la impresión de que en la montaña no había comida suficiente para alimentar a un clan, y muchísimo menos a cuatro.

—Parece que algunos ya están cazando —maulló Acedera.

Trigueña estaba guiando a una pequeña partida valle arriba. Estrella Negra se dirigía a una formación rocosa un poco más allá, flanqueado por un par de guerreros del Clan de la Sombra.

—¡Hojarasca! ¡Acedera!

La aprendiza oyó que su padre la llamaba, y corrió hacia él.

—Zarzoso está organizando partidas de caza —maulló el líder—. Podéis acompañarlo.

—¿Yo no debería ayudar a Carbonilla? —preguntó Hojarasca.

Estrella de Fuego lanzó un vistazo a la curandera.

—No hay nadie herido, aunque algunos están conmocionados. Carbonilla me ha dicho que podía arreglárselas sola.

—De acuerdo. —Hojarasca se apresuró a unirse a Zarzoso, con Acedera al lado, pero se detuvo al pasar junto a Fronda—. ¿Betulino se encuentra bien? —preguntó.

—Está bien —la tranquilizó Fronda. Luego miró hacia las nubes—. Pero cuando empiece a nevar…

Betulino entornó los ojos al ver a Hojarasca.

—¿Por qué Cora no podía venir con nosotros? —sollozó—. ¿Tú le dijiste que se marchara?

Hojarasca negó con la cabeza.

—Ella tiene su propio hogar —le dijo con ternura.

—Pero ¡era muy divertida!

—Cuando lleguemos a nuestro nuevo hogar, habrá mucho tiempo para divertirse —prometió Fronda.

—Si es que llegamos alguna vez… —masculló Acedera mientras se alejaban.

—¡Por supuesto que llegaremos! —replicó Hojarasca, deseando sonar como si se lo creyera.

Esquirolina levantó la vista cuando ellas se acercaron.

—Zarzoso está explicando cómo caza la tribu —susurró—. Hemos pensado que sería útil.

—Cuando estéis cazando aquí arriba, debéis confiar más en la inmovilidad que en la agilidad —maulló Zarzoso.

—Pero ¡nosotros no somos gatos de tribu, sino de clan! —protestó Orvallo—. ¿Por qué tenemos que cazar como ellos?

—Porque esto no es el bosque —le espetó Zarzoso—. Sin la protección de la vegetación, las presas nos ven de inmediato. Aquí hay que esperar, mantenerse quietos para camuflarse con la montaña. Entonces, cuando las presas se acercan…

—¿Qué presa va a ser tan estúpida? —resopló Zarpa de Turón.

—¡Eso es lo que me enseñó la tribu! —Los ojos de Zarzoso echaban chispas—. Si no queréis morir de hambre, tendréis que aprender a cazar como ellos. —Sacudió la cola—. Zancón, ven conmigo. Esquirolina, tú ve con Orvallo. Y vosotras dos —añadió, mirando a Hojarasca y Acedera—, permaneced juntas.

—¿Dónde cazaremos? —Hojarasca miró las peligrosas cornisas y oscuras grietas del valle, y pensó con un escalofrío en el felino gigante que había acabado con la vida de Plumosa—. ¿Estaremos seguras?

—Si sois prudentes, sí. —Zarzoso señaló con la cola una cornisa que sobresalía justo por encima de ellos—. Probad primero ahí arriba —sugirió.

Acedera asintió y comenzó a ascender, lanzando una rociada de tierra y piedrecillas sobre los gatos de abajo. Hojarasca se sacudió el polvo de encima y la siguió. Tenía las patas cansadas y doloridas, pero continuó hasta el saliente. Su compañera agitó la cola, indicándole que no se moviera, y Hojarasca captó al instante el familiar olor de un ratón. Se agazapó junto a ella para observar una zona de áspera hierba que brotaba de una hendidura en la roca. «Quédate quieta», se dijo Hojarasca, recordando el consejo de Zarzoso, pero costaba esperar pacientemente cuando tenía tanta hambre.

Cuando la hierba empezó a temblar, Acedera avanzó muy despacio. De pronto, la hierba se estremeció y el ratón salió corriendo, encaminándose a un agujero en la piedra. Con un sobresalto de espanto, Hojarasca vio cómo Acedera saltaba tras el roedor y caía directamente por el borde de la cornisa.

La mente de Hojarasca se llenó con el recuerdo de Ahumado desapareciendo por el precipicio, y tuvo que obligarse a mirar valle abajo. Para su alivio, Acedera estaba viva y coleando, aunque aullaba de terror medio cayendo medio resbalando por la escarpada pendiente, hasta que un raquítico arbusto de espino, que se combó y estremeció bajo su peso, frenó su caída. Fue un golpe doloroso, pero impidió que siguiera rodando cuesta abajo.

—¡Acedera! —la llamó Hojarasca—. ¿Estás bien?

La guerrera del Clan del Trueno levantó la vista con los ojos desorbitados del susto.

—Estoy bien —maulló—. Sólo me he hecho un par de arañazos y me duelen las zarpas.

Comenzó a ascender de nuevo.

Zarzoso llegó corriendo al saliente, alarmado por la cascada de piedras que había desprendido Acedera.

—¿Qué ha ocurrido?

—He resbalado, eso es todo —respondió la guerrera, aunque sus ojos seguían llenos de miedo.

—¡Debéis tener cuidado! —bufó Zarzoso, pero enmudeció de pronto y miró más allá de las dos gatas.

—¿Qué ocurre?

Hojarasca giró en redondo con el corazón desbocado. Con gran alivio, descubrió que el guerrero sólo había visto al ratón, que estaba saliendo de su agujero.

—Quedaos quietas —ordenó Zarzoso con un susurro.

—Pero yo podría cazarlo de un solo salto —contestó Acedera en voz baja.

—Espera… —gruñó Zarzoso.

Hojarasca oyó un tenue batir de alas por encima de ellos. Al alzar la mirada, vio a una enorme ave de color marrón que volaba en círculos sobre sus cabezas. Tragó saliva, preguntándose qué estaba valorando exactamente como presa: si al ratón o a ellos mismos.

—Si tenemos suerte —murmuró Zarzoso cuando el águila plegó las alas y descendió hacia ellos tan veloz y silenciosa como un guerrero del Clan del Viento—, irá a por el ratón, y nosotros podremos llevar al clan algo lo bastante grande para compartir.

—¿Y si no tenemos suerte? —masculló Acedera.

Zarzoso no respondió.

En lo alto, las alas del águila parecieron volverse más anchas que el río que había separado al Clan del Trueno del Clan del Río. Hojarasca reprimió el impulso de dar media vuelta y huir: el ave se acercaba cada vez más, hasta que la aprendiza pudo ver todas y cada una de las plumas de sus gigantescas alas, y también sus ojos, reluciendo como pequeños guijarros negros.

—Esperad, esperad… —les dijo Zarzoso entre dientes.

Justo cuando Hojarasca podía ver los tendones de las garras amarillas del águila, ésta pasó de largo velozmente, ninguneando al ratón y a los tres gatos del saliente: ¡iba derecha a los gatos que estaban abajo, en el valle!

Zarzoso saltó al borde de la cornisa y se asomó.

—¡Cuidado! —aulló.

La figura de plumas marrones y doradas pareció estallar entre los gatos, que chillaron de pavor dispersándose en todas las direcciones. Sólo los guerreros se mantuvieron en su sitio, saltando sobre las patas traseras y agitando en el aire sus uñas desenvainadas mientras el águila ascendía de nuevo batiendo sus potentes alas. Cuando el ave empezó a elevarse en el aire, Hojarasca vio que una pequeña criatura se retorcía entre sus largas garras y oyó los lastimeros maullidos de un cachorro aterrorizado. «¡No!».

—¡Tarquín! —gritó Amapola.

De pronto, Fronde Dorado saltó en el aire como si lo hubiera elevado el viento. Alargando las zarpas, agarró las patas del águila un segundo antes de que quedara fuera de su alcance. Bufando de rabia, el guerrero se aferró a ella. El ave chilló y se sacudió para librarse de Fronde Dorado. El guerrero cayó al suelo, pero su ataque había bastado para aflojar la presión del águila, y el cachorro descendió en picado al lado del guerrero.

Hojarasca se lanzó desde la cornisa, aterrizó torpemente y bajó al valle patinando. Las piedras le arañaban las zarpas al resbalar. Zarzoso y Acedera iban tras ella, zigzagueando ladera abajo para evitar caer de cabeza. Pero Hojarasca siguió rodando y rodando una y otra vez. Un arbusto detuvo su caída antes de que llegara al fondo, y sus finas ramas azotaron su cuerpo. Fue suficiente para que consiguiera ponerse en pie, y bajó corriendo al valle.

—¡Comprueba si Fronde Dorado se encuentra bien! —le ordenó Hojarasca a Acedera—. Yo examinaré a Tarquín.

Amapola estaba inclinada sobre el cuerpecillo que yacía sobre el suelo de piedra. Fronda pegó su costado al de la reina del Clan de la Sombra, tratando de reconfortarla, pero entendiendo su miedo.

Hojarasca lamió el pecho del cachorro. Advirtió que sus flancos subían y bajaban, y que el corazón le martilleaba. Una de sus patitas sangraba, pero el corte no era profundo.

—Se pondrá bien —prometió la aprendiza—. Si lo mantenemos caliente, superará la conmoción.

Levantó la mirada, y se sintió aliviada al ver que Carbonilla se acercaba cojeando.

—Límpiale la herida todo lo que puedas —ordenó la curandera—. Nos quedan unas pocas hierbas que evitarán la infección.

Hojarasca obedeció de inmediato, y notó en la lengua el sabor salado de la sangre del cachorro.

Amapola atrajo hacia sí a sus otros cachorros, temblando de miedo.

—¿Adónde nos habéis traído? —aulló, mirando alrededor hasta localizar a los cinco gatos que los habían guiado hasta las montañas.

—¡No pensé que un águila se atreviera a atacar a un grupo tan numeroso! —exclamó Esquirolina sin aliento.

—¿Sabíais que esto podía suceder? —preguntó Estrella Negra, furioso.

—Sabíamos que las águilas intentaban cazar a los gatos de la tribu, pero ellos siempre conseguían espantarlas —contestó Esquirolina, desolada.

—Nosotros no somos la tribu —bufó Estrella Negra—. Deberíais habernos avisado para que buscáramos cobijo.

—¿Qué cobijo? —chilló Amapola—. No hay ningún sitio donde esconderse. No hay ningún sitio donde cazar. ¡Aquí las presas somos nosotros!

—Eso es cierto —maulló Flor Albina, con pánico en la voz—. ¡Nos cazarán uno a uno!

—¡No si permanecemos juntos! —objetó Manto Polvoroso.

—Sí —coincidió Bermeja—. La próxima vez estaremos preparados.

—Si otra ave se atreve a atacarnos, la ahuyentaremos antes de que se acerque a los cachorros —aseguró Alcotán.

—¡Ni diez clanes podrían ahuyentar a un águila como ésa! —aulló Amapola.

—Quizá no —maulló Estrella Leopardina—. Pero cualquier gato de los que estamos aquí moriría intentándolo. Defenderemos a nuestros cachorros.

La líder paseó la mirada por el grupo, y todos los guerreros y aprendices lanzaron maullidos de conformidad.

Hojarasca parpadeó.

Ya no había cuatro clanes haciendo aquel peligroso viaje. Ahora había un solo clan. Un clan unido por el miedo y la impotencia. Dejó a Tarquín con Amapola; Cirro ya estaba con ellos.

—¿Fronde Dorado se encuentra bien? —preguntó, acercándose a Acedera, que estaba sentada al lado del guerrero.

—Estoy bien —respondió él, poniéndose en pie.

—Yo me quedaré con él —prometió Acedera.

Hojarasca fue junto a su hermana y le tocó el costado con el hocico.

—Esto ya no puede empeorar, ¿verdad? —murmuró.

Esquirolina se quedó mirándola sin contestar, con los ojos empañados de duda. Desesperada, Hojarasca volvió la vista al cielo, suplicando la protección del Clan Estelar y preguntándose si su petición llegaría hasta sus antepasados a través de aquellas nubes que anunciaban nieve.

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