Aurora

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—Las Rocas Soleadas eran el lugar más seguro para esconderse —les contó Carbonilla mientras serpenteaban entre los helechos.

Esquirolina estaba sorprendida.

—Pero ¡allí hay muy poco cobijo!

El lugar donde se alzaban las Rocas Soleadas era una ancha ladera de piedra situada cerca de la frontera del Clan del Río, sin árboles ni arbustos; sólo había unas pocas matas de hierba rala. Consciente de que Borrascoso iba a sólo unos pasos por detrás, la aprendiza bajó la voz.

—¿Y qué pasa con el Clan del Río? Ellos siempre han intentado reclamar esa zona como territorio suyo… ¿Estrella de Fuego no teme que ataquen al Clan del Trueno?

—El Clan del Río no supone ninguna amenaza últimamente —contestó Carbonilla—. Las Rocas Soleadas es la parte de nuestro territorio que está más lejos de los Dos Patas y sus monstruos, y más cerca de las pocas presas que quedan en el bosque.

A pesar de su cojera, la curandera los guió rápidamente, pero Esquirolina se dio cuenta de lo escuálida que estaba y de cómo resollaba por el esfuerzo. Lanzó una mirada a Zarzoso. Él también estaba observando a Carbonilla, con los ojos entornados de preocupación.

—Nosotros estamos en mucha mejor forma que ella —le susurró Esquirolina a su amigo.

—Nuestro viaje nos ha hecho más fuertes —repuso él.

Esquirolina sintió una incómoda punzada de culpabilidad: su largo y complicado viaje los había mantenido a salvo y mejor alimentados que los gatos que habían dejado en su campamento del bosque. El sol estaba descendiendo por un despejado cielo azul, y un frío viento meció las ramas en lo alto, haciendo que las últimas hojas que seguían tozudamente aferradas se estremecieran. Se detuvo, aguzando el oído. Unos pocos pájaros trinaban en un coro apagado, pero en la distancia seguían sonando los monstruos, zumbando como abejas enfurecidas. Su viscoso hedor saturaba el aire y se pegaba al pelo de Esquirolina, que comprendió que había regresado a un bosque que ya no olía ni sonaba como su hogar. Se había transformado en otro lugar, uno en el que los gatos ya no podían sobrevivir. «No habrá lugar para los gatos. Si os quedáis, los monstruos también os despedazarán, o de hambre moriréis por falta de presas». La profecía de Medianoche ya estaba haciéndose realidad.

La mole gris claro de las Rocas Soleadas se alzaba más allá de los árboles, y Esquirolina distinguió algunas siluetas de gatos moviéndose sobre la piedra.

Un aullido la sobresaltó, y vio un pelaje blanco y pardo corriendo por el sotobosque. Un segundo después, Acedera y Fronde Dorado salieron entre los arbustos, delante de ellos.

—Me ha parecido captar un olor familiar —maulló Acedera sin aliento.

Esquirolina se quedó mirando a los dos guerreros. Su pelaje estaba tan desgreñado como el de Carbonilla. Zarzoso apenas fue capaz de disimular su sorpresa al contemplar sus cuerpos esqueléticos.

—No pensábamos que fuerais a volver —maulló Fronde Dorado.

—¡¿Cómo podíais pensar algo así?! —protestó Esquirolina.

—¿Dónde habéis estado? —quiso saber Acedera.

—Muy lejos de aquí —murmuró Borrascoso—. Más lejos de lo que ha estado jamás ningún gato de clan.

Fronde Dorado miró con recelo al guerrero del Clan del Río.

—¿Vas de camino a tu casa?

—Primero tengo que hablar con Látigo Gris.

Fronde Dorado entrecerró los ojos.

—Dejadlo pasar —dijo Carbonilla—. Los tres tienen muchas cosas que contarnos.

Fronde Dorado agitó los bigotes, desconfiado, pero inclinó la cabeza y abrió la marcha entre los árboles, hacia las rocas.

—Venga —maulló Acedera, siguiendo al guerrero—. Los demás tendrán ganas de veros.

Esquirolina fue tras ella, intentando sofocar el nerviosismo que le roía el estómago como punzadas hambrientas. Estaba empezando a pensar que su viaje había sido en vano, que las palabras de Medianoche llegaban demasiado tarde para ayudar a los clanes. Suplicó al Clan Estelar que la señal del guerrero agonizante bastara para salvarlos. Al observar a Acedera de soslayo, vio que la guerrera parda iba arrastrando la cola y con la mirada clavada en el suelo, cansadamente.

—Carbonilla me ha contado lo de Hojarasca —murmuró.

—No pude hacer nada para salvarla —respondió Acedera, abatida—. No sabemos adónde la han llevado. Quería ir a buscarla, pero al día siguiente trasladamos el campamento y fue imposible.

Hizo una pausa para mirar a Esquirolina, con un destello en los ojos de esperanza desesperada.

—¿Tú… la has visto en tu viaje? ¿Sabes dónde puede estar?

A Esquirolina se le encogió el corazón.

—No, no la he visto.

El intenso y familiar olor del Clan del Trueno llenaba el aire. Esquirolina deseaba echar a correr para saludar a sus compañeros de clan, pero su instinto le dijo que debía acercarse a ellos con cautela. Se quedó inmóvil un instante, esperando que los gatos de las Rocas Soleadas no pudieran oír los acelerados latidos de su corazón.

La lisa ladera de piedra, llena de surcos y pequeños huecos, se alzó ante ella. La bordeaba un pequeño bosque por un lado, y en el extremo más alejado, donde la pendiente descendía abruptamente, Esquirolina vio la copa de los árboles de ribera que flanqueaban el río hasta los Cuatro Árboles… o hasta el lugar donde antes habían estado los Cuatro Árboles. La fría roca, azotada por el viento de la estación de la caída de la hoja, era un frío lugar de descanso para el clan. Esquirolina miró las patas de Acedera, y vio sangre seca en el pelo blanco que cubría sus zarpas. Recordó cómo las piedras de las montañas le llenaban de pequeñas heridas las almohadillas cuando estuvo con la Tribu de las Aguas Rápidas.

Allí no había un claro central para que los gatos se reunieran, como en el campamento del barranco. Los gatos se apiñaban en pequeños grupos, y Esquirolina distinguió el pelaje oscuro de su mentor, Manto Polvoroso, cobijado debajo de un saliente rocoso, junto a Musaraña. El guerrero parecía mucho más pequeño que cuando ella se fue, y los huesos de su espalda sobresalían bajo su pelaje descuidado. Escarcha y Cola Pintada, dos veteranas del clan, estaban acurrucadas en el surco más profundo. Incluso en la penumbra, Esquirolina pudo ver que ambas tenían el pelaje apelmazado y deslucido, salpicado de trocitos de musgo y barro seco. Más abajo, donde se ensanchaba el surco, vio también la figura gris claro de Fronda, la compañera de Manto Polvoroso, encorvada sobre los dos únicos cachorros de la camada que habían sobrevivido.

—Ahí abajo está más resguardada —explicó Carbonilla, siguiendo la mirada de Esquirolina—. Pero las reinas todavía se sienten muy expuestas: estaban acostumbradas a una maternidad protegida por un muro de zarzales. Los aprendices han dispuesto sus lechos en ese hueco de ahí —continuó, señalando con el hocico una hondonada en las rocas.

Esquirolina reconoció el pelo marrón de Topillo, que había nacido en la primera camada de Fronda, con el pelo encrespado para protegerse del frío.

La joven aprendiza miró a Zarzoso. Él la animó moviendo levemente la cabeza, aunque había ansiedad en sus ojos, y empezó a subir la ladera con los músculos de la espalda en tensión. Ella lo siguió, muy nerviosa también. Al pasar por delante de Fronda, la reina levantó la mirada, y sus ojos verdes se ensombrecieron de furia.

Esquirolina se estremeció. ¿Acaso el clan los culpaba a ellos de todo lo que había sucedido?

Algunos otros gatos los habían visto también. Espinardo se levantó penosamente de un hueco, cerca de lo alto de la pendiente, agachando las orejas hacia atrás. Con un bufido amenazador, Orvallo avanzó desde una grieta que había al borde de las rocas: los ojos del guerrero gris oscuro brillaban, pero no a modo de cálida bienvenida hacia los recién llegados.

Borrascoso escudriñaba las rocas en busca de Látigo Gris. Esquirolina siguió su mirada, pero no había rastro del lugarteniente del Clan del Trueno, y tampoco de su padre, Estrella de Fuego. Reprimió el impulso de dar media vuelta y regresar corriendo al bosque. En aquellos momentos, le hubiera gustado incluso huir a las montañas. Alicaída, intercambió una mirada con Zarzoso.

—No nos quieren aquí… —susurró.

—Nos comprenderán en cuanto se lo expliquemos todo —aseguró él, y la aprendiza deseó que tuviera razón.

El sonido de rápidos pasos a sus espaldas hizo que se volvieran en redondo, sobresaltados. Cenizo, un guerrero gris claro, frenó en seco delante de ellos. Esquirolina lo miró a los ojos, temerosa de ver rabia en ellos, pero sólo encontró sorpresa.

—¡Habéis vuelto! —exclamó Cenizo con la cola muy levantada, y alargó el cuello para restregar el hocico con el de la aprendiza, a modo de saludo.

Ella sintió una oleada de alivio. ¡Al menos un gato parecía alegrarse de su regreso!

Topillo salió a trompicones de su agujero y cruzó deprisa la roca hacia ellos, con Zarpa Candeal a la zaga.

—¡Topillo! —maulló Esquirolina, intentando sonar como si sólo hubiera estado un par de días fuera, y no más allá de las Rocas Altas—. ¿Cómo va el entrenamiento?

—Hemos estado trabajando duro —respondió el aprendiz, casi sin aliento al llegar a su altura.

Zarpa Candeal se detuvo junto a él.

—Ya habríamos asistido a nuestra primera Asamblea si los Dos Patas no hubiesen arrasado los Cuatro…

Cenizo le lanzó una mirada de advertencia.

—Todavía no se habrán enterado de eso —siseó.

—No pasa nada —intervino Zarzoso—. Sabemos lo de los Cuatro Árboles. Manto Trenzado nos lo ha contado.

—¿Manto Trenzado? —Cenizo entrecerró los ojos—. ¿Habéis estado en el territorio del Clan del Viento?

—Hemos tenido que cruzarlo para regresar —aclaró Esquirolina.

—¿Regresar? ¿De dónde? —maulló Topillo, pero Esquirolina no respondió.

La aprendiza acababa de ver cómo Manto Polvoroso y Musaraña salían de su improvisada guarida. Hollín también se levantó de un hueco que había cerca de allí. Ahora todos los guerreros estaban aproximándose, deslizándose como espectros a través de las sombras. La gata retrocedió, rozando a Zarzoso y viendo cómo se les acercaba Borrascoso, igualmente cauto. Eso le recordó su primer encuentro con la Tribu de las Aguas Rápidas. Sintió un zarpazo de miedo en el corazón al comprender que el bosque no era lo único que había cambiado. Su propio clan parecía diferente también.

—¿Y bien? ¿Vais a decirnos dónde habéis estado? —gruñó una voz inconfundible.

Escarcha había abandonado la guarida de los veteranos. La vieja gata había perdido gran parte del lustre de su pelaje blanco como la nieve, pero Esquirolina se estremeció igualmente bajo su gélida mirada.

—Hemos hecho un largo viaje… —empezó Zarzoso.

—¡Pues nadie lo diría! —Fronda se había separado de sus cachorros para situarse en primera fila—. Parecéis mejor alimentados que nosotros.

Esquirolina intentó no sentirse culpable por la abundante carne fresca que había comido durante el viaje.

—Fronda, me he enterado de lo de Alercina, y lo lamento…

Fronda no estaba de humor para escuchar lamentaciones.

—¿Cómo sabemos que no dejasteis el clan porque no queríais enfrentaros a una dura estación de la caída de la hoja, pasando hambre como los demás? —bufó la reina.

Musaraña y Espinardo maullaron para mostrar su acuerdo, pero esta vez Esquirolina notó que su ira sobrepasaba al miedo.

—¿Cómo podéis pensar semejante cosa? —bufó, erizando el pelo.

—Bueno, ¡es evidente que vuestra lealtad está más allá del clan! —gruñó Musaraña, mirando a Borrascoso.

—Nuestra lealtad siempre ha estado en el Clan del Trueno —replicó Zarzoso con firmeza—. Ésa es precisamente la razón de que nos marcháramos.

—Entonces, ¿qué está haciendo un guerrero del Clan del Río con vosotros? —quiso saber Manto Polvoroso.

—Tiene algo que decirle a Látigo Gris —respondió Zarzoso—. Se irá en cuanto haya hablado con él.

—No, se irá ahora mismo —resopló Musaraña, dando un paso hacia delante.

Carbonilla se colocó entre Musaraña y Zarzoso.

—Contadles de una vez lo de la profecía del Clan Estelar —los apremió.

—¿Una profecía? ¿El Clan Estelar ha hablado?

Los miembros del Clan del Trueno se quedaron mirando a Esquirolina y Zarzoso como zorros hambrientos.

—Primero debemos contárselo a Estrella de Fuego —maulló Esquirolina con calma.

—¿Dónde está Estrella de Fuego? —preguntó Zarzoso levantando la voz.

—Ha salido a cazar —contestó la voz de Tormenta de Arena.

Esquirolina esperó conteniendo la respiración, entre feliz y nerviosa, mientras la guerrera de color melado se encaminaba hacia ella y se detenía a una cola de distancia para observarla.

—Hemos regresado. —Esquirolina buscó en su madre alguna señal de bienvenida.

—Habéis regresado —repitió Tormenta de Arena, asombrada.

—Tuvimos que marcharnos. El Clan Estelar no nos dejó elección —repuso Zarzoso, saliendo en defensa de Esquirolina, que agradeció sentir la calidez del guerrero a su lado.

La aprendiza deseaba confesarle a su madre que el Clan Estelar no le había enviado ningún sueño, pero que ella había insistido en irse con Zarzoso a pesar de las reticencias del guerrero. Las palabras, sin embargo, se atascaron en su garganta: el miedo la atenazaba.

Entonces, el cuerpo de Tormenta de Arena se estremeció, y la gata corrió hacia Esquirolina.

—¡Una de mis hijas ha regresado! —exclamó, restregando la mejilla contra la de Esquirolina con un cariño feroz.

La aprendiza sintió un gran alivio.

—Lamento haberme marchado sin decíroslo, pero…

—Has regresado —maulló Tormenta de Arena—. Eso es lo único que me importa. —Su cálido aliento acarició el hocico de Esquirolina—. Me preguntaba si volvería a verte alguna vez.

La joven percibió un tierno ronroneo vibrando en la garganta de su madre. Eso le recordó los días en que era una cachorrita, acurrucada en la maternidad en el regazo de Tormenta de Arena, con su hermana al lado. «¡Oh, Hojarasca! ¿Dónde estás?».

Un maullido profundo las interrumpió.

—Parece que ya tengo de vuelta a mi aprendiza —comentó Manto Polvoroso. Se lo veía tan demacrado y delgado como los demás guerreros, pero se acercó a saludar a Esquirolina con mirada cálida—. No sé dónde os habréis metido, pero está claro que habéis comido bien —señaló, observando con asombro los robustos músculos y el brillante pelaje de la joven.

Zarzoso agitó la punta de la cola.

—Hemos tenido suerte, Manto Polvoroso. Había muchas presas en esos bosques.

—Presas es lo que más necesitamos —maulló el guerrero—. Si habéis encontrado un buen lugar de caza, el clan debería saber dónde está.

—Está muy lejos de aquí —contestó Zarzoso.

Manto Polvoroso sacudió las orejas.

—Entonces no es para nosotros —declaró—. Hemos instalado aquí nuestro hogar. No permitiremos que los Dos Patas y sus monstruos nos obliguen a trasladarnos de nuevo.

Los demás gatos expresaron su conformidad con un rumor desafiante.

Esquirolina se quedó mirándolos, espantada. ¡Tenían que marcharse de allí! ¿Es que no se daban cuenta? Medianoche les había dicho que los clanes tendrían que encontrar un nuevo hogar —el guerrero agonizante iba a mostrarles el camino—, y la aprendiza había supuesto que, tras verse expulsados de su campamento, sería más fácil convencer al Clan del Trueno de que debían irse.

Entonces vio una figura en lo alto de la roca, recortada contra el rosado cielo del anochecer. Aunque las sombras imposibilitaban saber de qué color era el pelaje del gato, los potentes omóplatos y la larga cola bien erguida a modo de saludo resultaban inconfundibles.

—¡Estrella de Fuego! —exclamó Esquirolina.

—¡Esquirolina!

Estrella de Fuego bajó la ladera a saltos, y luego se detuvo. Agitó los bigotes un momento, antes de alargar el cuello y lamer la oreja de la aprendiza. Ella cerró los ojos y ronroneó, olvidando brevemente el horror que estaba engullendo al bosque. Se hallaba en casa, y eso era lo único que importaba.

Estrella de Fuego dio un paso atrás.

—¿Dónde has estado? —preguntó.

—Tenemos muchas cosas que contarte —se apresuró ella a responder.

—¿Tenéis? —repitió Estrella de Fuego—. ¿Zarzoso está contigo?

—Sí, estoy aquí.

El guerrero se abrió paso entre los gatos reunidos y se situó junto a Esquirolina, inclinando la cabeza respetuosamente. El resto del clan aguardó, con los ojos centelleando en la semioscuridad. Incluso el viento pareció detenerse, como si el bosque entero estuviera conteniendo la respiración.

—Bienvenido a casa, Zarzoso.

Esquirolina creyó captar cierta cautela en los ojos de su padre, y un escalofrío recorrió su lomo.

Entonces vio una mancha gris, apenas una sombra, bajando por la pendiente cada vez más oscura. Era Látigo Gris. El lugarteniente se detuvo al lado de Estrella de Fuego.

—Bueno, ¡el fuego y el tigre han vuelto! —ronroneó.

—¿El fuego y el tigre? —repitió Esquirolina. ¿A qué se refería Látigo Gris?

—Ya habrá tiempo de hablarles de eso más tarde —murmuró Estrella de Fuego, lanzando una mirada al clan congregado.

—Oh, desde luego —maulló su amigo, bajando la cabeza. Luego se le iluminaron los ojos—. Por cierto, ¿habéis visto a mis hijos? —preguntó, mirando esperanzado a los dos jóvenes.

Esquirolina asintió.

—Vinieron con nosotros —explicó—. Borrascoso…

—Estoy aquí. —El gato del Clan del Río se adelantó.

Látigo Gris sacudió las orejas de sorpresa y alegría.

—¡Borrascoso! —Corrió a recibir a su hijo y lo rodeó—. ¡Estás sano y salvo! —Se volvió hacia Esquirolina y Zarzoso—. Estáis todos a salvo… Apenas puedo creerlo.

A Esquirolina se le encogió el corazón.

—¿Dónde está Plumosa? —Látigo Gris miró más allá, como si esperase ver a la gata gris claro aguardando al pie de las rocas.

Esquirolina bajó la mirada al suelo. Se compadecía de Borrascoso. Él era el portador de las peores noticias, tanto para el Clan del Río como para el Clan del Trueno.

—¿Dónde está Plumosa? —insistió Látigo Gris, desconcertado.

—Ya no está con nosotros… —respondió Borrascoso. Miró a su padre directamente a los ojos—. Murió durante el viaje.

El lugarteniente se quedó mirándolo con incredulidad.

Estrella de Fuego levantó la cabeza para dirigirse al clan:

—Látigo Gris y Borrascoso deberían poder estar a solas para llorar su pérdida.

Esquirolina sintió una oleada de gratitud hacia su padre. Por lo menos podrían explicárselo todo a Látigo Gris lejos del escrutinio de los demás. Mientras Estrella de Fuego guiaba a los suyos ladera arriba, la aprendiza se arrimó más a Zarzoso.

Látigo Gris tenía la mirada clavada en el suelo rocoso, como si estuviera inmovilizando una víbora con las zarpas y no se atreviera a soltarla por si le mordía.

—No pudimos salvarla —le contó Borrascoso, al tiempo que acariciaba las orejas de su padre con el hocico.

Látigo Gris se volvió hacia Zarzoso.

—¡No deberías habértela llevado de aquí! —Sus ojos destellaban de furia.

Esquirolina sacudió la cola.

—¡No es culpa suya! ¡Fue el Clan Estelar quien escogió a Plumosa para hacer ese viaje, no Zarzoso!

Látigo Gris cerró los ojos. Se le hundieron los omóplatos, hasta que su tamaño pareció reducirse a la mitad.

—Lo lamento —dijo en un susurro—. Es… injusto. Plumosa se parecía tanto a Corriente Plateada…

Cuando se le quebró la voz, Borrascoso hundió el hocico en el costado de su padre.

—Plumosa tuvo una muerte muy valiente y noble, digna del mejor de los guerreros. El Clan Estelar la eligió para ese viaje, y luego la Tribu de las Aguas Rápidas la escogió para que cumpliera una de sus propias profecías. Habrías estado orgulloso de ella. Plumosa nos salvó a todos, no sólo a la tribu.

—¿La tribu? —repitió Látigo Gris.

Esquirolina oyó cómo los demás gatos se apiñaban en lo alto de la pendiente. Sus murmullos subieron de tono, impacientes, hasta que Estrella de Fuego los hizo callar con voz resonante:

—Ya sé que todos queréis saber dónde han estado Zarzoso y Esquirolina —maulló—. Pero dejad que me lo cuenten primero a mí; os prometo que luego lo compartiré con todos vosotros.

—Yo quiero enterarme de por qué se marchó mi aprendiza —gruñó Manto Polvoroso.

—Y yo quiero saber lo de la profecía que han mencionado —afirmó Musaraña—. ¡Tenemos que saber de qué se trata!

Zarzoso se acercó a Esquirolina y le dijo algo al oído:

—Creo que será mejor que nos reunamos con ellos. —Luego miró a Borrascoso—. ¿Nos acompañas?

—Gracias, amigo —respondió el guerrero gris—, pero me gustaría ir a casa. —Se volvió hacia su padre—. Ellos te contarán toda la historia. Yo sólo quería que supieras que te habrías sentido orgulloso de Plumosa. Ella murió para salvarnos.

Látigo Gris parpadeó, pero no dijo nada.

Borrascoso miró a Esquirolina y Zarzoso.

—Sé que va a ser difícil —murmuró—, pero tenemos que seguir adelante con lo que sabemos que es lo correcto. Recordad lo que nos dijo Medianoche. Estamos haciendo esto para salvar a todos nuestros clanes.

Zarzoso inclinó la cabeza solemnemente, y Esquirolina se acercó para frotar el hocico contra la mejilla de Borrascoso.

—Nos vemos mañana en los Cuatro Árboles —susurró la aprendiza.

La pena hacía que le temblasen las patas al despedirse de uno de sus mejores amigos. Durante más de una luna, había dejado de pensar que él pertenecía al Clan del Río y ella al Clan del Trueno: juntos formaban un clan, luchando por concluir su viaje y salvar a todos los gatos del bosque.

Mientras Borrascoso descendía por la ladera, Esquirolina advirtió que Musaraña y Espinardo estaban mirándola con expresión de reproche. Sabía que su afecto por un guerrero del Clan del Río debía de parecerles muy desleal, pero estaba demasiado triste y demasiado cansada para molestarse en explicar qué había significado aquella misión para los seis gatos que habían viajado hasta el lugar donde se ahogaba el sol… y para los cinco que habían regresado a casa.

—De acuerdo —maulló Estrella de Fuego—. Los guerreros veteranos también podrán oír lo que Esquirolina y Zarzoso tienen que contarnos. Y tú también, Carbonilla. —Señaló con la nariz el saliente bajo el que habían visto cobijados a Manto Polvoroso y Musaraña—. Nos reuniremos ahí arriba.

Con un resoplido, Musaraña dio media vuelta y comenzó a ascender la ladera hacia el saliente, seguida de Látigo Gris y Manto Polvoroso. Cuando Estrella de Fuego, Carbonilla y Tormenta de Arena se pusieron en marcha, Esquirolina se quedó quieta un momento, haciendo caso omiso de la brisa que acariciaba su pelaje. No le importaba el frío… En cierto modo, cuanto más frío tuviera, más cerca estaría del sufrimiento de sus compañeros. El viento del atardecer hendía con suma facilidad el pelaje descuidado de los miembros de su clan.

De pronto, la aprendiza oyó que Espinardo emitía un gruñido sordo. Se volvió en redondo, alarmada, y vio a Borrascoso al pie de la ladera rocosa, con un grueso pez entre los dientes.

—¿Por qué has vuelto? —le gruñó Espinardo—. ¿Es que tu propio clan ya no te acepta?

El guerrero del Clan del Río dejó el pez en el suelo.

—Os traigo un regalo del Clan del Río.

—¡No necesitamos vuestros regalos! —bufó Escarcha.

Sonaron unos pasos amortiguados detrás de Esquirolina, y Estrella de Fuego habló:

—Lo ha hecho con buena intención, Escarcha. —En su voz había una nota de advertencia—. Gracias, Borrascoso.

El guerrero gris no contestó. Se limitó a mirar al líder del Clan del Trueno con los ojos rebosantes de tristeza. Luego lanzó una breve mirada a Esquirolina, y, tras inclinar la cabeza, desapareció entre los juncos que llevaban hasta el agua, dejando atrás el pez.

A Esquirolina le rugió el estómago de hambre. No había comido nada desde su paso por el territorio de los Dos Patas que había más allá del páramo.

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