Aurora

Aurora


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—A estas alturas, la mayor parte de los gatos estarán ya dentro del monstruo —continuó—. Zarzoso y Acedera, quiero que vosotros os metáis en ese monstruo y empecéis a sacarlos de ahí. Orvallo, tú entra en la caseta y ayuda a los que queden dentro.

Esquirolina miró ceñuda al lugarteniente.

—¡Yo voy a sacar a mi hermana de ese monstruo!

Él se quedó mirándola un largo instante, y ella sintió como si se le hubiera olvidado respirar.

—Está bien —accedió por fin Látigo Gris—. Pero, si algo va mal, vuelve corriendo a los árboles tan deprisa como puedas.

Esquirolina asintió. Luego se volvió hacia Zarzoso, y descubrió que en sus ojos brillaba la sombra de la inquietud. «Me enfrenté a peligros mayores que éste durante el viaje al lugar donde se ahoga el sol —quiso espetarle a su amigo—. ¡Deja de tratarme como a una cachorrita!».

—Bien —maulló Látigo Gris, sin dejar de mirar hacia el monstruo—. El Dos Patas va a ir por otro. Estaremos listos para pillarlo por sorpresa cuando salga.

Echó a correr desde los árboles, pero avanzó más agachado al llegar a la extensión de barro. Espinardo, Acedera, Orvallo y Zarzoso salieron de las zarzas y corrieron sobre la tierra revuelta detrás de su lugarteniente. Esquirolina los siguió, notando cómo el barro se le pegaba a las patas y al pelo de la barriga.

A unas pocas colas de la puerta abierta, Látigo Gris siseó:

—¡Esperad!

Y todos los gatos se detuvieron en el pegajoso barro.

El Dos Patas salió de la caseta de madera. Llevaba otra jaula, y no vio a los seis gatos que aguardaban para tenderle una emboscada.

—¡Ahora! —aulló Látigo Gris, al tiempo que saltaba sobre el Dos Patas.

Cuando le clavó los dientes en la pata trasera, el Dos Patas soltó la jaula, que cayó al suelo y se abrió con un ruido como el de una rama al quebrarse. Esquirolina se quedó atónita al reconocer el pelaje gris de Vaharina. La guerrera del Clan del Río salió a toda prisa y se abalanzó contra la otra pierna del Dos Patas, bufando de rabia. Espinardo se unió al ataque, clavando sus uñas en el pantalón como si estuviera trepando a un árbol. El hombre chillaba de dolor y daba saltos con un gato aferrado a cada pierna.

—¡Ahora, Esquirolina! —aulló Zarzoso.

El guerrero se metió de un brinco en las entrañas abiertas del monstruo, seguido de cerca por Acedera. La aprendiza notó cómo la sangre le rugía en los oídos al ver que Orvallo se colaba en la caseta. ¡Esperaba que no hubiese otro Dos Patas allí dentro! Tomó aire y se subió al monstruo tras Zarzoso y Acedera.

En la penumbra, vio las hileras de jaulas apiladas. El olor a miedo era abrumador, y por un momento se quedó paralizada. ¿Cómo, en el nombre del Clan Estelar, iban a rescatar a todos aquellos gatos? Entonces vio la cara de Hojarasca, pegada a la rejilla de su jaula.

—¡Esquirolina! ¡Aquí, estoy aquí! —chilló Hojarasca.

—¡Ya voy! —La aprendiza corrió hacia su hermana y usó los dientes y las patas para tirar del pestillo situado en la parte delantera de la jaula—. ¡Está cediendo! —exclamó, cuando el pestillo empezó a separarse como el ala de una tórtola.

Tiró todo lo que pudo, hasta que la puerta de la jaula se abrió de golpe y ella cayó al suelo de las entrañas del monstruo.

Hojarasca bajó de un salto y restregó el hocico contra el de su hermana.

—¡Eres tú de verdad! —gritó con voz estrangulada, admirada de que su hermana hubiera regresado.

—¡Jaspeada me reveló dónde estabas! —explicó Esquirolina sin aliento, poniéndose en pie.

Hojarasca parpadeó y luego sacudió la cabeza.

—Me lo contarás todo después. Venga, ¡tenemos que liberar a todos estos gatos!

Corrió a la jaula más cercana y comenzó a tirar del cerrojo.

Esquirolina se volvió hacia otra y tiró hasta creer que se había roto un diente, pero por fin se abrió el pestillo, y un proscrito desgreñado quedó libre. Sin una sola palabra de agradecimiento, el gato salió pitando del monstruo y corrió hacia el bosque.

—¡De nada! —masculló Esquirolina antes de ir a la siguiente jaula.

Gatos desconocidos saltaron a su alrededor a medida que Zarzoso, Acedera y Hojarasca iban abriendo una jaula tras otra. En casi todas ellas había proscritos, que desaparecían en cuanto tenían la puerta abierta. Entonces Esquirolina advirtió que una gata pasaba a su lado, internándose más en las entrañas del monstruo: Vaharina. La guerrera del Clan del Río fue derecha hacia la jaula del fondo.

—¡Sasha! —aulló Vaharina, y empezó a arañar el cerrojo con las zarpas.

—Así es mejor —le indicó Esquirolina, apartándola suavemente para emplear las patas y los dientes al mismo tiempo.

El pestillo cedió, y Sasha salió de la jaula.

—¡Sal de aquí! —la instó Vaharina.

Sasha vaciló, mirando hacia las jaulas que seguían cerradas.

—¡Nosotros nos encargaremos de eso! —le prometió Vaharina.

Sasha tenía el pelo totalmente erizado, y sus ojos azules estaban dilatados de miedo. Temblaba tanto que no habría podido abrir ninguna jaula aunque lo hubiera intentado. Al final asintió y salió del monstruo de un salto.

Sólo unos pocos gatos estaban aún encerrados en las jaulas. Hojarasca examinó el interior del monstruo y llamó a Esquirolina:

—¡Centella y Nimbo Blanco siguen dentro de la caseta! Intenta liberarlos. Yo tengo que sacar a Cora.

—¿Cora? ¿Quién es Cora?

—¡Te lo contaré después! ¡Deprisa! ¡Ve a por Centella y Nimbo Blanco!

Esquirolina salió del monstruo y corrió hacia la caseta de madera. Le dio un vuelco el corazón cuando vio que otro Dos Patas había acudido a auxiliar a su compañero. Espinardo no pudo seguir aferrado al primero, y aterrizó duramente en el barro, pero consiguió ponerse en pie de nuevo y volvió a unirse a Látigo Gris en el ataque.

Cuando Esquirolina entraba a toda velocidad en la caseta, un proscrito atigrado de color marrón, que salía disparado, estuvo a punto de chocar con ella. La aprendiza se apresuró a esquivarlo e inspeccionó el lugar, buscando a Nimbo Blanco y Centella.

Nimbo Blanco ya estaba libre, y ayudaba a Orvallo a arañar el cerrojo de la jaula de Centella.

—¡No podemos abrirlo! —aulló Nimbo Blanco, alzando la voz desesperado.

—¡Prueba con los dientes! —le gritó Esquirolina.

Nimbo Blanco mordió con fuerza la pieza metálica, y Esquirolina vio cómo temblaba con el esfuerzo, pero apenas consiguió desplazarlo un poco. En el exterior sonaron más voces de Dos Patas, y Látigo Gris entró en la caseta corriendo.

—¡Hay demasiados Dos Patas! —gritó el lugarteniente—. ¡Tenemos que salir de aquí! —Empujó a Esquirolina hacia la puerta—. ¡Vuelve a los árboles!

—Pero ¡Centella sigue atrapada!

—¡Yo me ocuparé de ella! —aseguró Látigo Gris, empujando a la aprendiza con el hocico—. ¡Tú sal de aquí!

El lugarteniente se acercó a Orvallo y Nimbo Blanco, que continuaban tirando del cerrojo de la jaula de Centella, y los apartó.

—¡Id a los árboles! —bufó—. ¡Ya!

Nimbo Blanco no se movió; se quedó paralizado, mirando con horror la jaula de la guerrera. Ella tenía la cara pegada a la rejilla, con expresión de terror.

—¡Vamos, Nimbo Blanco! —le dijo Orvallo, empujándolo hacia la puerta.

Esquirolina miró por encima del hombro a Látigo Gris, y, antes de salir de allí para seguir a los demás hasta el bosque, vio que agarraba el cerrojo con sus potentes mandíbulas.

Al salir, un Dos Patas se abalanzó sobre ella, pero la aprendiza hizo un quiebro y se dirigió hacia un lateral de la caseta. Había Dos Patas por todas partes, bramando de rabia. Vio que Nimbo Blanco y Orvallo iban hacia los árboles, y corrió tras ellos, internándose en el enmarañado zarzal. Orvallo siguió corriendo bosque adentro, pero Nimbo Blanco frenó en seco y se volvió para ver lo que estaba pasando en el exterior de la cabaña. Esquirolina se agazapó a su lado y miró hacia el claro. Hojarasca y una atigrada gordita a la que no reconoció corrían hacia ellos.

—¡Deprisa! —chilló Hojarasca.

Un Dos Patas les pisaba los talones: sus enormes extremidades daban zancadas gigantescas sobre el barro. Mientras Esquirolina observaba la escena, deseando que las dos gatas dejaran atrás a su perseguidor, vio el pelaje blanco y canela de Centella en la puerta de la caseta. ¡Látigo Gris había abierto su jaula!

La guerrera del Clan del Trueno se lanzó como una flecha hacia los árboles; las cicatrices de su rostro quedaban medio ocultas por el barro. Pasó entre las piernas del Dos Patas que perseguía a Hojarasca, lo que hizo que él perdiera el equilibrio sobre el resbaladizo suelo y cayera con un bramido.

Hojarasca y la atigrada alcanzaron la seguridad de los arbustos y se internaron en el zarzal.

—¡No puedo creer que nos hayas salvado! —exclamó la atigrada sin resuello.

Esquirolina ya estaba restregando la nariz contra el hocico de su hermana, aspirando su familiar aroma.

—Lamento mucho que hayamos estado a punto de llegar demasiado tarde —susurró.

—¡Pensaba que no volvería a verte nunca más! —contestó Hojarasca sin aliento—. ¿Dónde está Zarzoso?

Esquirolina sintió un sobresalto de alarma y olfateó el aire. Captó el olor fresco de Espinardo y Acedera. Luego reconoció un mechón de oscuro pelo atigrado enganchado en una espina, con un poco de sangre todavía húmeda. Tembló de alivio. Si Zarzoso había logrado llegar hasta allí, debía de haber escapado.

—Estará bien —maulló—. ¿Vaharina ha salido?

—En cuanto el último gato ha quedado libre, se ha dirigido a los árboles —respondió Hojarasca.

—¡Entonces, todos han escapado! —Esquirolina suspiró de alivio.

Mientras hacían recuento, llegó Centella con los ojos dilatados de terror.

—¡Látigo Gris! —exclamó la guerrera con voz estrangulada.

—¿Dónde está? —quiso saber Esquirolina.

Nimbo Blanco estuvo a punto de derribar a Centella al lanzarse sobre ella.

—¡No debería haberte dejado ahí! —exclamó el guerrero, lamiendo su cara desfigurada por las cicatrices.

—¿Dónde está Látigo Gris? —repitió Esquirolina.

—¡Los Dos Patas! —resolló Centella, separándose de Nimbo Blanco.

A Esquirolina le pareció que el corazón quería escapársele del pecho.

—¿Qué quieres decir?

—¡Uno de ellos lo ha atrapado!

La aprendiza se asomó entonces entre la maleza. Un Dos Patas estaba cerrando las entrañas del monstruo, y, rugiendo y bufando a los otros Dos Patas que daban vueltas como locos por el claro, se montó en la parte delantera. El monstruo cobró vida con un rugido, escupió barro con sus gruesas zarpas negras y empezó a moverse. Entonces Esquirolina vio algo que la aterrorizó: una cara solitaria se asomó desde el interior del monstruo, una cara que ella conocía desde que era una cachorrita. Miraba desesperadamente a los árboles, mientras el monstruo cobraba velocidad y se alejaba.

—¡Látigo Gris! —exclamó Esquirolina con un nudo en la garganta.

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