Aura

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Mientras se enjabonaba el pelo y el cuerpo se dio cuenta de que era la primera vez que se lavaba decentemente desde que abandonó Origen y prefirió no mirar toda la mugre que se estaba desprendiendo de su piel en aquel instante.

«Y yo que creía que estaba moreno...», bromeó para sí.

Con cuidado, se limpió la herida de bala del hombro y apretó los dientes cuando sintió la punzada de dolor. Por suerte, cada día que se la miraba tenía mejor aspecto y pronto, como decía Eden cuando le curaba, no quedaría más que una cicatriz para recordarle la pelea en el complejo.

Cuando estaba terminando de enjabonarse, entró Dorian, que se desvistió y se metió en una ducha un par de grifos más allá. Era la primera vez que lo veía sin ropa y no pudo evitar desviar la mirada para comprobar si eran idénticos. Lo eran, advirtió. Centímetro a centímetro. No solo en el aspecto, el contorno de los músculos o incluso en el tipo de vello, escaso y oscuro, que reptaba desde el pecho hacia su ombligo, sino también en detalles tan insignificantes como la manera en la que Dorian contraía los dedos de los pies inconscientemente mientras chapoteaban en el agua, como él.

En ese momento, el otro chico terminó de aclararse la cara y abrió los ojos. Ray apartó la mirada, turbado, y dijo:

—Me... me está sentando de lujo esta ducha.

—Yo es la primera que me doy en mi vida. En el complejo me desinfectaban con vapor —respondió Dorian—. ¿Cómo tienes la herida?

—Bien, bien. Me quedará marca, pero bueno... Da personalidad.

Ray se hubiese quedado más tiempo bajo el agua caliente, pero decidió apagar el grifo y secarse antes de que Aidan bajara a buscarlos. Antes de vestirse, se volvió a pintar dos marcas grises en el pecho, simulando las de un electro, y mientras lo hacía, se miró en el espejo.

Por fin se veía la cara limpia después de tanto tiempo llena de manchurrones, y pensó que la escasa barba que le había crecido y que no se había afeitado le daba un aspecto más maduro. Lo que sí que había cambiado era su mirada. Poco tenía que ver con la que le había devuelto el reflejo del espejo de su cuarto de baño en Origen semanas atrás. Ahora había un tenue velo que contenía todo lo que había descubierto, conocido y experimentado desde que abandonó su casa.

Aidan le había prestado una camiseta granate de manga larga y unos pantalones vaqueros negros algo desgastados. Una vez vestido, volvió a ponerse el brazalete en la muñeca y salió del vestuario.

—Dorian, voy a ver si Eden está en su cuarto —dijo—. Te esperamos en el pasillo, ¿vale? Y que no se te olvide pintarte las marcas del pecho; te he dejado el lápiz al lado de tus cosas.

Pero justo cuando Ray salió del baño, se topó con Eden.

—¡Ey! Iba a buscarte.

—Vaya, estás... limpio —dijo ella, mirándole con asombro.

Ella también parecía otra: se había lavado el pelo, que aún llevaba húmedo, y ahora vestía con una camiseta blanca de tirantes, pantalón beis y una cazadora del mismo color, abierta y que dejaba a la vista su increíble figura.

—Tú también estás muy... limpia —comentó él, con una sonrisa—. ¿Subes a...?

—No —le interrumpió la chica—. Aidan y yo ya hemos desayunado y nos vamos a hacer los recados que nos ha pedido Battery.

—Ahm, vale.

Ray intentó disimular la decepción de no poder compartir con ella el primer desayuno normal en todo ese tiempo. Desde que se conocían no habían hecho otra cosa que comer de latas de conservas, a toda prisa, vigilantes y sentados en rocas o en el suelo. Además, quería hablar con ella sobre lo ocurrido el día anterior. Pero cuando reunió el valor suficiente para decírselo, el otro clon apareció por el pasillo y ella lo saludó con la mano.

—¡Buenos días, Dorian! —exclamó Eden y le sonrió con entusiasmo—. ¡Qué cambio! Te queda muy bien esa camiseta.

—Eh..., gracias —dijo el chico, y siguió su camino hacia la habitación.

Cuando Ray se volvió para mirar a Eden, ella bajó los ojos y se dio la vuelta.

—Bueno, os tengo que dejar, que ya debería estar fuera con Aidan —explicó, caminando hacia las escaleras—. Os veo luego. Tened cuidado.

Y tan deprisa como una ráfaga de viento, Eden subió los peldaños corriendo y desapareció, dejando tras de sí el aroma de su cabello limpio y la extrañeza de Ray. En cuanto el chico entró en la habitación que compartía con los otros, Dorian lo miró y negó en silencio. No hacía falta decir nada para saber lo que ambos estaban pensando. Desde la noche anterior, Eden parecía diferente.

—Será mejor que subamos a desayunar —dijo Dorian.

—Sí, buena idea...

La cocina se encontraba detrás de una de las puertas más alejadas del despacho de Madame Battery, y además de los fogones y una nevera que hacía más ruido que un tractor, había una mesa larga con seis sillas a su alrededor. Kore ya estaba allí, con la mirada perdida en el ventanal tintado y una taza de café humeante en la mano cuyo aroma impregnaba toda la habitación.

Poco quedaba del aspecto que había llevado la noche anterior. De hecho, si no fuera por su característica melena rojiza, ahora recogida en un moño con un palillo de madera largo, no la habrían reconocido vestida con pantalones caquis y camiseta negra.

—Buenos días —saludó Ray cuando entraron.

La chica se giró, los miró de arriba abajo y volvió a su café sin decir una palabra justo cuando apareció por la puerta una mujer ataviada con uniforme de cocinera.

—¡Buenos días! Vosotros debéis de ser los nuevos, imagino. Soy Berta, encantada. Caramba, sí que sois parecidos. ¿Cómo os distinguía vuestra madre? —preguntó, con una carcajada contagiosa.

Berta era una mujer regordeta y negra que Ray no pudo evitar comparar con Mammy, la sirvienta de la señorita Escarlata en Lo que el viento se llevó. Sin embargo, donde una siempre parecía estar de mal humor y con el morro arrugado, la otra tenía una sonrisa que probablemente no desapareciera casi nunca y que prometía un carácter amable y bondadoso.

Mientras tarareaba una canción en voz baja, Berta les sirvió dos tazas de café espeso (que no expreso, como apuntó ella) y un plato con una masa que parecía puré. Después se volvió a la pila llena de cacharros y comenzó a fregar. Los chicos se sentaron en el extremo opuesto a Kore, y Dorian cogió una cucharada de aquella extraña comida para observarla de cerca y olerla disimuladamente.

—Supongo que esto no está a la altura de lo que comíais ahí fuera, ¿eh? —dijo Kore, sin volverse.

Ahí fuera —intervino Ray—, reinaban las judías en lata. Judías de todo tipo. Con tomate, con patatas. Algunas tenían jamón, o eso decía la etiqueta. Esto —dijo el chico mientras se metía una cucharada de puré en la boca— es bocado de cardenal.

Pero no lo era. Aquel comistrajo era un puré de arroz pasado que igual llevaba hecho un par de días y que se le agarró a la garganta como si quisiera estrangularlo. Su cara debió de ser todo un poema porque Kore se giró y comenzó a reírse entre dientes.

—Tranquilo. No hace falta que disimules que está rico. Pero que no te oiga Berta.

Ray comprobó que la mujer no estuviera mirando y escupió el puré en una servilleta. Mientras, Kore se dio la vuelta por completo y apoyó los codos en la mesa.

—Voy a ir al grano. No soy vuestra niñera, pero se me ha encomendado la maravillosa misión de enseñaros cómo funciona esta ciudad. Así que ahí fuera haréis lo que yo os diga. No quiero que os metáis en líos, ni que os separéis de mí si yo no os lo pido. Seréis mi sombra, ¿entendido?

Cuando Ray y Dorian asintieron, Kore le dio un último trago a su taza y se levantó.

—Con el café, es más digerible —les advirtió la chica en voz baja—. Os veo en la puerta de atrás dentro de diez minutos. ¡Adiós, Berta!

Ray se comió lo que pudo del puré de arroz mientras Dorian probaba el invento de la chica y, por cada cucharada, daba dos tragos de café. Aun así, el gesto de ambos cuando terminaron de comer era el mismo. Después, le llevaron los cacharros a la cocinera, se despidieron de ella y salieron del local por la puerta de atrás.

—¡Bienvenidos al tour de Kore por la Ciudadela! —exclamó la chica cuando los vio aparecer—. Vamos, que cuanto antes os enseñe lo principal, antes acabaremos.

Ray miró a Dorian y el otro sonrió. Al menos parecía que la chica estaba de mejor humor que la noche anterior.

Salieron a la calle principal, tan animada como cuando llegaron pero sin tanto borracho suelto y con las luces del Batterie apagadas.

—Esta es una de las cuatro carreteras principales que conectan el centro de la Ciudadela con el muro. Hay otras tres más que se unen en la Torre y que forman una cruz —y señaló el edificio en la distancia—. La zona norte, donde nos encontramos nosotros, se conoce con el nombre del Barrio Azul y esta es la Milla de los Milagros.

—Bonito nombre —dijo Dorian.

—Si tú lo dices... A mí me parece que se lo pusieron para burlarse de nosotros y recordarnos que es un milagro que sigamos vivos en estas condiciones. Aunque luego bien que les gusta pasarse por el Batterie a beber o a cargarse las baterías...

—¿No tienen sus propios bares al otro lado? —preguntó Ray, señalando al núcleo de la Ciudadela.

—Sí, pero a pesar de estar aquí, no existe un solo bar en toda esta cloaca tan elitista como el nuestro. Además, ¿te crees que puedes encontrar bailarinas como nosotras en cualquier parte? —añadió, guiñándole el ojo y echando a andar—. Detrás de nosotros está el muro. Así que imagino que esa parte ya la conocéis. No vais a encontrar mucho más que comercios ilegales, comida pasada, criminales y montañas de mierda. Pero según nos acercamos al centro... Bueno, miradlo con vuestros propios ojos.

Lo que tenían enfrente era una serie de edificios totalmente nuevos, algunos incluso a punto de terminar de ser construidos. No tenían un diseño moderno y vanguardista, pero eran impresionantes, sobre todo si los comparaban con los que dejaban a su espalda.

—¿Y estos edificios no están dentro del Barrio Azul? —preguntó Ray.

—Sí y no. Imaginad la Ciudadela como una telaraña. En el centro, la Torre, con el gobierno y las familias más afortunadas viviendo en ella, y en el primer aro, todos los edificios en los que habitan los leales. Gente rica, pudiente, que no tiene que preocuparse cada mañana por saber cuántos latidos les quedan a sus corazones, que están contentos con el trabajo de este gobierno que nos ha convertido en esclavos. Y, después, en el segundo aro, vivimos nosotros, los muertos de hambre, mejor conocidos como moradores. Entre una zona y otra no hay ningún muro como el que nos separa del exterior, pero sí todos estos edificios que veis aquí y que ahora mismo están desalojados.

—¿No vive nadie? —preguntó Ray, extrañado.

—Por el momento, no, aunque supuestamente cuando terminen de construirlos podremos habitarlos algunos de nosotros —dijo Kore, esperanzada.

—Supuestamente —repitió Dorian, y la chica lo miró furibunda.

—Vale, ¿y esto quién lo construye? Me refiero a que tenéis arquitectos y esas cosas, ¿no? —preguntó Ray.

—Los construimos los moradores, los diseñan los leales y los financia el gobierno.

—Un sistema de castas, como en el pasado —comprendió Ray—. Las modas siempre vuelven...

—¿Y un morador puede llegar a ser leal? —quiso saber Dorian—. ¿O a estar en el gobierno?

—Solo los que aspiran a ser centinelas o tienen negocios relacionados con la Torre. Si te alistas en los centinelas, superas las pruebas y asciendes a jefe, cuando te retiras pasas a ser un leal. Pero claro, eso es muy difícil: tienes que haber conocido a mucha gente por el camino. La mayoría, por desgracia, acaban muertos antes de lograrlo. Aidan, por ejemplo, aspira a ello.

—¿A morirse o a llegar a jefe? —preguntó Ray, aunque al ver la mirada de Kore interrumpió la risa y dijo—: ¿Alguno de vosotros ha llegado a ser leal?

La chica resopló y negó con la cabeza mientras contestaba:

—Solo uno. Y ha venido con vosotros.

—¡¿Eden?! —exclamó Ray, sorprendido.

Esta vez fue Kore la que soltó una risotada y se acercó al chico para darle unos cachetes en la cara mientras ponía pucheros.

—¿No me digas que no os ha contado nada? Qué típico de ella...

No era el hecho de saber que la chica tuviera secretos del pasado lo que le molestaba, sino que tuviera que estarse enterando de ellos con cuentagotas y por boca de otros. Por suerte, Kore no estaba con ánimos de seguir burlándose de él y dijo:

—Hay otra forma de llegar a ser más que un leal, de vivir en la Torre: a través de un sorteo —explicó mientras volvía a ponerse en marcha—. Pero es poco habitual...

Kore los llevó por una callejuela hasta una escalera de mano por la que comenzó a trepar. Los chicos la siguieron sin hacer preguntas hasta el tejado de aquel edificio desde donde podían contemplar prácticamente toda la Ciudadela.

—La zona oeste se conoce como el Arrabal y la avenida principal que veis allí es la Vía de la Luz —dijo, señalando en esa dirección—. Esa parte está dedicada al mantenimiento de la Ciudadela y es donde vive la mayor parte de los centinelas y donde se encuentra el Centro de Recargas.

—¿Centro de Recargas? —preguntó Dorian.

Kore elevó su brazalete y le señaló la carga.

—Aquí no tendréis que andar mendigando chatarra para cargaros las baterías, en el Centro os darán energía a cambio de trones. ¿Vosotros no teníais algo así donde nacisteis?

Los chicos se limitaron a negar sin dar explicaciones y Ray añadió, divertido:

—Trones. Desde luego, imaginación no os falta para los nombres.

Kore le sonrió fugazmente antes de volver a ponerse seria.

—Es nuestra moneda. Con ella pagamos todo, hasta las baterías del Centro de Recargas.

—Y el gobierno se lleva unos impuestos, imagino.

—No. No hay impuestos. Pero el dinero del Centro de Recargas pertenece al gobierno, seas leal o morador. O sea, que para el caso es lo mismo. ¿Quieres seguir viviendo? Pues paga. Mirad, la zona financiera se encuentra allí, al este.

—¿Y el nombre oficial es...? —preguntó Ray, divertido.

—El Distrito Trónico y la Calle de la Moneda.

—Magnífico —le dio un codazo a Dorian—. ¿No te parecen brillantes?

Kore puso los ojos en blanco y fue a darse media vuelta cuando Ray preguntó:

—Espera, ¿y la zona sur?

—Allí se encuentra el mercado —dijo, mientras comenzaba a descender la escalera de vuelta a la calle—. Lo llamamos el Zoco y la avenida que lo une al centro es la del Hambre, la más antigua de la Ciudadela, habitada sobre todo por leales.

Una vez abajo, Kore echó a andar mientras les explicaba que el medio de transporte más común en la Ciudadela era la bicicleta para el área de los moradores y el monorraíl que rodeaba toda la Ciudadela. Ellos, sin embargo, yendo a pie, tardaron prácticamente toda la mañana en llegar al Distrito Trónico, donde casi todos los edificios estaban recubiertos con placas de acero que reflejaban el sol como espejos.

—¿Recordáis lo que os he dicho antes de salir? —preguntó Kore.

—Que fuéramos tu sombra —dijo Dorian.

—Pues ahora seguidlo a rajatabla.

8

Adentrarse en el Distrito Trónico fue como descubrir una nueva realidad más parecida a la idea de ciudad futurista que Ray tenía en su cabeza. Las calles estaban mucho más cuidadas y daba la sensación de que detrás de cada ventana oscura en la que se reflejaba el cielo había alguien observándolos.

Era fácil reconocer a los leales entre los moradores. De hecho, lo difícil era encontrarse con alguno de los hombres o mujeres de ropas desgastadas y oscuras que inundaban el Barrio Azul. Los habitantes del Distrito Trónico vestían con ropas elegantes, trajes, vestidos, tacones que resonaban sobre el asfalto, e incluso lucían los brazaletes como un complemento más de moda, algunos con joyas engarzadas, otros con un reloj incorporado. Pero sobre todo, lo que más los diferenciaba de los moradores era su actitud: allí todo el mundo aparentaba tener prisa, y caminaba de un lado a otro esquivándose entre sí, sin apenas cruzar miradas con el resto.

Sin embargo, unos minutos más tarde, los edificios perdieron altura y recuperaron el diseño habitual de los barrios del norte. Aunque no habían abandonado el Distrito Trónico, el óxido se había cebado con el acero de las fachadas y en las calles volvieron a cruzarse con moradores de aspecto humilde que portaban maletines y mochilas.

—Como imaginaréis —dijo Kore—, hay verdaderas peleas para conseguir un puesto en esta zona en lugar de en el Barrio Azul, aunque el trabajo de los moradores de aquí sea mucho más cansado y exigente que el de los leales.

—Parece un sitio bastante más seguro que la zona norte... —observó Ray.

—Lo es, pero también está más controlado por el gobierno. Aquí es donde se maneja casi todo el dinero de la Ciudadela. Fijaos en las cámaras que nos observan, en los centinelas que nos vigilan —añadió, y señaló a una cuadrilla de soldados que caminaba por la acera contraria a la suya—. En casos como este, prefiero la libertad a la seguridad.

Siguieron caminando hasta que Kore se detuvo frente a un establecimiento llamado «Vida x Trones». A la entrada había un hombre alto, rubio, con un bigote tan fino que parecía pintado y tan bien vestido como los demás leales con los que se habían cruzado. También llevaba un sombrero de copa, más propio de siglos pasados, que se quitó para hacer una rápida reverencia a Kore antes de abrir la puerta y pasar adentro. Enseguida Ray dedujo que debía de tratarse del tal Randall al que Madame Battery les había pedido que visitasen.

—Será más probable que averigüe algo si entro sola que si vamos los tres, así que vosotros esperadme en ese callejón de ahí —dijo señalando la calle que hacía esquina con el local.

—¿Qué es este sitio? —preguntó Ray.

—Es un local de trueque. La gente trae energía en forma de baterías y ellos dan trones a cambio —explicó la chica—. Al final pasa más gente por aquí que por el Centro de Recargas y Randall acaba enterándose de todo lo que sucede en la Ciudadela. Ahora salgo. No creo que tarde mucho.

Mientras la chica desaparecía en el interior de la tienda, Ray y Dorian fueron al callejón y se apoyaron en una de las paredes a esperar. Afortunadamente, el edificio de enfrente les proporcionaba suficiente sombra como para combatir la solana del mediodía.

—Es una sociedad un tanto...

—Peculiar —sugirió Dorian.

—Sí. Y ese asunto de los leales..., ¿crees que los humanos también estarán detrás de ellos? —preguntó Ray.

—Probablemente. Pero es imposible que todos los leales sean humanos a los que les inyectaron la vacuna electro. Los habrían descubierto hace tiempo...

—Exacto —contestó el otro, y se asomó a la calle que habían dejado atrás para ver si la rebelde había salido ya.

—Ray —dijo Dorian entonces—, nunca te he dado las gracias por haberme rescatado de aquel infierno.

El chico se giró al escuchar aquello y apoyó su mano en el hombro del otro clon.

—No tienes por qué darlas. Al fin y al cabo, somos hermanos, ¿no?

Dorian se quedó pensativo unos segundos, bajó la mirada y suspiró. Ray era consciente de cómo, desde que se habían conocido, su clon había intentado integrarse con los demás, formar parte del equipo, hacer suya aquella misión de rescatar a Logan aunque ni siquiera lo conociera. Pero también se daba cuenta de que, a cada segundo que pasaba sin lograrlo, más perdido y distante lo sentía.

—Eh, ¿estás bien? —le preguntó.

—No lo sé —contestó Dorian—. Debería estar bien, pero una parte de mí... Es como si el mundo girara cada vez más deprisa y yo lo observara desde fuera sin poder hacer nada.

—Creo que te entiendo. No es fácil admitir que nuestra vida es una mentira.

—Al menos tú tienes a Eden —respondió el chico, alzando la mirada—. Tienes una vida, un pasado. En cambio yo... Todo se reduce al laboratorio.

Ray le aguantó la mirada intentando descifrar sus emociones.

—Dorian, tu vida acaba de empezar. Y sé que es fácil que yo lo diga, pero tienes todo un mundo a tu alcance que descubrir, tío. Yo aún no he asimilado que papá y mamá no me dieron los abrazos que recuerdo. O que nunca charlé con ellos. No consigo aceptar que la primera vez que pisé el jardín de mi casa fue cuando me desperté hace unas semanas. Aún no soy consciente de que todos los recuerdos que tengo son una mentira y una parte de mí se intenta aferrar desesperadamente a ellos mientras que la otra pretende darles esquinazo. Y... —dijo Ray tragando saliva—. Y es duro, tío. Muy duro.

—Pues imagínate lo duro que es para mí querer tener, aunque sea, un mísero recuerdo de todo lo que tú intentas olvidar.

Daban igual los argumentos que expusiera cada uno. Ray deseaba resetear su memoria y olvidar los recuerdos que no le pertenecían, y nunca comprendería que Dorian quisiera parte de aquella mentira, por mucho que hubiera sufrido.

—Bueno, si de algo estoy seguro —prosiguió Ray, intentando sonar animado—, es de que saldremos adelante. Lo que cuenta es el ahora, lo que estamos construyendo en estos momentos. Ya verás como encontramos la forma de ser felices.

Dorian resopló y asintió sin ninguna convicción y con las mandíbulas apretadas.

—Ojalá pudiera tener tu misma confianza —dijo con la voz ronca.

Entonces Ray le pasó la mano por la espalda y le arrimó contra él para darle un abrazo. Dorian se quedó rígido, sin saber cómo reaccionar, y él comprendió que, probablemente, aquel fuera el primer abrazo que recibía en su vida. Cuando se separaron, Ray forzó una sonrisa y dijo:

—Tú lo que necesitas es una chica, tío. A mí me cambió la vida. O más bien me la salvó... después de intentar matarme. Varias veces —añadió, pensativo—. Lo que digo es que si me hubieras conocido antes de cruzarme con Eden, te hubieras echado unas buenas risas a mi costa. Como hizo ella...

El recuerdo de la chica y su extraño comportamiento desde que se había reencontrado con Aidan le agrió el ánimo lo suficiente como para que Dorian supiera en qué pensaba.

—¿Qué os pasa? —preguntó el chico.

—Yo estoy normal. Es ella la que está rara —dijo Ray—. Mira, no soy celoso, pero... ahí hay algo. Entre Aidan y ella, quiero decir. No digo que Eden sienta algo hacia él, pero...

—Igual han tenido su historia en el pasado, ¿no?

Ray asintió. Al menos podía descartar la posibilidad de que estuviera siendo un paranoico. Dorian también se había dado cuenta. De cómo se entendían sin apenas palabras, de la manera en la que se esquivaban las miradas y al mismo tiempo hacían todo lo posible por encontrarse con la del otro. De hecho, cayó en la cuenta, probablemente todo el mundo supiera lo que había habido entre ella y el centinela. Madame Battery, Logan, Kore... De pronto Ray ya no se sentía tan contento de haber llegado a la Ciudadela. Allí, el pasado de Eden, donde él no existía, se hacía presente. Al menos fuera, aunque corrían más peligro, eran ellos dos nada más.

—Habla con ella —le recomendó Dorian—. Pregúntale qué le ocurre, si has hecho algo mal... Las cosas se solucionan hablando.

—Sí... —dijo Ray—. Pero no sé si estoy preparado para saber las respuestas.

El ruido de una botella estrellándose contra el suelo desvió la atención de ambos. Cuatro tipos, aparentemente ebrios, entraron en el callejón entre carcajadas, empujones e insultos. Hablaban a gritos, pronunciando palabras ininteligibles por culpa del alcohol. Aunque lucían ropas elegantes, parecían estarles demasiado estrechas, y por las greñas y las barbas desaliñadas fue fácil imaginar que debían de haber robado aquellas prendas a alguien. Mientras los demás se sentaban en las escaleras del edificio que había frente a ellos, uno comenzó a actuar con aires de grandeza y a pasearse dando tumbos y haciendo reverencias con un bate de béisbol en la mano.

Fue entonces cuando repararon en la presencia de los chicos y uno les gritó con la lengua pastosa:

—¡Eh, moradores! ¡Servidnos más ron!

Los demás volvieron a estallar en carcajadas. Dorian y Ray apartaron la mirada para ver si así los dejaban en paz.

—¡Moradores! —volvió a gritar el tipo—. ¡Os estoy hablando!

Ray se dio la vuelta y les sonrió de manera conciliadora mientras levantaba la mano.

—¡Salud! —exclamó, y volvió a mirar a Dorian con preocupación.

—¿Es que no me habéis escuchado?

El borracho se levantó y comenzó a acercarse a ellos. Aunque intentaba aparentar estar sobrio, con cada paso que daba se desviaba un poco de su objetivo. Cuando llegó frente a ellos, dijo:

—No estoy de broma. Quiero otra copa.

El aliento del borracho hizo que Ray retrocediera un paso.

—No tenemos nada, lo siento.

—¿No tenéis nada? ¿Y qué es eso? —dijo el borracho tocando la camiseta de Ray—. Parece de buena calidad, ¿dónde la has robado?

—No la he robado. Es mía.

—No. No es tuya. Me la has robado a mí —respondió mientras le agarraba el hombro—. Esa camiseta es mía. Quítatela y devuélvemela.

Ray le apartó la mano de su hombro y le dijo a Dorian:

—Vámonos de aquí.

Sin embargo, cuando fueron a salir a la calle principal, los otros tres borrachos, que se habían acercado a ellos en ese tiempo, les impidieron el paso.

—De aquí no se va nadie hasta que nos devolváis lo que nos pertenece —dijo el borracho desde detrás.

Uno de sus compinches se había remangado la camisa y otro enarbolaba una botella rota en la mano mientras sonreía con sadismo. El tercero llevaba el bate de béisbol y se lo pasaba de una mano a otra, divertido.

—Mirad, no buscamos problemas... —dijo Ray, intentando mantener la calma.

—Ya, bueno —contestó el borracho—. Pues resulta que los problemas os han encontrado a vosotros. Desnudaos y dádnoslo todo. Ahora.

A su lado, Dorian se mantenía tenso y en guardia. Tenía las manos cerradas y ni siquiera pestañeaba mientras los tipos soltaban unas carcajadas que sonaban como si alguien pateara cajas de cartón vacías.

Sin que los otros lo advirtieran, Dorian cruzó una mirada con su clon y comenzó a retroceder despacio en dirección a un cubo de basura metálico que había junto a la pared. El líder de los borrachos, cansado de esperar, le dio un empujón a Ray y este dio un par de pasos hacia atrás con las manos en alto.

—Venga, tíos, no tenemos por qué llegar a esto...

—Por supuesto que tenemos —le espetó el otro, amenazando con darle un puñetazo.

—Está bien, está bien —dijo Ray mientras comenzaba a quitarse las mangas—. Os daremos lo que pedís.

Pero justo cuando se quitaba la camiseta y dejaba el pecho al descubierto, se agachó y Dorian agarró la tapa del cubo de basura para atizar al tipo del bate en toda la boca. Su golpe contra el suelo fue el arranque de la pelea.

Ray se lanzó contra el de la botella rota y con un golpe en el estómago logró hacerle perder pie y que la botella cayera al suelo y terminara de romperse en varios pedazos. El líder no se quedó quieto y fue a por él. Antes de que pudiera levantarse, recibió la primera patada que lo dejó sin aire. Mientras, el cuarto tipo corrió a por Dorian, pero este, que estaba preparado, tomó impulso y le lanzó con todas sus fuerzas la tapa de metal, que golpeó al hombre en la nariz. Ray no pudo ver más. Los golpes de su atacante lo dejaron sin respiración y tuvo que cerrar los ojos para intentar soportar el dolor.

De repente, escuchó el grito de guerra de Dorian y un golpe seco. Al momento siguiente, su atacante se derrumbaba como un fardo junto a él. Cuando abrió los ojos, el otro clon se encontraba allí de pie, descargando con saña el bate de béisbol una y otra vez contra el cuerpo inerte del borracho. A cada golpe que le atizaba, soltaba un gruñido que hacía temblar a Ray.

—¡Dorian! ¡Para! —gritó mientras se levantaba—. ¡Basta, tío!

Pero los golpes no cesaban. Al contrario, la furia crecía con cada uno de ellos y la rabia que destilaba su mirada era salvaje, animal. Desesperado, Ray le dio un empellón al otro clon y se interpuso entre él y el borracho.

—¡Para! —le ordenó, y cuando Dorian le miró a los ojos, añadió—: ¡Lo vas a matar!

Los otros tipos se levantaron en ese momento y huyeron de allí, muertos de miedo. Dorian respiraba con fuerza, mirando de manera alternativa a Ray, al bate que tenía en las manos y al tipo moribundo en el suelo. Parecía asustado, perdido, como si acabara de despertar de una pesadilla y no supiera dónde se encontraba.

—Tenemos que largarnos antes de que venga alguien —dijo Ray mientras se ponía la camiseta.

Con delicadeza, le quitó el bate de las manos y lo lanzó bien lejos. A continuación, le agarró del brazo y se alejaron tan rápido como les fue posible del callejón y de aquel desconocido que, posiblemente, no sobreviviría a la tremenda paliza que le había propinado Dorian.

9

De toda la Ciudadela, el Zoco era el lugar favorito de Eden. Ya fuera por los edificios tan variopintos que lo componían o por el ambiente tan animado que siempre reinaba allí, bastaba con poner un pie en él para olvidar, durante unos instantes, que había un muro inmenso que los aprisionaba a todos dentro. También porque fue allí donde encontró a la pequeña Samara.

Solo hizo falta recordar a la niña rubia para que se le hiciera un nudo en el estómago. Sentía como si hubiera visto aquellos ojos azules por última vez esa misma mañana, observando todo en silencio, atentos, desde el callejón que había junto a su primera madriguera.

«Mi madriguera», pensó. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde entonces?

Su mente aún conservaba en la memoria el olor que desprendían esos agujeros que hacían las veces de viviendas unipersonales con una cama, un fogón y una letrina y que trepaban por buena parte del muro, unas encima de otras y conectadas entre sí por escaleras de mano. En espacios del tamaño de un monovolumen se hacinaban cientos de moradores que no podían costearse nada mejor y que tenían que luchar en verano y en invierno contra el frío o el calor, y la falta de luz por encontrarse pegadas a la muralla de la Ciudadela.

Le parecía increíble pensar que ella creció allí, concretamente en las viviendas que se encontraban delante del Zoco. Y que habría seguido siendo así de no haber sido por Samara.

—Qué recuerdos, ¿verdad?

Eden suspiró y se volvió hacia Aidan.

—Demasiados...

Al poco de conocer a la niña, Eden comprendió que no podía seguir en esas condiciones. Y que tanto ella como la pequeña merecían un futuro más digno. Por eso decidió alistarse en el ejército como centinela: para salir de aquella barraca y ofrecerle a Samara la oportunidad que a ella le hubiera gustado tener... sin saber que, al haber tomado ese camino, la estaba condenando.

Ya no le quedaban lágrimas que llorar por el cruel destino de Samara, pero la rabia seguía ahí, latente y viva como una llama eterna. Por eso se obligó a dejar de pensar en ello y se cubrió mejor la boca con el cuello de la chaqueta para evitar que nadie la reconociera. Después se adelantó para mantener el paso de Aidan y siguieron avanzando por la Avenida del Hambre mientras dejaban atrás los grandes y pretenciosos edificios de los leales que habitaban aquella zona: el inmenso palacio griego, la falsa metrópolis, el castillo medieval, el edificio piramidal en el extremo opuesto... Todas ellas eran construcciones muy anteriores a quienes ahora las habitaban, pertenecientes al Viejo Mundo y a los humanos que no necesitaban recargar baterías.

Aquella zona era la más concurrida de la Ciudadela, con una presencia de leales solo superada por el anillo interior y los alrededores de la Torre. Gran parte de ellos eran magnates de los comercios más prósperos del mercado que, en muchos casos, comenzaron su andadura con pequeños negocios en la zona de los moradores hasta que pudieron dar el salto, no solo geográficamente, sino también en la escala social. Eden prefería pensar que se lo habían ganado limpiamente, que habían luchado por llegar tan lejos, aunque no era difícil imaginar la cantidad de favores que debían de haber hecho, y que seguirían haciendo, al gobierno para estar ahí.

—Es raro tenerte aquí —dijo Aidan, sacándola de sus cavilaciones—. Después de cómo acabaron las cosas, pensé que jamás volvería a verte.

—Bueno, nunca digas nunca —sentenció ella, esbozando un intento de sonrisa.

No quería hablar del tema. No en aquel momento. Necesitaba concentrarse para recordar lo mejor de la única parte de la Ciudadela que le traía buenos recuerdos... y entonces el centinela hizo la pregunta que llevaba esperando desde la noche anterior:

—¿Lleváis mucho tiempo juntos?

Sabía que volver implicaba enfrentarse a su pasado. Pero lo que más le preocupaba era intentar proteger a Ray en la medida de lo posible para que no llegara a conocer nada de la Eden que había escapado de allí.

—¿Mmm? —preguntó ella, haciéndose la distraída.

—Ray y tú. O Dorian. No los distingo.

—Ah, sí. Ray. Y no estamos juntos —aclaró, aunque enseguida se arrepintió de haberlo dicho de una manera tan tajante.

—Oh, vaya. Como anoche te...

—Lo estamos... y no lo estamos —le interrumpió—. Prefiero no tener que definir mi relación con nadie, gracias.

—Aquí nadie está definiendo nada —replicó Aidan, riéndose.

—¡Oh! Ya me conozco yo esa sonrisita.

—¿Qué sonrisita? —preguntó él.

—Aidan, por favor, que somos amigos desde hace mucho tiempo y salimos juntos durante un año.

Pronunciarlo en voz alta destapó por completo la caja de los recuerdos. Los buenos y los no tan buenos.

—Parece majo —añadió él, al cabo de un rato—. Ray, digo. Bueno, los dos lo parecen.

—Sí. Ray es un buen tío. Os llevaríais bien con todo eso del sentido del honor y tal. Dorian es... más reservado.

Acababan de entrar en la zona de los moradores cuando se toparon con la parte más sobrecogedora de todo el Zoco: el mercado; un impresionante despliegue de puestos y tiendecillas en los que podías encontrar alimentos, bebidas, objetos de todo tipo, prendas de primera y de segunda mano, telas, chatarra...

Los comercios se extendían por el antiguo aeropuerto y las pistas de aterrizaje, en las que incluso los propios aviones se habían reconvertido en almacenes y locales que exhibían su mercancía colgándola de las ventanillas o incluso de las alas de los aparatos. En el suelo, eran decenas y decenas las callejuelas que se formaban entre los puestos creando un inmenso laberinto.

Accedieron al interior por una de las entradas menos concurridas. Allí, como Eden recordaba, seguía una ancianita arrugada bajo un montón de telas que asaba castañas sobre un bidón vacío. La chica, más motivada por la nostalgia que por el hambre, no dudó en sacar un par de trones y comprarse un tentempié para el camino.

—Aunque parezca ridículo, lo echaba de menos —dijo, mientras respiraba el aroma de la comida.

—No es ridículo —contestó el centinela—. Yo también lo echaría de menos si me marchara.

Eden le sonrió y le acercó el cucurucho de papel. El centinela cogió una castaña y mientras la pelaba le preguntó:

—¿Y cuánto tiempo lleváis?

Eden se paró de golpe y lo miró.

—¿De verdad quieres hablar de este tema?

—Hace más de dos años que no te veo. Muchos te daban por muerta. Quiero saber qué tal te ha ido la vida en este tiempo, nada más.

Ella suspiró y contestó, dándose por vencida:

—La primera vez que Ray y yo nos besamos fue hace unos días, ¿contento?

—Ah, bueno... —dijo él, echando a andar de nuevo.

—¿Ah, bueno? ¿Qué quieres decir con eso?

—Que tampoco lleváis tanto tiempo.

—¡Es que no llevamos tiempo porque no estamos juntos! Bueno, mira, no quiero hablar del tema —le espetó ella mientras se metía otra castaña en la boca.

—O sea, que el chico te importa...

—Aidan...

—¡Está bien, ya paro! Pero que sepas... —guardó silencio unos instantes antes de seguir—: que me cae bien.

—Gracias, dormiré tranquila esta noche sabiendo que tengo tu bendición.

A medida que avanzaban por las calles del mercado, Eden tuvo la sensación de estar caminando por su memoria: los olores a especias mezclados con el sudor de tanta gente, las risas cantarinas de las mujeres, los gritos, las peroratas que soltaban algunos comerciantes para vender sus productos... Definitivamente, nada había cambiado.

—¿Qué tal está Kore? —preguntó entonces.

El centinela se encogió de hombros antes de contestar.

—Bien. Bueno, ya la conoces. Sigue siendo la misma de antes y a veces su carácter le trae problemas, pero no deja de ser magnífica en todo lo que hace.

—No me va a perdonar nunca, ¿verdad?

—Eso no es algo que me tengas que preguntar a mí...

—Ya, pero dudo que ella esté dispuesta a hablar después de cómo terminaron las cosas —confesó Eden, resentida—. Mira, Aidan, quiero que entiendas que lo que hice fue por...

El centinela no la dejó continuar, se detuvo delante de ella y la miró a los ojos.

—Te entiendo —le dijo—. No te he pedido explicaciones. Tuviste tus razones y yo las acepté en su momento.

Eden había olvidado lo frágil que se sentía siempre bajo su mirada. Los ojos de Aidan siempre le habían recordado a un cielo despejado. El mismo que le gustaba observar cuando todo en la tierra era caos y peligro. Allí arriba, como en los iris del centinela, podía imaginarse libre, segura y capaz de cualquier cosa. O al menos así había sido una vez. Ahora, ni sus fuertes brazos ni su sonrisa tranquila podían calmar su turbación como lo habían hecho en el pasado, antes de ser pareja, cuando eran mejores amigos.

Aidan se acercó a ella y la abrazó, y ella se sintió un poco menos confusa, un poco menos perdida.

—Kore y yo estamos juntos —dijo él, de repente.

Eden se separó y lo miró, sorprendida.

—Vaya... ¿y qué tal os va?

—Bien, bien. Aunque con eso de que yo estoy en las guardias de la muralla y ella en el Batterie, tenemos poco tiempo para nosotros.

—Ya, los dramas del trabajo —dijo ella, intentando ocultar su perplejidad.

—Efectivamente.

Los dos guardaron silencio. Había costado, pero ya estaban todas las cartas sobre la mesa. Ahora Eden comprendía mejor el enfado de Kore al verla de vuelta allí. Con lo celosa que había sido siempre, incluso cuando los tres eran solo amigos, lo último que esperaba era reencontrarse y tener que convivir con una amiga que no solo sentía que la había traicionado, sino que también era la exnovia de su actual pareja.

—Battery me ha dicho que Arthur quizá sepa algo de Logan —dijo Aidan cuando llegaron a una bifurcación entre las hileras de casetas—. Le hace los pasteles a la esposa de uno de los secretarios del gobierno y siempre se entera de cosas.

—¿Arthur, el panadero? —preguntó Eden—. Creí que había dejado el negocio después de aquella redada.

—Sí, lo dejó durante un tiempo —explicó Aidan—, pero luego conseguí que volviera al negocio sin problemas. Es lo bueno de tener un amigo centinela.

—Perfecto. En ese caso tú habla tranquilo con él, a ver qué te cuenta, y yo aprovecharé para visitar a un viejo conocido. Nos vemos en la entrada en una hora, ¿de acuerdo?

A Aidan le pareció bien el plan. Se despidieron y cada uno tomó un rumbo diferente hasta perderse entre la muchedumbre.

Durante el tiempo que había trabajado de centinela, Eden también había hecho valiosos contactos que aún le debían unos cuantos favores o que, sencillamente, confiaban lo suficiente en ella y en la misión de los rebeldes como para querer ayudarla.

Ese era el caso de Diésel, un antiguo vigilante que había dejado su puesto en la guardia para dedicarse al sector alimentario como carnicero. Al menos esa era la versión oficial. La verdadera historia era que, al mismo tiempo que trabajaba para el gobierno, se había alistado en las tropas de los rebeldes. Después de una de las redadas más duras que se hicieron, mucho antes de que Eden fuera centinela, decidió que no le merecía la pena arriesgar tanto su vida y optó por dejar todo de lado y esfumarse. Nadie sabía dónde había ido, pero cuando reapareció, optó por abrir esa tienducha en el mercado y no volver a implicarse más ni con un bando ni con el otro... aparentemente, ya que en el fondo seguía ayudando desde las sombras.

Eden escuchó los golpes del cuchillo contra la madera antes incluso de ver el puesto. Detrás de la barra, un hombre de casi dos metros de altura, con el pecho y los brazos de un toro, la cabeza afeitada y la piel morena, cortaba en trozos un enorme pedazo de carne y lo iba depositando sobre una balanza.

Diésel era ese fantasma en el que nadie reparaba a pesar de su envergadura y que siempre acababa enterándose de buena parte de los secretos que el gobierno intentaba esconder. Como la suya era la mejor carne de toda la Ciudadela, también se la servía a la gente de la Torre, y era precisamente durante esas transacciones cuando el hombre aprovechaba para poner la oreja.

—Hola, Diésel —saludó ella, incapaz de ocultar la alegría de volver a verle.

—¡Vaya, vaya! ¿Qué ven mis ojos? —contestó él con una sonrisa cálida y una voz grave que parecía envolverlo todo como una manta—. ¡Ya pensé que había perdido a una de mis mejores clientas!

—No fuiste el único, pero ya sabes que no es tan fácil deshacerse de mí.

Diésel soltó una carcajada y le preguntó:

—¿Qué te pongo, preciosa?

—Lo de siempre —contestó ella consciente de que daba luz verde al código que tenían para comenzar la conversación—. ¿Qué tal todo por aquí?

Diésel comenzó a rasgar el cuchillo con un afilador de mano mientras decía:

—Bien. El negocio va bien. Ya no solo tengo la mejor carne de vacuno de toda la Ciudadela sino que además también vendo cerdo. Últimamente los del gobierno consumen mucho solomillo de cerdo.

El tipo no cambió ni el gesto ni la entonación mientras hablaba, pero Eden iba traduciendo sus palabras en función del código que habían acordado hacía tantísimo tiempo: el gobierno tenía apresado a uno o varios rebeldes.

—¿Pero solomillo del bueno? —preguntó ella.

—El mejor, el mejor —respondió él, sonriente.

O sea, que además se trataba de alguien importante, comprendió la chica. Se jugaba el cuello a que se trataba de Logan.

—¿Y ha gustado el solomillo a los de ahí arriba?

Diésel agarró el trozo de carne que había estado partiendo minutos antes y comenzó a cortar filetes finos.

—Pues creo que todavía no lo han probado. Lo han intentado descongelar, pero la pieza es tan grande que les hacen falta varios días para partirla y cocinarla.

Diésel cambió entonces el cuchillo por uno más grande y comenzó a partir las costillas de cerdo. Eden se estremeció con el sonido que producía el filo cada vez que cortaba un hueso.

—De todos modos, creo que lo van a tirar —añadió.

—¿Cómo que lo van a tirar?

Aquello significaba que el gobierno tenía pensado ejecutar al rebelde. No tenía sentido matarle sin haberle sacado información.

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