Aura

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—¡Pues ya ves! Me han dicho que se van a dar por vencidos y que lo van a tirar. Es una pieza muy grande y pesada. Y lo único que pueden hacer con ella es demostrar al pueblo que no es bueno guardar solomillos de cerdo tan grandes.

«¡Le van a ejecutar públicamente!», comprendió Eden, aterrada.

Diésel metió la carne en una bolsa y Eden pagó la factura habitual.

—Me alegra verte de nuevo por aquí, señorita —concluyó el carnicero.

—Y yo me alegro de verte a ti, Diésel. Cuídate.

Y fue al darse la vuelta cuando el hombre añadió:

—Por cierto, échale un vistazo al solomillo que te he puesto. Viene con especias.

Eden despidió a Diésel con una sonrisa y antes de ir al punto de encuentro con Aidan, se acercó a una de las zonas en las que había madrigueras y regaló toda la carne a unos niños, a excepción del paquete que contenía el solomillo. De forma disimulada, desenvolvió los filetes y se fijó en lo que Diésel había escrito en el interior del papel.

«4/Plz.P.»

Eden hizo añicos el papel y tiró la carne a un perro hambriento que vagaba por allí antes de salir corriendo en busca de Aidan. Ya tenía la información que necesitaba: Logan iba a ser ejecutado dentro de cuatro días en la plaza pública de la Ciudadela.

10

Kore abrió de par en par las puertas del Batterie y entró en el local vacío hecha una furia. Toda la rabia que había contenido durante el trayecto de vuelta a casa estalló como una bomba en cuanto estuvieron a resguardo.

—¡Sabía que no tendría que haberos dejado solos! —exclamó, y después se volvió para mirarlos—. ¿Qué entendéis vosotros por «no hacer nada»?

—¡Fue en defensa propia! —contestó Ray mientras su clon cerraba la puerta.

Aunque hubieran preferido mantener en secreto la pelea con los borrachos, el aspecto de sus caras y la camiseta de Ray desgarrada por el costado los habían delatado.

—No tenéis ni idea de las consecuencias que puede traernos esto —añadió Kore, atravesando la sala principal, en dirección al pasillo—. Rezad para que nadie os haya visto porque, creedme, sois fáciles de reconocer. Se ven muy pocos gemelos por la Ciudadela.

Cuando llegó al despacho de Madame Battery, abrió la puerta sin pedir permiso y caminó hasta plantarse delante del diván en el que, hasta ese instante, la dueña del cabaret había estado disfrutando de un cigarro.

—Cielos, niña, ¿no te he enseñado a llamar antes de entrar?

—Estos dos son estúpidos —replicó ella, señalando a los clones que cruzaban la puerta en ese momento.

—¿Ahora qué ha pasado? —preguntó la mujer, con hastío.

—Le han dado una paliza a unos tipos en el Distrito Trónico.

—¡Fue en defensa propia! —se apresuró a añadir Ray—. ¿Qué querías que hiciéramos, quedarnos quietos y dejar que nos robaran?

Battery se incorporó con cara de sorpresa y apagó el cigarro antes de ponerse de pie.

—¿Os ha visto alguien?

—No, no creo... Era un callejón bastante apartado —respondió Ray.

—¡Eso no lo sabéis!

—¿Y tú sí, que ni estabas allí? —le espetó el chico.

Esta vez, la mujer se volvió hacia Kore.

—¿Los has dejado solos?

—No quería que Randall hiciera preguntas. ¡Fueron menos de quince minutos, maldita sea!

—¡Vale, suficiente! —zanjó la mujer, masajeándose la sien—. Deja de gritar ya, que llevas pegando chillidos desde ayer por la noche. Mientras no os hayáis cargado a nadie, no pasará nada.

El incómodo silencio que se produjo tras sus palabras la obligó a añadir:

—Porque no habéis matado a nadie, ¿verdad?

Ray negó con la cabeza.

—No, no. Vamos, creo que no.

—Parecía vivo cuando lo dejamos... —añadió Dorian.

—¿Pero qué clase de gente sois vosotros? —preguntó Kore, atónita.

—Bueno, pues ya está. Si dicen que no lo mataron, no hay de qué preocuparse. ¿Qué tal con Randall?

La chica resopló cabreada y le lanzó una bolsa de tela que la mujer cazó al vuelo.

—Me ha dicho que con esto tendrás suficiente para empezar.

Madame Battery sacó un par de monedas y volvió a guardarlas antes de esconderse la bolsa en el escote.

—Maravilloso. Mientras esperamos a que Eden y Aidan regresen, empezad a prepararlo todo: abrimos en menos de dos horas y con este lío no me ha dado tiempo a hacer nada. Que te ayuden los chicos.

La bailarina no contestó. Se limitó a girar sobre sus talones y a desaparecer por la puerta. Cuando Ray y Dorian iban a seguirla, apareció Darwin.

—Me alegra ver que ya habéis vuelto —dijo, y miró a Ray—. Necesito hablar contigo.

El chico, antes de responder, se volvió hacia Madame Battery para buscar su aprobación.

—Podéis quedaros aquí —dijo—. Iré a echarles una mano a los otros. Se acabó la siesta...

En cuanto los dejó a solas, Ray se puso tenso. Aunque Darwin había tenido tiempo para asimilar que él no era el científico con el que había crecido en el complejo, seguía sin confiar en él ni en su clon.

—Antes que nada, quería disculparme por lo de ayer —dijo Darwin, caminando hasta el escritorio.

Ray se acarició la nuca y respondió con una sonrisa tensa:

—No te preocupes. Está olvidado. Sé lo difícil que es asimilar toda esta locura.

—Cuando te vi aquí anoche me invadieron los recuerdos del complejo y... —Darwin suspiró—. No te imaginas el infierno que fue vivir allí y descubrir lo que nos estaban haciendo, Ray.

El chico guardó silencio, incómodo, sin saber adónde quería ir a parar o para qué le había llamado.

—Esta mañana he estado hablando con Eden —explicó el hombre—. Y me ha contado vuestra historia y los planes de Logan con las baterías.

—Bueno, yo del plan de Logan sé muy poco: solo que su objetivo era conseguir energía ilimitada para los electros.

—Energía que ni a ti ni a Dorian os hace falta... —apuntó el hombre, alzando la mirada.

—Ve al grano, Darwin. ¿Qué quieres de mí?

—El diario de tu...

—Olvídalo —le interrumpió—. Lo dejé en el complejo. Si crees que había ecuaciones y fórmulas para tener un corazón invencible, estás equivocado. Solo era un diario personal.

Darwin asintió en silencio y no dijo nada durante los siguientes segundos, como si estuviera meditando la mejor manera de tratar el verdadero tema por el que había querido reunirse con él.

—Vosotros dos sois la esperanza de esta ciudad. Que vuestros corazones no dependan de una batería es el sueño de cualquier habitante de la Ciudadela. Del mundo entero, probablemente.

—Ya, pero nosotros no podemos hacer nada —contestó él, a la defensiva—. Nuestra sangre no es distinta a la vuestra, lo que nos ha hecho inmunes a todo esto es la vacuna.

—Tranquilo, no voy a abrirte en canal y a experimentar contigo.

Aunque lo había dicho con tono de broma, una parte del chico se relajó al escuchar aquello.

—Ray, ¿qué me puedes decir de lo poco que has visto de la Ciudadela?

—Es una sociedad algo... peculiar.

—Es injusta y atrasada. Los habitantes de esta ciudad viven en la ignorancia, pero porque quieren. Son débiles y conformistas. Sí, muchos se quejan, pero no hacen nada. Siempre es más fácil mirar hacia otro lado y confiar en que las cosas cambiarán algún día, ¿sabes?

—Bueno, al menos tienen esperanza.

—No, no te confundas. Una cosa es tener esperanza y otra, tener miedo. Y esta gente lo que tiene es miedo. Necesitan una motivación, una razón que les demuestre que existe algo tangible, algo real y posible, por lo que rebelarse contra el gobierno.

—Como hicisteis los Hijos del Ocaso, ¿no?

Darwin abrió la boca para responder, pero Ray no le dio la oportunidad:

—Darwin, no voy a salir ahí fuera para decirle a una ciudad entera que mi corazón no depende de baterías.

La carcajada que soltó el hombre al oír aquello descolocó al chico.

—Eres inteligente, chaval, como el Ray que yo conocí, pero no me estás siguiendo. Te has vuelto loco si piensas que esta gente está preparada para saber la verdad sobre su origen. O que Dorian y tú existís. Para ellos sería como encontrarse de frente con algo parecido a un dios.

—¿A un... dios?

—Ray, creo que no eres consciente de lo tremendamente afortunado que eres al tener un corazón independiente en este nuevo mundo. Si descubrieran la verdad, la gente se te echaría encima. Por todos los cielos, ¡hasta yo me arriesgaría a arrancártelo del pecho si supiera que esa es la solución! Y eso no es lo que queremos que pase, ¿verdad?

Ray negó despacio.

—Sin embargo, si les haces creer que eres igual que ellos y que, de repente, has conseguido ser inmune... Entonces, amigo, la historia cambia.

—¿Cómo?

—Kore te ha explicado el sistema de castas, ¿verdad? Pues esto sería algo similar. La gente de aquí haría lo que fuera por llegar a ser un leal y vivir en el núcleo, ¿sabes por qué? Porque lo ven posible. Ahora imagínate lo que pasaría si de golpe uno de ellos pudiera dejar de lado las baterías y demostrara al resto que ellos podrían hacer lo mismo.

—Entonces, ¿quieres que finja que soy un electro?

—Quiero que seas la motivación de esta gente. Su modelo. Quiero que les demuestres que nada es imposible y que, si pelean por ello, no tendrán que volver a preocuparse por las cargas.

—Me estás pidiendo que sea el cabeza de turco de tu nueva revolución.

—No, te estoy pidiendo que seas el emblema de esta revolución.

Ambos sabían que los electros no eran más que peones en aquel juego; esclavos que serían borrados del mapa en cuanto los humanos estuvieran listos para salir a la superficie.

—Sé que es un riesgo inmenso el que te pido que corras, pero no estarás solo. Nos tendrás a nosotros cubriéndote la espalda —dijo Darwin.

—¿Y qué se supone que tendría que hacer? ¿Dedicarme a dar charlas como si fuera un mesías y que de pronto me arranque el brazalete falso y las marcas del pecho?

—Todo lo contrario.

Ray tardó unos segundos en llegar a la conclusión de aquel discurso, pero cuando lo hizo, fue incapaz de darle crédito.

—Logan... El plan de Logan. Quieres que finja tener energía ilimitada...

—Así es. Ray, imagínate que, de repente, un joven electro consiguiese un dispositivo que le ofreciera energía para toda la vida, ¿qué crees que haría la gente?

—Pues preguntarse dónde pueden conseguir uno o quién los da...

—Y entonces descubrirían que nadie los da, porque quienes los tienen no quieren compartirlos... así que lo has robado.

Ray soltó una risa por la nariz, impresionado ante la locura que le estaba proponiendo el científico.

—¿Quieres hacerles creer que el gobierno tiene energía ilimitada y que pueden hacerse con ella?

—¡Piénsalo! Si la gente supiera que todo el asunto de las baterías tiene remedio y que los poderosos no solo son conscientes de ello, sino que lo están ocultando, se desataría una revolución.

—Darwin, provocaríamos una guerra.

—¡Ya estamos en guerra! ¡La guerra es una consecuencia de la revolución! ¿Quieres que se salgan con la suya? ¡Por Dios, Ray, espabila! ¡Mírate! Toda tu vida es una farsa por culpa de ellos. De Bloodworth, del complejo y de Ray. Ayer me dijiste que no eras como él. Demuéstramelo.

Las palabras de Darwin golpearon a Ray en el pecho como una avalancha de rocas. Aunque luchara por lo contrario, aún no había asimilado que todo era una mentira. Seguía sin ser del todo consciente de que, en el fondo, su vida había comenzado hacía menos de un mes. Sí, Darwin intentaba contagiarle su odio hacia el complejo y los humanos, y una parte de él estaba dispuesta a seguirle, pero la otra se sentía ridículamente agradecida por haberle dado una vida. Por haber permitido con aquella jugarreta tan macabra del destino que conociera a Eden...

Eden.

Ella era su motivación. En el fondo le daban igual la Ciudadela, los humanos o Darwin. Hasta el propio Dorian se desdibujaba en su mente cuando pensaba en ella. ¿Qué consecuencias tendría para Eden que él aceptara formar parte de la revolución? Al fin y al cabo, la chica también era un electro y dependía de baterías. Y si Ray podía hacer lo que fuera para acabar con ese problema, lo haría.

—Seré tu cabeza de turco —sentenció Ray—, pero quiero que me des tu palabra de que, si sucede lo peor, Eden estará totalmente segura. Me da igual que la tengas que sacar de la Ciudadela o mandar en cohete a la Luna, lo harás. ¿Trato hecho?

—Tienes mi palabra.

Darwin alzó la mano para forjar el pacto y Ray se la estrechó con fuerza sin apartar la mirada.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó.

11

Ray tardó unos segundos en reconocer la risa que se escuchaba desde la barra del Batterie y que se colaba por el pasillo. Aquellas eran unas carcajadas dulces y agudas que supuso que pertenecían a alguna trabajadora del club. Por eso la sorpresa fue mayor cuando llegaron a la pista y se encontraron con Kore apoyada en la barra mientras Madame Battery secaba unos vasos embutida en su habitual corsé y Dorian fregaba el suelo.

La bailarina agarraba con confianza el brazo de un hombre fuerte, ataviado con el uniforme de centinela y de rasgos hispanos que daba tragos rápidos a una copa llena de alcohol.

—¡Raúl! —le decía Kore entre risas—. Conozco a tu mujer y sabes de sobra que no le haría ninguna gracia enterarse de que eres uno de nuestros clientes más asiduos.

La chica cogió entonces la cereza que adornaba la copa del centinela y se la metió en la boca con gesto seductor para después depositar el hueso en una servilleta. Ray no tenía ni idea de quién era ese tal Raúl, pero estaba claro que las mujeres estaban poniendo todo su empeño en mantenerle contento.

Detrás del centinela, Dorian seguía fregando la madera desgastada del suelo intentando deshacerse de la porquería de la noche anterior. A diferencia de Kore y Battery, él se mantenía serio y con la mente en otra parte. Preocupado porque estuviera dándole vueltas a lo que había sucedido en el Distrito Trónico, Ray se acercó para hablar con él.

—Ey, ¿qué tal vas?

Dorian paró de frotar y se encogió de hombros.

—Dar cera, pulir cera.

—¡Eh, eso es del Maestro Miyagi! ¿Lo recuerdas?

El chico lo miró con la misma inexpresividad de siempre y negó con la cabeza.

—No sé quién es ese. La frase me ha venido a la cabeza de repente —contestó Dorian, confuso.

—Sigue siendo un avance. Igual empiezas a recordar cosas poco a poco —dijo Ray, animándole con una palmada en el hombro.

—Chico, deja de entretener a tu hermano y ponte a colocar los taburetes de la otra barra —intervino Madame Battery en ese momento.

Ray hizo un gesto de burla sin que la mujer lo advirtiese y Dorian le respondió con una sonrisa mientras volvía al trabajo. Junto a ellos, el centinela le dio un largo trago a su bebida y se acercó un poco más a Kore.

—¿Y tú qué, guapa? ¿Ya te has echado novio?

Kore soltó una suave carcajada y se deshizo el moño que llevaba, liberando su melena pelirroja.

—Ya se lo he dicho otras veces, oficial: mi trabajo no me permite relaciones estables.

—¿Es eso cierto? —preguntó el tipo, volviéndose hacia Madame Battery, que asintió divertida—. Mira que estoy dispuesto a cerrar este tugurio si me lo pides.

Kore puso cara de sorprendida.

—¿Y cómo sobreviviría entonces una chica como yo?

—Conmigo, por supuesto —respondió él, agarrándole la mano y acariciándole la piel con más fuerza de la necesaria.

Ray advirtió cómo Kore sostenía la sonrisa, pero de manera cada vez más tensa.

—Seguro que no es necesario, oficial —dijo, liberándose con un delicado pero firme tirón—. Y ahora, disculpa, tengo que prepararme para el espectáculo de esta noche.

La chica guiñó un ojo al hombre y fue a marcharse, pero antes de que pudiera hacerlo, el centinela tiró de su cintura y la atrajo hacia él.

—No te vayas todavía. ¿Qué gracia tiene que me dejéis entrar antes que a los demás si no estás conmigo?

Kore hizo un amago de soltarse, pero el hombre le agarró aún más fuerte y apuró de un trago lo que le quedaba de bebida. Battery observaba la escena con preocupación valorando si intervenir o no.

—Raúl, por favor... —insistió Kore, manteniendo la fingida dulzura—. ¡Tengo muchas cosas que hacer todavía! ¿No quieres que te dedique un baile después?

—No, lo quiero ahora. Aquí, sobre mis rodillas.

Madame Battery dejó entonces sobre una balda el último vaso que quedaba por secar y se acercó a la pareja.

—Raúl, querido, tiene que vestirse y no le va a dar tiempo.

El centinela no se molestó ni en mirarla.

—Claro que sí. Además, a Kore le gusta esto, ¿a que sí, nena?

Las manos de Raúl comenzaron a reptar hacia los muslos de la chica y Kore no tuvo más remedio que cambiar de actitud.

—Raúl, basta.

—Venga, no te pongas así... ¿Es por tu novio?

—Sí —respondió ella, tajante—. Es por mi novio.

El centinela soltó una carcajada y dejó escapar a la chica de sus garras mientras negaba, decepcionado.

—Así que ahora resulta que tienes novio, ¿eh? —el centinela se giró hacia Dorian—. ¿Eres tú su novio?

El chico, como solía hacer en estos casos, guardó silencio y siguió fregando.

—¡Oye! —repitió el centinela—. Te estoy hablando. ¿Eres su novio?

Esta vez, Dorian giró el rostro hacia Raúl, pero siguió callado. Ray dejó lo que estaba haciendo y comenzó a acercarse. Sabía de lo que era capaz el chico y no quería que volviera a repetirse una escena similar a la que habían vivido en el callejón.

—¿Tu novio es mudo, guapa? —preguntó a Kore antes de levantarse y dirigirse hacia Dorian. De un tirón, le arrebató la fregona y la lanzó al suelo—. ¡Que me contestes, te he dicho!

Esta vez, Madame Battery salió de detrás de la barra y se acercó a Kore.

—Raúl, te voy a pedir que salgas del local.

—No hasta que este payaso me dé una respuesta.

Dorian, una vez más, lo miró en silencio y después se agachó para recoger la fregona. El centinela, llevado por la rabia, tomó carrerilla y le atizó una patada en el estómago.

—¡Dorian! —exclamó Ray, corriendo hacia él.

Pero en el tiempo que recortaba los metros que los separaban, el centinela desenfundó su porra eléctrica y con saña se la clavó a Dorian en el pecho.

El chico se retorció durante unos segundos en el suelo, pero al instante siguiente abrió los ojos y se incorporó.

—Mierda... —masculló Ray.

Raúl y Kore observaban la escena, boquiabiertos. El centinela estudió el arma y comprobó que estaba en perfecto estado. Cuando alzó la mirada de nuevo, seguía sin dar crédito.

—Pero ¿cómo...? —no pudo terminar la frase.

Madame Battery se acercó corriendo por detrás y sin un ápice de duda le estrelló una botella de cristal en la cabeza. El hombre se precipitó al suelo al instante siguiente y allí se quedó, inconsciente

—¿Por... por qué estás...? —Kore parecía incapaz de articular una frase entera. Sus manos temblaban con cada palabra.

Darwin apareció en ese momento y se hizo cargo de la situación.

—Ray, ayuda a Darwin a llevar el cuerpo adentro —ordenó Battery.

—¿Por qué no estás... muerto? —logró decir la chica.

—Kore, ahora no. Tenemos que deshacernos de este tío.

—¡No te quedes ahí pasmada! ¡Vete inmediatamente a prepararte! ¡Vamos! —la urgió la mujer.

—No hasta que me digáis qué está pasando aquí.

Battery miró a Darwin y este asintió. Parecían unos padres intentando consensuar todo antes de hablar con ellos.

—Dorian no depende de baterías —terminó diciendo la mujer—. Al igual que Ray.

Kore los miró con una sonrisa incrédula en los labios.

—¿Perdona?

—Sus corazones palpitan sin utilizar energía externa.

—¿Y cómo es posible eso? —preguntó.

—Pues... —intervino Dorian.

—Nacieron así —le interrumpió Madame Battery, mientras le lanzaba una mirada para que se mantuviera callado.

—Es una larga historia —añadió Ray.

—Tienes que jurarme que guardarás el secreto.

—¿Quién más lo sabe?

—Aparte de nosotros, Eden. A Aidan ya se lo contaremos cuando vuelva. Pero, insisto, debemos extremar la discreción con esto, ¿entendido?

La chica asintió con un gesto aunque parecía que fuera a desmayarse de un momento a otro.

—¿Y qué vais a hacer con Raúl? —preguntó.

—Lo que él mismo se ha buscado.

Dicho esto, Madame Battery se dio la vuelta y siguió a Darwin y a Ray mientras cargaban el cuerpo del tipo hasta su despacho.

—¿Vais a...? —Kore salió del ensimismamiento y los siguió a toda prisa—. ¿Os habéis vuelto locos? ¡Matarlo no nos traerá más que problemas! No puedes hacer eso, Battery. ¡Cerrarán el bar!

Tendieron a Raúl sobre el diván y la mujer se giró hacia Kore con la fuerza de un tornado.

—Primero, este es mi local y puedo hacer lo que me dé la real gana. Y segundo, este tío, además de ser repugnante, ahora sabe demasiado y no dudará en contárselo a los de arriba. Así que apártate y estate callada o lárgate a vestirte, como te he pedido.

Kore se quedó en silencio, agachó la cabeza y se apartó del camino de la mujer, que cacheó el cuerpo del centinela hasta que dio con su batería y los electrodos.

—Todo el mundo sabe que Raúl es cliente nuestro desde hace años. Y es un maldito drogadicto y un alcohólico. A nadie le sorprenderá que haya muerto por una sobredosis de Blue-Power.

Sin necesidad de que se lo pidiera, Darwin abrió la camisa del centinela y le colocó los electrodos sobre el pecho desnudo. Entonces Madame Battery sacó de otro cajón un cilindro de color azul eléctrico que conectó a la batería y que, al pulsar el botón principal, comenzó a brillar mientras el pecho del hombre se hinchaba.

Al cabo de treinta segundos en los que nadie dijo nada, el resplandor azulado fue consumiéndose junto con la respiración lenta del centinela. Un último estertor les confirmó que estaba muerto.

—Ahora... —dijo la mujer—, Kore, te vas a ir a arreglar de una santa vez. Y vosotros dos vais a llevar el cadáver al callejón que hay dos calles más allá. Dejadle esto puesto —añadió, mientras le entregaba la batería con el cilindro vacío conectado a Ray—. Darwin, tú y yo vamos a preparar todo para abrir, ¿de acuerdo, querido?

El rebelde humano fue el único en hacer caso a Madame Battery y salir de la habitación. Las caras de Kore y Dorian no eran muy distintas a la de Ray: la frialdad que había demostrado la mujer les provocaba auténtico pavor. ¿Cómo podía haber acabado con la vida de alguien sin sentir un ápice de compasión?

Al ver que ninguno se movía, la mujer dio un par de palmadas y exclamó:

—¿Estáis sordos? ¡Vamos!

Kore abandonó el despacho y se fue directa a su camerino. Ray y Dorian se miraron sin saber muy bien qué hacer con aquel cadáver.

—Decidle a Berta que os deje el carro de la basura. Lo metéis en él y lo lleváis a donde os he dicho. No se os ocurra salir a la calle principal. A estas horas los callejones deberían estar vacíos. Y no os olvidéis de colocarle los electrodos y dejarle la carga puesta.

Madame Battery se marchó también y los dejó con un millón de preguntas y la duda de si debían inmiscuirse de una manera tan clara en el asesinato de ese hombre.

—Segunda persona que muere por mi culpa hoy —dijo de pronto Dorian.

—La primera no sabemos si está muerta. Y lo de este tío... Bueno, la verdad es que él intentó matarte antes.

—Gracias, pero no me sirve.

—Mira, da igual. Vamos a sacarlo de aquí y a olvidarlo todo cuanto antes...

Los chicos fueron a buscar a Berta y Ray se inventó una versión más edulcorada de lo que realmente había sucedido: que el tipo se había pasado con el alcohol y los chutes de Blue-Power y que le había dado un paro cardíaco. Para su sorpresa, la mujer tampoco hizo más preguntas. Les indicó cómo llegar al callejón que les había dicho Madame Battery y siguió preparando un potaje que olía tan mal como lo que habían comido para desayunar. Estaba claro que no era la primera vez que veía algo así en el Batterie y, probablemente, no sería la última.

Una vez pusieron el cuerpo dentro en un carro similar al de los centros comerciales, lo cubrieron con bolsas de basura y telas y salieron a la calle como si nada.

—No me creo que estemos haciendo esto —murmuró Ray.

—No sé si me da más miedo esta gente o los de ahí arriba.

—Ya, pero no podemos pensar eso —apuntó el chico, intentando sonar convincente—. Nadie se merece morir, pero este tío era de los malos. Si Battery no hubiese actuado, las consecuencias habrían sido muchísimo peores para todos, y seguramente ahora estaríamos yendo de vuelta al complejo. Nos hemos defendido, nada más.

—¿Como antes?

—¡Exacto! Como la pelea de antes. No somos malas personas, ¿de acuerdo, colega?

Aunque se lo estaba diciendo a Dorian, él también tenía que repetírselo para convencerse de ello.

Cuando llegaron al callejón, fueron directos a la desviación más alejada de la calle principal, comprobaron que no hubiera nadie mirando y volcaron el carro detrás de un par de contenedores.

Mientras Dorian tiraba las bolsas de basura y vigilaba, Ray colocó el cuerpo del centinela apoyado en la pared, le puso sus electrodos y dejó la carga de Blue-Power conectada a la batería.

Se dieron toda la prisa que pudieron y volvieron al Batterie sin pronunciar palabra. Ray no solo estaba consternado por el asesinato de aquel tipo o la crueldad impune de la Ciudadela, sino también por el hecho de que ahora Kore también conociera su secreto. Sí, sabía que estaba de su lado, que era una rebelde como los demás, pero temía que su temperamento agresivo y su sed de venganza la llevaran a cometer un error que les costara la vida a todos.

Desde que abandonó Origen, todo se había reducido a sobrevivir. Pero ahora en su cabeza se enredaban planes y conspiraciones y secretos que cada vez lo estrangulaban más por mucho que intentara alejarse de ellos. Necesitaba a Eden, necesitaba hablar con ella, contarle lo que había ocurrido y escucharle decir que todo iría bien. Era la única manera de que llegara a creérselo.

Como si sus pensamientos la hubieran invocado, nada más entrar en el despacho de Madame Battery se encontró a la mujer hablando con Eden. En cuanto los vio entrar, se acercó, preocupada.

—Ya me ha contado Battery... ¿Estáis bien? —después se volvió hacia el otro chico—. ¿Cómo estás, Dorian?

—Bien. Está bien —contestó Ray, molesto por lo poco que parecía preocuparle él—. Yo también. Por cierto, ya nos hemos deshecho del cuerpo —añadió, y cuando su mirada se cruzó con la de Eden, se sintió aún más perdido.

¿Qué había cambiado entre ellos? ¿Qué le ocultaba? ¿Acaso había hecho algo malo sin darse cuenta?

Supo que Eden también era consciente de aquella angustia, pero en lugar de hacer algo para acabar con ella, se alejó unos pasos de los chicos y dijo con voz seria:

—En ese caso, sentaos. Aidan y yo tenemos que contaros lo que hemos descubierto. La vida de Logan está en peligro.

Lo demás dejó de importar durante unos instantes cuando asimilaron sus últimas palabras.

—Un momento, ¿en peligro? ¿Es que acaso van a...?

—Sí —le interrumpió ella—. Van a ejecutar a Logan en cuatro días. Y tenemos un plan para impedirlo.

12

Durante los cuatro días previos a la ejecución de Logan, los rebeldes no tuvieron apenas tiempo de descansar. Cuando no estaban repasando los detalles del plan, tenían que vigilar los caminos desde el núcleo hasta el Zoco, asegurarse de que el gobierno no hubiera cambiado de opinión o, por turnos, ayudar en el Batterie para no levantar sospechas.

Desde aquella primera reunión en el despacho de la directora del cabaret, todos se pusieron manos a la obra con la eficacia de un reloj. Mientras el gobierno organizaba los preparativos para la ejecución y se corría la voz de la ejecución pública, los rebeldes terminaban de perfilar los últimos detalles del rescate. Para Ray y Dorian fue como verse de pronto atrapados en mitad de un huracán. Aquella sería la primera vez que participarían en algo similar y el riesgo de que cualquier error los llevaría a una muerte segura les impedía actuar con la rapidez y la confianza de los demás.

Por eso, mientras tomaban posición en la plaza del Arrabal la mañana de la ejecución, las dudas comenzaron a asediar a Ray. ¿Y si habían dejado algún fleco suelto? ¿Y si todo era una trampa del gobierno y los estaban esperando? ¿Y si...?

—¿Todo bien?

La voz de Eden lo arrancó de sus pensamientos y le devolvió a la plaza, donde esperaban entre cientos de ansiosos desconocidos a que comenzara el macabro espectáculo.

—Sí, todo bien —contestó Ray con una sonrisa forzada.

Las cosas entre ellos dos no habían variado mucho en esos cuatro días. De hecho, apenas se habían visto. Cuando Madame Battery no mandaba a Eden a trabajar en el club, ella misma desaparecía por su cuenta para volver a altas horas de la madrugada con nueva información crucial que compartía con el resto a la mañana siguiente. No cabía duda de que era la más comprometida con la causa, y fuera por eso o por el miedo a tener esa conversación, Ray la había ido dejando pasar y ahora el grano de preocupación se había terminado convirtiendo en una montaña que le pesaba como una losa y que lo distraía de lo que de verdad importaba.

La plaza pública de la Ciudadela se encontraba en el Arrabal, dentro de la zona de los leales. Frente a ellos, se erigía la Torre por encima de los demás edificios, tan grande y cercana que Ray se quedó sin habla.

El escenario de las ejecuciones lo habían situado en uno de los extremos de la plaza y lo habían decorado con telas rojas y negras que ondeaban levemente con la suave brisa. Una decena de centinelas hacían guardia encima de la estructura y en los alrededores, evitando que el público se acercara más de la cuenta.

Mientras que los leales, ataviados con sus mejores galas, esperaban a que comenzara el espectáculo en las primeras filas, los moradores soportaban el calor, impacientes, detrás de ellos. Con tanta gente allí reunida, como les advirtieron esa mañana antes de partir en busca de los mejores sitios para el plan, solían ser habituales las peleas y los hurtos, y por eso debían prestar el doble de atención para no ser víctimas de ellos. Tampoco faltaban los mercaderes ambulantes que en las horas previas a la ejecución ganaban una pequeña fortuna vendiendo monóculos, abanicos o aperitivos entre los más de mil ciudadanos allí reunidos.

—¿No deberían haber empezado ya? —preguntó Ray, nervioso—. ¿Qué pasa si al final lo cancelan o...?

—Ray, cállate antes de que alguien te oiga —le interrumpió Eden, con la mirada clavada en el mar de cabezas que tenían delante.

—Disculpa que esté un poco nervioso. A diferencia de vosotros, no suelo boicotear los planes de asesinato de...

No pudo terminar la frase. Con una fuerza inusitada que le pilló totalmente desprevenido, Eden lo agarró del cuello y lo arrastró lejos de donde estaban.

—¡Eh!

—Cállate, estoy evitando que nos maten por tu culpa—siseó la chica, soltándole cuando consideró que se habían alejado lo suficiente.

Ray se masajeó la nuca controlando las ganas de mandarlo todo a la mierda y largarse de allí.

—¿Qué leches te pasa? —masculló.

—¿No me has entendido? La plaza está llena de oídos —contestó la chica, impaciente.

—No, que qué te pasa conmigo.

Eden lo miró sin comprender y después volvió la cabeza al frente, bufando.

—Ahora no, Ray —le advirtió ella.

—Ni ahora, ni ayer, ni mañana... Yo no puedo seguir así. ¿Qué te he hecho para que...?

—¡Ray! —esta vez sí que lo miró, enfurecida—. Estamos trabajando. Este no es ni el momento, ni el lugar.

El chico no se amedrentó. Llevaba tantos días conteniéndose, tantos días obligándose a recordar a la Eden que él había conocido y que parecía haberse quedado fuera de la Ciudadela, que se armó de valor y dijo las palabras que llevaba rumiando desde que llegaron:

—Mira, si no quieres que sigamos juntos, dímelo. Pero hazlo de una vez.

La chica no tuvo tiempo de reaccionar a aquel comentario porque justo en ese momento los abucheos y los silbidos rompieron la calma que había reinado en la plaza hasta entonces. Todo el mundo se dio la vuelta para ver entrar por las calles colindantes a un grupo inmenso de moradores que portaban pancartas y exigían a gritos un juicio justo para el rebelde condenado.

—¡Atento! —dijo Eden.

Los centinelas bajaron en ese momento del escenario y se abrieron camino junto a sus compañeros para sofocar el repentino alzamiento que se había generado. Fue entonces cuando un hombre de barba larga y aspecto desaliñado lanzó una botella de cristal a uno de los soldados y estos sacaron sus porras para perseguir a los manifestantes. La gente echó a correr espantada ante las armas generando la avalancha de caos que los chicos habían esperado.

Era el turno de Ray. Eden había desaparecido entre la marabunta y ahora estaba solo para correr detrás de los centinelas. A contracorriente del resto de los moradores y leales, el chico se abrió paso hasta uno de los puestos ambulantes que se encontró más adelante y de donde cogió una manzana para lanzársela al primer guardia que vio. La fruta golpeó de pleno el lateral del casco del tipo y este se volvió hecho una furia.

Ray se arrepintió al instante del error que acababa de cometer. El hombre era incluso más alto que Aidan y tan ancho como una puerta. En menos de tres zancadas se plantó delante del chico con la porra en alto.

—Mierda... —dijo Ray, antes de echar a correr como si no hubiera un mañana.

Esquivar a la gente que escapaba desesperada sin rumbo fijo era toda una hazaña y, aunque no se atrevía a girarse para mirar atrás, temía que el soldado estuviera a punto de cazarle. Justo en ese momento, una niña pequeña agarrada a la mano de su madre se cruzó en su camino y el chico apenas tuvo tiempo de girar para esquivarla, con tan mala suerte que chocó con otra persona y ambos cayeron al suelo.

Unas manos agarraron a Ray por la camiseta y lo levantaron. De manera automática, el chico tomó impulso y le propinó una fuerte patada en la entrepierna al centinela, que no tuvo más remedio que soltarlo con un aullido de dolor. En cuanto sus pies volvieron a tocar suelo, Ray emprendió la carrera en dirección al callejón sin salida en el que había quedado con Eden, seguido por el guardia que a duras penas podía mantener el ritmo.

La alegría de haber llegado al lugar acordado se esfumó cuando Ray lo encontró vacío. ¿Dónde estaba Eden?

—Maldita rata moradora —escuchó a su espalda, y cuando se giró se dio cuenta de que no tenía escapatoria.

El centinela avanzó hacia él cogiendo cada vez más y más velocidad, pero cuando se encontraba a escasos metros del chico, una figura saltó desde lo alto y cayó sobre él con un grito de rabia. El tipo se derrumbó en el suelo y Eden, sin aguardar un instante, le asestó un golpe seco con la vara de metal que sujetaba entre las manos, dejándolo inconsciente.

—¿En serio? ¿No había ninguno más grande? —preguntó Eden, levantándose.

—Sí, pero no hubieses podido con él —contestó él, con la adrenalina por las nubes.

—Déjate de bromas. ¡Este centinela no nos vale! Nos hace falta alguien más pequeño y delgado.

De pronto escucharon un grito de alerta a sus espaldas y ambos se giraron para encontrarse a un segundo centinela que debía de haber seguido a su compañero hasta allí y con las características que acababa de describir la chica. El tipo, confiado en que podría con ellos gracias a la porra eléctrica, se abalanzó sobre Eden sin esperar la veloz llave que le hizo la chica y que lo dejó inconsciente, como al otro.

—Este nos vale. Ayúdame a quitarle el uniforme.

Tras desnudar al centinela, sacaron de un contenedor cercano una bolsa en la que habían guardado varias prendas con las que vistieron al hombre antes de amordazarlo y guardar su uniforme en el saco vacío.

—Dorian ya debería estar aquí... —dijo Ray—. ¿Qué hacemos en caso de que no aparezca?

—Seguir con el plan —sentenció la chica mientras le apretaba el nudo de la mordaza al centinela.

De pronto se escuchó un disparo en la lejanía.

—Mierda —se quejó la chica—, han empezado con el fogueo. Ayúdame a meterlo en el contenedor.

Una vez lo hicieron, ellos también saltaron dentro y cerraron la tapa de metal. Allí permanecieron, en silencio, escuchando el tiroteo y los gritos de la gente. Al cabo de un rato, los disparos se fueron distanciando más y más hasta que todo quedó en silencio.

Entonces escucharon los pasos. Unos pasos que no se alejaban, sino que cada vez sonaban más cerca. Eden agarró la porra eléctrica del guardia y se preparó para atacar, pero cuando se abrió la tapa y del exterior surgió la cabeza de Dorian, la chica se relajó.

—¿Dónde estabas? —preguntó mientras salían del cubo—. ¿Por qué has tardado tanto?

—Se han complicado un poco las cosas, pero Aidan ya está en posición. Tenemos que darnos prisa.

Ray y Eden sacaron al centinela inconsciente del contenedor y le dieron a Dorian el saco con el uniforme que le habían quitado.

—No podemos llevarle por la calle a rastras. Nos verá todo el mundo —apuntó Dorian.

Eden bajó la intensidad de la porra eléctrica al mínimo y después le dio una pequeña descarga al centinela para despertarle. Cuando abrió los ojos, el joven intentó liberarse, pero maniatado y agarrado como estaba, lo único que podía hacer era gemir con la mordaza cubriéndole la boca.

—Más te vale portarte bien —le advirtió la chica, enseñándole la porra. Después le colocó la bolsa de tela sobre la cabeza y dijo—: vámonos.

Dorian los guio entre la gente avanzando unos pasos por delante de Ray y Eden, que cargaban con el prisionero. De vez en cuando, el clon se detenía, comprobaba que no hubiera seguridad a la vista y les hacía una señal a sus compañeros para que avanzaran. Tuvieron que callejear bastante para evitar las grandes aglomeraciones hasta que llegaron a la puerta de atrás del piso franco escogido. Dorian golpeó tres veces con el puño y esta se abrió.

—Qué rapidez —dijo Aidan, vestido de centinela.

—No como otros... —apuntó Eden.

—Dorian, ven conmigo —le pidió el soldado mientras agarraba al prisionero—. Vosotros dos, volved a la plaza para no levantar sospechas si alguien os ha reconocido.

La puerta volvió a cerrarse y una vez más Eden y Ray se quedaron solos. El chico se paseó en silencio por la estancia y se asomó al agujero de una de las ventanas tapiadas sin ninguna intención de reanudar la conversación que habían dejado a medias. Para su sorpresa, Eden lo hizo por él.

—Lo único que intento es mantenerte alejado de mi pasado. Si supieras todo lo que hice... —la chica suspiró antes de seguir, con voz firme—. No he confiado en nadie tanto como en ti, Ray, por eso no podría soportar que tú también dejaras de mirarme como lo haces ahora.

—Eden —contestó él, acercándose a ella—. No me importa lo que hicieras. Me da igual si fuiste una leal, si fuiste centinela, si tuviste que marcharte para sobrevivir, o si estuviste liada con Aidan...

—Lo estuve.

—Bueno, me lo imaginaba. No estaba seguro, seguro. Simplemente algo me olía... —Eden sonrió al ver la turbación del chico y Ray agitó la cabeza para empezar de nuevo—: Mira, lo que quiero decir es que me importas, ¿vale? Mucho. Más de lo que imaginas. Y me da igual quién fueras hace años. Conozco a la Eden que tengo enfrente.

—No, Ray. Ese es el problema: que no me conoces.

—¡Pues déjame conocerte! No te pongas una máscara conmigo. Allí fuera no la llevabas, ¿por qué tienes que ponértela ahora?

Eden alzó los ojos y su mirada se cruzó con la de Ray. Por un instante, el chico advirtió cómo la frialdad y la seguridad que había intentado demostrar la chica desde que llegaron a la Ciudadela se disipaban para mostrar el miedo y la preocupación que en el fondo la estaban desgarrando por dentro. Sin dudarlo ni un instante, Ray se acercó a ella y la abrazó contra su pecho. Ella, en respuesta, se aferró a su espalda y suspiró. Antes de separarse, Ray le acarició la mejilla y acercó los labios a los suyos para fundirse en el beso que tanto necesitaban ambos.

—Así que nada de máscaras, ¿de acuerdo? —le pidió Ray—. Y solo para que quede constancia. Vale que Aidan es más guapo, pero tendrás que reconocer que yo beso mejor...

Antes de que Eden pudiera llegar a darle una colleja, escucharon una fanfarria en la distancia y decidieron que ya era buen momento para regresar a la plaza.

Cuando llegaron, se encontraron a la gente enloquecida, aplaudiendo y vitoreando con una sed de sangre que aterró a Ray.

En ese instante subió al escenario un hombre que debía de rondar los cincuenta años, vestido con un traje y un pañuelo rojo en la pechera, y el pelo negro repeinado hacia atrás tan brillante y grasiento que el sol despedía suaves destellos mientras giraba la cabeza para saludar a un lado y a otro. A pesar del mal estado de las pantallas holográficas cercanas que retransmitían el acontecimiento en directo, Ray advirtió la sonrisa tan artificial que compartía con los ciudadanos.

—Ahí lo tienes... —le dijo Eden a Ray—. Bloodworth.

—¡Buenos días, gentes de la Ciudadela! —la grave voz del hombre resonó por toda la plaza—. En primer lugar quería disculparme por el pequeño percance rebelde que hemos sufrido hace tan solo unos minutos. Por suerte, gracias a nuestros increíbles cuerpos de seguridad y a vuestra inestimable ayuda, podemos continuar con lo que nos concierne. Pido un fortísimo aplauso para la Guardia Centinela de nuestra amada Ciudadela.

El público gritó aún más fuerte, emocionado, y el hombre asintió, orgulloso.

—Hoy estamos reunidos para poner fin a un nuevo peligro de esta ciudad, para demostrar a los rebeldes que no tenemos miedo de ellos. Como anuncié hace unos días, hemos capturado a uno de los artífices más peligrosos de la amenaza rebelde y, tras un justo consenso entre los distintos miembros del gobierno, hemos dictado sentencia de muerte para Benedict Logan Jackson.

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