Aura

Aura


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Dorian no quería volver allí. Al menos por el momento. Necesitaba distraerse con algo, así que pensó que aquel era el mejor momento para tomarse una copa y decidió entrar en el primer antro que encontró, llamado «El barquero».

El interior de aquel bar era mucho menos glamuroso que el Batterie. Parecía la típica taberna con mesas de madera y asientos acolchados pegados a la pared. El suelo crujía con cada paso que daba y el olor a ebrio inundaba toda la estancia. Solo había un par de personas apoyadas en la barra, refugiadas en su bebida. El camarero, un hombre de más de cincuenta años, limpiaba unos vasos con su propio delantal mientras mascaba la punta de un palillo.

—¿Qué te pongo? —preguntó el camarero. Pero al ver que Dorian no respondía, añadió—: Es a ti, chaval. ¿Qué quieres?

—Em... —dudó, acercándose a la barra—. ¿Qué puedo tomar con esto?

El chico dejó en la barra un par de trones y el camarero le sirvió una pinta de cerveza. Nunca la había probado, pero sabía que la gente lo solía pedir. O al menos eso le decía su cabeza...

Dorian agarró la jarra de cerveza, se fue a una de las mesas libres junto a la ventana y se quedó observando la bebida. Pasó sus manos alrededor de la jarra, sintió las gotas frías en la piel y le dio un fuerte trago sin pensárselo dos veces.

Tuvo que hacer esfuerzos para no escupirla. Aquella era la primera bebida alcohólica que probaba y, desde luego, no estaba nada buena. Tenía un sabor amargo y rancio. No entendía cómo la gente podía beberse aquello hasta saciarse. Aun así, volvió a dar otro largo trago, esta vez obligándose a saborear la espuma que se formaba en el interior de su boca.

Echó un vistazo a través de la ventana y vio cómo la luz de la mañana terminaba de inundar la Ciudadela. Dorian se imaginó a Ray dando el discurso en la punta opuesta de la ciudad, con decenas de miradas puestas en él mientras descubría ante los moradores la magia de su brazalete solar. Y entonces todo el mundo susurraría su nombre, como si de un dios se tratase...

Dorian dio un segundo trago a la cerveza, pero esta vez se le fue por el otro lado y tosió.

La puerta del bar se abrió y entró un hombre con un sombrero de cowboy que fue directo a la barra para pedir su bebida. El desconocido se giró y saludó a Dorian con un gesto del sombrero. El chico lo ignoró y volvió a centrar su atención en el paisaje de la ventana.

—¿No eres muy joven para beber eso? —le preguntó el tipo, que debía de haber tomado su indiferencia como una invitación para sentarse con él.

—No —respondió Dorian, tajante y sin mirarle.

El hombre se rio mientras sacaba del interior de su gabardina de cuero la batería y los electrodos.

—No pareces de por aquí, ¿te has perdido?

Dorian le dio otro trago a su cerveza y no comentó nada.

—¿O es que... te estás escondiendo?

Aquello sí captó la atención del chico, que se volvió para estudiar al hombre. Tenía un rostro afable, acostumbrado a sonreír, y lucía un bigote poblado que movía como un tic mientras encajaba la carga de Blue-Power en la batería.

—Se te nota en la mirada, chico —dijo, concentrado en lo que estaba haciendo—. Soy viejo y he visto a muchos como tú ahogar sus penas en este bar... Y, ¿sabes qué?, la suerte siempre le acaba sonriendo a uno.

—Ya, bueno... Yo no estoy tan seguro de eso —dijo Dorian.

El hombre comenzó a descamisarse, dejando su pecho canoso al descubierto y las marcas de los electrodos.

—¿Quieres que te cuente un secreto? —añadió el hombre mientras sacaba de su pantalón una papeleta—. Hoy es el día en el que puede cambiar tu suerte.

Y puso el boleto encima de la mesa.

—Mire, solo quiero beber tranquilo —respondió Dorian con indiferencia.

—No, no —dijo el desconocido riéndose—. Creo que no me has entendido. Este es el boleto ganador de este año. ¡De la Rifa!

Dorian estudió con más atención el cartón. Aquel tipo era un borracho y un drogadicto. Solo decía bobadas. Era imposible que tuviera el boleto ganador y que además lo supiese.

—Pues buena suerte —respondió.

El hombre terminó de colocarse los electrodos en el pecho y conectó el cilindro azul a la batería, que activó con un pitido agudo de carga.

—Déjame decirte algo, chico —dijo secándose la nariz con la mano—. La suerte solo favorece a los valientes. ¿Quieres cambiar las cosas? Pues deja de huir y llévate este boleto.

—¿Me lo da? —dijo Dorian sorprendido.

—Te doy la opción de que te lo lleves. La otra opción es que te marches y lo dejes aquí, conmigo.

—¿Por qué? —preguntó Dorian sorprendido.

—Porque soy viejo, chico. No me queda nada en esta vida salvo este trasto y unos trones en mi madriguera. Y, qué demonios, me recuerdas a mí cuando tenía tu edad, ¿sabes? —dijo el hombre riéndose entre dientes.

—Me está mintiendo. ¿De qué va todo esto?

—La única forma de saber si digo la verdad es llevándotelo.

Con aquella última palabra, apretó el botón. El cilindro azul se iluminó y la energía viajó hasta su pecho. El cuerpo del hombre se tensó durante unos segundos para después pasar a un estado máximo de relajación y quedar semiinconsciente, con los ojos en blanco y una sonrisa bobalicona en los labios.

Dorian se fijó en el boleto que había dejado sobre la mesa.

Ganar la Rifa le daría independencia absoluta de Ray y del resto. Podría dejar de vivir con ellos y hacer su vida... Pero ¿qué probabilidades había de que el hombre no le hubiera mentido?

«La suerte solo favorece a los valientes».

Y él quería dejar de huir por miedo. Quería ser un valiente.

El chico volvió a mirar al hombre, que seguía con los ojos en blanco, y después acercó su mano al boleto. Observó que el 261113 era el número que figuraba en él. Lo acarició y se lo guardó en el bolsillo antes de levantarse y salir del bar. Por fin se sentía afortunado, y ya fuera por eso o porque había sido la primera vez que alguien en esa ciudad le dedicaba unas palabras amables, decidió patearse el resto de la Ciudadela en busca de otros antros en los que olvidar sus penas.

22

La jornada había ido mejor de lo que ninguno podría haber imaginado. Después de patearse prácticamente todo el Distrito Trónico y visitar el mercado, Eden y Ray habían regresado al Batterie con la sensación de haber hecho un buen trabajo y de haber inflamado en el pueblo las ganas de luchar.

Al principio no había sido fácil hacer que le escuchasen, ni tampoco que le creyesen cuando les mostró el brazalete. Probablemente más de uno se habría ido a casa pensando que se trataba de algún tipo de truco o mentira, o que el gobierno estaba intentando tenderles una trampa. Pero en el fondo, como decía Eden, daba lo mismo: lo importante era que hablasen de ello.

—¡Ya estamos de vuelta! —anunció Ray cuando Madame Battery les abrió la puerta de su despacho.

—¿Cómo os ha ido? —preguntó la mujer.

—¿Habéis visto a Dorian? —intervino Kore.

—¿Dorian? ¿No estaba contigo?

La rebelde miró a Madame Battery antes de explicarles lo que había ocurrido en la rotonda.

—Maldita sea —dijo Ray—. Tenemos que salir a buscarle, puede que le haya ocurrido algo.

—O que les haya ocurrido a otros, teniendo en cuenta su historial... —comentó Madame Battery en voz baja.

Ray ignoró el comentario de la mujer y se dirigió a la puerta.

—No pienso quedarme aquí esperando.

Se dio la vuelta para salir del despacho y se dirigió al bar justo cuando, desde el cristal de la puerta, vio a su clon entrando en el Batterie. Llevaba la cabeza gacha y la camisa entreabierta. Mientras se acercaba con dificultades para mantenerse erguido, Ray advirtió que la pintura de las marcas falsas del pecho se le había emborronado.

Por un instante, creyó que le habían pegado una paliza, pero entonces reparó en la sonrisa bobalicona de su clon y comprendió la verdad. En el tiempo que tardó en recorrer esos metros, el enfado fue apoderándose de Ray y toda la preocupación que se había generado en los últimos minutos la descargó en el empujón que le metió a Dorian contra la pared en cuanto el chico atravesó la puerta del pasillo.

—¿Dónde te habías metido? —le increpó, con la mano agarrándole la camisa desabotonada.

El clon hizo un leve ademán de quitárselo de encima, pero Ray lo sujetó con firmeza y añadió:

—Estábamos preocupados. Íbamos a salir a buscarte.

—¿Ibais? —se limitó a contestar el otro, sin tan siquiera mirarlo.

—¿Estás borracho? —le preguntó, al advertir el aroma inconfundible del alcohol en su aliento.

En ese instante volvió a abrirse la puerta del despacho de Madame Battery y las tres rebeldes salieron de allí.

—¿Se puede saber dónde te habías metido? —preguntó también Kore—. He perdido todo el maldito día dando vueltas por la Ciudadela. ¿Qué mosca te ha picado?

Dorian cerró los ojos, como si le doliera la cabeza por culpa de lo alto que estaban hablando todos, y Ray le dio un empujón antes de soltarlo.

—¿Sabes que el Blue-Power no nos sirve a nosotros? —dijo el clon con la voz pastosa, abriéndose un poco más la camisa para señalarse el pecho.

—Señor bendito... —masculló Madame Battery, con los ojos en blanco—. Bajadlo y dadle una buena ducha. Y después llevad su ropa a Berta. Apesta. Y a ti, Kore, te quiero vestida y bailando en diez minutos.

Dicho esto, apartó a todos de su camino y se dirigió a la barra para atender a la clientela.

—¿Crees que todo esto es una broma? —se le encaró Ray en cuanto la mujer desapareció—. ¿Has intentado drogarte y, como no funcionaba, has optado por provocarte un coma etílico?

El chico se encogió de hombros con gesto inocente y Ray lo agarró de la axila para arrastrarlo escaleras abajo. Eden y Kore los siguieron hasta los baños, donde Ray abrió la llave de las duchas y empujó a su clon bajo ellas. El chico intentó mantener el equilibrio pero terminó escurriéndose y cayendo de rodillas junto a la pared con un grito que se transformó en una carcajada.

Ray lo miró entristecido y enfadado, incapaz de reconocerle. ¿Qué había ocurrido en los últimos días para que hubiera cambiado tanto? Por mucho que repasaba los acontecimientos una y otra vez no daba con una respuesta clara. Las chicas lo esperaban en la puerta cuando salió.

—No se ahogará ahí dentro, ¿no? Porque como muera otra persona en el local, Battery nos echa. Esta mañana hemos encontrado a un adicto en la puerta de...

—Kore, ¿qué ha pasado esta mañana para que Dorian se largase? ¿Habló con la gente? ¿Lo insultaron?

—No le insultaron, no. ¡Porque tampoco les dijo nada! Se largó antes de pronunciar ni media frase y por mucho que intenté convencerle, no sirvió de nada. El chico está loco, asumámoslo de una vez.

Eden se acercó a Ray entonces y le agarró del brazo para reconfortarle.

—Deberías hablar con él cuando se relaje.

—¿Hablar con él? —preguntó Ray, separándose—. ¿Y qué le digo? ¡Si no le reconozco!

—No, Ray. Lo que pasa es que no le conoces. Ni tú ni ninguno de nosotros. Hemos cometido el error de creer que sí, y la realidad nos demuestra una y otra vez que nos hemos confundido. Sin embargo, creo que al único al que podría escuchar es a ti.

Ray suspiró, con el cansancio acumulado de todo el día sobre los hombros, ahora que la adrenalina se disipaba de su organismo, y asintió.

—Haced lo que queráis, pero no podemos permitirnos tener a alguien así en el equipo —dijo Kore—. Así que os pido que, si creéis que Dorian no está a la altura, lo digáis y toméis las medidas oportunas.

Dicho esto, la rebelde se alejó por el pasillo en dirección al camerino.

—Hoy no puedo hacerlo... —le dijo Ray a Eden, impotente—. De verdad que no puedo. Tengo miedo de saltar a la mínima que me diga. Dios, siempre he soñado con tener un hermano... o al menos tengo ese recuerdo. Y ahora que Dorian está aquí, siento que..., que tengo que cargar con un peso que no me pertenece. No sé si me explico.

—Perfectamente —le dijo Eden—. Y tienes razón. Tampoco creo que Dorian sea capaz de escucharte en su estado. Mira, tal vez después del día que hemos tenido nos merezcamos algo distinto.

—¿Y Dorian...? —preguntó el chico, mirando hacia el baño y advirtiendo que el agua había dejado de sonar.

—Olvídate de Dorian. Estará bien y esta noche quiero que sea para nosotros...

Y tirando de su mano, recorrieron el pasillo, subieron las escaleras y salieron a la noche de la Ciudadela.

Las lágrimas de sus ojos se mezclaban con el agua que se escurría por la frente. Tenía frío, ahí acurrucado en el suelo del baño, con la ropa empapada y tan pesada que parecía un cepo en el que se sentía atrapado.

No podemos permitirnos tener a alguien así... No está a la altura... Tengo que cargar con un peso que no me pertenece... Olvídate de Dorian...

Dorian lo había escuchado todo. A pesar de su embriaguez y de no quererlo, había oído hasta la última de aquellas palabras que ahora se deformaban en su memoria como las máscaras de un carnaval. No se había equivocado. Él no pertenecía a ese lugar, y tampoco podía ser la persona que los demás querían que fuese.

Con manos temblorosas, metió la mano en el bolsillo del pantalón y de él sacó el número de la Rifa que aquel viejo borracho le había entregado. Nunca había creído en los milagros. En el poco tiempo que llevaba allí, la vida tampoco le había dado motivos para creer en ellos. La única vez que había estado cerca de admitir que se había equivocado fue cuando conoció a Eden y a Ray, pero una vez más todo se había transformado en una pesadilla. Quizás hubiera personas que no estuvieran destinadas a ser felices para que otros sí lo fueran. Tal vez él fuera uno de ellos.

O tal vez no, pensó, acariciando la papeleta plastificada. A lo mejor el borracho le había dicho la verdad y esa papeleta era la ganadora. Sin poder evitarlo, se rio de lo absurdo que sonaba incluso dentro de su cabeza. De entre los miles de boletos repartidos, tenía en su mano el ganador. Seguro, pensó con sarcasmo.

Pero como se había decidido a creer en los milagros al menos una vez más, no lo tiró a la papelera al salir del cuarto de baño, tambaleante, sino que fue hasta la habitación, lo escondió debajo de su colchón y después se quitó toda la ropa antes de meterse desnudo bajo la manta, soñando con ese futuro perfecto... y desconocido.

—¡Esto está buenísimo!

Ray le dio un nuevo mordisco al bocata que acababa de comprarle Eden y cerró los ojos para disfrutar de todo el sabor. Después de tantos días comiendo solo lo que Berta cocinaba, aquel mejunje de carne, lechuga, tomate y no sabía qué más cosas le estaba sabiendo a gloria.

—En serio, ¿qué es?

—Rata —contestó ella, pero antes de que el chico llegara a escupir la comida, se echó a reír y dijo—: ¡Es cerdo, bobo!

Ray logró controlar la tos que le había entrado y tragó.

—Pues menos mal, porque no sé si habría sido capaz de tirarlo. Esto es mejor que una hamburguesa. O, mejor dicho, que el recuerdo que tengo y que en realidad no es mío...

—Tu recuerdo, Ray —dijo la otra, después de darle un sorbo al zumo que habían comprado—. Es tu recuerdo. No te tortures pensando constantemente que en realidad son recuerdos de otra persona. Los sientes tuyos, ¿no?

—Sí.

—Pues eso es lo que importa. Como sigas por el otro camino, acabarás volviéndote loco.

Ray se guardó el consejo y siguió devorando el bocata mientras paseaban por el mercado. Eden le había prestado una gorra que llevaba calada hasta los ojos para que no le reconociera alguien que le hubiera escuchado hablar por la mañana.

La noche en la que habían ido a visitar a Diésel aquella zona de la ciudad ya se había dormido; sin embargo, en ese momento refulgía de vida bajo los farolillos que colgaban de una carreta a otra y las bombillas y lámparas que iluminaban algunos de los puestos.

También había música. Un poco más adelante, se encontraron a un trío que interpretaba una divertida canción con instrumentos construidos a base de chatarra. Ray se detuvo delante de ellos y se sumó a la gente que acompañaba la melodía con las palmas hasta que, de repente, en un arrebato, se giró hacia Eden y la sujetó de una mano y de la cintura para hacerla girar entre carcajadas. Claramente, ninguno de los dos tenía idea de cómo llevar el compás y enseguida el chico se descubrió siguiendo el ritmo de ella. A los otros moradores que se apiñaban a su alrededor pareció gustarles la idea y un instante después varias parejas los imitaron con mucha más gracia.

Cuando la música concluyó, y aún entre carcajadas, Eden lanzó un par de trones a la gorra que habían colocado delante de ellos y siguieron caminando.

—No te imaginas lo que necesitaba esto —le confesó Ray—. Y pensar que el mundo una vez fue así siempre..., con gente paseando y divirtiéndose y esperando el fin de semana. Con las responsabilidades que uno quisiera ponerse y sin revoluciones ni esta esclavitud ni..., perdona, que empiezo a hablar sobre ello y no paro —añadió, con una sonrisa tímida.

—Me encanta que lo hagas —contestó Eden—. Y deberías agradecer tener todos esos recuerdos tan claros y tan nítidos. Aunque no los consideres tuyos, lo son. Yo daría lo que fuera por poder evadirme de esta realidad aunque solo fuera durante un instante.

—Si quieres, puedo seguir contándote más cosas.

Ella le miró y sonrió.

—¡Estás tardando!

Y Ray lo hizo. Durante el resto del camino, mientras Eden dirigía la marcha por las calles y callejuelas de la Ciudadela, Ray escarbaba en su memoria para hablarle de cómo había sido su vida en Origen, los viajes que había hecho con sus padres, de Smeagol y hasta de los restaurantes que más le gustaban cuando era un niño. También le habló de Zack, y aunque sabía que en realidad él no lo había conocido, sintió una pena inmensa al recordarle. Y cuando creía que no quedaba mucho más que contar, empezó a hablarle sobre los detalles aparentemente más insignificantes de aquella vida: de los programas de televisión que veía, de sus vecinos e incluso de política, con lo poco que le había interesado en ese momento.

Porque todo dejaba de importar cuando miraba a Eden y la veía tan fascinada, preguntando por unas cosas y por otras, por minucias que en realidad no eran minucias sino que le habían otorgado todo el sentido del mundo a ese tiempo ya lejano.

Sin darse cuenta, habían llegado a la inmensa pirámide de cristales negros que una vez fue el Hotel Luxor.

—Antes había una luz que salía de la cúspide hasta el cielo y se decía que podía verse desde el espacio —dijo Ray.

—¿Quieres subir?

Ray alzó la mirada y después preguntó:

—¿A...arriba? Tengo un poco de miedo a las...

—Ven, sígueme. Merece la pena, confía en mí.

Sin muchas más opciones, el chico fue tras Eden hasta una de las esquinas de la pirámide. Allí, la chica se encaramó a una escalera de mano en la que Ray no había reparado y comenzó a trepar por ella.

—Cuando yo vine de niño, eso no estaba ahí —dijo el chico.

—Lo sé —contestó Eden—. La puse yo.

Y ofreciéndole la mano, le ayudó a comenzar a escalar la pendiente. Ray no quiso mirar hacia abajo. Tampoco tenía motivo: la Ciudadela se desplegó ante ellos con toda su magnificencia a cada metro que ascendían. Cuando llegaron a la punta, Ray estaba agotado y el viento soplaba con fuerza, así que se sujetaron a la barandilla que había allí, sobre una diminuta plataforma en la que apenas cabían los dos juntos y abrazados.

—¿A que no te da miedo, Duracell? —le preguntó Eden, en un susurro.

—No —contestó Ray, sonriendo al escuchar de nuevo su mote después de tanto tiempo.

Y era verdad. El espectáculo de luces y sombras, la imagen del mercado y la muralla alrededor de toda la Ciudadela le dejó sin aliento.

—Solía venir con Samara aquí de vez en cuando. Me la cargaba a la espalda cuando era más pequeña y cenábamos viendo las estrellas e imaginando las historias de la gente que paseaba a nuestros pies.

El chico sonrió y giró sobre sí mismo para poder abrazarla de frente.

—¿Y qué habrías imaginado de mí si me hubieras visto entonces?

—¿De ti? Mmmm... Pues que serías un valiente patoso...

—Pero un valiente patoso muy guapo.

—¿Desde esta altura...? —él frunció el ceño y ella se rio—. Sí, claro, guapísimo. Eres un valiente guapo y un patoso salvavidas.

Ray se rio entre dientes, mientras ella le pasaba la mano por la cabeza.

—Yo no le he salvado la vida a nadie.

—Me la has salvado a mí —contestó la chica, y le atrajo hacia sí para besarlo.

Ray cerró los ojos y se olvidó hasta de la altura que le separaba del suelo. Pero entonces Eden se detuvo e inclinó la cabeza para mirar hacia atrás.

—¿Qué sucede? —preguntó Ray, dándose la vuelta.

Y entonces lo vio: a lo lejos, alrededor de la Torre, había surgido una luz que antes no estaba.

Eden, a toda prisa, sacó unos prismáticos de la riñonera y los dirigió hacia allí.

—Están... construyendo algo —dijo, mientras calibraba las ruedecillas del aparato para acercar la imagen—. No puede ser...

—¿Qué es? ¿Qué pasa? —preguntó Ray, nervioso.

Ella le devolvió los prismáticos mientras decía:

—Es una especie de valla gigante...

—¿Y la están levantando ahora? ¿En mitad de la noche?

—Compruébalo tú mismo —y le señaló el lugar—. Maldita sea, esto no tiene buena pinta. Tenemos que avisar a los demás. ¡Si se han enterado de nuestros planes y protegen la Torre de esa manera, no tendremos posibilidad de entrar!

Ray se quedó unos segundos más observando el panorama hasta que le vino a la mente una idea. O, mejor dicho, una persona. Después le devolvió el aparato a la chica y dijo:

—Puede que por tierra no. Pero sí por aire.

23

Aquella vez la música que sonaba en el despacho de Bloodworth no provenía de uno de sus instrumentos, sino de la librería musical de su ordenador. Las melodías que había recopilado y seleccionado le ayudaban a revivir los años antes de la guerra.

Mientras escuchaba el Canon de Pachelbel, Bloodworth terminaba de recolocarse el traje que había escogido para visitar el nuevo complejo. Aquello no era algo que sucediera todos los días, y tenía que recordarles a los que había dejado atrás quién seguía al mando. No confiaba en nadie más que en sí mismo para aquella labor tan delicada.

Por eso debía hablar con cautela. A pocos días de que llegara Acción de Gracias, el altercado rebelde había enturbiado los planes de Richard con todo el problema de la ejecución fallida de Logan y el encarcelamiento del centinela rebelde.

Aparte, necesitaba aclarar la duda de cómo era posible que un clon de Ray Harper hubiera cruzado los muros de su ciudad. Durante unos días creyó que lo había imaginado, que debía de tratarse de un error. Pero después de revisar segundo a segundo todo el metraje de las cámaras de seguridad durante la ejecución, lo había encontrado. Estaba allí, y eso era un problema.

Richard Bloodworth se metió en el ascensor privado y colocó el dedo sobre el lector de huellas dactilares. Cuando el escaneado confirmó su identidad, las puertas se cerraron y el ascensor descendió los más de 350 metros que separaban la Torre del suelo hasta llegar a las instalaciones subterráneas. Allí, le esperaba un tren de alta velocidad cuyos raíles conectaban la Ciudadela con el nuevo complejo.

El tren, que tenía forma ovalada, cristales tintados y no más de cincuenta plazas, arrancó de manera automática en cuanto Bloodworth se subió y tomó asiento. En apenas cuarenta minutos, la máquina recorrió los cerca de 160 kilómetros que separaban ambas estaciones y, cuando bajó, había una mujer trajeada esperándole en el andén con una sonrisa.

—Señor Bloodworth, es un placer verle de nuevo —dijo, tendiéndole la mano.

—Lo mismo digo, Susan. ¿Cómo van las cosas por aquí?

—En orden y a tiempo —dijo ella mientras emprendía la marcha—. ¿Todo bien ahí fuera?

—Sí. Esta es solo una visita rutinaria —mintió.

La mujer avanzaba con brío por los pasillos subterráneos del complejo. La estructura de la metrópoli subterránea no era muy distinta a la de su ciudad hermana. La única diferencia radicaba en su tamaño, pues era más pequeña y carecía de tantas zonas de ocio. Pero la filosofía era la misma: las primeras plantas se habían destinado a las viviendas de los residentes, mientras que en el núcleo y en los pisos inferiores se encontraban los laboratorios y las oficinas de gestión del complejo.

Susan condujo a Bloodworth hasta una puerta. Allí se detuvo y le dijo:

—Hemos llegado. Le aviso que no está en sus cabales.

—Nunca lo ha estado.

—Cuando termine, salga y toque este timbre de aquí. Vendré a buscarle —añadió—. Que tenga suerte.

Bloodworth abrió la puerta de la sala en la que había un hombre vestido de blanco, sentado y esposado a una mesa.

—¡Ah, Richard, viejo amigo! Tantísimos años sin saber de ti...

—Hola, Ray.

Bloodworth avanzó hasta la silla que había delante del científico y se sentó. Ya le habían avisado, pero ver a Ray con aquella barba desaliñada y esa mirada febril le afectó más de lo que nunca reconocería.

—Te veo bien, Richard.

—Siento no poder decir lo mismo de ti —contestó él.

Ray se encogió de hombros.

—El exceso de trabajo es lo que tiene, supongo.

—No, tu obsesión por el trabajo es lo que te ha llevado a esto.

El otro asintió, sin darle ninguna importancia, y Bloodworth tuvo que recordarse que debajo de aquella mirada ahogada en la demencia se encontraba ante uno de los científicos más brillantes que había entrado nunca en el complejo.

—Por Dios, Ray. ¿Cómo has acabado así?

—Es el precio de la cura —confesó—, pero tú tampoco me creerás.

—No he venido a juzgarte.

Según los informes, Ray no estaba acostumbrado a recibir visitas. Desde que le capturaron en el complejo días atrás, solo había tenido trato esporádico con algún miembro del gobierno y con los celadores que lo alimentaban y duchaban. Él no había querido saber nada del asunto.

Lo habían acusado del asesinato de Sarah, su antigua compañera de laboratorio. No obstante, el hombre negaba, con el mismo tono tranquilo con el que solía hablar, que él hubiera tenido nada que ver con su muerte, a pesar de asegurar que Sarah le había robado la solución de la vacuna antes de desaparecer.

—¿Qué es lo que quieres, Richard? —preguntó Ray.

—Respuestas acerca de la cura. ¿Cómo la conseguiste? ¿Qué es lo que nos faltaba?

Ray giró lentamente la cabeza y dejó ver la cicatriz que lucía bajo la nuca.

—Nuestra esencia —dijo.

Bloodworth sintió un escalofrío al escuchar de sus propios labios lo que ya había leído en los informes. El alma, la moral de los nanobots... No podía creerse que aquello fuera verdad, que hubiera llegado tan lejos. Y aun así...

—No es la cura lo que te preocupa, ¿verdad? —le preguntó Ray.

Bloodworth tragó saliva y dijo:

—¿En qué sujeto empleaste la vacuna?

La leve sonrisa que se dibujó en los labios del científico le confirmó que sabía de lo que le estaba hablando.

—Así que le has visto. A mi clon.

Y con aquella sencilla respuesta, todas sus sospechas se confirmaron.

—Hace unos días me pareció reconocer a un chico entre la multitud. Sabía que me sonaba de algo. No es fácil olvidar a la persona que se sentaba a nuestro lado en los autobuses blindados que nos llevaron al complejo.

—O sea que está en tu Ciudadela...

El tono de indiferencia que empleó parecía ocultar una burla a él y a todos los que estaban en el poder.

—Ray, esto no es un juego. Que una persona totalmente sana se pasee por un mundo en el que todos los humanos dependen de baterías es peligroso. Muy peligroso. Y puede echar a perder todo lo que hemos construido.

—Lo que habéis construido —le corrigió Ray, sin levantar un ápice la voz—. O debería decir lo que has construido. Yo no formo parte de esto. Me opuse a ello, ¿lo recuerdas? Os dije que, tarde o temprano, encontraría la forma de volver a salir ahí fuera sin baterías de por medio y lo he hecho. Os advertí que era una locura condenar a nuestra especie de esta manera.

—Es gracioso que me hables tú de locura.

Ray guardó silencio durante unos instantes, para después recolocarse en su asiento y acercarse al gobernador.

—Aún estoy esperando que me digas qué necesitas de este loco, Richard.

—Que me confirmes que tu experimento es real.

—Oh, son reales. Muy reales.

Bloodworth fue a asentir cuando asimiló sus palabras.

—¿Son? ¿Cuántos hay?

—Hay dos clones con mis genes.

—¿Iguales? ¡¿Y ninguno depende de baterías?!

—Es posible.

Aunque había sido advertido, la pasividad e indiferencia con la que Ray se expresaba comenzaban a sacar al gobernador de quicio.

—¡Deja de jugar conmigo, Ray! —le ordenó, golpeando la mesa.

—¿Por qué estás tan preocupado, Richard? ¿Es que acaso mis experimentos están en el bando que no te conviene?

Bloodworth guardó silencio, mientras apretaba fuerte los puños, intentando controlarse para no agarrar el cuello del científico y golpearle hasta que quedara inconsciente.

—Deduzco, pues, que los rebeldes de tu Ciudadela saben que escondéis algo, ¿es así? —insistió Ray con cierto regocijo.

Sin poder soportarlo más, Richard se levantó y agarró a Ray por la camisa.

—Escúchame, pedazo de psicópata. Todo esto es por tu culpa. Si no hubieras hecho esos experimentos, ahora no estaría aquí intentando solucionar este problema de última hora. Y te juro que si no me dices cómo dar con ellos, ordenaré que te maten. Esta vez definitivamente. Así que habla de una maldita vez.

Cuando Bloodworth soltó a Ray, este dijo:

—Quiero el indulto. Sabes que no estoy loco, que los experimentos funcionaron. Y que no maté a Sarah.

—Eso aún está por demostrar —contestó.

—Si quieres que te ayude, me ofreceréis el indulto. Y a uno de los clones. Vivo.

Richard meditó la oferta del científico y terminó por acceder: al fin y al cabo, era el único que sabía cómo manipular aquella fórmula y pronto necesitarían más vacunas.

—De acuerdo. Tienes mi palabra.

—Bien. Entonces tienes que ser sincero conmigo y contarme todo lo que no sé.

Richard le habló del altercado con Logan y del centinela rebelde al que habían capturado que sabía la verdad sobre los brazaletes solares y lo que habían planeado para Acción de Gracias.

—¿Acción de Gracias? —preguntó Ray—. ¿Vais a concluir la cuarta fase en Acción de Gracias?

—Así es —confesó Bloodworth—. Por eso quiero erradicar este problema cuanto antes.

Richard le explicó entonces su plan relacionado con la Rifa y con la enorme valla eléctrica que estaba terminando de levantar alrededor de la Torre para protegerse de las protestas que pudieran surgir.

—Uno tiene mi nombre —dijo el científico, cuando lo escuchó todo—. Al otro le llamé Dorian. Posiblemente, el líder sea el que responde al nombre de Ray y es del que más te tienes que preocupar.

—¿Y cómo llego hasta él? ¿Cómo le borro del mapa antes de que sea demasiado tarde?

—Enfrentándolos.

Richard pensó que el científico le estaba tomando el pelo.

—¿Cómo dices?

—Enfrenta a Dorian y a Ray. Abre una brecha entre ellos. De esa manera evitarás que lideren la revolución rebelde.

—¿Y cómo sabes que eso funcionará?

—Porque no dejan de ser iguales que yo.

Samara terminó de escribir las señas del remite en el paquete y lo guardó en uno de los bolsillos de su chaqueta. Después corrió al espejo y, mientras se peinaba el cabello oscuro, advirtió las raíces claras. Tendría que darse una nueva capa de tinte pronto, y apenas le quedaba del último envío de Diésel.

Aún recordaba lo brillante y rubio que había sido su pelo en el pasado y lo mucho que le gustaba. Pero ese había sido el menor de los sacrificios que tuvo que hacer para seguir viva y ocultarse en la mismísima Torre. Echaba de menos las madrigueras, a las gentes de la Ciudadela, jugar con otros niños en las calles del Barrio Azul... Y sobre todo, echaba de menos a Eden. No había día que no pensara en ella. Pero también sabía que se sentiría muy orgullosa sabiendo todo lo que estaba haciendo por los rebeldes, y eso la motivaba cuando sus fuerzas flaqueaban o no le encontraba el sentido a su labor.

Dos años habían pasado desde la última vez que había abandonado la Torre. Dos años sin hablar con nadie del exterior, exceptuando a Jin o Diésel cuando traía pedidos a las cocinas. Sin embargo, cada vez que Bloodworth se reunía con alguno de sus generales o le escuchaba tocar el violonchelo para descargar su ira, ella se sentía triunfante. Y en días como aquel, en los que su valentía podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte, tan útil que apenas podía ocultar su sonrisa.

Faltaban cinco minutos para que fuera mediodía y que el servicio postal recogiera el correo de la Torre para distribuirlo por la Ciudadela, y ella tenía que hacerle llegar el suyo a Madame Battery. Le hubiera gustado poder adjuntar algún tipo de nota, pero cualquier mensaje, por muy cifrado que fuera, pondría en peligro a todo el mundo y no podía arriesgarse.

Samara salió de su habitáculo y se dirigió al servicio de mensajería. Daba gracias de no estar viviendo en lo alto de la Torre con Bloodworth porque, si no, bajar hubiese sido toda una odisea. En tres minutos los envíos comenzarían y aún tenía que recorrer dos pasillos más hasta llegar a la oficina. Llegó un minuto antes de que dieran las doce. Cuando sonó la campanada, un hombre con un carrito salió de la oficina y avanzó por el pasillo. Samara, sigilosa, se acercó para introducir el paquete en la cesta que llevaba y acto seguido regresó corriendo a su lugar de trabajo.

Ahora el destino de la Ciudadela estaba en manos de aquel desconocido mensajero.

24

Una noche. Eso fue todo lo que el gobierno había necesitado para levantar entre la Torre y el resto de la Ciudadela una doble valla más alta incluso que los edificios de alrededor.

Desde el amanecer, los rebeldes habían ido llegando al Batterie para informar de las novedades que habían logrado recopilar, tanto de las fuentes oficiales como de los obreros implicados en su construcción. Medía cerca de treinta metros y estaba vigilada por centinelas que patrullaban tanto el interior como el exterior. No obstante, la peor noticia de todas la trajo Diésel: estaba electrificada. Según los rumores, el gobierno lo hacía por la Rifa, y no por el inminente ataque rebelde. A diferencia de otros años, los disturbios entre la población por culpa de los boletos se habían convertido en un problema sin precedentes; así pues, en teoría, para proteger al ganador y a la élite de la Ciudadela, habían tenido que tomar medidas extremas.

Eden apenas había descansado. Junto con Ray, había sido la encargada de explicar lo que habían visto y movilizar a todas sus fuerzas para investigar. Después, rendidos de todo el día pateándose la Ciudadela, habían acabado durmiendo en su habitación. Darwin los había despertado a media mañana para informarles, con pesar, de todo lo que habían descubierto.

—Estamos arriba reunidos. Os necesitamos.

Al pasar por delante de la habitación donde dormía Dorian, Ray se detuvo y llamó con los nudillos.

—Déjale que descanse —le dijo Eden.

—También debería estar ahí arriba —contestó el otro.

La chica torció el gesto.

—¿Crees que hace falta?

El chico se asomó al cuarto y, al ver a su clon tirado en la cama, decidió no molestarlo y subir con los demás.

El despacho de Madame Battery estaba atestado. Logan se había sentado en el diván, junto con Jake, mientras la mujer se paseaba de un lado a otro dando caladas a su largo cigarro. Kore parecía una sombra, con la mirada perdida, el pelo lacio y apoyada contra la pared sin hablar con nadie. Por su parte, Diésel estudiaba con interés los libros que cubrían uno de los muebles cercanos al escritorio.

—Necesitamos encontrar una solución inmediatamente —decía la mujer en ese instante—. El plan lo requiere y los rebeldes me la exigen. Habrá que decidir si merece la pena seguir adelante con todo o por el contrario...

—¿Por el contrario, qué? —la interrumpió Kore, fulminándola con la mirada—. ¿Dejamos que Bloodworth acabe con Aidan? ¿Eso es lo que propones?

—¿Tú has visto esa monstruosidad que han construido, niña? Si intentamos acercarnos, nos volarán la cabeza. Esta misión ha pasado de ser arriesgada a ser un puñetero suicidio, y yo me niego a mandar a mi gente allí.

—¿Tu gente? —le espetó la rebelde—. Si de verdad te importara tu gente, no tomarías las decisiones sola.

Darwin se acercó a la chica.

—Kore, Battery tiene razón, ¿cómo vamos a llegar a la Torre con esa valla? Aunque lográramos acercarnos lo suficiente, escalarla sería imposible.

—En realidad la gente está esperando lo contrario —intervino Diésel, con su voz grave—. Nadie se cree que la Rifa sea la razón por la que han levantado esa protección. Esta mañana de lo único que se oía hablar en el mercado era de los rebeldes y de ti —añadió, señalando a Ray.

—¿De mí? ¿Tan rápido se ha corrido la voz?

—En realidad nadie conoce tu nombre, solo hablan del chico con el brazalete solar, pero saben que la razón por la que se protegen tanto es para que nadie pueda entrar a robarles el invento.

—¿Y eso cambia algo la situación actual? —preguntó Madame Battery.

—¡La cambia completamente! —respondió Kore.

—Sí, en que, en lugar de treinta, serán tres mil los que podrían acabar chamuscados en la valla. ¿Estás dispuesta a cargar con la culpa de un genocidio? Porque yo no.

Kore iba a responder una vez más cuando Ray se le adelantó y le puso una mano en el hombro para que le dejara hablar a él.

—¿Y si pudiéramos atravesar la valla? El plan seguiría adelante, ¿no?

La mujer soltó una risotada cargada de sarcasmo.

—Bueno —dijo Darwin—, aún tendríamos el problema con los centinelas que la protegen. No creo que las pistolas que llevan sean de juguete...

—Pero, bueno, ellos no dejan de ser iguales que nosotros, ¿no? —preguntó Eden—. Me refiero a que, aunque sus superiores lleven brazaletes solares, ellos siguen estando tan desprotegidos como nosotros. Solo hay que hacerles ver que estamos en el mismo barco.

—¿Y crees que nos van a escuchar? —se burló Battery—. ¿Vas a ser tú quien se atreva a ir a hablar con cada uno de ellos para contarles la situación, Eden? Solo hace falta que te equivoques con uno para que te liquiden ahí mismo. Además, maldita sea, ¿de qué estamos hablando? La valla sigue ahí y seguirá ahí hasta que les dé la gana. Si es que la quitan, claro. Fin de la historia.

Ray se plantó delante de ella.

—No, fin de la historia no. Conozco a alguien que podría ayudarnos a cruzar al otro lado.

—¿Tú conoces a alguien? Por favor, no me hagas reír...

—De verdad. Solo tendría que salir de la Ciudadela unos días y...

—¿Salir? ¿Qué pasa? ¿Se os quedó por el camino algún rebelde rezagado?

—Es un cristal.

Madame Battery estaba preparada para soltar otra carcajada, pero la risa se le atragantó al escuchar aquello, y como los demás, lo miró como cuando descubrió el secreto de su corazón.

—Lo que me faltaba por oír...

Eden se acercó a Ray.

—Es cierto, Battery. En nuestro viaje allí fuera, conocimos a un grupo de cristales que podrían ayudarnos en esto. Ellos podrían cruzar volando al otro lado de la valla y...

—Espera —la interrumpió Logan—, ¿desde cuándo los cristales pueden volar?

—No es que vuelen de verdad. Tenían una especie de alas artificiales que les permitían planear y elevarse.

—Tenéis que confiar en mí —insistió Ray—. Iré a buscarlos mientras vosotros organizáis a los rebeldes desde aquí.

—¿Me estás diciendo que quieres traer a los cristales a la Ciudadela? ¿En serio? —masculló Battery—. Estás loco.

—A mí no me parece mala idea... —dijo Darwin, ganándose una mirada llena de reproche por parte de la mujer—. ¿Qué perdemos por intentarlo? Kore y Diésel tienen razón: hemos empezado una revolución. Terminémosla. La gente está esperando nuestra señal para unirse. La situación se ha complicado, pero si ahora retrocedemos y nos rendimos, no volveremos a estar tan cerca de lograr el cambio.

Todos aguardaron expectantes la respuesta de Madame Battery y cuando esta se dio por vencida y dio su aprobación, también todos recuperaron la esperanza.

—Partiré hoy mismo —dijo Ray—. Tardaré varios días en llegar hasta allí, pero si me doy prisa, creo que...

—¡Voy contigo!—exclamó Jake, levantando el brazo—. Soy el que mejor conoce los caminos del exterior. Además, podríamos ir en el jeep, ¿no, Darwin?

—No será necesario —dijo Eden—. Iré yo.

Ray se mordió el labio antes de contestar.

—Pues..., de hecho, creo que es mejor que te quedes aquí tú, Eden. Te van a necesitar —añadió, antes de que pudiera contestar ella.

—Y a ti no te necesitan, ¿no? Déjate de bobadas, voy a acompañarte.

—Escucha, tú has sido centinela.

—Sí, y mira cómo acabé con ellos. No me tienen mucha estima. ¿Crees que me van a escuchar si les cuento nuestro plan?

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