Aura

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—Desde luego tendremos más posibilidades que si lo hacemos cualquiera de nosotros —se sumó Darwin—. Creo que es buena idea que sea Jake quien vaya con él.

—¡Sí! —exclamó el joven, y Eden, sin contar con el apoyo de Ray, optó por no insistir más.

Ray procedió entonces a contarles lo que sabían sobre los cristales y su líder, Gael; la verdad sobre la naturaleza de las criaturas, que algunos solo conocían por las leyendas que circulaban por la Ciudadela, y la razón por la que habían decidido ayudarles en el pasado. Luego, Darwin trajo un mapa de los alrededores en el que habían marcado las nuevas rutas que su hermano pequeño había ido descubriendo en sus expediciones, incluyendo lo que creían que debía de ser sin duda el segundo complejo.

—Durante una de las primeras misiones fuera de la Ciudadela, conseguimos hacernos con dos jeeps de los hombres de Bob —explicó el rebelde—. Uno lo usamos hasta que se rompió el motor; el otro lo guardamos cerca de aquí para utilizarlo en situaciones de emergencia.

—¿Y tiene combustible? —preguntó Ray.

—Y dos bidones más de gasolina dentro, sí —contestó Jake—. Si salimos mañana con la primera luz del alba, pasaremos más que inadvertidos e igual al día siguiente podemos estar de vuelta.

—Pues no se hable más —respondió Ray.

—¿Y qué haremos mientras tú no estés? —preguntó Kore—. ¿Podrás convencer a Dorian para que esta vez sí haga su trabajo?

—Iré a hablar ahora con él y a hacer mi mochila —dijo Ray.

Se acercó para darle un beso rápido a Eden, pero ella se apartó levemente y bajó la mirada. De haber sido en cualquier otro momento, el chico le habría pedido que le acompañase a hablar fuera, pero el tiempo apremiaba y sabía que a Eden se le pasaría.

Dorian estaba ya despierto y vestido cuando Ray entró en el cuarto.

—¿Qué tal la resaca? —le preguntó su clon, cerrando la puerta tras él.

—Mal. Me duele todo —confesó.

—Es normal. Las borracheras siempre son... Bueno, de hecho, no tengo ni idea de cómo son: de los dos, tú has sido el primero en pillarte una.

El chico advertía los esfuerzos de su clon por intentar rebajar la tensión que había entre ambos, pero los recuerdos del día anterior seguían demasiado presentes en su memoria. El alcohol, a pesar de lo que había creído la noche anterior, no había ayudado lo más mínimo a disolverlos o a hacerlos más tolerables.

—Hay novedades —empezó Ray, dirigiéndose a la estantería donde estaba doblada la poca ropa que tenía—. Voy a tener que salir un par de días con Jake fuera de la Ciudadela.

—¿Adónde?

—A buscar a unos amigos. Es una larga historia. El plan de tomar la Torre se ha complicado. El caso es que mientras yo esté fuera... —se volvió para mirarle— quieren que tú sigas con el trabajo de ayer.

El agobio volvió a apoderarse de Dorian. ¿Acaso no había quedado claro que no iba a participar más en ello?

—Solo tienes que hacerte pasar por mí... —insistió Ray, casi suplicante—. Dorian..., están empezando a desconfiar de ti.

—¿Y por eso tengo que cambiar de opinión?

—¡Claro que sí! Mira, ponte esta ropa —dijo el otro, mientras se quitaba la camiseta que llevaba y la chaqueta que le cubría—. Es la que llevé ayer mientras hablaba a la gente.

—¿Piensas que me traerá suerte? —preguntó Dorian, con desdén.

—No —contestó Ray, quitándose los pantalones—. Es como el uniforme de un superhéroe. Será más fácil que te reconozcan si llevamos lo mismo.

—Ray, mira...

—Tío, me lo debes —le interrumpió el otro—. Nos lo debes a todos. Tampoco te estamos pidiendo nada imposible. Sal ahí fuera y finge ser yo, ¿qué problema hay?

Dorian lo miró dolido, pero no respondió. ¿Cómo podía Ray ser tan sensible con los demás y no darse cuenta de lo que le suponía a él, precisamente a él, su clon, todo esto?

—Qué problema hay... —repitió Dorian, para sí.

—Exacto. Solo tienes que hablar como yo, moverte como yo. Llevamos semanas juntos. No te debería resultar tan complicado —añadió, con desdén, mientras se ponía ropa nueva y guardaba un par de mudas en una mochila—. Mira, es esto o que te marches, y no quiero que tengas que hacerlo, tío, pero no puedo protegerte más.

—¿Esto lo haces por mí? —preguntó.

—Claro que sí.

Dorian asintió, con lástima.

—Anoche dijiste que no era más que un peso muerto para ti.

—Anoche..., ¡anoche estaba cabreado, maldita sea! ¡Llegaste borracho, nos podrían haber descubierto! Habías desaparecido y nadie sabía dónde te habías metido. ¿Tú me echas en cara lo que yo digo y no te preocupas de lo que haces?

—¡Hasta el momento, solo he hecho lo que tú y el resto me habéis pedido!

—Pues entonces, vuelve a hacerlo y deja de poner problemas —contestó Ray, al tiempo que le golpeaba en el pecho con la ropa que se acababa de quitar y salía de la habitación con la mochila ya hecha.

Dorian se quedó allí plantado, con las manos agarrando con rabia las prendas de Ray y sintiendo cómo el enfado le quemaba hasta la última gota restante de alcohol que le quedase en el cuerpo.

No supo cuánto tiempo estuvo allí quieto, intentando controlar sus emociones. Pero de pronto, cuando llamaron a la puerta del cuarto, del susto tiró la ropa al suelo.

—¿Ray?

Escuchar la voz de Eden fue la gota que colmó el vaso. Desde hacía unos días sentía que cada vez la soportaba menos a pesar de estar enamorada de Ray. ¿Acaso no eran iguales? ¿Entonces cómo podían provocar reacciones tan distintas en las personas?

—Escucha, siento lo de antes... —dijo la chica, entrando en la habitación.

Antes de que Dorian pudiera decir nada, la chica continuó su discurso sin darse cuenta de que él no era Ray.

—Es que me da miedo lo que te pueda pasar allí fuera. Ya sabes cómo es el exterior y, bueno... No es un lugar seguro.

Dorian nunca había visto a Eden tan preocupada. Aquella debía de ser una faceta que solo mostraba ante Ray. Lo normal era verla actuar como un lobo, no como un carnero desprotegido.

—Y, mira, sé que te gustaría que mi relación con Dorian fuera más... estrecha —continuó la chica, acercándose a él—. Pero entiende que tenga miedo de que te pueda llegar a pasar algo por su culpa.

Aquellas últimas palabras le dejaron sin habla, y cuando Eden se acercó para acariciarle el rostro, se quedó inmóvil.

—No te puedo perder a ti también.

Dorian nunca se había atrevido a sentir absolutamente nada por Eden, principalmente porque siempre la había visto como una extensión de Ray. Sin embargo, en aquel instante, él era Ray. Y se sintió tan querido por la chica que su interior le pedía a gritos más de aquella droga que era incapaz de identificar.

El vello se le erizó cuando la chica acercó los labios a los suyos, pero no dijo nada. No se movió. Dejó que los labios de ella se apoyaran suavemente sobre los suyos y que su lengua buscara la de Dorian hasta encontrarse. Fue algo tan inesperado, que el chico tuvo que contener las ganas de separarse, a pesar de lo que le estaba gustando. Intuía que ella había notado algo extraño, así que sin darle tiempo a pensar más, el chico llevó su mano al cuello de la rebelde, tal y como le había visto hacer a su clon y le acarició la piel detrás de la oreja. La sangre le palpitaba en el pecho y en los oídos. Nunca había experimentado nada semejante. Ni la rabia ni el alcohol ni la emoción de huir del complejo eran comparables a lo que ese beso le estaba haciendo sentir. Ella hizo lo mismo: acarició con sus dedos el pelo recién cortado, su oreja y el cuello... donde se detuvo en un espasmo.

Aunque quiso retenerla, Eden se apartó igual de deprisa de él y se alejó un paso con la mirada asustada.

—Dorian —dijo.

La respiración del chico se volvió mucho más pesada. Se llevó la mano al cuello y entendió lo que Eden había notado con sus dedos: la falta de la cicatriz de Ray.

—¿Cómo has podido? —le preguntó ella entre dientes—. ¡¿Cómo te has atrevido?!

Con ira, le dio una bofetada en la mejilla acompañada de un escupitajo. Después se abalanzó sobre él, con unos ojos en los que asomaban lágrimas de vergüenza y rabia. Dorian logró esquivarla e hizo que tropezara y callera al suelo.

—¡Aléjate de nosotros! —la oyó gritar mientras huía por el pasillo—. ¡Sal de nuestras vidas!

Pero no miró atrás. Subió las escaleras, cruzó el pasillo y atravesó la cocina hasta la salida de atrás del Batterie. Y ni siquiera allí dejó de correr. Él no era Ray. Él no era Ray. Él no quería ser Ray.

Él era Dorian.

25

Ray había olvidado los hedores que los habían acompañado cuando entraron en la Ciudadela, pero apenas puso un pie dentro, los recordó de golpe. Con la mano sujetando con fuerza el pañuelo que le cubría la nariz, se internó en una de las dos enormes tuberías encharcadas y llenas de ratas detrás de Jake.

—¿No hay otra forma de salir de la Ciudadela? —preguntó Ray.

—No, sin que te vean —dijo el chico, riéndose—. Ya falta poco.

Cuando llegaron a su destino y Jake abrió la tapa de alcantarilla, Ray tomó varias bocanadas de aire limpio antes de quedar satisfecho. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo diferente que olía la Ciudadela comparada con el exterior.

—No me extraña que te encante pasar el tiempo aquí fuera —dijo Ray.

—A mí me da la vida —contestó Jake mientras volvía a cerrar la tapa y a cubrirla con varios matojos—. Cuando todo este asunto termine, seguiré dándome mis paseos por aquí.

—Pues espero que me dejes acompañarte en alguno.

—A los que quieras, tío —contestó el otro, dándole una palmada en el brazo, encantado de poder viajar acompañado.

Sus propias palabras hicieron que Ray fuera consciente de que daba por hecho que su futuro iba a estar ahí, en la Ciudadela. Y de que hacía días que no pensaba en todo el asunto de ser clon, de la inexistencia de sus padres, de las mentiras que había en su vida... Todo, gracias a esa gente a la que, de alguna manera, había llegado a considerar su nueva familia.

Según Jake, el jeep se encontraba oculto a unos quince kilómetros de su posición, dirección norte. Con él liderando la marcha, tomaron una carretera que se adentraba en la montaña, cuidándose de no ser localizados por los focos de los centinelas.

Al cabo de un rato, Ray distinguió el nombre de Gass Peak Road en un letrero corrompido por el óxido y el paso del tiempo. En silencio, atentos a cualquier peligro que pudiera acecharlos en la noche, anduvieron durante algo más de dos horas hasta que Jake se salió de la carretera y tomó un camino de tierra que los llevó al escondite.

El coche se encontraba cubierto por una enorme lona del mismo color que las piedras que lo rodeaban, volviéndolo completamente invisible para quien no supiera que estaba allí. Juntos, guardaron la lona en el maletero, le pusieron la batería y echaron algo de combustible. Después, Jake sacó de su bandolera un mapa que extendió sobre el capó y se inclinó sobre él para estudiarlo. Se trataba de un trozo de papel desgastado por su uso en el que figuraban varios caminos hechos a mano con apuntes que señalaban lugares peligrosos, zonas en las que ocultarse, atajos...

—¿Todo esto lo has hecho tú? —preguntó Ray, asombrado.

El chico asintió, orgulloso.

—Me ha llevado más de cuatro años conseguirlo. ¡Y aún queda mucho por descubrir!

—¿Cuatro años? ¿Pero qué edad tienes tú?

—Cumpliré diecisiete el mes que viene —contestó, antes de volver a sumergirse en sus anotaciones—. Vale, si el laberinto de rocas estaba en el cañón de Bryce, los cristales tienen que estar por esta aquí —señaló, al tiempo que redondeaba la zona con el dedo—. Para llegar allí, tenemos que seguir el camino por el que hemos venido y rodear la montaña de ahí enfrente.

—¿No sería mejor ir por aquí? —preguntó Ray, instigado por un recuerdo lejano perteneciente a su original.

—Esa carretera está destrozada y llena de obstáculos para el jeep. Además, nos exponemos a que nos vean desde la Ciudadela. Hazme caso, el mejor camino es este.

—¡Tú mandas!

—La mala noticia es que tendremos que volver a aparcar el coche en algún lugar cercano a nuestro destino e ir andando.

—Me gusta pasear. Venga, cuanto menos tiempo perdamos, mejor.

Con el mapa entre las manos, Ray ocupó el lugar del copiloto y Jake puso el coche en marcha. Según sus cálculos, tardarían algo más de seis horas en llegar, sin contar con la caminata posterior hasta el escondite de los cristales.

Cuando el coche tomó la carretera de Gass Peak y pudieron acelerar, Ray bajó la ventanilla y sacó la mano para sentir la velocidad entre los dedos. En sus recuerdos, siempre les pedía a sus padres que quitaran el aire acondicionado y bajaran los cristales para poder hacer eso mismo. En la vida real, era la primera vez que lo experimentaba.

Cada vez que su mente se perdía en alguna de aquellas memorias que no le pertenecían, Ray intentaba no ponerse triste y apreciar el hecho de poder saber de antemano muchas cosas que aún no había probado en su nueva vida, pero que sabía que le gustarían.

—¿Estás bien? —le preguntó Jake.

—¿Eh?, sí —contestó Ray, de vuelta a la realidad—. Es solo que salir aquí fuera me trae muchos recuerdos...

—Conmigo puedes estar tranquilo.

—¿Cómo dices? —preguntó Ray, confuso.

—Tu secreto. Darwin es mi hermano, o sea que... sé lo que sois Dorian y tú. Y puedes estar tranquilo.

Por alguna extraña razón, Ray había olvidado que Jake sabía la verdad acerca de los clones ya que también había vivido en el complejo y había tenido que inyectarse la vacuna electro para sobrevivir en el exterior.

—¿Por qué, siendo humanos, estáis del lado de los clones? —preguntó Ray, curioso.

—Para mí no somos distintos, tío. Creo que somos igual de humanos nosotros que vosotros. Y si algo he aprendido es a valorar mi vida y la de quienes me rodean. También tendrá algo que ver con que Darwin sea mi hermano —añadió, divertido.

Era increíble encontrar a alguien de su misma edad que tuviera las cosas tan claras, y más en el mundo en el que le había tocado crecer.

—¿Y te acuerdas de todo lo que ocurrió en el complejo? —preguntó Ray.

—Bueno..., no de todo. Era pequeño y muchas cosas las tengo borrosas. Del atentado que hubo, sí creo que conservo imágenes, y poco más. Para mí, la vida empezó de verdad cuando abandonamos ese sitio.

—Ya somos dos...

Había algo en Jake que le hacía sentirse cómodo incluso cuando hablaban de esos temas. A pesar de haberle conocido hacía unas semanas, le daba la sensación de que hubieran sido amigos en otro tiempo y ahora se hubieran reencontrado.

Durante las seis horas que duró el viaje, hablaron de todas aquellas referencias que su mente conservaba de la infancia y que no tenían ningún significado en aquel futuro: los Beatles, Elvis Presley, Harry Potter... Comentaron las películas infantiles que había en la biblioteca del complejo y que Jake confesaba haber visto en bucle una y otra vez cuando era niño...

—¿Sabes? —le dijo Ray—. Es raro hablar contigo de El rey león y tenerla tan viva en mi mente cuando, en el fondo, yo no la he visto.

—¡Tienes que dejar de pensar en eso, tío, o te volverás loco! No les busques lógica a las cosas. Tú recuerdas haberla visto, ¿no? Pues ya está. ¡Hakuna-matata!

Hakuna-matata... —repitió Ray.

Tras cruzar multitud de carreteras secundarias y recorrer de manera breve la autopista, por fin llegaron a la entrada del Parque Nacional del Cañón Bryce. Aparcaron el coche en un lugar apartado para que nadie lo viera y se dirigieron al enorme mapa emblanquecido por el sol que había en la entrada del lugar.

—Vale, a ver... —dijo Ray, intentando situarse—. Este laberinto de aquí es en el que nos perdimos Eden y yo y donde encontramos a los cristales.

—Y estamos a...

—Dos horas, según esta ruta.

—Pues vamos a llenar el buche antes de emprender la marcha, que hay que coger fuerzas.

Regresaron al vehículo para comer un par de latas de conserva que habían traído y guardar unas botellas de agua para el camino, baterías para el corazón de Jake y un par de pistolas, por lo que pudiera pasar. Después, se pusieron en marcha a buen ritmo para llegar cuanto antes al lugar en el que, teóricamente, vivían los cristales.

Ray esperaba que Gael cumpliera su palabra y los ayudara, o todo aquello no habría servido para nada. Cuando se conocieron, les quedó claro que no luchaban en bandos opuestos, sino que tenían un enemigo común. Ahora que podían enfrentarse a los humanos del complejo, necesitaba que el líder de los cristales se uniera a la causa rebelde y los apoyara.

Jake caminaba con un ojo puesto en la naturaleza que los rodeaba, y otro en el papel donde iba dibujando su avance para no perderse. No dejaba de repetir una y otra vez que tendría que volver cuando todo aquello hubiera terminado para estudiar con calma ese paraje.

Tras casi una hora de caminata, el crujido de unas ramas sobre sus cabezas les hizo detenerse.

—Creo que ya nos han visto... —susurró Ray, y al instante, Jake cambió el lapicero por su pistola.

Otro crujido de ramas a su izquierda hizo que se colocaran espalda contra espalda para estar preparados.

—Tú estate tranquilo, déjame hablar a mí —añadió el clon, justo cuando una figura alada caía del cielo para aterrizar delante de ellos.

Tres más le siguieron. Todos ellos cristales con el torso desnudo y las telas entre sus brazos.

—Venimos a hablar con Gael —dijo Ray, mientras Jake le quitaba el seguro al arma, dispuesto a defenderse.

—Ningún electro habla con Gael —contestó el que parecía ser el líder de grupo.

—Yo no soy un electro. Mi nombre es Ray.

—Idos por donde habéis venido. Aquí no sois bien recibidos.

Ray suspiró y sacó con cuidado el aturdidor que llevaba en el cinturón. Con la otra mano en alto, activó el artilugio y se dio una descarga en el pecho. La mueca de dolor que puso el chico desconcertó a los cristales. Pero más lo hizo que no estuviera muerto después de aquello.

—No soy... un electro.

—¿Y qué eres? —pregunto el cristal, extrañado.

—No hablaré con nadie que no sea Gael.

El cristal se quedó pensando durante unos segundos, para después decir:

—Está bien, dadnos vuestras armas.

—Ni lo sueñes —replicó el otro, apuntándole.

—Jake —le dijo Ray, mientras ponía la mano en la pistola para que la bajase—. Hagamos lo que dicen.

Tras unos segundos de duda, los chicos tiraron sus armas al suelo y dos de los cristales se las guardaron en los morrales que colgaban de sus hombros. A continuación, el cabecilla les hizo un gesto y comenzaron la marcha. Los sacaron del camino principal y los guiaron a través del bosque. Ray reconocía que aquello era muy arriesgado, pero ¿qué otra opción les quedaba? A su lado, Jake se mantenía en tensión, dispuesto a abalanzarse sobre las criaturas en cuanto percibiera algo extraño.

Anduvieron durante casi una hora más hasta que llegaron a un lugar en el que reinaba la oscuridad. Los frondosos árboles de alrededor impedían que la luz del sol apenas llegara al suelo. Pero cuando Ray alzó la vista descubrió que había algo más que ramas y hojas sobre sus cabezas.

Los cristales se detuvieron delante de un grupo de árboles y les metieron en una especie de montacargas de madera. Acto seguido, pegaron un enorme salto hasta una de las ramas superiores y a continuación desaparecieron entre las hojas. El montacargas comenzó a elevarse unos instantes después, y cuando el habitáculo atravesó el techo de hojas, los chicos se quedaron boquiabiertos ante lo que allí se ocultaba.

Una urbe de madera se alzaba entre las copas de los árboles como en las historias de fantasía que Ray recordaba haber leído. Había casas, caminos de madera, puentes de cuerdas... Y cristales. Muchísimos cristales. Hombres, mujeres y niños de diferentes edades que vestían con un estilo a caballo entre los de una tribu amazónica y un movimiento punk, con cinturones negros, cadenas y peinados de lo más variopintos.

Los cristales que los habían llevado hasta allí abrieron la puerta del ascensor improvisado y los guiaron por aquellos senderos invisibles entre las ramas. Su presencia suscitaba miradas de inquietud y desconfianza por donde pasaban, pero nadie se atrevía a acercárseles. Con cuidado, atravesaron uno de aquellos puentes hechos con cuerdas y tablones cortados hasta un salón diáfano de cuyo techo colgaban varias lámparas de aceite encendidas. Al fondo, Gael los esperaba sentado en un trono de ramas y hojas.

—Sabía que nuestros caminos se volverían a cruzar, Ray —dijo el hombre con una sonrisa mientras se levantaba y acudía para saludarles con una reverencia. Sus ojos azules parecían sondear su alma.

Ray respondió de igual forma y dijo:

—Me alegra verte, Gael. Gracias por recibirnos. Este es Jake, un amigo y aliado.

Jake copió la reverencia de Ray, quien se concentraba en estudiar las facciones del líder de los cristales. Tal y como lo recordaba, el hombre seguía luciendo varios símbolos pintados en su torso negro y fibroso, y las alas que ocultaba bajo sus largos brazos parecían más bien la capa de un rey salvaje.

—Los amigos del protegido también son los míos —dijo, y sus palabras se repitieron en un susurro entre todos los que observaban atentamente aquella escena.

Parecía que no era la primera vez que oían hablar de él. Era como si sus leyendas se hubieran hecho realidad.

—Dime, Ray —continuó Gael—, ¿qué podemos hacer por ti? ¿Encontraste lo que buscabas?

—Eh..., sí —contestó el chico, algo incómodo—. Pero ¿podríamos hablar en un lugar más privado?

El cristal levantó las cejas, sorprendido, e hizo un gesto para que todo el mundo abandonara la sala. Después los condujo hasta un palco cuyas vistas de la antigua reserva eran cuando menos, sobrecogedoras.

—Tú dirás —invitó Gael.

—Vengo a contarte la verdad sobre lo que somos.

—¿Somos? —preguntó, confuso.

—Tanto tú, como él, como yo. Nuestra naturaleza no es fortuita.

Así fue cómo Ray comenzó a relatarle a Gael todo lo que había descubierto tras su encuentro. La verdad sobre el complejo, el origen de los clones y los distintos experimentos que habían dado origen a los lobos, infantes, cristales y electros... Y después le explicó por qué él y Dorian eran distintos al resto.

Gael permaneció en silencio unos minutos después de que el chico terminara de hablar, asimilando sus palabras. Se apoyó sobre los barrotes de madera del balcón y perdió su mirada en el horizonte. Cerró los ojos y respiró profundamente.

—En el fondo, una parte de mí conocía la verdad, aunque no pudiera creerla. Sigues siendo el protegido, Ray —dijo girándose hacia el chico—. Y te has ganado mi lealtad por haber venido otra vez aquí para contarme todo esto.

—No hemos venido solo por eso... —intervino Jake, impaciente.

—Sí, hay algo más, Gael —añadió Ray—. La Ciudadela, aunque hemos intentado evitarlo, va a entrar en guerra. Y si queremos evitar la muerte de miles de inocentes, necesitaremos vuestra ayuda.

El cristal se volvió entonces para mirarlo y frunció el ceño.

—Queremos que luchéis a nuestro lado.

26

Una lluvia de cáscaras de naranja y hojas de lechuga cayó sobre la cabeza de Dorian. El chico, entre gruñidos, abrió los ojos para volver a cerrarlos inmediatamente al sentir que el mundo seguía dando vueltas como cuando se quedó dormido. Le dolía la cabeza, mucho. Y sentía el estómago tan revuelto que le costaba controlar las arcadas. Estaba sufriendo su segunda resaca, y bastó que intentara abrir los ojos de nuevo para jurarse que no bebería alcohol nunca más.

Tras lo ocurrido con Eden, Dorian había regresado a los bares en los que había estado la noche anterior. Eso era lo último que recordaba con claridad. El resto era una sucesión de imágenes, rostros desconocidos, paseos zigzagueantes por las calles de la Ciudadela e infinidad de jarras de cerveza que se mezclaban en su memoria sin ningún orden. Ni siquiera sabía cómo había terminado sobre ese montón de bolsas de basura en aquella esquina.

Solo tenía una cosa clara, y era la misma que le había incitado a beber durante toda la noche: los odiaba. A Ray, a Eden y a todo su pomposo grupo de rebeldes. Eran egoístas y crueles. Nunca se habían preocupado por él si no les era útil para sus fines. Su opinión valía tan poco como los desperdicios entre los que se encontraba en ese momento.

Y su clon era el peor de todos, con aquella cara angelical y su absurdo compromiso con los rebeldes. ¡Todo mentira! ¿Cómo no lo veían los demás? Les estaba engañando. Lo único que buscaba era ser el centro de atención, tener a su lado a la chica bonita. Sin embargo, a él no podía engañarle... La ambición que se escondía detrás de su perenne sonrisa la había visto antes en otra persona: en su creador. Y no pensaba volver a pasar por aquel infierno.

El repentino sonido de unas trompetas por la megafonía de la Ciudadela terminó de espabilarle. Dorian se quitó la mugre que le había caído encima e intentó situarse. No reconocía ninguno de los edificios que veía a su alrededor, así que era difícil saber en qué zona se encontraba ni cómo había acabado allí, pero por la posición del sol dedujo que debía de ser mediodía.

El chico se levantó como pudo y se acercó a la calle principal con los ojos entrecerrados. Allí se reunía una multitud de personas que caminaban en masa en la misma dirección.

—¿Te imaginas que me toca? —escuchó decir a una señora que batía palmas.

—Este va a ser nuestro año, ya verás —le contestó su compañera.

Bajo las enormes pantallas que había en las calles, cientos de personas se apiñaban expectantes con sus boletos agarrados firmemente entre las manos. Algunos sonreían, otros tenían los ojos cerrados y parecían estar rezando.

—¡Quita del medio, pasmado! —le gritó un hombre, dándole un empujón.

El chico caminó con la masa unos metros y después se apartó para apoyarse en la pared y observar desde allí a la gente. La pantalla, que hasta el momento se había mantenido apagada, cobró vida de pronto y la imagen del gobernador Bloodworth quedó flotando en el aire entre píxeles distorsionados.

—¡Buen día, gentes de la Ciudadela! —saludó el hombre—. Me enorgullece estar una vez más ante todos vosotros para anunciar el número ganador de nuestra Rifa. Como ya sabéis, el portador del boleto agraciado pasará a vivir inmediatamente en la Torre y se le entregará un suministro ilimitado de cargas de por vida.

Al escuchar aquello, la gente prorrumpió en aplausos y el gobernador sonrió orgulloso.

—Dicho esto, ¡que dé comienzo el sorteo!

Bloodworth desapareció de la pantalla y en su lugar apareció un contador con seis dígitos marcando cero. Tras un bocinazo que resonó en el silencio reverencial de la gente, los números comenzaron a correr hasta que se volvieron indistinguibles. Y entonces comenzaron a detenerse uno a uno hasta formar la cifra premiada.

—¡Enhorabuena! —exclamó Bloodworth por los altavoces—. Os agradecemos a todos vuestra participación y esperamos que el ganador se acerque a la recepción de la Torre lo antes posible para cobrar su premio. ¡Por una Ciudadela limpia y segura!

La pantalla se apagó de nuevo y al instante siguiente reapareció el número ganador y las instrucciones escritas de lo que debía hacer el portador del boleto.

La masa comenzó a disolverse; algunos con indiferencia, otros entre insultos y protestas.

—¡Esto es un timo! —exclamó un hombre que pasaba al lado de Dorian.

—¡Está todo amañado! —se quejaba otra señora.

Dorian permaneció quieto y en silencio. Él tenía un boleto en su bolsillo. Un boleto que, según aquel viejo borracho, era el ganador. Y ni siquiera recordaba el número. Dorian acarició el bolsillo, palpando el relieve del boleto y, lentamente, introdujo la mano para sacarlo con cuidado.

Tenía miedo. En cualquiera de los casos, su vida iba a ser muy distinta a partir de aquella mañana, y le aterraba el cambio. ¿Qué pasaría si tenía el boleto ganador? ¿Y si no? ¿Tendría que volver otra vez con Ray? No, se negaba. De cualquiera de las maneras no volvería a aquel tugurio del Barrio Azul. Eso lo tenía claro.

Por fin, se armó de valor para echar un vistazo al número.

261113.

A Dorian le dio un vuelco el corazón cuando se percató de que las cifras rojas que había en la pantalla coincidían con las de su boleto.

Había ganado la Rifa de la Ciudadela.

El chico guardó el boleto de nuevo, con cuidado y miedo, procurando no levantar sospechas. ¡Aquel viejo borracho había acertado! ¡Tenía el número ganador! Dorian no sabía qué hacer. Sí, tenía que ir a la Torre, pero... ¿y si todo era una trampa? Las casualidades no existían y todo aquello podría ser una farsa del gobierno para dar con él. O con el hombre que se lo había entregado. Quizás la mejor opción era abandonar la Ciudadela para siempre, se dijo.

No. Aquello era huir. Y huir era de cobardes.

«La suerte solo favorece a los valientes», le había dicho el anciano. Y él también lo creía.

Sin pensárselo más veces, Dorian se encaminó hacia la Torre. Sí, era arriesgado, pero las otras opciones eran incluso peores. Aquello podía ser algo más que su pasaporte para alejarse de la locura rebelde, de su clon, de Eden... Sería su oportunidad para ser alguien, para comenzar una vida que le perteneciera solo a él. La gente conocería su nombre y lo admiraría.

Con cada paso que daba, se convencía aún más de que había tomado la decisión correcta. Ya lidiaría cuando llegara el momento con el asunto de las cargas ilimitadas de energía y encontraría el modo de engañar al gobierno.

Por la cantidad de bares que veía, el chico dedujo que estaba aún en la zona del Barrio Azul, en el límite con el Arrabal. Tardaría un par de horas en llegar a pie a la Torre; no obstante, no quiso coger el monorraíl por miedo a que sospecharan de él. En aquel momento mucha gente estaría buscando al portador del boleto ganador para robárselo, así que debía extremar las precauciones.

Y no se equivocó.

Un par de calles antes de entrar en la zona de los leales, varios matones armados con cadenas y bates estaban parando a los transeúntes para exigirles que les enseñaran sus boletos si querían seguir caminando. Un chico que juraba haber tirado el suyo a la papelera recibió semejante golpe que cayó inconsciente sobre el pavimento antes de que los tipos confirmaran tras registrarle que decía la verdad.

Sin darles tiempo a que advirtieran su presencia, Dorian decidió tomar un camino alternativo y escogió un callejón contiguo para seguir su marcha. A pesar del mantra que se repetía en voz baja una y otra vez, tenía miedo. Sentía que le observaban, que todos sabían que ocultaba el boleto.

«Son paranoias tuyas, tranquilízate», se repetía.

Pero Dorian no conseguía relajarse y aquel callejón era demasiado estrecho y había demasiada gente en él. Desesperado, comenzó a correr. Por el camino empujó a un hombre y tiró la cesta que llevaba una mujer con frutas que rodaron por el suelo, pero no se dio la vuelta ni para disculparse.

Por fin, la calle se abrió a un bulevar y el chico se detuvo a tomar aire y a tranquilizarse. Nadie le perseguía, se repitió. Su corazón latía a una velocidad desorbitada. Si seguía en esa línea, levantaría sospechas y entonces nunca llegaría a la Torre.

—¡Eh, tú!

Dorian se giró para encontrarse con un hombre tullido que lo llamaba desde una esquina.

—Eres el chico del brazalete, ¿no? El del otro día.

El clon le miró estupefacto. ¿Cómo le había reconocido si...? Ray. Le estaba confundiendo con Ray.

—No, señor, me confunde con otra persona —respondió él, y se decidió a emprender la marcha cuando de la nada aparecieron cuatro hombres que le cerraron el paso.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan nervioso? —le preguntó uno de ellos.

Instintivamente, Dorian se metió la mano en el bolsillo, protegiendo el boleto.

—¿Qué escondes ahí? —dijo otro, mostrando una dentadura podrida.

Desesperado, Dorian dio un par de pasos hacia atrás y enseguida echó a correr perseguido por aquellos tipos. No iba a llegar a la Torre, se dijo. No de aquella manera. Tenía que pensar en algo. Todavía quedaba un largo trecho hasta la Torre. ¿Cómo...?

El Arrabal, advirtió de pronto. Allí encontraría centinelas que podrían escoltarlo hasta la Torre. Si lograba llegar hasta la plaza pública, podría pedir auxilio y salvar su vida.

Torció en la primera calle que encontró y comenzó a esprintar como nunca lo había hecho en su vida. La adrenalina le mantenía atento a todos los obstáculos que se cruzaban en su camino y parecía que se hubiera tragado hasta el último rastro de la resaca de la noche anterior.

Sin embargo, sus perseguidores eran igual de rápidos, si no más que él. Y estaban a punto de alcanzarle. Los oía gruñir cada vez más cerca. Y entonces, cuando estaba a punto de perder la esperanza, divisó al fondo de la plaza a un grupo de centinelas a los que comenzó a gritar.

—¡Eh! ¡Ayuda! —dijo, casi sin aliento, mientras corría hacia ellos.

Los guardias lo vieron acercarse y sacaron sus armas, pero el chico metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó el boleto.

—¡Soy el ganador! —gritó, a menos de veinte pasos de ellos y con el cartón en la mano—. ¡Soy el ganador!

Todas las miradas de alrededor se posaron en él, pero la gente se apartó en cuanto llegaron los centinelas. Casi sin aire, repitió:

—Soy... el ganador.

Los centinelas cubrieron al chico para protegerle de los cuatro matones que seguían corriendo hacia él y los amenazaron con la cárcel si no se largaban. Los otros, frustrados, tuvieron que darse la vuelta mirando con rabia al chico.

—¿Estás bien? —le preguntó uno de los centinelas, acuclillándose junto a Dorian.

—Soy el ganador —repitió, sin soltar su boleto.

Uno de los guardias fue a comprobarlo, pero Dorian lo volvió a esconder para protegerlo.

—Tranquilo, chico, tranquilo. No vamos a hacerte nada —le aseguró—. Vamos a escoltarte hasta la Torre, ¿de acuerdo?

Y eso hicieron. Los centinelas vaciaron el primer monorraíl que pasó por la parada más cercana y se subieron ellos solos. Dorian permaneció sentado, en silencio, asimilando que ya estaba camino a su nueva vida; que jamás volvería a ver a los rebeldes ni tendría que estar bajo la sombra de su clon.

Cuando llegaron a la Torre se encontró con una multitud de personas que se había amotinado para conocer el rostro del ganador de la Rifa tras las enormes vallas electrificadas que habían levantado la noche anterior. Los centinelas le condujeron al interior de la recepción, en donde se encontró de frente con Bloodworth.

—¡Vaya! ¡Qué joven! —exclamó el gobernador cuando le explicaron de quién se trataba—. La suerte está de tu lado, sin lugar a dudas. Te queda por delante toda una vida de honor y gloria que disfrutar. Un placer conocerte.

Antes de que Dorian pudiera estrechar la mano de Richard Bloodworth, uno de los centinelas lo cacheó para asegurarse de que no llevaba ningún arma.

—El pueblo nos espera. ¿Cuál es tu nombre? —dijo mientras se colocaba la corbata.

—Dorian —contestó él.

—Muy bien, Dorian. Alegra esa cara, que tienes que salir guapo en cámara.

Y con aquella frase, regresaron al exterior para comunicar el mensaje.

Aunque muchos de los que se reunían allí eran leales que probablemente vivían o trabajaban en la Torre, entre los aplausos y vítores Dorian pudo escuchar también insultos y silbidos de moradores enfadados.

—Enseña el boleto, hijo —le susurró Bloodworth, sin dejar de sonreír.

Y Dorian, obediente, alzó las dos manos para desarrugar el cartón y la gente enloqueció aún más. ¿Le estaría viendo Ray? ¿Y Eden? Se había convertido en la envidia de todos los ciudadanos. Por si acaso, sonrió y saludó antes de regresar al interior de la fortaleza.

De vuelta en la recepción de la Torre, Bloodworth le dio unas palmadas en la espalda.

—Bien hecho, Dorian —se acercaron al séquito que los esperaba allí y añadió—: Teniente, avise a Kurtzman para que despejen toda la zona. Y tú, Dorian, por favor acompáñame.

El chico se montó con Bloodworth en un ascensor que los llevó hasta lo alto de la Torre. Era increíble pensar que estuviera pisando aquel lugar tan odiado y a la vez tan deseado por todo el mundo. Era un privilegiado. Un afortunado o, mejor dicho, un valiente.

Cuando se abrieron las puertas del ascensor, se encontraron en el despacho de Bloodworth. Dorian fue directo a uno de los ventanales y quedó fascinado con las vistas del lugar. La luz iluminaba de pleno toda la Ciudadela y desde esa altura se advertía hasta el último detalle de allí a la muralla. Incluso atisbó el desguace de coches a lo lejos y las montañas que habían cruzado para llegar.

—Precioso, ¿verdad? —dijo el gobernador—. Me relaja mucho contemplar este paisaje.

Dorian aún permanecía callado, asimilando que estaba allí arriba.

—Oye, déjame hacerte una pregunta —prosiguió Bloodworth—. ¿Quién era el que estaba en la plaza el día de la ejecución? ¿Tú... o Ray?

Bastó con escuchar el nombre de su clon para que Dorian se diera la vuelta como impulsado por un resorte y se alejara del gobernador. ¿Cómo había podido ser tan ingenuo? No era un afortunado. Era un idiota. Y había caído en la trampa que le habían tendido.

—¿O eres Ray? —prosiguió el gobernador con una sonrisa zalamera.

—No. Mi nombre es Dorian. Ya se lo he dicho.

—¡Estupendo! Solo quería confirmarlo —dijo, riéndose—. ¿De verdad creíais que ibais a fastidiarlo todo? ¿A echar por tierra los planes de años de trabajo?

Dorian continuó alejándose mientras el hombre seguía hablando.

—No pensé que fueras a ser tan tonto de venir por tu cuenta hasta aquí, por eso el boleto que te dio el viejo tenía un microchip integrado: para localizarte. Por si te perdías, simplemente.

La rabia de Dorian regresó. No había comenzado su nueva vida y ya le habían traicionado una vez más. ¿Por qué? ¿Por qué tenía tan mala suerte?

—Lo mejor de todo es que no solamente te localicé a ti, sino también el lugar en el que os escondéis.

Dorian chocó contra una mesa de madera y no pudo avanzar más. Sus manos se aferraron al borde, pero además del tacto de la madera, sus dedos también sintieron el frío metal de un puntiagudo abrecartas.

—La suerte no existe, Dorian. Y las casualidades tampoco.

Haberse dado cuenta de la verdad era de por sí duro. Pero escucharla en labios de aquel hombre tan despreciable terminó de derrumbarlo por dentro. En aquel momento, una lágrima recorrió su mejilla. Por primera vez, estaba llorando.

—Dime, Dorian —dijo Bloodworth acercándose a él—. ¿Ray también llora como tú?

Bastó que pronunciara aquello para desatar toda la ira del chico. En un movimiento rápido, Dorian agarró con fuerza el abrecartas y se abalanzó con el filo en alto sobre el gobernador de la Ciudadela.

«La suerte solo favorece a los valientes», pensó.

27

Madame Battery se despidió del último grupo de rebeldes, cerró la puerta con pestillo y se dejó caer sobre el diván de su despacho, agotada. Desde que Ray se había marchado con Jake a Dios sabía dónde y Dorian había desaparecido sin dejar rastro, tanto ella como Darwin se habían dedicado a reunirse con todos los que apoyaban la causa de los rebeldes en la Ciudadela. Tras asegurarse previamente de que eran de fiar, los habían ido llamando por grupos para revelarles la verdad sobre los brazaletes solares. Algunos habían tenido oportunidad de escuchar a Ray en la calle cuando se lo había mostrado, y esos ayudaban a otorgar verosimilitud a la historia.

Entonces, ¿era cierto? Aquella era la pregunta que más veces habían tenido que responder. Sí, era verdad. Todo era verdad. El gobierno escondía la respuesta a sus plegarias y no quería compartirla. Ni con moradores ni con leales. Por eso tenían que entregar a los ciudadanos lo que Bloodworth y sus hombres escondían para ellos solos.

Por desgracia, no todo había sido tan sencillo. Sin pruebas concluyentes que lo demostraran, no habían faltado quienes se habían negado a participar en lo que ellos auguraban sería el mayor exterminio de la Ciudadela. En esos casos, Darwin se había encargado de potenciar la devoción de los que se quedaban, poniendo a los que se marchaban como culpables de la situación en la que se encontraban en ese momento.

—Es igual de peligroso negarse a hacer algo como apoyar directamente al gobierno.

Y lo mejor era que había funcionado. Por primera vez en años, hasta los rebeldes más rasos, los que simplemente se habían limitado a apoyar alguna manifestación de vez en cuando o a ofrecer sus madrigueras para esconder a otros en situación de peligro, habían mostrado su apoyo al movimiento.

A todos y cada uno de ellos se les contó el plan de maniobra básico para el día que tuvieran que tomar la Torre. Darwin lo explicó con un mapa general de la Torre que se había ido ampliando y perfeccionando a lo largo de los últimos años con ayuda de Diésel. La información que aportó Logan tras su estancia en la Torre fue, sin duda, vital.

Por entonces, no sabían cuándo les haría falta y siempre se había mantenido oculto en una caja fuerte en los subterráneos del Batterie, en un escondite que solo Madame y Darwin conocían. Ahora, por fin, había llegado el momento de utilizarlo. Porque para asaltar la Torre sabían que necesitarían la ayuda de todos los rebeldes y ciudadanos que quisieran unirse a ellos.

La Torre tenía tres accesos secundarios que daban a las zonas norte, este y oeste, mientras que el cuarto y principal acceso se situaba de cara a la zona sur, al Zoco. En el plano, además, figuraban dos puntos que hacían referencia a las salidas de emergencia que daban directamente a la armería primordial del cuerpo de centinelas.

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