Aura

Aura


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Y su clon era el peor de todos, con aquella cara angelical y su absurdo compromiso con los rebeldes. ¡Todo mentira! ¿Cómo no lo veían los demás? Les estaba engañando. Lo único que buscaba era ser el centro de atención, tener a su lado a la chica bonita. Sin embargo, a él no podía engañarle... La ambición que se escondía detrás de su perenne sonrisa la había visto antes en otra persona: en su creador. Y no pensaba volver a pasar por aquel infierno.

El repentino sonido de unas trompetas por la megafonía de la Ciudadela terminó de espabilarle. Dorian se quitó la mugre que le había caído encima e intentó situarse. No reconocía ninguno de los edificios que veía a su alrededor, así que era difícil saber en qué zona se encontraba ni cómo había acabado allí, pero por la posición del sol dedujo que debía de ser mediodía.

El chico se levantó como pudo y se acercó a la calle principal con los ojos entrecerrados. Allí se reunía una multitud de personas que caminaban en masa en la misma dirección.

—¿Te imaginas que me toca? —escuchó decir a una señora que batía palmas.

—Este va a ser nuestro año, ya verás —le contestó su compañera.

Bajo las enormes pantallas que había en las calles, cientos de personas se apiñaban expectantes con sus boletos agarrados firmemente entre las manos. Algunos sonreían, otros tenían los ojos cerrados y parecían estar rezando.

—¡Quita del medio, pasmado! —le gritó un hombre, dándole un empujón.

El chico caminó con la masa unos metros y después se apartó para apoyarse en la pared y observar desde allí a la gente. La pantalla, que hasta el momento se había mantenido apagada, cobró vida de pronto y la imagen del gobernador Bloodworth quedó flotando en el aire entre píxeles distorsionados.

—¡Buen día, gentes de la Ciudadela! —saludó el hombre—. Me enorgullece estar una vez más ante todos vosotros para anunciar el número ganador de nuestra Rifa. Como ya sabéis, el portador del boleto agraciado pasará a vivir inmediatamente en la Torre y se le entregará un suministro ilimitado de cargas de por vida.

Al escuchar aquello, la gente prorrumpió en aplausos y el gobernador sonrió orgulloso.

—Dicho esto, ¡que dé comienzo el sorteo!

Bloodworth desapareció de la pantalla y en su lugar apareció un contador con seis dígitos marcando cero. Tras un bocinazo que resonó en el silencio reverencial de la gente, los números comenzaron a correr hasta que se volvieron indistinguibles. Y entonces comenzaron a detenerse uno a uno hasta formar la cifra premiada.

—¡Enhorabuena! —exclamó Bloodworth por los altavoces—. Os agradecemos a todos vuestra participación y esperamos que el ganador se acerque a la recepción de la Torre lo antes posible para cobrar su premio. ¡Por una Ciudadela limpia y segura!

La pantalla se apagó de nuevo y al instante siguiente reapareció el número ganador y las instrucciones escritas de lo que debía hacer el portador del boleto.

La masa comenzó a disolverse; algunos con indiferencia, otros entre insultos y protestas.

—¡Esto es un timo! —exclamó un hombre que pasaba al lado de Dorian.

—¡Está todo amañado! —se quejaba otra señora.

Dorian permaneció quieto y en silencio. Él tenía un boleto en su bolsillo. Un boleto que, según aquel viejo borracho, era el ganador. Y ni siquiera recordaba el número. Dorian acarició el bolsillo, palpando el relieve del boleto y, lentamente, introdujo la mano para sacarlo con cuidado.

Tenía miedo. En cualquiera de los casos, su vida iba a ser muy distinta a partir de aquella mañana, y le aterraba el cambio. ¿Qué pasaría si tenía el boleto ganador? ¿Y si no? ¿Tendría que volver otra vez con Ray? No, se negaba. De cualquiera de las maneras no volvería a aquel tugurio del Barrio Azul. Eso lo tenía claro.

Por fin, se armó de valor para echar un vistazo al número.

261113.

A Dorian le dio un vuelco el corazón cuando se percató de que las cifras rojas que había en la pantalla coincidían con las de su boleto.

Había ganado la Rifa de la Ciudadela.

El chico guardó el boleto de nuevo, con cuidado y miedo, procurando no levantar sospechas. ¡Aquel viejo borracho había acertado! ¡Tenía el número ganador! Dorian no sabía qué hacer. Sí, tenía que ir a la Torre, pero... ¿y si todo era una trampa? Las casualidades no existían y todo aquello podría ser una farsa del gobierno para dar con él. O con el hombre que se lo había entregado. Quizás la mejor opción era abandonar la Ciudadela para siempre, se dijo.

No. Aquello era huir. Y huir era de cobardes.

«La suerte solo favorece a los valientes», le había dicho el anciano. Y él también lo creía.

Sin pensárselo más veces, Dorian se encaminó hacia la Torre. Sí, era arriesgado, pero las otras opciones eran incluso peores. Aquello podía ser algo más que su pasaporte para alejarse de la locura rebelde, de su clon, de Eden... Sería su oportunidad para ser alguien, para comenzar una vida que le perteneciera solo a él. La gente conocería su nombre y lo admiraría.

Con cada paso que daba, se convencía aún más de que había tomado la decisión correcta. Ya lidiaría cuando llegara el momento con el asunto de las cargas ilimitadas de energía y encontraría el modo de engañar al gobierno.

Por la cantidad de bares que veía, el chico dedujo que estaba aún en la zona del Barrio Azul, en el límite con el Arrabal. Tardaría un par de horas en llegar a pie a la Torre; no obstante, no quiso coger el monorraíl por miedo a que sospecharan de él. En aquel momento mucha gente estaría buscando al portador del boleto ganador para robárselo, así que debía extremar las precauciones.

Y no se equivocó.

Un par de calles antes de entrar en la zona de los leales, varios matones armados con cadenas y bates estaban parando a los transeúntes para exigirles que les enseñaran sus boletos si querían seguir caminando. Un chico que juraba haber tirado el suyo a la papelera recibió semejante golpe que cayó inconsciente sobre el pavimento antes de que los tipos confirmaran tras registrarle que decía la verdad.

Sin darles tiempo a que advirtieran su presencia, Dorian decidió tomar un camino alternativo y escogió un callejón contiguo para seguir su marcha. A pesar del mantra que se repetía en voz baja una y otra vez, tenía miedo. Sentía que le observaban, que todos sabían que ocultaba el boleto.

«Son paranoias tuyas, tranquilízate», se repetía.

Pero Dorian no conseguía relajarse y aquel callejón era demasiado estrecho y había demasiada gente en él. Desesperado, comenzó a correr. Por el camino empujó a un hombre y tiró la cesta que llevaba una mujer con frutas que rodaron por el suelo, pero no se dio la vuelta ni para disculparse.

Por fin, la calle se abrió a un bulevar y el chico se detuvo a tomar aire y a tranquilizarse. Nadie le perseguía, se repitió. Su corazón latía a una velocidad desorbitada. Si seguía en esa línea, levantaría sospechas y entonces nunca llegaría a la Torre.

—¡Eh, tú!

Dorian se giró para encontrarse con un hombre tullido que lo llamaba desde una esquina.

—Eres el chico del brazalete, ¿no? El del otro día.

El clon le miró estupefacto. ¿Cómo le había reconocido si...? Ray. Le estaba confundiendo con Ray.

—No, señor, me confunde con otra persona —respondió él, y se decidió a emprender la marcha cuando de la nada aparecieron cuatro hombres que le cerraron el paso.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan nervioso? —le preguntó uno de ellos.

Instintivamente, Dorian se metió la mano en el bolsillo, protegiendo el boleto.

—¿Qué escondes ahí? —dijo otro, mostrando una dentadura podrida.

Desesperado, Dorian dio un par de pasos hacia atrás y enseguida echó a correr perseguido por aquellos tipos. No iba a llegar a la Torre, se dijo. No de aquella manera. Tenía que pensar en algo. Todavía quedaba un largo trecho hasta la Torre. ¿Cómo...?

El Arrabal, advirtió de pronto. Allí encontraría centinelas que podrían escoltarlo hasta la Torre. Si lograba llegar hasta la plaza pública, podría pedir auxilio y salvar su vida.

Torció en la primera calle que encontró y comenzó a esprintar como nunca lo había hecho en su vida. La adrenalina le mantenía atento a todos los obstáculos que se cruzaban en su camino y parecía que se hubiera tragado hasta el último rastro de la resaca de la noche anterior.

Sin embargo, sus perseguidores eran igual de rápidos, si no más que él. Y estaban a punto de alcanzarle. Los oía gruñir cada vez más cerca. Y entonces, cuando estaba a punto de perder la esperanza, divisó al fondo de la plaza a un grupo de centinelas a los que comenzó a gritar.

—¡Eh! ¡Ayuda! —dijo, casi sin aliento, mientras corría hacia ellos.

Los guardias lo vieron acercarse y sacaron sus armas, pero el chico metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó el boleto.

—¡Soy el ganador! —gritó, a menos de veinte pasos de ellos y con el cartón en la mano—. ¡Soy el ganador!

Todas las miradas de alrededor se posaron en él, pero la gente se apartó en cuanto llegaron los centinelas. Casi sin aire, repitió:

—Soy... el ganador.

Los centinelas cubrieron al chico para protegerle de los cuatro matones que seguían corriendo hacia él y los amenazaron con la cárcel si no se largaban. Los otros, frustrados, tuvieron que darse la vuelta mirando con rabia al chico.

—¿Estás bien? —le preguntó uno de los centinelas, acuclillándose junto a Dorian.

—Soy el ganador —repitió, sin soltar su boleto.

Uno de los guardias fue a comprobarlo, pero Dorian lo volvió a esconder para protegerlo.

—Tranquilo, chico, tranquilo. No vamos a hacerte nada —le aseguró—. Vamos a escoltarte hasta la Torre, ¿de acuerdo?

Y eso hicieron. Los centinelas vaciaron el primer monorraíl que pasó por la parada más cercana y se subieron ellos solos. Dorian permaneció sentado, en silencio, asimilando que ya estaba camino a su nueva vida; que jamás volvería a ver a los rebeldes ni tendría que estar bajo la sombra de su clon.

Cuando llegaron a la Torre se encontró con una multitud de personas que se había amotinado para conocer el rostro del ganador de la Rifa tras las enormes vallas electrificadas que habían levantado la noche anterior. Los centinelas le condujeron al interior de la recepción, en donde se encontró de frente con Bloodworth.

—¡Vaya! ¡Qué joven! —exclamó el gobernador cuando le explicaron de quién se trataba—. La suerte está de tu lado, sin lugar a dudas. Te queda por delante toda una vida de honor y gloria que disfrutar. Un placer conocerte.

Antes de que Dorian pudiera estrechar la mano de Richard Bloodworth, uno de los centinelas lo cacheó para asegurarse de que no llevaba ningún arma.

—El pueblo nos espera. ¿Cuál es tu nombre? —dijo mientras se colocaba la corbata.

—Dorian —contestó él.

—Muy bien, Dorian. Alegra esa cara, que tienes que salir guapo en cámara.

Y con aquella frase, regresaron al exterior para comunicar el mensaje.

Aunque muchos de los que se reunían allí eran leales que probablemente vivían o trabajaban en la Torre, entre los aplausos y vítores Dorian pudo escuchar también insultos y silbidos de moradores enfadados.

—Enseña el boleto, hijo —le susurró Bloodworth, sin dejar de sonreír.

Y Dorian, obediente, alzó las dos manos para desarrugar el cartón y la gente enloqueció aún más. ¿Le estaría viendo Ray? ¿Y Eden? Se había convertido en la envidia de todos los ciudadanos. Por si acaso, sonrió y saludó antes de regresar al interior de la fortaleza.

De vuelta en la recepción de la Torre, Bloodworth le dio unas palmadas en la espalda.

—Bien hecho, Dorian —se acercaron al séquito que los esperaba allí y añadió—: Teniente, avise a Kurtzman para que despejen toda la zona. Y tú, Dorian, por favor acompáñame.

El chico se montó con Bloodworth en un ascensor que los llevó hasta lo alto de la Torre. Era increíble pensar que estuviera pisando aquel lugar tan odiado y a la vez tan deseado por todo el mundo. Era un privilegiado. Un afortunado o, mejor dicho, un valiente.

Cuando se abrieron las puertas del ascensor, se encontraron en el despacho de Bloodworth. Dorian fue directo a uno de los ventanales y quedó fascinado con las vistas del lugar. La luz iluminaba de pleno toda la Ciudadela y desde esa altura se advertía hasta el último detalle de allí a la muralla. Incluso atisbó el desguace de coches a lo lejos y las montañas que habían cruzado para llegar.

—Precioso, ¿verdad? —dijo el gobernador—. Me relaja mucho contemplar este paisaje.

Dorian aún permanecía callado, asimilando que estaba allí arriba.

—Oye, déjame hacerte una pregunta —prosiguió Bloodworth—. ¿Quién era el que estaba en la plaza el día de la ejecución? ¿Tú... o Ray?

Bastó con escuchar el nombre de su clon para que Dorian se diera la vuelta como impulsado por un resorte y se alejara del gobernador. ¿Cómo había podido ser tan ingenuo? No era un afortunado. Era un idiota. Y había caído en la trampa que le habían tendido.

—¿O eres Ray? —prosiguió el gobernador con una sonrisa zalamera.

—No. Mi nombre es Dorian. Ya se lo he dicho.

—¡Estupendo! Solo quería confirmarlo —dijo, riéndose—. ¿De verdad creíais que ibais a fastidiarlo todo? ¿A echar por tierra los planes de años de trabajo?

Dorian continuó alejándose mientras el hombre seguía hablando.

—No pensé que fueras a ser tan tonto de venir por tu cuenta hasta aquí, por eso el boleto que te dio el viejo tenía un microchip integrado: para localizarte. Por si te perdías, simplemente.

La rabia de Dorian regresó. No había comenzado su nueva vida y ya le habían traicionado una vez más. ¿Por qué? ¿Por qué tenía tan mala suerte?

—Lo mejor de todo es que no solamente te localicé a ti, sino también el lugar en el que os escondéis.

Dorian chocó contra una mesa de madera y no pudo avanzar más. Sus manos se aferraron al borde, pero además del tacto de la madera, sus dedos también sintieron el frío metal de un puntiagudo abrecartas.

—La suerte no existe, Dorian. Y las casualidades tampoco.

Haberse dado cuenta de la verdad era de por sí duro. Pero escucharla en labios de aquel hombre tan despreciable terminó de derrumbarlo por dentro. En aquel momento, una lágrima recorrió su mejilla. Por primera vez, estaba llorando.

—Dime, Dorian —dijo Bloodworth acercándose a él—. ¿Ray también llora como tú?

Bastó que pronunciara aquello para desatar toda la ira del chico. En un movimiento rápido, Dorian agarró con fuerza el abrecartas y se abalanzó con el filo en alto sobre el gobernador de la Ciudadela.

«La suerte solo favorece a los valientes», pensó.

2

7

Madame Battery se despidió del último grupo de rebeldes, cerró la puerta con pestillo y se dejó caer sobre el diván de su despacho, agotada. Desde que Ray se había marchado con Jake a Dios sabía dónde y Dorian había desaparecido sin dejar rastro, tanto ella como Darwin se habían dedicado a reunirse con todos los que apoyaban la causa de los rebeldes en la Ciudadela. Tras asegurarse previamente de que eran de fiar, los habían ido llamando por grupos para revelarles la verdad sobre los brazaletes solares. Algunos habían tenido oportunidad de escuchar a Ray en la calle cuando se lo había mostrado, y esos ayudaban a otorgar verosimilitud a la historia.

Entonces, ¿era cierto? Aquella era la pregunta que más veces habían tenido que responder. Sí, era verdad. Todo era verdad. El gobierno escondía la respuesta a sus plegarias y no quería compartirla. Ni con moradores ni con leales. Por eso tenían que entregar a los ciudadanos lo que Bloodworth y sus hombres escondían para ellos solos.

Por desgracia, no todo había sido tan sencillo. Sin pruebas concluyentes que lo demostraran, no habían faltado quienes se habían negado a participar en lo que ellos auguraban sería el mayor exterminio de la Ciudadela. En esos casos, Darwin se había encargado de potenciar la devoción de los que se quedaban, poniendo a los que se marchaban como culpables de la situación en la que se encontraban en ese momento.

—Es igual de peligroso negarse a hacer algo como apoyar directamente al gobierno.

Y lo mejor era que había funcionado. Por primera vez en años, hasta los rebeldes más rasos, los que simplemente se habían limitado a apoyar alguna manifestación de vez en cuando o a ofrecer sus madrigueras para esconder a otros en situación de peligro, habían mostrado su apoyo al movimiento.

A todos y cada uno de ellos se les contó el plan de maniobra básico para el día que tuvieran que tomar la Torre. Darwin lo explicó con un mapa general de la Torre que se había ido ampliando y perfeccionando a lo largo de los últimos años con ayuda de Diésel. La información que aportó Logan tras su estancia en la Torre fue, sin duda, vital.

Por entonces, no sabían cuándo les haría falta y siempre se había mantenido oculto en una caja fuerte en los subterráneos del Batterie, en un escondite que solo Madame y Darwin conocían. Ahora, por fin, había llegado el momento de utilizarlo. Porque para asaltar la Torre sabían que necesitarían la ayuda de todos los rebeldes y ciudadanos que quisieran unirse a ellos.

La Torre tenía tres accesos secundarios que daban a las zonas norte, este y oeste, mientras que el cuarto y principal acceso se situaba de cara a la zona sur, al Zoco. En el plano, además, figuraban dos puntos que hacían referencia a las salidas de emergencia que daban directamente a la armería primordial del cuerpo de centinelas.

El objetivo principal era entrar en el edificio y hacerse con el control del centro de los centinelas. Si lo lograban, el gobierno no podría defenderse y, por tanto, caería. Para ello, Darwin había asignado a cada rebelde una zona de ataque en función del lugar al que pertenecía: si el rebelde era del Barrio Azul, entraría por el acceso norte; si era del Arrabal, por el oeste; si era del Distrito Trónico, por el este; y si era del Zoco, por el sur. De esta manera, podían llevar una cuenta repartida y equilibrada de los más de cien rebeldes que iban a atacar la Torre. Además, Darwin no escatimó en organización y asignó a cuatro de sus hombres más cercanos las riendas de cada zona para que el ataque estuviera lo mejor dirigido posible.

Mientras que estos rebeldes y el pueblo se encargarían de mantener a los centinelas entretenidos, la misión de Ray y del resto del núcleo rebelde era la de adentrarse en los laboratorios para llevarse los dispositivos solares ya terminados y los componentes necesarios para crear más. También debían rescatar a Samara de las fauces de Bloodworth, y a Aidan, por supuesto.

Ese era el plan inicial. El problema que todos tenían en mente, aunque nadie se atrevía a mencionarlo en voz alta, era que ninguno sabía cómo se desarrollaría en realidad la batalla. Estaban dando muchas cosas por hechas, cuando realmente no sabrían hasta el momento justo si todos los rebeldes se unirían a la lucha como habían prometido o si la valla eléctrica se desactivaría a tiempo. Lo único que tenían claro era la fecha de actuación: el día de Acción de Gracias.

—En el caso de que se tuerzan las cosas, improvisaremos sobre la marcha. No nos queda otra —le habían confesado a Madame Battery.

La situación estaba provocando tal ansiedad en la mujer que no había suficiente tabaco en el mundo para aplacársela. Había tantas posibilidades de que algo saliera mal, de que acabaran todos entre rejas o, peor, muertos; de que los traicionasen, de que alguien actuara por su cuenta antes de tiempo..., ¡incluso de que hubiera habido una confusión y en realidad aquellos brazaletes milagrosos no existieran!

La muñeca no le daba más de sí mientras se abanicaba para evitar los calores que le sobrevenían cada vez que pensaba en todo aquello. ¡Y encima se estaba quedando sin cigarros!

¿Por qué le tenía que pasar todo eso a ella? Se lamentaba para sus adentros. Desde siempre había creído que su destino sería residir en la Torre, no trabajar nunca más, rodearse de los hombres más poderosos, vivir sin preocuparse por aquel maldito brazalete que tanto se parecía a unas esposas que la anclaban a ese mundo. Ella había nacido para disfrutar de la opulencia y no para dirigir un tugurio como aquel. La suerte nunca había estado de su lado, y a pesar de ello, demasiado bien le habían ido las cosas.

En su juventud había sido tan inocente, tan incauta..., se había dejado engañar muchas veces, sobre todo por los hombres, sobre todo por amor. Uno tras otro la habían mentido, utilizado y rechazado una vez se cansaron de ella. Qué tonta había sido preocupándose por ello en lugar de prestar atención a lo que de verdad era importante... Por eso, para cuando quiso ponerse a construir su futuro, ya era tarde, y se había tenido que conformar con las migajas que representaba el Batterie.

Para no cometer el mismo error, se había jurado que no volvería a enamorarse. Y a pesar de los muchísimos pretendientes que la habían cortejado, no se había dejado convencer. Prefería dedicar el resto de su vida a ganarse el respeto del que una vez la habían despojado y a hacer pagar a los culpables todo el daño que le habían hecho. Por eso había comenzado a liderar a los rebeldes. No por las condiciones injustas que sufrían los moradores, ni tampoco por la tiranía del gobierno. Eso a ella le daba igual: el Batterie era una diminuta isla en mitad de la tormenta en la que ella estaba protegida y donde nunca le faltaba de nada. Ella lo hacía porque anhelaba por encima de todo la grandeza. El orgullo era su gasolina y gracias a él había llegado a donde estaba: una pieza clave para todos. Tanto para rebeldes, como para centinelas.

Y ahora todo amenazaba con derrumbarse. ¿Qué haría ella entonces? Ya no era tan joven como hace años, ya no tenía ni las fuerzas ni los ánimos de empezar de cero. Pero tampoco podía detener aquella ola. Lo único factible era estar preparada para salir de todo aquello lo más airosa posible.

Ganara quien ganase.

El picaporte de la puerta tembló en ese momento y la mujer dejó de abanicarse.

—¿Battery? —era Kore.

—¿Qué quieres?

—Entrar, pero está cerrado...

—Será porque he echado el pestillo. ¿Qué ocurre?

—Ha... ha llegado un paquete para ti. De la Torre.

La mujer estuvo a punto de romper a llorar. ¿Por qué no la dejaban tranquila? ¿Por qué?

—¿Battery...?

—¡Ya voy, ya voy! —se quejó, levantándose a abrir la puerta.

Se trataba de una caja, alargada y poco más grande que la palma de su mano.

—No tiene remitente, ya lo he buscado yo —dijo la chica—. Pero lo ha traído el mensajero de la Torre.

Ni siquiera se metió de vuelta en su despacho. Abrió el paquete ahí mismo y cuando lo volcó, sobre su mano cayó una carga de color morado lista para conectar a una batería.

—¿Es un regalo? —preguntó Kore—. ¿

Blue-Power?

—No parece

Blue-Power —respondió, estudiando la carga—. Es algo distinto.

—Quizás sea un aviso para que dejemos de comercializar con cargas ilegales...

—No seas ridícula: ¿de dónde te crees que nos llegan las reservas de

Blue-Power?

—Bueno, ¿entonces qué es esto? ¿Un nuevo producto?

—Eso parece. Un regalo ahora que se acerca Acción de Gracias, supongo. O una prueba de lo que vendrá. En fin, da lo mismo. ¿Habéis abierto ya?

—Sí, pero hay muy poca gente: hoy anunciaban al ganador de la Rifa y ya sabes cómo se pone el centro con ese asunto...

Madame Battery intentó mantener la calma, pero una parte de ella se emocionó al escuchar aquello. Con todo el lío que había tenido se le había olvidado por completo. ¿Y si ese año los astros la habían agraciado a ella? Intentando aparentar tranquilidad, preguntó:

—¿Se sabe ya quién...?

Kore se encogió de hombros.

—Dicen que es un chico joven, no me he enterado de nada más...

—Bueno, da igual. Vendrán después, entonces, como siempre. A ahogar las penas por no haber ganado ese miserable concurso amañado.

Dicho aquello, apagó las luces de su despacho y se fue para el bar, con la batería aún en la mano. No entendía a qué venía ese regalo. Cuando le llegaba algo de la Torre siempre venía firmado por algún alto cargo de los centinelas que le agradecía su trato especial en el cabaret. Pero nunca le habían entregado una batería, y menos con ese color tan diferente. Quizás tuviera algún admirador secreto.

En la barra, los clientes habituales la saludaron al pasar y ella tuvo que volver a levantar una sonrisa entre ellos y su auténtico ánimo. Al fondo, en una esquina, uno de los primeros hombres que había entrado en el cabaret años atrás, cuando se inauguró, alzó su copa para desearle una feliz noche.

—¿Hoy vienes solo? —le preguntó la mujer, pasando el trapo por esa parte de la barra.

—Mi hermano ha sido uno de los elegidos para levantar la maldita valla esa y lo está celebrando con sus compañeros en algún sitio al que yo no tengo acceso. Panda de esnobs... —se quejó, y Madame Battery soltó una carcajada.

—Es increíble lo rápido que ha ocurrido todo.

—¡Cuestión de un día! ¿Y sabes qué es lo que más me molesta? Que les han regalado a todos los que han colaborado una maldita batería extra. ¡Y ni siquiera han elegido a los mejores! ¿Qué clase de justicia es esta? Al menos deberían haber permitido que todos los que pudiéramos estar interesados mandáramos una solicitud. Maldito gobierno...

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