Aura

Aura


Portada

Página 18 de 20

—Hola a todos... —dijo, sintiéndose ridículo por no saber si realmente estaba funcionando el invento—. Muchos me reconoceréis por haber sido el ganador de la última Rifa. Estoy aquí para..., para avisaros de que el gobierno nos ha mentido: hace tiempo que sus... brazaletes dejaron de ser como los nuestros. La energía solar les permite vivir sin necesidad de cargar sus corazones constantemente con un brazalete como este —dijo mientras alzaba el brazo—. Creo que es hora de cambiar las cosas, así que os pido que...

Ray se quedó en blanco durante un segundo. ¿Que se unieran a ellos? ¿Que se alzaran en armas contra su gobierno?

—Ray... —le susurró Darwin.

Entonces buscó a Eden y la vio allí de pie, observándole con una sonrisa y la mano puesta en el corazón y el chico retomó el discurso:

—Os pido que os unáis a mí para acabar con estas injusticias. Que luchéis a mi lado para conseguir lo que verdaderamente merecemos: una vida justa y sin peligros. Sin tener que preocuparnos de cuándo nuestro corazón dejará de latir. Hemos estado construyendo esta civilización bajo sus reglas y su mandato. ¡Es hora de reclamar lo que nos pertenece! ¡Porque esta ciudad es nuestra! ¡No de ellos!

—¡Di lo del regalo! —le insistió Madame Battery, zarandeando el tubo vacío en una mano.

—¡Y no utilicéis las cargas que os han dado! Es energía envenenada. Creedme. Si la probáis, moriréis. ¡Quieren acabar con todos nosotros porque...!

—Estás fuera. Me han cortado la emisión —dijo Allegra, mientras las pantallas se fundían—. Siento no haberos conseguido más tiempo...

—Esperemos que haya sido suficiente —contestó Eden.

Cesar Picols sostenía en sus manos la carga que su hija de catorce años le había traído emocionada hacía un segundo. Por primera vez en mucho tiempo daba gracias al gobierno de la Ciudadela por mostrar misericordia con un simple morador como él, encargado de fabricar las puertas de los nuevos edificios que se estaban construyendo en la zona norte. Pero ahora, después de haber escuchado a aquel joven que había aparecido en las pantallas, Cesar Picols se sentía confuso.

El silencio que reinaba en la plaza pública era sepulcral.

El herrero miró a su hija, que le había agarrado la mano libre, y vio en sus ojos las mismas dudas que le corroían a él por dentro. Que tenía miedo. Y eso fue todo lo que hizo falta para que aceptara las palabras del chico del brazalete solar: aquella ciudad era suya y de los otros miles de moradores que la habían sacado adelante con el sudor de su frente. Y tenían que recuperarla.

Cesar Picols dio un beso en la frente a su hija y le quitó de las manos el arma mortífera que quienes velaban por ellos habían tenido la osadía de regalarles. Después, le ordenó que se marchara a su madriguera y que no abriese a nadie hasta que escuchara al otro lado de la puerta la nana que le había cantado todas las noches cuando era un bebé.

Los susurros en la plaza comenzaron a crecer. El hombre avanzó entre la gente hasta tener suficientemente cerca la pantalla en la que había visto el discurso y el posterior mensaje. Nunca había querido formar parte del movimiento rebelde. Siempre había intentado seguir las reglas y ser un ciudadano honorable. Tal vez ese chico que había interrumpido a Bloodworth les hubiera mentido, pero sus entrañas le decían que no. Que eran otros los que habían estado burlándose de ellos toda la vida. Y ya era hora de que las cosas cambiasen.

Agarró entonces una de las baterías y la lanzó con toda su furia contra la base que proyectaba las imágenes holográficas, rompiéndola en el acto. Un centinela que lo había visto corrió hasta él y le atizó con la culata de una porra en la barbilla, pero Cesar Picols le devolvió el golpe con la otra batería que tenía. Después, le quitó el arma y se giró para defenderse de otros guardias que intentaran socorrer a su compañero. Sin embargo, no llegó ninguno: los más de cien centinelas que había en la plaza se encontraban intentando frenar a todos los hombres y mujeres que como Cesar Picols habían decidido unirse a la lucha del chico con el brazalete solar.

Los ruidos y gritos que se empezaron a escuchar en el exterior hicieron que Ray y todos los que se ocultaban en la guarida se pusieran en estado de alerta. De golpe, la trampilla del techo se abrió y por ella surgió la cabeza de uno de los rebeldes que traía de vez en cuando noticias a Carlton.

—Ha comenzado —dijo, emocionado, mientras les hacía gestos para que salieran—. La gente..., la gente... Tenéis que verlo con vuestros propios ojos.

Y eso hicieron. Desde las ventanas del edificio en el que se escondían, los rebeldes se asomaron para contemplar una imagen que unos días atrás solo se habían atrevido a imaginar: el pueblo, leales y moradores sin distinción, se enfrentaba a los centinelas y se abría paso hacia el centro de la Ciudadela como una marea enfurecida que arrasaba con todo a su paso.

—Es el momento —dijo Darwin, regresando al sótano—. ¡Coged las armas!

Darwin comenzó a repartir aturdidores y pistolas de cargas y a Ray le entregó el Detonador.

—Es hora de que lo pruebes, a ver qué tal funciona.

Ray, emocionado, se armó el artilugio en su brazo derecho y comprobó que la batería que incorporaba estuviera cargada.

—Si la Torre cae, la Ciudadela será nuestra —gritó Darwin.

Tomaron la salida trasera del edificio, por donde también corrían moradores a esconderse en sus casas. Los gritos y los tiroteos resonaban por los alrededores como en una película de guerra. Un grupo de veinte rebeldes se encontró con ellos en la primera bifurcación. También iban armados, pero con herramientas improvisadas que Carlton les cambió por algunas de las que llevaban ellos. Hecho esto, se dividieron en dos grupos, y diez de estos jóvenes guerreros salieron corriendo en dirección a la Torre.

Antes de separarse, Darwin agarró a Ray del brazo y se acercó para decirle:

—Tened mucho cuidado.

—¿No vienes con nosotros? —preguntó Ray confundido, y al mirarle a los ojos supo lo que iba a hacer—. Vas a por Bloodworth...

—Conociéndole, estará intentando salir de la Ciudadela en estos momentos. Y no puedo dejar escapar a ese bastardo.

—Darwin... —dijo Ray intentando convencerle de lo contrario.

—Cuida de Jake, por favor.

Y con aquellas palabras, Darwin desapareció con el grupo de rebeldes hacia los límites de la Ciudadela.

La primera explosión la escucharon al poco de separarse de los otros. Alguien había incendiado unos contenedores que ahora rodaban calle abajo empujados por un grupo de moradores que se enfrentaban a varios centinelas. Aquella fue la primera de muchas. Los rebeldes que iban con ellos dirigían la marcha, y los avisaban de cuándo avanzar o cuándo parar. La Ciudadela ardía con el odio de sus habitantes y las ganas de libertad.

De repente, en una de las bocacalles que eligieron, se toparon con un escuadrón de centinelas que surgió de la nada. Eran siete, pero no se amedrentaron lo más mínimo: con sus porras eléctricas en alto se abalanzaron sobre ellos al ver que iban armados.

Los rebeldes se enfrascaron en una pelea sin cuartel en la que Eden pudo desplegar todas sus habilidades como luchadora y Kore repartió puñetazos y patadas con la misma ferocidad que mostraba al bailar. Mientras, Jake utilizaba dos aturdidores al mismo tiempo para defenderse, y Logan y Ray cubrían a sus compañeros, uno con la pistola de descargas y el otro con el Detonador, que liberaba rayos de energía con la palma de la mano.

—¡Seguimos! —ordenó el chico cuando despejaron la zona—. ¡Tenemos que llegar cuanto antes a la valla para que Gael pueda pasar!

La carrera hasta la Torre fue agotadora, pero cuanto más se acercaban a ella, más se inflamaban sus ánimos. Lo iban a conseguir, se repetía Ray una y otra vez para despistar al cansancio de la larga carrera. Había más gente que se dirigía allí. Mujeres, hombres, ancianos y jóvenes luchando contra centinelas con las armas que se habían construido ellos mismos o con los puños, todos con el fin de acabar de una vez por todas con la tiranía de un gobierno que había intentado masacrarlos.

A los pies de la inmensa alambrada, cientos de centinelas defendían la fortaleza de los rebeldes y ciudadanos que se habían unido a la causa mientras otros guardias disparaban desde el interior con armas de fuego. Había llegado el momento de recibir ayuda. Ray sacó la pistola que le había dado Gael, apuntó al cielo y disparó una bengala roja que voló varios metros por encima de la valla para después iluminar el oscuro cielo.

En cuanto lo vio un centinela, se abalanzó sobre él, pero bastó con un sencillo giro de muñeca para que Ray activara el Detonador y lo lanzara despedido varios metros contra el suelo. Se giró al escuchar el grito de un segundo guardia que corría hacia él, pero la vara eléctrica de Eden llegó antes y, tras un fugaz forcejeo, la chica le hizo una llave para después clavarle la punta en el pecho.

—¡Tenemos que despejar esta parte de la valla antes de que llegue Gael! —gritó Ray—. ¡Jake, vente conmigo y quítame a esos dos de este lado! Yo me encargo de los de dentro...

Mientras Eden, Logan y Kore les cubrían las espaldas, Ray y Jake fueron directos al límite tras el cual se encontraban varios centinelas con armas de fuego. El hermano de Darwin lanzó una de las porras con la carga contra la cabeza del centinela que protegía la alambrada y aprovechó el despiste del otro para enfrentarse a él en una lucha cuerpo a cuerpo. Ray cargó entonces el Detonador al máximo y se acercó hasta la valla. El ruido que emitía el arma era una mezcla entre eléctrico y metálico y el puño brillaba con una luz azul.

—¡Apártate, Jake! —gritó.

Y cuando el chico lo hizo, Ray abrió la palma de la mano para liberar un impresionante rayo azul que atravesó el metal y lanzó por los aires a los tres centinelas que se encontraban detrás.

Antes de que pudieran felicitarse por el buen trabajo, comenzó a escucharse un zumbido lejano que Ray reconoció enseguida. Todos miraron al cielo buscando su procedencia. El murmullo creciente venía acompañado por gritos que sonaban cada vez más claros. Y, de repente, decenas y decenas de figuras comenzaron a saltar desde las azoteas de los edificios colindantes hasta el otro lado de la valla como si de una plaga de langostas gigantes se tratara.

Eran decenas, pero parecían miles, y los centinelas, que nunca hubieran esperado un ataque aéreo, tardaron en reaccionar el tiempo suficiente para que los

cristales tomaran ventaja. Ray logró ver cómo los primeros guerreros que tocaban el suelo empuñaban arcos y flechas para hacer caer a los guardias que protegían el interior de la fortaleza. Los siguientes, armados con cuchillos y sables, se abalanzaron sobre los enemigos como acróbatas de circo, entre saltos y piruetas.

La gente a su alrededor no entendía lo que estaba viendo, pero cuando, de pronto, todas las luces de la Torre y de los edificios colindantes se fundieron de golpe y su destino quedó a oscuras, los gritos y los aplausos no se hicieron esperar.

—¡Lo han conseguido! —exclamó Kore, sin dejar de luchar.

La gente de Gael se las había ingeniado para acabar, no solo con la energía que llegaba a la valla, sino con la de todo el complejo de la Torre, excepto la del Stratosphere, que debía de funcionar con un generador propio.

Al tiempo que sus ojos se iban acostumbrando a la repentina oscuridad, tomaron una bifurcación hacia el lugar por el que los rebeldes habían estudiado que sería más fácil la entrada.

Instigados por el odio, la sed de venganza o las ganas de encontrar alguno de esos brazaletes solares de los que habían oído hablar, los moradores y leales cansados del gobierno tiránico de Bloodworth se lanzaron contra las verjas con alicates y otros artilugios para abrir boquetes y cruzar al otro lado.

Había varios guardias intentando repeler el ataque de un grupo de

cristales en la zona de la verja por la que ellos tenían que cruzar. Antes de que los advirtieran, amparados por las sombras, los tiradores más experimentados tomaron las pistolas de cargas y en pocos segundos liberaron el camino. Una vez junto a la verja, los rebeldes volvieron a alzar las armas, pero Ray se colocó en medio.

—Son amigos —les avisó, refiriéndose a los

cristales, que se habían apartado de la verja—. No les hagáis daño, están con nosotros.

Los hombres de Carlton no parecían muy seguros de aquello. Primero, porque era la primera vez que veían a unos seres como esos, y segundo, porque habían comprobado lo que acababan de hacerle a la seguridad del gobierno.

Pero Ray insistió y después de abrir con ayuda de Kore y de otros rebeldes un agujero en la valla, cruzaron al otro lado para encontrarse con Gael, armado con dos hojas de espada que llevaba atadas a sus antebrazos.

—Gracias por vuestra ayuda —le dijo con una reverencia.

—Mi causa es la tuya. Y, por tanto, también la de mi gente —dijo devolviéndole el gesto—. Uno de mis observadores me ha dicho que han reforzado la seguridad y están enviando más tropas centinelas aquí. Ya he mandado a varios hombres a retenerlos, pero no sé cuánto tiempo voy a poder darte... Así que entrad y salid de ahí tan rápido como podáis.

—Cubridnos desde el cielo con vuestros arcos. Nosotros haremos el resto. Cuando veáis las primeras luces del alba, marchaos: seréis un blanco fácil.

—Buena suerte, Protegido. Cambia el curso de la historia.

Ray se despidió del jefe de los

cristales. Gael se alejó unos metros, silbó con fuerza y alzó las alas para dar un salto con el que comenzó su vuelo hasta los tejados de los edificios. El resto de las criaturas no tardó en hacer lo mismo: mientras el silbido se iba repitiendo por todo el patio de la fortaleza, los demás

cristales fueron abandonando la Torre para seguir a su líder.

Los rebeldes se pusieron también en marcha. Las palabras de Gael le habían devuelto a Ray la esperanza y el ánimo. Dorian, Aidan y Samara se encontraban allí dentro, en algún lugar, esperando que los rescataran junto a otros inocentes. Y también Bloodworth y los suyos.

Ahora les tocaba a ellos. Cambiarían el curso de la historia, como les había pedido Gael. La pesadilla de los electros acabaría esa noche... o perecerían en el intento.

3

0

Como Logan les había explicado, en el edificio de veinte plantas que rodeaba el Stratosphere se encontraban los alojamientos de las familias de los integrantes del gobierno, los trabajadores y las oficinas de gestión de la Ciudadela, mientras que en la parte subterránea se hallaban los calabozos y los laboratorios. En la azotea de la Torre se encontraba la presidencia del gobierno, así como la vivienda de Bloodworth.

El grupo rebelde se aproximó a la entrada, reventada durante el enfrentamiento, y advirtieron que allí tampoco quedaba apenas seguridad que la estuviera protegiendo.

—Mejor para nosotros —contestó Kore, ansiosa por entrar a buscar a Aidan—. ¿Nos movemos?

—Ray tiene razón —dijo Logan—. Esto parece otro lugar completamente distinto al que yo recuerdo, y tampoco hay cuerpos en el suelo que confirmen que los hayan matado.

—¿Qué insinúas? —preguntó uno de los rebeldes que los acompañaba—. ¿Que se han rendido?

—No, creo que se han marchado... Han huido.

—Puede que tengas razón —dijo Eden—. O puede que nos estén esperando dentro. Abandonar la Ciudadela no es tan fácil ahora que el pueblo se ha alzado en armas, ni siquiera para ellos. Además, ¿dónde irían?

—¡Estamos perdiendo el tiempo! —exclamó Kore, impaciente—. Dividámonos como habíamos acordado y salgamos de aquí cuanto antes. Esta zona se va a convertir en un campo de batalla aún más peligroso en poco tiempo.

La bailarina tenía razón: no dejaba de llegar gente con antorchas, linternas caseras, armas y el deseo de ver caer al gobierno de la Ciudadela. Y aunque hasta ese momento todos compartían el mismo fin, pronto comenzarían los saqueos y, con ellos, las peleas.

Kore partió en dirección a los calabozos acompañada por Carlton y sus hombres, mientras que Eden, Ray, Jake y Logan se dirigieron a la otra parte del edificio en busca de la pequeña espía. No había forma de mantenerse en contacto, por lo que acordaron huir de allí en cuanto cada uno hubiera completado su misión y reencontrarse en el piso franco con todos los demás.

El vestíbulo principal también estaba vacío y con las luces principales fundidas, aunque había otras muy tenues que alimentaba el generador externo, así como las de seguridad que bañaban todo con un halo rojizo. Los pocos muebles negros que se repartían por el inmenso espacio estaban tirados por el suelo, al igual que algunas macetas cuya tierra se había desparramado sobre las baldosas de mármol rosa.

El equipo cruzó a toda prisa hasta la mesa de recepción que había al fondo y allí volvió a reagruparse. Logan sacó el mapa que traía consigo y dijo:

—En esta parte del edificio están las habitaciones del servicio. Y por allí —añadió, señalando una de las puertas de los cinco ascensores que había—, los laboratorios.

—¿Los ascensores funcionan? —preguntó Ray, extrañado.

—Estos no. El único que se alimenta del generador es el de la Torre, así que... tocará utilizar las escaleras.

—Pues entonces habrá que volver a dividirse —sentenció Ray—. Jake y tú bajad a los laboratorios a por los dispositivos. Eden y yo buscaremos a Samara y a Dorian. Cuando terminéis, no nos esperéis. Salid de aquí y nos vemos directamente en el piso franco.

Ninguno discutió la decisión. Mientras que Jake y Logan tomaban la salida de emergencia que daba a las escaleras de la parte subterránea, Ray y Eden comenzaron a subir por las que tenían más cerca.

—Diésel me dijo que las habitaciones del servicio se encuentran en la tercera planta —apuntó Eden, mientras subían las escaleras de dos en dos hasta la puerta de emergencia que daba a los pasillos del tercer piso.

Se toparon con una inmensa sala que probablemente había estado repleta de máquinas tragaperras y mesas de cartas en el pasado. En su lugar, ahora había sillones y mesas bajas, y una gran barra de bar tan elegante como la de cualquier hotel de cinco estrellas.

—Creo que esto no tiene pinta de ser donde duerme el servicio... —dijo Ray.

Multitud de moradores, hombres y mujeres vestidos muchos de ellos con harapos, habían iniciado el saqueo de todos los objetos de valor que encontraban: lamparillas de mesa, cubertería, copas y vasos de cristal. Una pareja se abalanzó sobre un montón de bandejas brillantes y no dudaron en apartar a golpes a otras dos chicas que querían hacerse con ellas también.

—Ya ha empezado —dijo Eden, avanzando a toda prisa hasta la otra puerta de emergencia que había al fondo del inmenso salón.

—¡Vamos a ciegas! Tenemos que saber dónde están las habitaciones del servicio antes de seguir avanzando —exclamó Ray mientras agarraba a Eden del brazo.

—¿Y a quién preguntamos, genio?

Ray miró a su alrededor en busca de alguna pista... hasta dar con un joven de rasgos orientales que lucía un traje rojo y blanco y que se escondía debajo de una mesa con las manos en la cabeza, en estado de

shock.

—¿Dónde están las habitaciones del servicio? —preguntó Ray en cuanto llegó a su lado. Al ver que no se inmutaba, tomó la decisión de activar el Detonador y acercárselo a la cara para amenazarle—. No me hagas repetirlo otra vez. Responde.

—D... dos plantas más arriba —dijo el chico, con los ojos llenos de miedo.

Ray le soltó y siguió a Eden, que ya iba de camino a las escaleras de emergencia.

En la planta indicada, se cruzaron con otros habitantes de la Ciudadela que salían de las habitaciones con bolsas llenas de sábanas, mantas y ropa que sus inquilinos habían dejado atrás. Logan estaba en lo cierto: la Torre estaba abandonada. Probablemente, dedujo Ray, lo habían hecho durante la noche anterior y habían esperado que con el regalo de Acción de Gracias nadie hubiera sobrevivido para ir en su busca.

—¡Samara! ¡Samara! —gritaba Eden, entrando en las habitaciones que ya estaban abiertas o echando abajo sus puertas a base de patadas y con la pistola de cargas.

Los pasillos eran muy largos y tenían numerosas bifurcaciones. A punto de llegar al otro extremo del edificio, escucharon un tiroteo procedente de una de las escaleras de emergencia y fueron directos a ella. Cuando abrieron la puerta, se encontraron con una reyerta entre varios moradores con pasamontañas y un grupo de centinelas. Eden cerró de golpe y empujó a Ray contra la pared antes de que alguna bala perdida les acabara hiriendo. Cuando los disparos cesaron, los chicos volvieron a abrir la puerta y se encontraron que solo dos de los moradores habían sobrevivido. Al escucharles acercase, se dieron la vuelta con sus armas en alto.

—¡No venimos a robar nada! —se apresuró a decir Ray—. Estamos buscando a alguien.

—Tú... —dijo uno de los dos tipos, bajando el cuchillo que llevaba—. ¿Cómo has bajado tan rápido?

—¿De qué hablas?

—Ray, vamos —le pidió Eden, dándose la vuelta.

—Te hemos visto antes y llevabas otra ropa y...

Ray se acercó a él a toda prisa.

—¿Me habéis visto antes? ¿Dónde?

Los rebeldes se miraron entre sí antes de contestar.

—En la décima planta, creo. Estabas inconsciente, ¿no? Te vimos y...

—¿Arriba? ¡Eden, vamos! —la llamó Ray, antes de regresar a la escalera para seguir subiendo.

La chica se quedó a revisar la siguiente planta pero él subió directamente a donde los tipos le habían dicho. La décima planta volvía a ser una sala diáfana con solo un par de ascensores y numerosos sillones y objetos de decoración entre los que encontró lo que buscaba.

Dorian estaba tirado encima de una mesa de cristal hecha añicos con una mancha de sangre en la frente. Lo primero que hizo fue agacharse y comprobar que respiraba. Acto seguido, lo sujetó por los hombros.

—¡Dorian, despierta! ¡Vamos, colega!

Como el chico no reaccionaba, Ray activó el Detonador al mínimo y le lanzó una pequeña descarga en el pecho. En cuanto lo hizo, su clon abrió los ojos de golpe.

—¿R... Ray?

—¡Dorian! —exclamó él, abrazándolo en cuanto se incorporó—. ¿Qué te ha pasado? ¿Dónde está todo el mundo?

—No... No lo sé. Yo... Los centinelas me estaban conduciendo a los calabozos y de repente se fue la luz y... Y no recuerdo más —dijo aturdido mientras se levantaba con ayuda de Ray—. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué estás aquí?

El chico le explicó lo que había sucedido durante el discurso de Acción de Gracias mientras volvían a las escaleras, pero antes de abrir la puerta de emergencia, se detuvieron y Ray se volvió para mirarle.

—Dorian, te lo van a preguntar todos y necesito que me digas la verdad: ¿cómo conseguiste el boleto ganador de la Rifa?

Su clon le miró unos instantes, arrepentido.

—El boleto... me lo dio un hombre en un bar.

—¿Cómo que te lo dieron?

El chico bajó el rostro, avergonzado.

—Era todo una trampa... Yo hablé con ese viejo y me dijo que podía cambiar mi suerte y entonces me dio el boleto. Al principio pensé que era una tontería, pero cuando vi que había salido el número ganador... —el chico miró a Ray a los ojos—. Solo..., solo quería un cambio. O eso pensaba. Ya no estoy seguro...

—¿Una trampa? ¿O sea que sabían quién eras? —preguntó Ray, confuso.

—Sabían lo que soy, sí, pero Bloodworth te quería a ti...

—¿A mí? —preguntó extrañado—. ¿Qué estás diciendo?

—Saben que no necesitamos baterías, Ray. Y Bloodworth me quería llevar otra vez de vuelta con él, pero... —se intentaba explicar Dorian, aturdido.

—¿Con él? —preguntaba Ray—. Dorian, ¿cómo sabe Bloodworth que no necesitamos baterías?

En aquel instante, la puerta de emergencia se abrió y Eden se dirigió a ellos con cara de pocos amigos.

—¿Dónde está? —preguntó.

Dorian la miró sin entender.

—¿Samara?

La chica agarró entonces a Dorian por la camiseta y lo empotró contra la pared.

—Sé que sabes dónde la esconden. Vamos, habla y a lo mejor te perdonamos la vida cuando esto acabe.

—¡Eden! —exclamó Ray.

—¡Es un traidor! ¡Y está loco! ¿De verdad estás de su parte?

—Sí, lo estoy —replicó el otro, poniéndose entre medias de los dos—. Y no vuelvas a llamarlo así.

—Estás ciego —le espetó la otra—. Pero yo no.

Y antes de que Ray pudiera detenerla, Eden le lanzó a Dorian un puñetazo a la cara con el que cayó al suelo. Después se abalanzó sobre él, agarrándole de la camiseta de nuevo.

—¡Eden, para! —exclamó Ray, sujetándola por la espalda para separarla.

—¡Suéltame! —dijo la otra, con una furia tan desgarradora que parecía estar a punto de llorar—. ¡Se lo merece! ¡No es justo! Tendríamos que haberla encontrado a ella, ¡no a él! —y volvió a intentar escaparse, pero Ray no la dejó.

Dorian se levantó del suelo despacio y se limpió con el reverso de la mano el hilillo de sangre del labio.

—Creo que sé dónde puede estar... —dijo.

—¡Pues dilo! —le ordenó Eden.

Ir a la siguiente página

Report Page