Aura

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—Que no os engañen las vistas: ese festival de colores solo se produce en el centro. El resto de la ciudad subsiste con candelabros y bombillas fundidas —dijo Eden, sin dejar de avanzar—. Si la energía que emplean en mantener eso encendido la utilizaran en la gente, los índices de mortalidad de la Ciudadela se reducirían mucho.

Dorian y Ray permanecieron en silencio, intentando asimilar una vez más el peligro que corrían adentrándose en ese lugar, mientras se acercaban esquivando las ráfagas de luz que los delatarían como intrusos.

La muralla, de hormigón reforzado e iluminada por focos, debía de alcanzar los cuarenta metros de altura y los chicos alzaron la cabeza para avistar la cúspide.

—La base de la muralla llega a los ocho metros —explicó Eden entonces mientras recuperaban el aliento tras la carrera—, pero a medida que asciende, se reduce la anchura. Desde ahí arriba vigilan los centinelas.

—¿Cómo cruzamos? —preguntó Ray.

—Hay unos pasos subterráneos por los que entran los suministros de agua y salen los residuos del alcantarillado. Ya nos falta muy poco para llegar.

Ocultarse entre las sombras de los escombros y de los árboles que habían crecido alrededor de la muralla se convirtió en su prioridad. Si un foco los delataba, saltaría la alarma y comenzarían los disparos sin preguntar ni analizar la amenaza.

Eden se detuvo en un hueco entre la maleza y comenzó a apartar arbustos del suelo para descubrir una tapa de alcantarillado.

—Hogar, dulce hogar —dijo, con su habitual ironía.

Cuando entre los tres lograron abrirla, les sobrevino un nauseabundo hedor a cloaca que inundó sus fosas nasales. Eden fue la primera en entrar. Encendió la linterna y comprobó que estaba todo despejado. Los chicos la siguieron.

Se trataba de un camino estrecho flanqueado por dos inmensas tuberías por las que corría el agua amortiguando incluso el sonido de sus pasos sobre el cemento encharcado. Más allá del halo de luz de la linterna, todo era oscuridad. Dorian comenzó a respirar agitadamente. Sentía fobia por los espacios cerrados y aquel le recordaba a las entrañas del complejo en el que tanto tiempo había pasado.

—Un poco más —les dijo la chica—. Solo tenemos que seguir a las ratas...

Dorian evitó mirar al suelo, pero los chillidos de los roedores delataban su presencia. El pánico comenzó a apoderarse de él. Necesitaba aire y aquel pasadizo parecía no tener fin.

—Ray... —musitó el chico, cada vez más angustiado.

—Silencio —chistó Eden—. Ya casi estamos.

De pronto, una luz se encendió al final del túnel.

—¡Quietos! —gritó una voz masculina.

Los tres se quedaron congelados mientras la chica intentaba enfocar a la persona que sostenía la otra linterna.

—¡Apaga la luz! —ordenó el hombre.

Eden no obedeció. Se quedó quieta, en silencio.

—¡Apágala o disparo! —amenazó el otro.

Tras unos segundos de duda, la chica terminó dándose por vencida y bajó la linterna. Dorian no podía creerse que aquello estuviera sucediendo de verdad. ¿Apenas acababan de entrar en la Ciudadela y ya los habían capturado?

El hombre, que vestía un uniforme y no dejaba de apuntarles con un arma y con su linterna, se acercó a ellos hasta tenerlos delante. Y entonces, inesperadamente, bajó la pistola y acercó la luz antes de preguntar con sorpresa:

—¿Eden?

3

–Aidan...

El nombre salió de los labios de Eden en un susurro.

Ray la miró sin comprender, esperando una explicación. ¿Se conocían? ¿De qué? Los ojos de ella se mantenían fijos en el hombre que se acercaba cada vez más a ellos. Ray, sin embargo, no bajó la guardia. Al contrario, cuando el hombre estuvo a un metro de ellos, sacó la pistola que había robado en el complejo y apuntó con ella al desconocido.

—¡Quieto! ¡No des ni un paso más! —le advirtió.

El soldado pareció salir de pronto del aturdimiento y volvió a alzar su arma, esta vez para apuntar al chico.

—Ray, tranquilo —intervino Eden.

—¿Quién es este tío?

—¿Quiénes son estos, Eden? —preguntó el centinela.

La chica avanzó y se situó entre ambos para tranquilizarlos.

—Bajad las armas, por favor —insistió antes de volverse hacia Ray—. Este es Aidan, un viejo amigo de la Ciudadela. Aidan, estos son Ray y Dorian.

—¿Son de los nuestros? —preguntó el guardia sin fiarse.

—Sí, sí. Estamos todos en el mismo barco. Así que dejad de apuntaros.

Ray aguantó unos segundos más con el arma en alto antes de hacer caso a Eden. Aidan hizo lo propio. Después se acercó y se quitó el casco, descubriendo su rostro.

Debía de rondar los veinticinco años, pero por la barba incipiente y su fuerte complexión, aparentaba más edad. Su cabello rubio brillaba incluso bajo el débil resplandor de las linternas igual que aquellos ojos azules, que observaban a Eden como si no llegara a creerse que fuera real. Sí, aquel tío parecía haber salido de una revista de modelos, concluyó Ray. Y solo por eso le disgustó un poco más su presencia.

—Creí que estabas... —comenzó Eden.

—Sí —interrumpió Aidan—. Yo también creía que tú lo estabas.

—¿El qué? ¿Muertos? —dijo Ray, de pronto—. ¿Os referís a eso? Pues menos mal que los dos estabais equivocados, ¿no?

Ambos se volvieron para mirarle y él ensanchó su sonrisa sin dejar de observar al centinela. ¿Qué hacía un soldado en un túnel que, según les había explicado Eden, solo utilizaban los rebeldes? ¿Cómo podía estar la chica tan tranquila si hacía tanto que no visitaba la Ciudadela?

—Es una larga historia —dijo Eden, como si aquello lo explicara todo.

—Sí. Y no deberíamos quedarnos aquí —añadió Aidan—. Hace tiempo que este túnel dejó de ser un lugar seguro. Tengo que llevaros con Battery.

—Por eso estamos aquí... —dijo Eden.

—¿Y quién es esa? —preguntó Ray, aunque no obtuvo respuesta.

Antes de reemprender la marcha, Aidan les ordenó que, bajo ninguna circunstancia, se separaran de él, y a ellos no les quedó otro remedio que confiar en él.

Tardaron más de media hora en llegar a su destino, tomando tantas bifurcaciones que llegó un punto en el que Ray perdió la cuenta y ya no sabía ni en qué dirección caminaban. El olor a cloaca había dejado de importunarles, igual que la falta de luz o los bichos que corrían entre sus pisadas. Avanzaron en silencio, cada uno inmerso en sus pensamientos y con el miedo y la curiosidad creciendo a cada segundo. Después de lo que habían descubierto en el complejo, lo único que impedía que Ray se viniera abajo era tener clara la misión de rescatar a Logan y ayudar a los rebeldes de la Ciudadela. Lo único que temía era no estar a la altura.

—Ray —Dorian lo agarró del hombro por la espalda y siguió hablando en un susurro—: No te pares. ¿Te fías de él?

El chico se lo pensó durante unos segundos antes de responder.

—No lo sé. Pero si Eden lo considera un amigo, creo que podemos estar tranquilos. Yo tampoco me fiaba de ella cuando nos conocimos. Ni ella de mí. De hecho... fui su prisionero durante un tiempo.

—¿En serio? —dijo Dorian medio riéndose.

—Sí, es una cabezota.

—Pero te gusta —afirmó Dorian.

—Sí, supongo... —se interrumpió de pronto y se giró sin dejar de caminar—. Oye, ¿por qué me dices esto ahora?

—Por valorar las salidas que tengo cuando te lances a protegerla.

—¡Silencio! —chistó Eden.

Los dos obedecieron, pero aquella inesperada conversación con Dorian acompañó a Ray hasta el final del camino. Eran pocas las veces que su clon se decidía a hablar, pero siempre que lo hacía lograba desconcertarle por completo. Sabía que tendría que ver con el tiempo que había pasado encerrado en el laboratorio del complejo, pero a veces sentía como si tuviera que traducir cada palabra suya para lograr entenderle.

Ray siempre se había creído capaz de ver más allá de los ojos de las personas, de intuir cómo eran, de saber lo que escondían o lo que anhelaban. Sin embargo, con Dorian era diferente. Tenía la sensación de que más allá de sus pupilas no había nada... o que había

tanto que era imposible averiguar qué.

—Ya hemos llegado —anunció Aidan al final de un túnel sin salida.

Ray fue a preguntar a qué se refería cuando de pronto lo vio subir por una escalera vertical que no había advertido hasta ese momento.

Aidan apartó la tapa de la alcantarilla y Eden y los chicos ascendieron tras él.

—Bienvenidos a la Ciudadela —dijo ella con tono amargo.

El callejón al que habían salido estaba totalmente vacío y la única luz que iluminaba el asfalto era la de la luna sobre sus cabezas. Era imposible creer que estuvieran dentro de la misma ciudad que tan brillante les había parecido desde fuera. Los edificios que los rodeaban eran de ladrillo y daban la impresión de estar abandonados, con todas las ventanas tapiadas o a oscuras. En el suelo, cerca de donde estaban ellos, la basura desbordaba varios contenedores y el aire traía consigo la peste a alimentos podridos y a orines.

De repente, se abrió una puerta a lo lejos y por ella salió un mozo con un delantal sucio para vaciar un bidón lleno de tripas de animal en mitad del callejón. Después volvió a meterse dentro sin percatarse de su presencia.

—¡Vamos! —ordenó Aidan.

Emprendieron la marcha por el callejón y, al doblar la esquina, se toparon con una concurrida calle en la que los gritos de la gente, el ir y venir de los transeúntes, las risas y el ruido de cristales contra el suelo se tragaron el silencio. Era de noche, pero costaba imaginar que aquel lugar pudiera estar más frecuentado por el día.

La gente parecía caminar sin rumbo fijo. Unos iban en grupos, otros mascullaban obscenidades o sinsentidos apoyados en las paredes, gruñendo a todos los que se les acercaban. Algunos iban con botellas de alcohol en la mano y se reían a carcajadas, mientras otros lloraban tirados en el suelo, famélicos, suplicando ayuda. Todo era caos. Todo era indiferencia y decrepitud. Y lo único que parecían tener en común aquellas personas eran los brazaletes que brillaban en sus muñecas con luces ambarinas y rojas.

Tanto en los locales que encontraron a su paso como en lo alto de las farolas, donde una vez había habido luz eléctrica, ahora ardían lámparas de aceite que dotaban al lugar de una sensación mucho más siniestra y perturbadora, más propia de siglos pasados que de aquel futuro incierto.

Sin embargo, como les había advertido Eden, no muy lejos de allí, en dirección al centro de la Ciudadela, la cosa era bien distinta y las luces envolvían aquellas calles con multitud de colores y parpadeos psicodélicos que le hacían pensar a uno que se tratara de otro mundo. Incluso se podía apreciar alguna que otra enorme pantalla holográfica con mensajes publicitarios que rezaban el eslogan: «Por una Ciudadela limpia y segura».

De pronto, Eden agarró a Ray del hombro y tiró de él hacia atrás a tiempo de evitar que un loco en bicicleta se lo llevara por delante.

—Ándate con ojo, Duracell. Que esto no es como allí fuera...

Aidan les hizo un gesto para que le siguieran y echó a andar con decisión, empujando a un lado a la gente que se cruzaba en su camino y sin molestarse en volver la vista. Ni una sola persona, advirtió Ray, se atrevió a encarársele. Si los músculos o la altura del chico no eran suficientes razones para amedrentar a alguno, lo era su uniforme.

Se dirigieron hacia el centro de la Ciudadela y, a pesar de la distancia, en cuanto lo vio, Ray pudo reconocer las luces del Circus Circus o del Hotel Trump. Por mucho que hubiera cambiado el mundo, por mucho tiempo que hubiera pasado, aquello seguía siendo Las Vegas. Y la gran torre de luz que habían visto desde la distancia no era otra cosa que el Stratosphere. El pirulí, que en su memoria se situaba en el extremo de la calle opuesto al famoso cartel de «Welcome to Las Vegas», ahora se encontraba en el centro del nuevo asentamiento humano, alrededor del cual se habían ido construyendo nuevos y estrafalarios edificios aparte de los que ya existían.

—No siguen siendo casinos, ¿verdad? —preguntó Ray a Eden.

—Algunos sí, aunque imagino que no son como tú los... recuerdas —contestó, con cierto reparo ante la última palabra—. La mayoría, en realidad, son viviendas.

A medida que avanzaban y se acercaban al centro de la Ciudadela, la luz eléctrica fue ganando presencia. Se trataba sobre todo de pequeños bares y tiendas discretas cuyos escaparates estaban, en su mayoría, vacíos.

—La Ciudadela está activa las veinticuatro horas del día —explicó Eden—. Mientras que, por ejemplo, durante las mañanas se abren los negocios de alimentación y tejidos, por la noche lo que más abundan son bares o tiendas de surtidores eléctricos. Además de antros ilegales y clandestinos, claro. Esos nunca descansan.

Ray no pudo evitar sonreír al advertir que algunas cosas no habían cambiado con respecto a Las Vegas que él había conocido.

Se detuvieron enfrente de un local coronado con neones azules que bautizaban el sitio como «Batterie». La fachada resultaba incluso más rocambolesca y fuera de lugar que el resto de los edificios de alrededor, con cuatro columnas de estilo griego que embellecían la entrada y varias telas rojas recogidas sobre el techado que lo hacían parecer un burdel. De no ser por las luces azules y porque el local carecía del molino rojo en lo alto, Ray habría creído que se encontraba en pleno barrio parisino de Montmartre.

—No ha cambiado nada —dijo Eden, a su lado.

—Ya sabes cómo es Battery. Cuando le gusta algo... —le dijo Aidan, y concluyó la frase con una sonrisa—. Vamos, se alegrará de verte.

—Mira que lo dudo... —murmuró la chica para sus adentros.

Ray desconocía la relación que tenía Eden con aquel lugar y esa tal Battery, pero se la veía casi tan preocupada como cuando estaban cruzando la estepa hacia la muralla. El chico intentó infundirle ánimos agarrándole la mano, pero cuando ella advirtió que la estaba mirando, dibujó una fugaz sonrisa en sus labios e hizo como si no pasara nada.

—Escuchadme —les dijo a los dos clones—. No habléis con nadie, ni hagáis nada si no os lo pido yo. Limitaos a seguirme, ¿de acuerdo? No dejéis que os paren. Los dos sois jóvenes y guapos e irán a por vosotros en cuanto os descubran.

—¿Dónde nos vas a meter? —preguntó Dorian.

—En el cabaret más famoso de la ciudad y uno de los surtidores de electricidad clandestinos más rentables que existen. No solo de este barrio, sino de toda la Ciudadela.

—¿Y por qué conoces tú este lugar? —preguntó Ray, mientras subían los escalones de la entrada.

—Porque trabajaba aquí —sentenció ella, justo cuando Aidan le hizo un gesto al enorme hombre negro que protegía la entrada del local y este les abrió la puerta sin rechistar.

La música los envolvió en cuanto pusieron un pie dentro, igual que el calor y los aromas a hierbas quemadas que no supieron identificar. Por dentro, el Batterie parecía un antiguo teatro con grandes lámparas de araña colgando del techo y filigranas decorando las paredes y los alféizares de las ventanas oscurecidas. El patio de butacas había desaparecido para dar paso a una sala diáfana con sillones, divanes y mesas entre las cuales danzaba un grupo de chicas encaramadas a tres caños de baile mientras los clientes vociferaban y aplaudían el espectáculo.

Pero el gran número se estaba desarrollando en esos momentos al fondo, en el inmenso escenario al que apuntaban todos los focos: allí, tres bailarinas con ropas circenses y peinadas cada una de una manera distinta danzaban al son de la música perfectamente sincronizadas. Sus movimientos resultaban tan sensuales e hipnóticos que los chicos tuvieron que hacer un esfuerzo para apartar la vista.

Ray pensó que la clientela de aquel lugar estaba compuesta por los mismos mendigos que había visto en los barrios más pobres de la Ciudadela, pero entonces se cruzó con un centinela que estaba siendo arrastrado por una de las chicas del local y advirtió que se trataba de un cabaret de lujo en el que no parecía poder entrar cualquiera. Había muchos más guardias, aún con el uniforme, que se deleitaban con el alcohol y la compañía de las chicas. Los demás vestían ropas de calidad, con botas relucientes y peinados engominados.

Aidan se abrió paso entre la multitud como si fuera el relaciones públicas del local, besando los dorsos de las manos de las chicas o saludando a otros centinelas. Ray se quedó fascinado con aquel ambiente que le hacía olvidar por completo que el mundo, en realidad, era un lugar mucho más sórdido, oscuro y sombrío que todos los vicios que se reunían allí.

Ray centró su atención en una de las mesas en las que había un grupo de hombres sin camiseta, riéndose y brindando con chupitos. Uno de ellos estaba tumbado sobre el mueble y tenía varios electrodos en el pecho conectados a una batería que sostenía otro. Este mismo cogió entonces un tubo de color azul fluorescente que le pasaron y, entre risas, lo conectó a la batería. Al instante, el chico de la mesa comenzó a temblar como si le estuvieran dando una descarga eléctrica. Sin embargo, a los pocos segundos, el muchacho se incorporó, tambaleante, se quitó los electrodos y comenzó a reírse a carcajada suelta a la par que abrazaba a sus compañeros.

—¡Vamos! —gritó Eden agarrando a Ray de la mano.

Tuvieron que abrirse paso a base de empujones entre la gente para llegar a la barra del bar que hacía esquina con el escenario. Casi todo el local estaba pendiente del

show de las tres chicas que había sobre él. La pelirroja que lideraba el espectáculo había aparcado la silla en la que había estado bailando hasta el momento para agarrar una enorme tela roja que caía del techo y danzar con ella.

Su pelo parecía una llama viva, sus ojos eran el océano, y por cómo se los había maquillado resaltaba de una manera mucho más evidente el azul añil de sus iris. Mientras subía y bajaba por la tela, no dejaba de sonreír, lanzar besos y mordisquearse el labio para gusto de todo su público.

Entonces, tomó impulso y se alzó por encima de todas las cabezas con los brazos abiertos y la tela envuelta entre las piernas. Tanto Ray como Dorian se quedaron boquiabiertos ante semejante espectáculo y, aunque solo fue un instante, cuando los ojos de la chica se cruzaron con los suyos, extendió la sonrisa como si ellos fueran los únicos clientes allí. Sin embargo, la fantasía se desvaneció cuando su mirada se cruzó con la de Eden. El rostro de la pelirroja se quedó lívido mientras seguía girando.

Aidan cruzó en ese momento por debajo de la barra del bar y los demás lo siguieron a otra sala mucho más privada. Bastó con que cerraran la puerta para que la música, los gritos y el vitoreo del público quedaran ahogados.

—Ya veo que la fiesta sigue igual de viva que siempre —apuntó Eden.

—Sí, de hecho la clientela se ha multiplicado desde que te marchaste. ¿Has visto la cantidad de centinelas que hay aquí dentro? —preguntó Aidan—. Hemos conseguido que este sea su local favorito.

Avanzaron por un pasillo estrecho e iluminado tenuemente con luces azules hasta dar con una puerta que Aidan golpeó antes de entrar.

—¿Battery? —dijo, entreabriéndola.

De dentro les llegó la voz de una mujer regañando a alguien.

—¿...Que el chico es rarito? Pues haremos una fiesta privada y le diremos que no está invitado.

—Battery... —volvió a insistir Aidan, esta vez abriendo la puerta y asomando la cabeza.

Ray observó cómo dos chicas, que apenas alcanzaban la pubertad, apretaban el corsé de la mujer que estaba de espaldas a ellos mientras se miraba en un espejo.

—¡Aidan! ¡Querido! Pensé que hoy trabajabas —exclamó al ver el rostro del muchacho en el reflejo.

—Sí, no tenía pensado venir hasta...

—¿Habéis terminado ya? —dijo la mujer a las niñas—. Bueno, me da igual. Largo. Y decidle a Berta que ya os puede dar de comer.

La mujer se levantó y se dio la vuelta, exhibiendo su exuberante porte repleto de curvas. Vestía con un ajustado corsé, que se cubrió con una bata semitransparente de seda, todo en tonalidades rojas, como el resto de la habitación.

—¿A qué debo esta grata visita? —preguntó sonriendo mientras alzaba la mano para que el centinela le besara el anillo de rubí que llevaba en el dedo.

Fue entonces cuando Aidan, tras darle el beso, se apartó y dejó entrar a Eden. La sonrisa de la mujer se deshizo como papel quemado antes de pronunciar su nombre con desagrado.

—Eden...

—Hola, Battery —contestó ella.

La mujer le lanzó una desafiante mirada.

—Madame. Para ti soy

Madame Battery.

4

Madame Battery les cedió el paso a lo que, a todas vistas, era su despacho. Al fondo, se situaba un enorme escritorio con una silla que más parecía un trono tapizado de color burdeos. Como el resto del local, allí también había varias columnas entre las que colgaban cortinas de terciopelo rojo, perchas con decenas de boas de plumas de todos los colores y un diván lleno de cojines con una mesita al lado sobre la que reposaba una bandeja de frutas.

La mujer cerró la puerta cuando estuvieron todos dentro y fue directa hacia Eden.

—Battery... Madame Battery, sé que no tengo derecho a...

—¡Exacto!, no tienes ningún derecho —le interrumpió la mujer—. Me sobran motivos para chasquear los dedos y avisar a todos esos centinelas borrachos de que estás aquí. ¿Cómo te atreves a presentarte de esta manera después de cómo te largaste?

—Escúchame, por favor...

—No quiero escucharte. Cada segundo que pasas aquí nos pones en riesgo a todos.

—Battery... —intervino Aidan.

—Y tú... —señaló al soldado con el dedo—. Tú mejor que nadie deberías saber que traerla aquí es una locura.

La mujer caminó hasta el escritorio, sacó de uno de los cajones una larga boquilla con un cigarro y lo encendió, acercándolo a una de las velas que adornaban el mueble. Le dio una calada con los ojos cerrados, soltó el humo lentamente, resopló y volvió a dirigirse a Eden.

—Entiendes en qué tesitura tan complicada me pones, ¿verdad?

—Battery, por favor —volvió a suplicar la chica—. Si he venido aquí es porque no tengo otro sitio al que ir.

Ray se mantenía en silencio junto a Dorian, incapaz de reconocer a Eden. Era la primera vez que la veía suplicar de esa manera y a cada segundo que pasaba se preguntaba con más ahínco quién era en realidad esa chica y qué había tenido que hacer para sobrevivir en el pasado.

—Te fuiste, Eden. Sin una nota. Y te fuiste con todas las consecuencias.

—¡Me fui pero seguí ayudando desde fuera!

—Aquí ya no eres bien recibida.

La mujer fue a darse la vuelta, pero Aidan la sujetó del brazo.

—Por todos los infiernos, ¡¿ni siquiera vas a dejar que se explique?!

La mano de Madame Battery se movió a la velocidad del relámpago y el bofetón resonó por toda la habitación.

—Ni se te ocurra volver a levantarme la voz —le advirtió, sin apenas mover sus labios pintados de carmín—. Y mucho menos a tocarme.

Hasta entonces, Ray no había advertido que la mujer llevaba su brazalete envuelto en unas delicadas telas con piedras engarzadas.

Después, como si aquello no hubiera sucedido, se alejó del centinela dando una nueva calada al cigarro y se recostó en el diván.

—La decisión ya está tomada: tienes que irte —sentenció la mujer—. Y llévate contigo a esos dos cachorrillos antes de que me encapriche de ellos.

—¡No! —exclamó Eden—. ¡Esto es importante! ¡No te haces una idea de lo que...!

Eden se interrumpió cuando se abrió la puerta y por ella apareció la chica pelirroja que momentos antes habían visto bailar sobre el escenario.

—¿Qué haces tú aquí? —preguntó la recién llegada, dirigiéndose a Eden. Después se volvió hacia Madame Battery—: ¿Qué hace aquí? ¿Eh?

—Kore, cielo, relájate —le pidió la mujer con hastío—. Ya se iban.

Pero la chica no pareció darse por satisfecha con aquella respuesta y fue directa a por Eden.

—¿A qué has venido? —y le propinó un empujón.

—¡Kore, basta ya! —ordenó Aidan, mientras la sujetaba por los hombros.

—¡Silencio! —exclamó Madame Battery mientras se masajeaba los ojos cerrados.

Kore se zafó del brazo de Aidan y se alejó de Eden sin apartar de ella ni un instante la mirada cargada de rabia. Se alejó hasta una de las columnas del despacho y se apoyó con la respiración acelerada. Por su parte, Eden parecía estar haciendo un esfuerzo sobrehumano para no lanzarse a por ella y mantenía los puños cerrados detrás de la espalda. Cuando logró serenarse les dijo:

—Tienen a Logan.

—¿Aquí? —preguntó Aidan, alarmado—. ¿En la Ciudadela?

—Sí, aquí —dijo Madame Battery.

El chico se volvió hacia ella.

—¿Lo sabías? ¿Y por qué no nos dijiste nada?

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