Aura

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—A ver si ahora voy a tener que darte cuentas a ti de lo que sé o dejo de saber.

—De cosas como esta, sí, maldita sea. Me juego el cuello cada vez que llevo este uniforme y lo único que pido es que me mantengáis...

—Sí, vale, bien, de acuerdo. Me enteré ayer por la noche —respondió la mujer, estresada—. Menuda nochecita me estáis dando —añadió mientras se masajeaba la sien y daba otra calada al cigarro.

—Si Logan habla, estamos perdidos —masculló Aidan.

—Pues que lo maten —intervino Kore mientras se dirigía al minibar que había cerca del escritorio para servirse una copa con un par de hielos—. Vosotros habéis sido quienes más habéis complicado las cosas aquí —dijo, mirando a Eden—. Al menos sería un final justo después de todo...

—¿Un final justo? —le espetó la otra—. ¿Qué te crees que hemos estado haciendo fuera?

—No me obligues a responder a esa pregunta —dijo Kore—. Huiste y después buscaste redención intentando ser útil.

—Si te sientes mejor pensando eso, adelante. La cuestión es que desde entonces he pasado los días salvando de la Ciudadela a desgraciados que no tienen tu suerte de recibir cada día una carga que los mantenga vivos.

Kore ignoró el discurso de Eden y se bebió la copa de un trago.

—Deberíamos matarlo antes de que hable.

—¡¿Pero cómo puedes ser tan sumamente egoísta?! —gritó Eden, fuera de sus casillas mientras Ray intentaba calmarla con una mano sobre el hombro—. ¡Él es inocente!

—No para mí —contestó la otra.

—¡Callad! ¡Me dais dolor de cabeza las dos! —dijo Madame Battery al tiempo que apagaba su cigarro—. Logan lleva encerrado varios días y nosotros seguimos aquí. Si no ha hablado hasta el momento, dudo que lo vaya a hacer.

—¿Entonces? —preguntó Eden.

—¿Entonces, qué? Ya no es nuestro problema.

—Lo van a matar.

—Sabía los riesgos que corría cuando se metió en eso —sentenció la mujer.

—¿Y qué hay de los que se han quedado fuera, en el campamento?

Madame Battery se encogió de hombros y chasqueó la lengua. Eden se llevó las manos a la cabeza y exclamó:

—¡No podemos! No podéis...

—Yo

que puedo —le espetó la mujer, alzando la voz—. Acordamos que si salíais ahí fuera, el problema era vuestro. Pasase lo que pasase. Así que, muchas gracias por tu visita, Eden, pero siento no poder hacer nada por ti.

—Tú no sientes nada... ¡Él fue quien me trajo a ti!

—Aidan, acompáñales a la salida. Por favor. Gracias.

Ciao, ciao —dijo, mientras lanzaba besos al aire.

El centinela miró a Eden con lástima antes de obedecer. Kore se despidió de ellos con la mano y una sonrisa diabólica en los labios. Pero justo cuando parecía que la discusión había concluido, Eden se giró de nuevo.

—Por cierto, estos son Dorian y Ray. Son dos rebeldes gemelos que formaban parte del campamento.

Madame Battery pareció recordar de pronto su presencia allí y alzó la ceja con tan poco interés como si estuviera a punto de quedarse dormida allí mismo. Eden insistió:

—Cuando volvíamos nos topamos con un lugar nuevo que no había visto en todo el tiempo que llevo en el exterior. Un complejo subterráneo abandonado.

Bastó pronunciar esas palabras para que Madame Battery se incorporara y frunciera el ceño.

—¿Cómo dices?

—Desde fuera no se veía absolutamente nada, pero en el suelo descubrimos un inmenso cristal y bajo él se encontraba...

—¡Fuera! —exclamó de pronto la mujer—. Fuera todo el mundo menos Eden y estos dos.

—¿Cómo que fuera? —preguntó Kore con el rostro desencajado—. ¿No los ibas a echar?

—¡Salid de mi despacho de una maldita vez! —gritó Madame Battery.

Kore obedeció, indignada, farfullando maldiciones y Aidan la siguió sin rechistar. Cuando cerraron la puerta, la mujer caminó hasta los tres chicos y estudió más de cerca a Ray y Dorian.

—Maldita sea, Eden... —resopló Madame Battery mientras se llevaba la mano a los labios—. Estos dos no son gemelos.

—No lo somos, no —contestó Ray.

Cuando ella le miró, dijo:

—Tenéis que conocer a alguien.

La improvisada melodía a piano que estaba interpretando Bloodworth en su despacho le permitía desconectar durante unos instantes de todas sus preocupaciones. Los pensamientos negativos, el cansancio del día a día... se evaporaban con cada golpe de tecla al delicado piano de cola negro. Ser gobernador de la Ciudadela no era tarea fácil. Desde la muerte de Wilde, él había asumido el mando del complejo y su primer sacrificio había sido salir al exterior para dirigir personalmente los avances del proyecto. Solo durante aquellos remansos de paz en los que dejaba la mente en blanco y traducía sus emociones a música lograba ver las cosas desde otro punto de vista.

La habitación estaba iluminada tenuemente con lamparitas que destellaban sobre las paredes y los muebles de madera barnizada. El incienso japonés que ardía junto a las ventanas cerradas se había tragado el olor del puro que había estado fumando hasta hacía un rato y traía consigo recuerdos de aquellos viajes a Asia antes de que el mundo cambiase.

Se encontraba en su residencia, situada en el Óculo, la parte más alta de la Torre. Por las mañanas prefería no asomarse. La Ciudadela era un lugar feo y sucio, de lejos y de cerca. Y eso no cambiaba por mucho que intentaran luchar contra ello. Pero cuando caía la noche y solo se advertían las luces que iluminaban las calles y los hogares, le daba la sensación de gobernar un pedazo de cielo.

La alarma de su reloj de muñeca le hizo regresar de aquel trance musical y se dirigió a la caja fuerte que escondía en una de las estanterías de la pared para coger los electrodos que conectó a su brazalete. Se remangó la camisa y se desabrochó los botones, dejando a la vista un pecho que una vez fue fuerte y que ahora estaba arrugado y cubierto de canas.

Bloodworth había recibido la vacuna

electro contra los

nanobots a los cuarenta años, casi diez años atrás. Y allí seguía, suministrándose como cada día una nueva dosis de energía para que su corazón humano no dejara de latir.

De repente, saltó un suave pitido y del altavoz de su escritorio le llegó una voz femenina:

—Gobernador, Kurtzman está aquí.

—Bien, hazlo subir —respondió él mientras guardaba los electrodos de nuevo y se volvía a vestir.

A continuación, bajó el tramo de escaleras que conectaba su vivienda con el despacho y tomó asiento en el sillón reclinable. Después, apretó una serie de botones para que, del escritorio, salieran un par de pantallas de ordenador.

—¡Evelyn! —gritó entonces.

Una joven de apenas quince años surgió de pronto de uno de los cuartos adyacentes y esperó a recibir las órdenes de su amo. Vestía un discreto uniforme gris y llevaba el pelo recogido en una coleta.

—En unos momentos llegará Kurtzman. Quiero que le recibas con una copa del mejor coñac que tengamos.

—¿Y para usted, señor?

—Lo mismo —dijo sin desviar la mirada del ordenador.

La chica hizo una reverencia y se fue a prepararlo todo. A los pocos minutos, llamaron a la puerta con los nudillos y por ella apareció un hombre engalanado con el uniforme de los altos cargos centinelas.

—¡Philip, amigo mío, cuánto tiempo sin vernos! —exclamó Bloodworth dándole un abrazo—. Siéntate, por favor.

—Gracias por la bienvenida, señor.

—Nada, nada. Es lo mínimo que puedo hacer por mi general. ¿Deseas algo más? Evelyn, trae los puros.

La joven, que acababa de dejar las copas delante de los caballeros, se apresuró a traer la caja con el tabaco.

—Muchas gracias, señor, pero no fumo.

Bloodworth hizo un gesto a la criada para que volviera a sus asuntos y, una vez se quedaron los hombres solos, preguntó:

—¿Y bien? Cuéntame, ¿qué tal tu primera semana como capitán?

—Estupendamente, señor. Son todos muy dóciles. Lo que peor llevo es el asunto de las baterías —añadió, masajeándose el brazo en el que llevaba el brazalete.

—Ah, las baterías... —contestó el gobernador, asintiendo—. Recuerdo mi primer mes con ellas. Fue... horrible. Es angustioso saber que tu corazón se puede parar en cualquier momento. Pero te acabarás acostumbrando, créeme. ¡Mírame a mí! Diez años y estoy como un toro.

Bloodworth se levantó con la copa y el puro y caminó hacia el ventanal para contemplar la Ciudadela.

—Diez años, Philip... —repitió—. Y ya casi hemos acabado.

—Es admirable, señor.

—Lo es, desde luego. El trabajo y el sacrificio han merecido la pena.

Bloodworth dio un último trago a su copa y regresó al escritorio.

—¿Sabes por qué te he llamado?

—Por la última fase, señor.

El gobernador de la Ciudadela asintió.

—Eso es. Pero dime, ¿cómo vamos a llevarla a cabo con situaciones como esta?

Otro mueble situado a espaldas de Kurtzman comenzó a desplegarse hasta dejar a la vista una enorme pantalla de televisión. La imagen que apareció era la de una cámara de seguridad con un hombre semiinconsciente y desnudo atado a una camilla vertical.

—Logan no va a suponer ningún problema —dijo el centinela a toda prisa.

—Logan no ha hablado, así que eso le convierte en un problema. No le habéis conseguido sonsacar nada en este tiempo. Por tanto, seguimos sin saber nada nuevo sobre los rebeldes.

—Lo intentamos, señor, pero...

—Ya sé que lo intentáis, Philip. Te observo desde aquí —añadió, sonriente—. Y sé que te esfuerzas, pero no lo suficiente. Tus métodos no son efectivos.

Bloodworth apagó el puro y comenzó a teclear una serie de comandos en el ordenador hasta que apareció otra imagen en la pantalla. Esta vez se trataba de la cámara de seguridad de unos laboratorios con largas mesas ordenadas en hileras donde multitud de científicos manipulaban baterías.

—Las pruebas de la última fase han terminado esta misma mañana, Philip. Me han llamado del complejo diciendo que, por su parte, tienen todo listo para Acción de Gracias.

—¿F... funciona? —preguntó el soldado, asombrado.

—Perfectamente. Así que solamente quedan dos cosas por hacer: concluir las obras de la sección norte y que tú y los tuyos hagáis vuestro trabajo —dijo Bloodworth mientras jugaba con la guillotina del cortapuros.

—Señor, lo de los rebeldes es complicado. El centinela anterior, Bob, no hizo nada y...

—¡Bob era un maldito clon, Philip! —gritó Bloodworth, cabreado—. ¡Tú eres humano, como nosotros! Juegas con ventaja.

—¿Y qué propone que hagamos, señor? —preguntó Kurtzman.

Bloodworth apagó las pantallas del escritorio y se giró para encarar de nuevo el cristal con la Ciudadela y su reflejo.

—Mata a Logan. De manera pública. Quiero que el pueblo lo vea morir. Le condenaremos por el asesinato de Bob.

—¿Está seguro, señor?

—Si no ha hablado todavía, no lo va a hacer nunca. Así que pongamos el cebo y dejemos que sea el conejo el que salga de su madriguera.

Dicho esto, terminó su copa y acompañó a Kurtzman al ascensor.

Mientras tanto, la joven sirvienta del gobernador ordenaba los licores del bar, procurando que las botellas no titilasen entre sus manos temblorosas mientras intentaba asimilar la conversación que acababa de escuchar.

5

–Cómo ha sabido lo que somos? —preguntó Ray en cuanto Madame Battery abandonó el despacho y los dejó solos—. ¿A quién quiere presentarnos? Tenemos que salir de aquí inmediatamente. Podría estar metida en todo este lío...

—No lo creo —respondió Eden—. Sin ella, hubiera sido imposible infiltrar a los nuestros entre los centinelas.

—¡Pues más a mi favor! ¿Qué clase de poder tiene esta mujer para llegar a hacer eso? Yo digo que nos larguemos.

—Ray tiene razón —intervino Dorian—. No tiene sentido que conozca el asunto del complejo y que esté del lado de los rebeldes.

—Por no hablar de cómo ha reaccionado con la noticia de Logan... —añadió el otro.

Eden negó con la cabeza, pero Ray seguía intranquilo. Cada segundo que pasaban allí les ofrecían más ventaja a los otros para atraparlos. Tal vez la mujer hubiera salido a buscar a un centinela o a alguien peor. Como la chica no reaccionaba, Ray la agarró de los hombros para que le mirase a los ojos.

—Eden.

—¡Está bien! —dijo ella, finalmente—. Salgamos de aquí.

Ray fue el primero en llegar a la puerta, pero antes de que tocara el picaporte, esta se abrió y Madame Battery apareció con la respiración entrecortada.

—Ya viene —anunció antes de advertir la intención de los chicos—. ¿Adónde ibais?

—Creemos que... —dudó Ray—. Verá, lo mejor es que nos vayamos. Ya le hemos causado muchos problemas y no queremos molestarla más.

La jefa del cabaret volvió a cerrar la puerta tras ella y le sonrió. Después caminó sin prisa hasta su escritorio y buscó un abanico.

—Querido —dijo, dándose la vuelta—, no os voy a hacer nada. Yo no soy la mala de la película.

—No he querido decir que...

—Cielo, te lo pido por favor, no me trates de tonta. ¿Cómo te llamabas? ¿Dorian?

—Yo soy Ray, él es Dorian.

—Necesito una copa... —dijo, abanicándose con más fuerza.

Se dirigió al armarito con todas las botellas y estuvo rebuscando entre ellas hasta dar con la idónea.

—Sabía que esto pasaría algún día. Lo sabía —con un sonido seco, descorchó la botella y comenzó a servirse el alcohol en un vaso bajo—. Y no sé por qué me sorprende que de entre todas las personas de esta ciudad, tú, Eden, estés metida en esto.

La chica posó la mirada en el suelo y se agarró las manos con fuerza. Su turbación era cada vez más evidente y Ray tuvo que hacer un esfuerzo para no abrazarla allí mismo y asegurarle que todo saldría bien, aunque ni él sabía cómo. Si hasta entonces se había sentido perdido en aquel nuevo mundo, desde que habían entrado en la Ciudadela, más concretamente en el Batterie, creía estar viviendo una especie de sueño perturbador.

—No me miréis así —dijo la mujer, dirigiéndose a él y a Dorian—. Podéis estar tranquilos, vuestro secreto está a salvo conmigo.

La puerta volvió a abrirse entonces y un hombre de unos cuarenta años, de rasgos afilados y cabello oscuro, entró en la habitación

—Ya estoy aquí, ¿qué ocu...?

Su lengua se trabó en cuanto su mirada se cruzó con la de Ray. Antes de que pudiera reaccionar, el desconocido se abalanzó sobre el chico con el gesto desencajado por la rabia y las manos dispuestas a estrangularlo. Del golpe cayeron los dos al suelo, pero el tipo no dejó de apretar el cuello de Ray hasta que Eden y Dorian lograron quitárselo de encima.

—¡Darwin! —gritó Madame Battery.

Poco a poco, tosiendo, Ray sintió cómo el aire volvía a sus pulmones. Junto a él, Eden y su clon intentaban controlar al hombre para que no volviera al ataque. Sin embargo, su cabeza no dejaba de darle vueltas una y otra vez al nombre que acababa de pronunciar la mujer.

—¿Da... Darwin? —preguntó mientras se incorporaba un poco—. ¿Te llamas Darwin?

No le hizo falta escuchar la respuesta para llegar a la conclusión más evidente. Nadie, en su sano juicio, habría reaccionado de aquella manera ante un desconocido. Pero ¿y si para Darwin él no lo era? ¿Y si le había visto alguna vez en el pasado? O, mejor dicho, ¿a alguien con su misma cara? Las piezas encajaron en su cabeza como en un puzle. Aquel tipo solo podía ser el Darwin que se mencionaba en el diario.

—¡Soltadme! —gritó el hombre.

Fue entonces cuando se percató de que era un clon idéntico el que lo estaba sujetando.

—¡¿Sois... dos?!

—Nos confundes: no somos como él —le aseguró Ray mientras se levantaba—. Escúchame, Darwin. No somos él. Somos igual de víctimas que tú.

—¡Mientes! Os ha enviado, ¿verdad?

—Está muerto —dijo Dorian—. Lo matamos.

Ray lanzó una mirada a su gemelo y asintió levemente. Al menos aquella confesión había logrado serenar al líder rebelde.

—Sabemos lo que somos, Darwin. Y sabemos quién nos creó, y también quién eres tú y lo que hiciste.

—¡Cállate! ¡No sabéis nada!

—¡Suficiente! —exclamó Madame Battery—. Me va a estallar la cabeza con tanto griterío. Vosotros, explicadme qué demonios está pasando o llamo a los centinelas y que os arresten a todos.

Eden y Dorian liberaron por fin a Darwin y el hombre se recolocó la camisa negra que llevaba, aún desafiando a Ray con la mirada.

—Tú viviste en el complejo —explicó el clon—, con Ray y Sarah.

—Darwin, ¿cómo sabe...? —preguntó Madame.

—Porque lo leímos —le interrumpió el chico—. En su diario, el de Ray.

En pocas palabras, les contaron cómo se había encontrado con aquel cuaderno en su jardín, en manos del cadáver de Sarah, y su viaje hasta el complejo abandonado.

—¿Y él seguía allí? —preguntó Darwin entonces.

Ray asintió.

—Con Dorian.

—Pero... sois dos —dijo el hombre, sin entender.

Ray miró a Eden, sin estar seguro de que fuera buena idea responder y cuando ella asintió, dijo:

—Sí. Somos dos porque era la única forma de que la vacuna funcionase.

Madame Battery y Darwin cruzaron una mirada.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Darwin.

Ray alzó la muñeca y se quitó el brazalete falso que le había puesto Eden para pasar desapercibido entre los electros.

—Hablo de que nuestros corazones funcionan sin depender de baterías.

Al ver aquello, Madame Battery soltó un gemido de sorpresa y se terminó la copa de un trago.

—Maldito bastardo, al final lo consiguió... —murmuró Darwin para sus adentros.

—Sí, pero a un precio muy alto —dijo Dorian.

—Según nos explicó, para que la vacuna acabara definitivamente con los

nanobots tuvo que... —Ray meditó cómo terminar la frase para que no sonara a locura.

—Se extirpó el alma —se le adelantó Dorian.

—¿Perdón? —preguntó Madame Battery.

—Sé que suena demente —dijo Ray—, pero es lo que nos dijo: se extirpó de la cabeza... algo que es lo que hizo que la vacuna funcionase. Tenéis que creernos.

Darwin se apoyó en el escritorio de Madame Battery y la mujer se encendió un nuevo cigarro con manos temblorosas.

—Maldito loco... —dijo el otro, lamentándose.

—Mira —dijo Ray—, sé que desconfías de nosotros solo porque somos idénticos a él, pero es solo en apariencia. Por dentro..., por dentro somos distintos. Incluso entre nosotros.

No le quedaban más argumentos por utilizar. Ahora estaba en manos de Darwin aceptar su palabra o considerarles el enemigo solo por tener el rostro de quien una vez fue su amigo y le traicionó. Por suerte, al cabo de unos segundos, el hombre pareció relajarse levemente y preguntó con un tono más amable:

—¿Y a qué habéis venido?

—A rescatar a Logan —respondió Eden y Madame Battery alzó las manos hacia el techo.

—¡Por todos los cielos, Eden, ya te he dicho que...!

—Logan sabe lo mío —le interrumpió Ray—. Sabe que mi corazón no necesita baterías.

—Y también es el único que sabe cómo construir los cristales fotosensibles —añadió la chica.

Madame Battery soltó una carcajada escéptica.

—La de veces que le habré escuchado hablar de esas tonterías...

—No son tonterías —le espetó Eden—. Logan estaba construyendo placas solares que nos suministrarían energía ilimitada y lo estaba consiguiendo cuando le capturaron. ¡Si el gobierno no quiere que se construyan aquí será por algo!

Una vez más, Darwin y Madame Battery intercambiaron una mirada de duda. Inconscientemente, el hombre se acarició el brazalete de su brazo y, tras dar la espalda a todos, comenzó a hablar:

—Dejadme que os cuente una historia. Hace diez años, cuando abandonamos el complejo, hui al exterior con varios Hijos del Ocaso, entre ellos mi hermano. Obviamente, no podíamos salir sin la vacuna

electro, así que nos vimos condenados a depender de una batería con tal de no seguir en aquel infierno. Durante los primeros meses estuvimos viviendo en los bosques y más adelante encontramos la Ciudadela. Para cuando llegamos nosotros, aún estaban construyendo el muro, así que imaginaros... Desde un principio supimos que Bloodworth estaba detrás de aquello porque todos los habitantes tenían el brazalete, pero no descubrimos que eran clones hasta que nos dimos cuenta de que nadie sabía nada del complejo. Bloodworth los tenía, y los tiene, viviendo una mentira y trabajando para construir su ciudad. Esta ciudad. Por eso comenzamos de nuevo a organizar un grupo rebelde. No podíamos decir a los habitantes que eran clones porque nos tomarían por locos, pero sí intentar luchar contra las injusticias y el maltrato a los que les estaban sometiendo.

—Espera un momento, ¿me estás diciendo que toda la gente que vive en esta ciudad son...? —Ray se volvió hacia la mujer—. ¿Usted también?

—Yo soy Madame Battery —respondió la mujer, alzando la voz y advirtiéndole con los ojos que no se atreviera a formular de nuevo esa pregunta.

—El caso es que comenzamos a formar un grupo rebelde que, con el tiempo, fue creciendo. Hasta que Bloodworth y los suyos se enteraron de que los que encabezábamos el movimiento no éramos clones.

—Sino humanos con vacuna

electro —dedujo Eden.

—Bloodworth empezó a ir a por los rebeldes y a darnos caza. Ya nos había conocido en el complejo y sabía de lo que éramos capaces los Hijos del Ocaso... Por eso empezaron las ejecuciones públicas y las redadas: para sembrar el terror. De todos los que empezamos, únicamente quedamos vivos mi hermano Jake y yo.

—Poco después de que tú y Logan os marchaseis, se enteraron de que nosotros también habíamos organizado nuestro propio bando rebelde —añadió Madame Battery, orgullosa—. Vinieron a verme y decidimos unir fuerzas e información.

—Pero seguís luchando, ¿no? —preguntó Eden.

—Seguimos sobreviviendo, que es distinto. Ahora mismo, Aidan es el único rebelde centinela. Nuestro objetivo es subsistir y eso es lo que hacemos con este local: conseguir dinero de los de arriba para poder seguir ayudando a los nuestros.

—Eso no es luchar.

—¡Despierta, Eden, y mira a tu alrededor! ¿Crees que podemos ganar una revolución en estas condiciones?

—¡Sí, si permanecemos unidos!

—¡Dios, es igual que tú! —dijo la mujer dirigiéndose a Darwin.

—Escuchad, sabemos que Bloodworth va a deshacerse de todos nosotros tarde o temprano. Los clones son meros peones para construir la ciudad. Y tenemos información segura de que existe un segundo complejo con humanos.

—¿Entonces? —preguntó Eden confundida—. ¿Por qué no hacéis algo?

—Jake y yo estamos rastreando los alrededores para encontrar el segundo complejo.

—¿Con qué fin? —preguntó Ray.

—Destruirlo, por supuesto.

—¡Pero si hay gente inocente ahí dentro! Personas que no tienen ni idea de lo que ocurre.

—Son o ellos o nosotros, Ray.

—¡Tú eras uno de ellos! —exclamó.

Antes de que Darwin pudiera contestar al chico, la puerta se abrió de par en par y por ella apareció Aidan con las manos ensangrentadas.

—¡Es Jake! Ha vuelto... Y está herido.

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