Aura

Aura


Portada

Página 7 de 20

Pero en el tiempo que recortaba los metros que los separaban, el centinela desenfundó su porra eléctrica y con saña se la clavó a Dorian en el pecho.

El chico se retorció durante unos segundos en el suelo, pero al instante siguiente abrió los ojos y se incorporó.

—Mierda... —masculló Ray.

Raúl y Kore observaban la escena, boquiabiertos. El centinela estudió el arma y comprobó que estaba en perfecto estado. Cuando alzó la mirada de nuevo, seguía sin dar crédito.

—Pero ¿cómo...? —no pudo terminar la frase.

Madame Battery se acercó corriendo por detrás y sin un ápice de duda le estrelló una botella de cristal en la cabeza. El hombre se precipitó al suelo al instante siguiente y allí se quedó, inconsciente

—¿Por... por qué estás...? —Kore parecía incapaz de articular una frase entera. Sus manos temblaban con cada palabra.

Darwin apareció en ese momento y se hizo cargo de la situación.

—Ray, ayuda a Darwin a llevar el cuerpo adentro —ordenó Battery.

—¿Por qué no estás... muerto? —logró decir la chica.

—Kore, ahora no. Tenemos que deshacernos de este tío.

—¡No te quedes ahí pasmada! ¡Vete inmediatamente a prepararte! ¡Vamos! —la urgió la mujer.

—No hasta que me digáis qué está pasando aquí.

Battery miró a Darwin y este asintió. Parecían unos padres intentando consensuar todo antes de hablar con ellos.

—Dorian no depende de baterías —terminó diciendo la mujer—. Al igual que Ray.

Kore los miró con una sonrisa incrédula en los labios.

—¿Perdona?

—Sus corazones palpitan sin utilizar energía externa.

—¿Y cómo es posible eso? —preguntó.

—Pues... —intervino Dorian.

—Nacieron así —le interrumpió Madame Battery, mientras le lanzaba una mirada para que se mantuviera callado.

—Es una larga historia —añadió Ray.

—Tienes que jurarme que guardarás el secreto.

—¿Quién más lo sabe?

—Aparte de nosotros, Eden. A Aidan ya se lo contaremos cuando vuelva. Pero, insisto, debemos extremar la discreción con esto, ¿entendido?

La chica asintió con un gesto aunque parecía que fuera a desmayarse de un momento a otro.

—¿Y qué vais a hacer con Raúl? —preguntó.

—Lo que él mismo se ha buscado.

Dicho esto, Madame Battery se dio la vuelta y siguió a Darwin y a Ray mientras cargaban el cuerpo del tipo hasta su despacho.

—¿Vais a...? —Kore salió del ensimismamiento y los siguió a toda prisa—. ¿Os habéis vuelto locos? ¡Matarlo no nos traerá más que problemas! No puedes hacer eso, Battery. ¡Cerrarán el bar!

Tendieron a Raúl sobre el diván y la mujer se giró hacia Kore con la fuerza de un tornado.

—Primero, este es mi local y puedo hacer lo que me dé la real gana. Y segundo, este tío, además de ser repugnante, ahora sabe demasiado y no dudará en contárselo a los de arriba. Así que apártate y estate callada o lárgate a vestirte, como te he pedido.

Kore se quedó en silencio, agachó la cabeza y se apartó del camino de la mujer, que cacheó el cuerpo del centinela hasta que dio con su batería y los electrodos.

—Todo el mundo sabe que Raúl es cliente nuestro desde hace años. Y es un maldito drogadicto y un alcohólico. A nadie le sorprenderá que haya muerto por una sobredosis de

Blue-Power.

Sin necesidad de que se lo pidiera, Darwin abrió la camisa del centinela y le colocó los electrodos sobre el pecho desnudo. Entonces Madame Battery sacó de otro cajón un cilindro de color azul eléctrico que conectó a la batería y que, al pulsar el botón principal, comenzó a brillar mientras el pecho del hombre se hinchaba.

Al cabo de treinta segundos en los que nadie dijo nada, el resplandor azulado fue consumiéndose junto con la respiración lenta del centinela. Un último estertor les confirmó que estaba muerto.

—Ahora... —dijo la mujer—, Kore, te vas a ir a arreglar de una santa vez. Y vosotros dos vais a llevar el cadáver al callejón que hay dos calles más allá. Dejadle esto puesto —añadió, mientras le entregaba la batería con el cilindro vacío conectado a Ray—. Darwin, tú y yo vamos a preparar todo para abrir, ¿de acuerdo, querido?

El rebelde humano fue el único en hacer caso a Madame Battery y salir de la habitación. Las caras de Kore y Dorian no eran muy distintas a la de Ray: la frialdad que había demostrado la mujer les provocaba auténtico pavor. ¿Cómo podía haber acabado con la vida de alguien sin sentir un ápice de compasión?

Al ver que ninguno se movía, la mujer dio un par de palmadas y exclamó:

—¿Estáis sordos? ¡Vamos!

Kore abandonó el despacho y se fue directa a su camerino. Ray y Dorian se miraron sin saber muy bien qué hacer con aquel cadáver.

—Decidle a Berta que os deje el carro de la basura. Lo metéis en él y lo lleváis a donde os he dicho. No se os ocurra salir a la calle principal. A estas horas los callejones deberían estar vacíos. Y no os olvidéis de colocarle los electrodos y dejarle la carga puesta.

Madame Battery se marchó también y los dejó con un millón de preguntas y la duda de si debían inmiscuirse de una manera tan clara en el asesinato de ese hombre.

—Segunda persona que muere por mi culpa hoy —dijo de pronto Dorian.

—La primera no sabemos si está muerta. Y lo de este tío... Bueno, la verdad es que él intentó matarte antes.

—Gracias, pero no me sirve.

—Mira, da igual. Vamos a sacarlo de aquí y a olvidarlo todo cuanto antes...

Los chicos fueron a buscar a Berta y Ray se inventó una versión más edulcorada de lo que realmente había sucedido: que el tipo se había pasado con el alcohol y los chutes de

Blue-Power y que le había dado un paro cardíaco. Para su sorpresa, la mujer tampoco hizo más preguntas. Les indicó cómo llegar al callejón que les había dicho Madame Battery y siguió preparando un potaje que olía tan mal como lo que habían comido para desayunar. Estaba claro que no era la primera vez que veía algo así en el Batterie y, probablemente, no sería la última.

Una vez pusieron el cuerpo dentro en un carro similar al de los centros comerciales, lo cubrieron con bolsas de basura y telas y salieron a la calle como si nada.

—No me creo que estemos haciendo esto —murmuró Ray.

—No sé si me da más miedo esta gente o los de ahí arriba.

—Ya, pero no podemos pensar eso —apuntó el chico, intentando sonar convincente—. Nadie se merece morir, pero este tío era de los malos. Si Battery no hubiese actuado, las consecuencias habrían sido muchísimo peores para todos, y seguramente ahora estaríamos yendo de vuelta al complejo. Nos hemos defendido, nada más.

—¿Como antes?

—¡Exacto! Como la pelea de antes. No somos malas personas, ¿de acuerdo, colega?

Aunque se lo estaba diciendo a Dorian, él también tenía que repetírselo para convencerse de ello.

Cuando llegaron al callejón, fueron directos a la desviación más alejada de la calle principal, comprobaron que no hubiera nadie mirando y volcaron el carro detrás de un par de contenedores.

Mientras Dorian tiraba las bolsas de basura y vigilaba, Ray colocó el cuerpo del centinela apoyado en la pared, le puso sus electrodos y dejó la carga de

Blue-Power conectada a la batería.

Se dieron toda la prisa que pudieron y volvieron al Batterie sin pronunciar palabra. Ray no solo estaba consternado por el asesinato de aquel tipo o la crueldad impune de la Ciudadela, sino también por el hecho de que ahora Kore también conociera su secreto. Sí, sabía que estaba de su lado, que era una rebelde como los demás, pero temía que su temperamento agresivo y su sed de venganza la llevaran a cometer un error que les costara la vida a todos.

Desde que abandonó Origen, todo se había reducido a sobrevivir. Pero ahora en su cabeza se enredaban planes y conspiraciones y secretos que cada vez lo estrangulaban más por mucho que intentara alejarse de ellos. Necesitaba a Eden, necesitaba hablar con ella, contarle lo que había ocurrido y escucharle decir que todo iría bien. Era la única manera de que llegara a creérselo.

Como si sus pensamientos la hubieran invocado, nada más entrar en el despacho de Madame Battery se encontró a la mujer hablando con Eden. En cuanto los vio entrar, se acercó, preocupada.

—Ya me ha contado Battery... ¿Estáis bien? —después se volvió hacia el otro chico—. ¿Cómo estás, Dorian?

—Bien. Está bien —contestó Ray, molesto por lo poco que parecía preocuparle él—. Yo también. Por cierto, ya nos hemos deshecho del cuerpo —añadió, y cuando su mirada se cruzó con la de Eden, se sintió aún más perdido.

¿Qué había cambiado entre ellos? ¿Qué le ocultaba? ¿Acaso había hecho algo malo sin darse cuenta?

Supo que Eden también era consciente de aquella angustia, pero en lugar de hacer algo para acabar con ella, se alejó unos pasos de los chicos y dijo con voz seria:

—En ese caso, sentaos. Aidan y yo tenemos que contaros lo que hemos descubierto. La vida de Logan está en peligro.

Lo demás dejó de importar durante unos instantes cuando asimilaron sus últimas palabras.

—Un momento, ¿en peligro? ¿Es que acaso van a...?

—Sí —le interrumpió ella—. Van a ejecutar a Logan en cuatro días. Y tenemos un plan para impedirlo.

1

2

Durante los cuatro días previos a la ejecución de Logan, los rebeldes no tuvieron apenas tiempo de descansar. Cuando no estaban repasando los detalles del plan, tenían que vigilar los caminos desde el núcleo hasta el Zoco, asegurarse de que el gobierno no hubiera cambiado de opinión o, por turnos, ayudar en el Batterie para no levantar sospechas.

Desde aquella primera reunión en el despacho de la directora del cabaret, todos se pusieron manos a la obra con la eficacia de un reloj. Mientras el gobierno organizaba los preparativos para la ejecución y se corría la voz de la ejecución pública, los rebeldes terminaban de perfilar los últimos detalles del rescate. Para Ray y Dorian fue como verse de pronto atrapados en mitad de un huracán. Aquella sería la primera vez que participarían en algo similar y el riesgo de que cualquier error los llevaría a una muerte segura les impedía actuar con la rapidez y la confianza de los demás.

Por eso, mientras tomaban posición en la plaza del Arrabal la mañana de la ejecución, las dudas comenzaron a asediar a Ray. ¿Y si habían dejado algún fleco suelto? ¿Y si todo era una trampa del gobierno y los estaban esperando? ¿Y si...?

—¿Todo bien?

La voz de Eden lo arrancó de sus pensamientos y le devolvió a la plaza, donde esperaban entre cientos de ansiosos desconocidos a que comenzara el macabro espectáculo.

—Sí, todo bien —contestó Ray con una sonrisa forzada.

Las cosas entre ellos dos no habían variado mucho en esos cuatro días. De hecho, apenas se habían visto. Cuando Madame Battery no mandaba a Eden a trabajar en el club, ella misma desaparecía por su cuenta para volver a altas horas de la madrugada con nueva información crucial que compartía con el resto a la mañana siguiente. No cabía duda de que era la más comprometida con la causa, y fuera por eso o por el miedo a tener esa conversación, Ray la había ido dejando pasar y ahora el grano de preocupación se había terminado convirtiendo en una montaña que le pesaba como una losa y que lo distraía de lo que de verdad importaba.

La plaza pública de la Ciudadela se encontraba en el Arrabal, dentro de la zona de los leales. Frente a ellos, se erigía la Torre por encima de los demás edificios, tan grande y cercana que Ray se quedó sin habla.

El escenario de las ejecuciones lo habían situado en uno de los extremos de la plaza y lo habían decorado con telas rojas y negras que ondeaban levemente con la suave brisa. Una decena de centinelas hacían guardia encima de la estructura y en los alrededores, evitando que el público se acercara más de la cuenta.

Mientras que los leales, ataviados con sus mejores galas, esperaban a que comenzara el espectáculo en las primeras filas, los moradores soportaban el calor, impacientes, detrás de ellos. Con tanta gente allí reunida, como les advirtieron esa mañana antes de partir en busca de los mejores sitios para el plan, solían ser habituales las peleas y los hurtos, y por eso debían prestar el doble de atención para no ser víctimas de ellos. Tampoco faltaban los mercaderes ambulantes que en las horas previas a la ejecución ganaban una pequeña fortuna vendiendo monóculos, abanicos o aperitivos entre los más de mil ciudadanos allí reunidos.

—¿No deberían haber empezado ya? —preguntó Ray, nervioso—. ¿Qué pasa si al final lo cancelan o...?

—Ray, cállate antes de que alguien te oiga —le interrumpió Eden, con la mirada clavada en el mar de cabezas que tenían delante.

—Disculpa que esté un poco nervioso. A diferencia de vosotros, no suelo boicotear los planes de asesinato de...

No pudo terminar la frase. Con una fuerza inusitada que le pilló totalmente desprevenido, Eden lo agarró del cuello y lo arrastró lejos de donde estaban.

—¡Eh!

—Cállate, estoy evitando que nos maten por tu culpa—siseó la chica, soltándole cuando consideró que se habían alejado lo suficiente.

Ray se masajeó la nuca controlando las ganas de mandarlo todo a la mierda y largarse de allí.

—¿Qué leches te pasa? —masculló.

—¿No me has entendido? La plaza está llena de oídos —contestó la chica, impaciente.

—No, que qué te pasa conmigo.

Eden lo miró sin comprender y después volvió la cabeza al frente, bufando.

—Ahora no, Ray —le advirtió ella.

—Ni ahora, ni ayer, ni mañana... Yo no puedo seguir así. ¿Qué te he hecho para que...?

—¡Ray! —esta vez sí que lo miró, enfurecida—. Estamos trabajando. Este no es ni el momento, ni el lugar.

El chico no se amedrentó. Llevaba tantos días conteniéndose, tantos días obligándose a recordar a la Eden que él había conocido y que parecía haberse quedado fuera de la Ciudadela, que se armó de valor y dijo las palabras que llevaba rumiando desde que llegaron:

—Mira, si no quieres que sigamos juntos, dímelo. Pero hazlo de una vez.

La chica no tuvo tiempo de reaccionar a aquel comentario porque justo en ese momento los abucheos y los silbidos rompieron la calma que había reinado en la plaza hasta entonces. Todo el mundo se dio la vuelta para ver entrar por las calles colindantes a un grupo inmenso de moradores que portaban pancartas y exigían a gritos un juicio justo para el rebelde condenado.

—¡Atento! —dijo Eden.

Los centinelas bajaron en ese momento del escenario y se abrieron camino junto a sus compañeros para sofocar el repentino alzamiento que se había generado. Fue entonces cuando un hombre de barba larga y aspecto desaliñado lanzó una botella de cristal a uno de los soldados y estos sacaron sus porras para perseguir a los manifestantes. La gente echó a correr espantada ante las armas generando la avalancha de caos que los chicos habían esperado.

Era el turno de Ray. Eden había desaparecido entre la marabunta y ahora estaba solo para correr detrás de los centinelas. A contracorriente del resto de los moradores y leales, el chico se abrió paso hasta uno de los puestos ambulantes que se encontró más adelante y de donde cogió una manzana para lanzársela al primer guardia que vio. La fruta golpeó de pleno el lateral del casco del tipo y este se volvió hecho una furia.

Ray se arrepintió al instante del error que acababa de cometer. El hombre era incluso más alto que Aidan y tan ancho como una puerta. En menos de tres zancadas se plantó delante del chico con la porra en alto.

—Mierda... —dijo Ray, antes de echar a correr como si no hubiera un mañana.

Esquivar a la gente que escapaba desesperada sin rumbo fijo era toda una hazaña y, aunque no se atrevía a girarse para mirar atrás, temía que el soldado estuviera a punto de cazarle. Justo en ese momento, una niña pequeña agarrada a la mano de su madre se cruzó en su camino y el chico apenas tuvo tiempo de girar para esquivarla, con tan mala suerte que chocó con otra persona y ambos cayeron al suelo.

Unas manos agarraron a Ray por la camiseta y lo levantaron. De manera automática, el chico tomó impulso y le propinó una fuerte patada en la entrepierna al centinela, que no tuvo más remedio que soltarlo con un aullido de dolor. En cuanto sus pies volvieron a tocar suelo, Ray emprendió la carrera en dirección al callejón sin salida en el que había quedado con Eden, seguido por el guardia que a duras penas podía mantener el ritmo.

La alegría de haber llegado al lugar acordado se esfumó cuando Ray lo encontró vacío. ¿Dónde estaba Eden?

—Maldita rata moradora —escuchó a su espalda, y cuando se giró se dio cuenta de que no tenía escapatoria.

El centinela avanzó hacia él cogiendo cada vez más y más velocidad, pero cuando se encontraba a escasos metros del chico, una figura saltó desde lo alto y cayó sobre él con un grito de rabia. El tipo se derrumbó en el suelo y Eden, sin aguardar un instante, le asestó un golpe seco con la vara de metal que sujetaba entre las manos, dejándolo inconsciente.

—¿En serio? ¿No había ninguno más grande? —preguntó Eden, levantándose.

—Sí, pero no hubieses podido con él —contestó él, con la adrenalina por las nubes.

—Déjate de bromas. ¡Este centinela no nos vale! Nos hace falta alguien más pequeño y delgado.

De pronto escucharon un grito de alerta a sus espaldas y ambos se giraron para encontrarse a un segundo centinela que debía de haber seguido a su compañero hasta allí y con las características que acababa de describir la chica. El tipo, confiado en que podría con ellos gracias a la porra eléctrica, se abalanzó sobre Eden sin esperar la veloz llave que le hizo la chica y que lo dejó inconsciente, como al otro.

—Este nos vale. Ayúdame a quitarle el uniforme.

Tras desnudar al centinela, sacaron de un contenedor cercano una bolsa en la que habían guardado varias prendas con las que vistieron al hombre antes de amordazarlo y guardar su uniforme en el saco vacío.

—Dorian ya debería estar aquí... —dijo Ray—. ¿Qué hacemos en caso de que no aparezca?

—Seguir con el plan —sentenció la chica mientras le apretaba el nudo de la mordaza al centinela.

De pronto se escuchó un disparo en la lejanía.

—Mierda —se quejó la chica—, han empezado con el fogueo. Ayúdame a meterlo en el contenedor.

Una vez lo hicieron, ellos también saltaron dentro y cerraron la tapa de metal. Allí permanecieron, en silencio, escuchando el tiroteo y los gritos de la gente. Al cabo de un rato, los disparos se fueron distanciando más y más hasta que todo quedó en silencio.

Entonces escucharon los pasos. Unos pasos que no se alejaban, sino que cada vez sonaban más cerca. Eden agarró la porra eléctrica del guardia y se preparó para atacar, pero cuando se abrió la tapa y del exterior surgió la cabeza de Dorian, la chica se relajó.

—¿Dónde estabas? —preguntó mientras salían del cubo—. ¿Por qué has tardado tanto?

—Se han complicado un poco las cosas, pero Aidan ya está en posición. Tenemos que darnos prisa.

Ray y Eden sacaron al centinela inconsciente del contenedor y le dieron a Dorian el saco con el uniforme que le habían quitado.

—No podemos llevarle por la calle a rastras. Nos verá todo el mundo —apuntó Dorian.

Eden bajó la intensidad de la porra eléctrica al mínimo y después le dio una pequeña descarga al centinela para despertarle. Cuando abrió los ojos, el joven intentó liberarse, pero maniatado y agarrado como estaba, lo único que podía hacer era gemir con la mordaza cubriéndole la boca.

—Más te vale portarte bien —le advirtió la chica, enseñándole la porra. Después le colocó la bolsa de tela sobre la cabeza y dijo—: vámonos.

Dorian los guio entre la gente avanzando unos pasos por delante de Ray y Eden, que cargaban con el prisionero. De vez en cuando, el clon se detenía, comprobaba que no hubiera seguridad a la vista y les hacía una señal a sus compañeros para que avanzaran. Tuvieron que callejear bastante para evitar las grandes aglomeraciones hasta que llegaron a la puerta de atrás del piso franco escogido. Dorian golpeó tres veces con el puño y esta se abrió.

—Qué rapidez —dijo Aidan, vestido de centinela.

—No como otros... —apuntó Eden.

—Dorian, ven conmigo —le pidió el soldado mientras agarraba al prisionero—. Vosotros dos, volved a la plaza para no levantar sospechas si alguien os ha reconocido.

La puerta volvió a cerrarse y una vez más Eden y Ray se quedaron solos. El chico se paseó en silencio por la estancia y se asomó al agujero de una de las ventanas tapiadas sin ninguna intención de reanudar la conversación que habían dejado a medias. Para su sorpresa, Eden lo hizo por él.

—Lo único que intento es mantenerte alejado de mi pasado. Si supieras todo lo que hice... —la chica suspiró antes de seguir, con voz firme—. No he confiado en nadie tanto como en ti, Ray, por eso no podría soportar que tú también dejaras de mirarme como lo haces ahora.

—Eden —contestó él, acercándose a ella—. No me importa lo que hicieras. Me da igual si fuiste una leal, si fuiste centinela, si tuviste que marcharte para sobrevivir, o si estuviste liada con Aidan...

—Lo estuve.

—Bueno, me lo imaginaba. No estaba seguro, seguro. Simplemente algo me olía... —Eden sonrió al ver la turbación del chico y Ray agitó la cabeza para empezar de nuevo—: Mira, lo que quiero decir es que me importas, ¿vale? Mucho. Más de lo que imaginas. Y me da igual quién fueras hace años. Conozco a la Eden que tengo enfrente.

—No, Ray. Ese es el problema: que no me conoces.

—¡Pues déjame conocerte! No te pongas una máscara conmigo. Allí fuera no la llevabas, ¿por qué tienes que ponértela ahora?

Eden alzó los ojos y su mirada se cruzó con la de Ray. Por un instante, el chico advirtió cómo la frialdad y la seguridad que había intentado demostrar la chica desde que llegaron a la Ciudadela se disipaban para mostrar el miedo y la preocupación que en el fondo la estaban desgarrando por dentro. Sin dudarlo ni un instante, Ray se acercó a ella y la abrazó contra su pecho. Ella, en respuesta, se aferró a su espalda y suspiró. Antes de separarse, Ray le acarició la mejilla y acercó los labios a los suyos para fundirse en el beso que tanto necesitaban ambos.

—Así que nada de máscaras, ¿de acuerdo? —le pidió Ray—. Y solo para que quede constancia. Vale que Aidan es más guapo, pero tendrás que reconocer que yo beso mejor...

Antes de que Eden pudiera llegar a darle una colleja, escucharon una fanfarria en la distancia y decidieron que ya era buen momento para regresar a la plaza.

Cuando llegaron, se encontraron a la gente enloquecida, aplaudiendo y vitoreando con una sed de sangre que aterró a Ray.

En ese instante subió al escenario un hombre que debía de rondar los cincuenta años, vestido con un traje y un pañuelo rojo en la pechera, y el pelo negro repeinado hacia atrás tan brillante y grasiento que el sol despedía suaves destellos mientras giraba la cabeza para saludar a un lado y a otro. A pesar del mal estado de las pantallas holográficas cercanas que retransmitían el acontecimiento en directo, Ray advirtió la sonrisa tan artificial que compartía con los ciudadanos.

—Ahí lo tienes... —le dijo Eden a Ray—. Bloodworth.

—¡Buenos días, gentes de la Ciudadela! —la grave voz del hombre resonó por toda la plaza—. En primer lugar quería disculparme por el pequeño percance rebelde que hemos sufrido hace tan solo unos minutos. Por suerte, gracias a nuestros increíbles cuerpos de seguridad y a vuestra inestimable ayuda, podemos continuar con lo que nos concierne. Pido un fortísimo aplauso para la Guardia Centinela de nuestra amada Ciudadela.

El público gritó aún más fuerte, emocionado, y el hombre asintió, orgulloso.

—Hoy estamos reunidos para poner fin a un nuevo peligro de esta ciudad, para demostrar a los rebeldes que no tenemos miedo de ellos. Como anuncié hace unos días, hemos capturado a uno de los artífices más peligrosos de la amenaza rebelde y, tras un justo consenso entre los distintos miembros del gobierno, hemos dictado sentencia de muerte para Benedict Logan Jackson.

Mientras pronunciaba esas palabras, un par de centinelas escoltaron al prisionero con la cabeza cubierta hasta el escenario. Ray miró a ambos lados, preocupado. ¿Y si había salido mal el plan? ¿Y si Aidan no había llegado a tiempo? Los soldados encadenaron al hombre a los grilletes que colgaban de una escultura de madera y tiraron de una polea hasta que el tipo quedó colgando de los brazos. Acto seguido, le colocaron un artilugio de metal alrededor del pecho y se apartaron para dar paso, de nuevo, al gobernador.

—Benedict Logan Jackson, se te condena por el asesinato del general Robert Castell, por multitud de atentados rebeldes y por traicionar a esta ciudad y a su gobierno.

—¿Robert Castell? —preguntó Ray a Eden—. ¿Se refiere a Bob?

Ir a la siguiente página

Report Page