Atlantis

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El anciano se detuvo y alzó la cabeza, quedándose tan asombrado como la primera vez que llegó frente al templo. En su Atenas natal aún no se había construido nada parecido. Elevándose muy por encima de él, la monumental entrada parecía soportar todo el peso del cielo, sus colosales pilares proyectaban sombras, a la luz de la luna, mucho más allá del recinto del templo y hacia la vasta extensión del desierto, que brillaba con luz trémula. Delante de él aparecían hileras de enormes y poderosas columnas, elevándose en la cavernosa antecámara, sus bruñidas superficies cubiertas de inscripciones jeroglíficas y coronando formas humanas que apenas resultaban visibles a la luz de la antorcha. El único indicio de lo que había más allá era una brisa susurrante y helada que portaba con ella el olor familiar del incienso. Era como si alguien hubiese abierto las puertas de una cámara mortuoria que hubiera permanecido cerrada muchos años. El anciano se estremeció a su pesar, su habitual comportamiento estoico dejó paso momentáneamente a un miedo irracional a lo desconocido, un miedo al poder de los dioses, a los que no se podía aplacar, unos dioses que no tenían ningún interés en el bienestar de su pueblo.

—Ven, griego.

Las palabras fueron susurradas en la oscuridad mientras el ayudante encendía su antorcha en uno de los fuegos que había junto a la entrada. Su danzante llama reveló una figura delgada y ágil cubierta sólo con un taparrabo. Mientras el hombre caminaba hacia adelante, la trémula llama era el único indicio de sus movimientos. Como de costumbre, hizo un alto a la entrada de la cámara privada y aguardó con impaciencia al anciano, cuya forma encorvada lo seguía a través de la antecámara. El ayudante no sentía más que desprecio por ese hellenos, ese griego, con su cabeza calva y su barba descuidada, con sus interminables preguntas, que lo mantenía esperando en el templo todas las noches mucho más tarde de la hora acordada. Al escribir en sus rollos de papiro, el griego estaba realizando un acto reservado a los sacerdotes.

Ahora el desprecio del ayudante se había convertido en aversión. Aquella mañana, su hermano Seth había regresado de su viaje a Naucratis, el activo puerto cercano, donde las aguas marrones del Nilo desembocaban en el Gran Mar Medio. Seth estaba desanimado y triste. Le habían confiado un lote de telas del taller de su padre, en el Fayum, a un comerciante griego que ahora afirmaba que el cargamento se había perdido en un naufragio. Ellos ya albergaban fundadas sospechas de que el artero griego intentaría aprovecharse de su ignorancia de los usos del comercio. Ahora el presentimiento de los hermanos se había convertido en odio. Había sido su última esperanza de escapar de una existencia apenas mejor que la que llevaban los babuinos y los gatos que merodeaban en la oscuridad, detrás de las enormes columnas del templo.

El ayudante observó con expresión maliciosa al anciano que se acercaba a él. El Legislador, así lo llamaban.

—Yo te enseñaré —musitó el ayudante para sí— lo que piensan mis dioses de tus leyes, griego.

Cuando los dos hombres descendieron unos escalones, el aroma a incienso se hizo más intenso y el silencio se rompió a causa de un murmullo que se volvió cada vez más preciso. Un poco más adelante se alzaban dos pilares coronados por sendas águilas, que servían a modo de jambas de las grandes puertas de bronce que se abrían ante ellos. La escena en el interior del recinto sagrado no podría haber contrastado más con la ominosa grandeza de la antecámara. Un millar de puntos de luz, como luciérnagas en plena noche, destellaban en lámparas de aceite de terracota alrededor de una cámara labrada en roca viva. Del techo colgaban elaborados quemadores de incienso y las finas columnas de humo formaban una neblina que envolvía la habitación. En las paredes había nichos, pero no eran mortuorios, como en una necrópolis; aquí no estaban ocupados por cuerpos amortajados y urnas cinerarias sino por altos jarrones abiertos, llenos de rollos de papiro.

Frente a ellos había ordenadas filas de hombres, algunos sentados con las piernas cruzadas sobre esterillas de junco y llevando taparrabos, todos inclinados sobre tablillas sobre las que escribían. Algunos copiaban de rollos desplegados junto a ellos; otros estaban transcribiendo lo que les dictaban sacerdotes cubiertos con túnicas negras. Su recitado, en voz apenas audible, formaba el cántico suave y fluctuante que habían oído cuando se acercaban a la cámara. Ésta era la sala de los escribas, la cámara de la sabiduría, un vasto almacén de conocimientos escritos y memorizados que pasaban de un sacerdote a otro desde el alba de la historia, desde antes incluso de los constructores de pirámides.

El ayudante se retiró hacia las sombras de la escalera. No le estaba permitido el acceso a la cámara y ahora comenzaba la larga espera, hasta que llegase el momento de escoltar al griego fuera del templo. Pero esa noche, en lugar de matar el tiempo sumido en un hosco resentimiento, decidió disfrutar de los acontecimientos planeados para aquellas altas horas.

El anciano lo empujó en su ansiedad por entrar en la cámara. Ésta era su última noche en el templo, su última oportunidad de desentrañar el misterio que lo había obsesionado desde su última visita. Mañana se iniciaba el Festival de Thoth —que se prolongaría durante todo un mes—, período en que a todos los recién llegados se les impedía la entrada al templo. Él sabía que a un forastero nunca se le volvería a conceder una audiencia con el Sumo Sacerdote.

En su prisa, el griego tropezó al entrar en la cámara, dejando caer sus rollos de papiro y sus pinceles al suelo con un ruido que distrajo por un momento a los escribas de su trabajo. Lanzó una imprecación en voz queda y miró a su alrededor con expresión de disculpa antes de recoger sus cosas y dirigirse hacia un anexo, en el extremo más alejado de la cámara. Se agachó para pasar por debajo de una pequeña puerta y se sentó en una esterilla de junco. Pese a lo que parecía a simple vista, sabía por sus visitas previas que habría otra persona sentada delante de él, oculta por las sombras.

—Solón, el Legislador, soy Amenofis, el Sumo Sacerdote.

La voz era apenas audible, poco más que un susurro, y sonaba tan vieja como los dioses. Volvió a hablar.

—Vienes a mi templo, en Sais, y yo te recibo. Buscas el conocimiento y yo te doy lo que imparten los dioses.

Una vez acabados los saludos formales, el griego se arregló su túnica blanca de forma que cubriera sus rodillas y preparó su rollo de papiro. Amenofis se inclinó hacia adelante, lo justo para que su rostro fuese iluminado por un trémulo rayo de luz. Solón lo había visto ya muchas veces, pero sintió que un estremecimiento le recorría el alma. Parecía incorpóreo, una esfera luminosa suspendida en la oscuridad, como si fuese un espectro que atisbara desde el borde del otro mundo. Era el rostro de un hombre joven suspendido en el tiempo, como si estuviera momificado; la piel era tirante y traslúcida, casi apergaminada, y los ojos estaban nublados con el brillo lechoso de la ceguera.

Amenofis ya era anciano antes de que Solón naciera. Se decía que había recibido la visita de Homero, en los tiempos del tatarabuelo de Solón, y fue él quien contó la historia del sitio de Troya, de Agamenón, de Héctor y Helena, y de los viajes de Odiseo. A Solón le habría encantado preguntarle por esas y otras historias pero, si lo hacía, estaría infringiendo su acuerdo de no interrogar al viejo sacerdote.

Solón se inclinó hacia adelante, decidido a no perderse nada en esta última visita. Finalmente, Amenofis volvió a hablar, con un fantasmagórico hilo de voz.

—Legislador, dime de qué te hablé ayer.

Solón desplegó rápidamente su rollo de papiro y examinó la densa escritura que cubría su superficie. Un momento después empezó a leer, traduciendo el griego de su texto a la lengua egipcia, en la que hablaban.

—Un poderoso imperio rigió en una época la mayor parte del mundo conocido. —Hizo un esfuerzo para ver en la oscuridad—. Sus gobernantes vivían en una enorme ciudadela, levantada frente al mar, un vasto laberinto de corredores como jamás se ha vuelto a ver desde entonces. Eran unos ingeniosos artesanos con el oro y el marfil y temerarios matadores de toros. Pero entonces, por haber desafiado a Poseidón, el dios del mar, un terrible diluvio hizo que la ciudadela fuese engullida por las olas, y a sus habitantes jamás se los volvió a ver. —Solón dejó de leer y alzó la vista con expresión expectante—. Aquí lo dejamos.

Después de lo que pareció un interminable silencio, el sacerdote volvió a hablar, aunque sus labios se movían de forma imperceptible y su voz era poco más que un murmullo.

—Esta noche, legislador, te contaré muchas cosas. Pero primero permíteme que te hable de ese mundo perdido, de esa ciudad arrogante destruida por los dioses, esa ciudad que llamaban Atlántida.

Muchas horas más tarde, el griego dejó su pincel, la mano dolorida de tanto escribir, y recogió el rollo de papiro. Amenofis había terminado. Aquella noche de luna llena era el comienzo del Festival de Thoth, y los sacerdotes debían preparar el templo antes de que llegaran los suplicantes, al amanecer.

—Lo que te he contado, legislador, estaba aquí y en ningún otro lugar —había susurrado Amenofis, golpeando levemente su cabeza con un dedo torcido—. Un antiguo mandato nos impide abandonar el templo. Nosotros, los Sumos Sacerdotes, debemos conservar esta sabiduría como nuestro tesoro. Sólo por orden del astrólogos, el vidente del templo, puedes estar aquí, por la voluntad del divino Osiris. —El sacerdote se inclinó hacia adelante nuevamente con una sonrisa insinuada en los labios—. Y, legislador, recuerda esto: yo no hablo en acertijos, como tus oráculos griegos, pero puede haber acertijos en lo que recito. Hablo de una verdad transmitida a través de las generaciones, no de una verdad creada por mí. Has venido al templo por última vez. Ahora debes marcharte.

Cuando el rostro cadavérico de Amenofis se retiró hacia la oscuridad, Solón se levantó lentamente, vaciló por un momento y volvió la vista atrás por última vez antes de dirigirse hacia la entrada, iluminada por las antorchas dispuestas por la ahora desierta habitación.

Los dedos rosáceos del amanecer comenzaban a colorear el cielo por el este. Su tenue brillo teñía la luz de la luna, que seguía rielando sobre las tranquilas aguas del Nilo. El anciano griego estaba solo, el ayudante lo había dejado, como siempre, fuera del recinto. Había lanzado un suspiro de satisfacción al pasar junto a las macizas columnas del templo, sus capiteles en forma de hoja de palmera, tan diferentes de las simples formas griegas, y había mirado por última vez el lago Sagrado, con su extraña falange de obeliscos y esfinges y colosales estatuas de los faraones. Se había sentido contento de dejar todo eso atrás y caminaba satisfecho por el sendero polvoriento, en dirección a la aldea de casas de barro donde se alojaba. En las manos llevaba el precioso rollo de papiro y de su hombro colgaba una bolsa que contenía un pesado monedero. Al día siguiente, antes de partir, realizaría su ofrenda de oro a la diosa Neith, como le había prometido a Amenofis la primera vez que habían hablado.

Aún estaba maravillado por la historia que acababa de oír. Una Edad de Oro, una época de esplendor que ni siquiera los faraones podrían haber imaginado. Una raza que dominaba todas las artes, en fuego y piedra y metal. Y eran hombres, no gigantes, no como los Cíclopes, que habían construido los antiguos muros de la Acrópolis. Ellos habían encontrado el fruto sagrado y lo habían recogido. Su ciudadela brillaba como el Olimpo. Se habían atrevido a desafiar a los dioses y éstos los habían aniquilado.

Sin embargo, habían seguido viviendo.

Sumido en sus fantasías no se percató de la presencia de dos figuras oscuras que salieron de detrás de una pared cuando entró en la aldea. El golpe lo cogió por soipresa. Cuando cayó al suelo y la oscuridad descendía sobre él, fue consciente por un instante de unas manos que tiraban de su bolsa. Una de las figuras le arrebató el rollo de papiro de las manos, lo desgarró y arrojó los fragmentos fuera de la vista, en un callejón lleno de desperdicios. Las dos figuras desaparecieron tan silenciosamente como habían llegado, dejando al griego sangrando e inconsciente en el suelo.

Cuando recuperó el conocimiento no recordaba nada de aquella última noche en el templo. En los años siguientes raramente hablaba de sus días en Sais y nunca volvió a usar el pincel y el papiro. La sabiduría de Amenofis nunca volvió a abandonar la santidad del templo y pareció perderse para siempre cuando murieron los últimos sacerdotes y el limo del Nilo escondió el templo, la llave de los misterios más profundos del pasado.

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