Atlantis

Atlantis


Capítulo 3

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Capítulo 3

Las aguas del viejo puerto lamían el muelle, las olas arrastraban ristras de algas flotantes que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Al otro lado de la dársena, sucesivas líneas de barcas de pesca se mecían y brillaban tenuemente al sol del mediodía. Jack Howard se levantó y caminó hacia la balaustrada; la brisa encrespaba su pelo oscuro y los meses que había pasado en el mar buscando los restos de un naufragio de la Edad de Bronce se reflejaban en sus rasgos bronceados. Se inclinó sobre el antepecho y contempló con expresión pensativa las aguas centelleantes. Aquél había sido una vez el puerto de Alejandría, cuyo esplendor sólo rivalizaba con Cartago y la propia Roma. Desde ahí habían zarpado flotas cargadas de cereales, bajeles de grandes cascos que transportaban la abundancia de Egipto a un millón de personas en Roma. Desde ahí, también, ricos comerciantes habían enviado cofres llenos de oro y plata a través del desierto en dirección al mar Rojo y aún más lejos; a cambio habían llegado las riquezas de Oriente, incienso y mirra, lapislázuli y zafiros, carey, seda y opio, traídos por curtidos marineros que se atrevían a navegar por la ruta del monzón, desde Arabia hasta los confines de la India.

Jack miró el macizo revestimiento de piedra situado diez metros más abajo. Hacía dos mil años, ésa había sido una de las maravillas del mundo, el legendario faro de Alejandría. Fue inaugurado por Tolomeo II Filadelfo en el 285 a. J. C., apenas cincuenta años después de que Alejandro Magno fundase la ciudad. Con cien metros de altura superaba a la pirámide de Gizeh. Incluso hoy, más de seiscientos años después de que el faro se derrumbase a causa de un terremoto, los cimientos seguían siendo una de las grandes maravillas de la antigüedad. Los muros habían sido convertidos en una fortaleza medieval y ahora servían como cuartel general del Instituto de Arqueología de Alejandría, el centro más famoso del mundo para el estudio de Egipto durante el período grecorromano.

Los restos del faro aún cubrían extensamente el lecho marino del puerto. Justo debajo de la superficie había un amasijo de bloques de piedra y columnas, sus sólidas formas intercaladas con estatuas destrozadas que representaban a reyes y reinas, dioses y esfinges. El propio Jack había descubierto uno de los restos más impresionantes, una forma colosal que descansaba en el lecho del mar y que representaba a Osimandias, el rey de reyes, la imagen derribada de Ramsés II, evocada en el famoso poema de Shelley. Jack había insistido en que las estatuas debían ser registradas y dejar que permanecieran allí, sin tocar nada, como sus homólogos poéticos en el desierto.

Le alegró ver que se estaba formando una cola en el puerto submarino, una prueba concluyente del éxito del parque subacuático. Al otro lado del puerto el perfil de la ciudad estaba dominado por las líneas futuristas de la biblioteca de Alejandría, la reconstituida biblioteca de la antigüedad, que representaba un vínculo más con las glorias del pasado.

—¡Jack!

La puerta de la sala de conferencias se abrió de par en par y una figura corpulenta salió al balcón. Jack se volvió para saludar al recién llegado.

Herr Professor Doktor Hiebermeyer! —exclamó Jack con una sonrisa y le tendió la mano.

Los dos hombres habían sido estudiantes en Cambridge en la misma época y su rivalidad había alimentado su pasión compartida por el mundo antiguo. Jack sabía que la formalidad ocasional de Hiebermeyer escondía una mente notablemente receptiva; Hiebermeyer, a su vez, sabía cómo abrirse paso a través de la reserva de Jack. Después de haber participado en tantos proyectos en otras partes del mundo, Jack esperaba ansiosamente volver a medirse con su viejo compañero de universidad. Hiebermeyer había cambiado muy poco desde sus días de estudiantes y sus desacuerdos acerca de la influencia de Egipto en la civilización griega formaban una parte integral de su amistad.

Detrás de Hiebermeyer había un hombre mayor, vestido de forma inmaculada con un traje claro y pajarita, los ojos sorprendentemente agudos debajo de una mata de pelo blanco. Jack se acercó y estrechó calurosamente la mano de su mentor, el profesor James Dillen.

Dillen se hizo a un lado para permitir que entrasen otras dos personas.

—Jack, creo que no conoces a la doctora Svetlanova.

Los penetrantes ojos verdes de la mujer estaban casi a la altura de los suyos y sonrió mientras extendía la mano.

—Por favor, llámeme Katya.

Su inglés tenía un leve acento pero era perfecto, resultado de diez años de estudios en Estados Unidos e Inglaterra, después de que las autoridades soviéticas le permitiesen viajar fuera de su país. Jack conocía muy bien su reputación.

Su larga cabellera negra se meció al volver la cabeza para presentarle a su colega.

—Y ésta es mi ayudante, Olga Ivanovna Bortsev, del Instituto de Paleografía de Moscú.

En abierto contraste con la elegancia del atuendo de Katya Svetlanova, Olga era una clara representante del campesinado ruso. Tenía el aspecto de una de esas heroínas de la propaganda de la gran guerra patriótica, pensó Jack, guapa e intrépida y con la fuerza de cualquier hombre. Aunque a duras penas estaba sosteniendo una gran pila de libros, lo miró fijamente a los ojos cuando él le tendió la mano.

Una vez cumplidas las formalidades, Dillen les hizo tomar asiento en la sala de conferencias. Él se encargaría de dirigir la reunión, habiendo cedido Hiebermeyer su papel habitual como director del instituto, en deferencia al estatus de su mentor.

Olga dispuso ordenadamente los libros junto a Katya y luego se retiró a una de las sillas que había junto a la pared. Hiebermeyer comenzó a hablar, paseando de un lado para otro e ilustrando sus palabras con diapositivas. Se refirió sucintamente a las circunstancias del descubrimiento y describió cómo había sido trasladado el ataúd a Alejandría hacía sólo un par de días. Desde entonces, los conservadores habían trabajado día y noche en la momia para quitar el papiro de las telas que la envolvían. Confirmó que no había más fragmentos de texto, que el papiro era apenas unos centímetros más grande de lo que habían podido ver durante la excavación.

El resultado fue colocado delante de ellos, encima de la mesa, bajo una lámina de cristal. Era una hoja raída de unos treinta centímetros de largo y la mitad de ancho, cuya superficie estaba densamente cubierta por lo escrito, excepto por un claro en el medio.

—Fue una extraordinaria coincidencia que ese camello se hundiera justo en ese lugar —dijo Katya.

—Es extraordinario con qué frecuencia suceden ese tipo de cosas en la arqueología. —Hiebermeyer la miró—. La mayoría de los grandes descubrimientos han sido consecuencia del azar. Y recuerden que aún nos quedan centenares de momias que estudiar. Éste era precisamente el tipo de descubrimiento que esperaba hacer y podría haber muchos más.

—Una perspectiva fabulosa —apostilló Katya.

Dillen se inclinó sobre la mesa para coger el mando a distancia del proyector, y luego ordenó una pila de papeles que había sacado de su maletín mientras Hiebermeyer estaba hablando.

—Amigos y colegas —dijo examinando lentamente los rostros expectantes—. Todos sabemos por qué estamos aquí.

La atención de los presentes se dirigió a la pantalla, situada en el extremo de la habitación. La imagen de la necrópolis del desierto fue reemplazada por un primer plano del papiro. La palabra que había dejado paralizado a Hiebermeyer en el desierto llenó ahora la pantalla.

—Atlantis —musitó Jack.

—Debo pedirles que sean pacientes. —Dillen volvió a estudiar los rostros, conscientes de lo ansiosos que estaban por oír la traducción que Katya y él habían hecho del texto—. Antes de hablar, propongo que la doctora Svetlanova nos cuente la historia de la Atlántida tal como la conocemos. Katya, por favor.

—Con mucho gusto, profesor.

Katya y Dillen se habían hecho amigos cuando ella estaba bajo su tutoría en Cambridge, durante un período sabático. Los dos habían estado juntos recientemente en Atenas cuando la ciudad sufrió un seísmo que provocó grietas en la Acrópolis, las cuales revelaron la existencia de numerosas cámaras excavadas en la roca que contenían un archivo de la ciudad antigua, perdido desde hacía miles de años. Katya y Dillen habían asumido la responsabilidad de la publicación de los textos relativos a la exploración griega más allá del Mediterráneo. Hacía apenas unas semanas, sus rostros habían ocupado las portadas en todo el mundo después de que ofrecieron una conferencia de prensa en la que revelaron que una expedición de aventureros griegos y egipcios habían navegado a través del océano índico, hasta llegar al mar de la China meridional.

Katya era también una de las mayores expertas mundiales en la leyenda de la Atlántida y había traído con ella algunas copias de los textos antiguos que hacían referencia a la misma. Cogió dos pequeños libros y los abrió por unas páginas previamente marcadas.

—Caballeros, primero quiero decir que para mí es un gran placer que me hayan invitado a esta reunión. Y es también un gran honor para el Instituto de Paleografía de Moscú. Espero que este espíritu de cooperación internacional continúe por mucho tiempo.

Se oyó un murmullo de aprobación por toda la mesa.

—Seré breve. Primero, olviden prácticamente todo lo que alguna vez hayan oído acerca de la Atlántida.

Katya había conseguido que le prestasen la máxima atención.

—Se puede pensar que la Atlántida fue una leyenda global, un remoto episodio en la historia apenas recordado por muchas culturas diferentes pero conservado en los mitos y leyendas de esas sociedades.

—Como las historias del diluvio universal —dijo Jack.

—Exacto. —Katya lo miró fijamente con una expresión divertida—. Pero podría estar equivocado. Sólo existe una fuente. —Mientras hablaba, Katya cogió los dos libros—. Platón, el filósofo griego.

Los otros se dispusieron a escuchar la historia.

—Platón vivió en Atenas del 427 al 347 a. J. C., una generación después de Heródoto —dijo ella—. Cuando era joven, Platón pudo escuchar sin duda al orador Pericles, asistir a las obras teatrales de Eurípides, Esquilo y Aristófanes, ver cómo se erigían los grandes templos de la Acrópolis ateniense. Fueron los días de gloria de la Grecia clásica, el período más floreciente de civilización jamás conocido por Occidente.

Katya dejó los libros sobre la mesa y los abrió.

—Estos dos libros son el Timeo y el Critias, unos diálogos imaginarios entre estos hombres y Sócrates, el mentor de Platón, cuya sabiduría sobrevive sólo gracias a los textos de su discípulo. En uno de esos diálogos ficticios, Critias le habla a Sócrates acerca de una civilización poderosa, una civilización surgida del océano Atlántico nueve mil años antes. Los atlantes eran descendientes de Poseidón, el dios del mar. Critias le dice a Sócrates: «Había una isla situada frente al estrecho que vosotros llamasteis las Columnas de Hércules; la isla era más grande que Libia y Asia juntas. En esta isla de la Atlántida había un enorme y maravilloso imperio que había regido los destinos de toda la isla y de muchas otras, y también sobre partes del continente y, además, los hombres de la Atlántida habían sojuzgado las partes de Libia dentro de las Columnas de Hércules hasta Egipto, y de Europa hasta Tirrenia. Este vasto poder, reunido en uno solo, intentó someter de un golpe a nuestro país y el vuestro y toda la región dentro del estrecho».

Katya cogió el segundo volumen y alzó brevemente la vista.

—Libia era el nombre antiguo que recibía África, Tirrenia era la Italia central y las Columnas de Hércules eran el estrecho de Gibraltar. Pero Platón no era geógrafo y tampoco historiador. Él se limitó a consignar una guerra monumental librada entre los atenienses y los atlantes, una contienda de la que, naturalmente, Atenas salió victoriosa, pero sólo después de haber resistido un peligro extremo.

Volvió a examinar el texto.

—Y ahora el climax, la esencia de esta leyenda. Estas breves líneas finales han retado a los eruditos durante más de dos mil años y han conducido a más callejones sin salida de los que soy capaz de contar. «Pero más tarde tuvieron lugar allí terremotos e inundaciones; y, en un solo día y una sola noche de desgracia, todos los guerreros se hundieron en la tierra y la isla de Atlántida desapareció de igual manera para siempre en las profundidades del mar».

Katya cerró el libro y miró a Jack con expresión irónica.

—¿Qué esperaría encontrar en la Atlántida?

—La Atlántida siempre ha significado mucho más que una mera civilización perdida —contestó—. Para los antiguos era una fascinación, con los caídos y los muertos, con la grandeza condenada por la arrogancia y el orgullo. Todas las épocas han tenido una fantasía como la Atlántida, que siempre se refiere a un mundo de esplendor inimaginable que eclipsaba toda la historia. Para los nazis era el lugar de nacimiento del Übermensch, la tierra natal de los arios, lo que los impulsó a una búsqueda demencial por todo el mundo de descendientes que fuesen racialmente puros. Para otros era el jardín del Edén, un paraíso perdido.

Katya asintió y habló con voz calma.

—Si en esta historia hay algo de verdad, si el papiro que cubría esa momia nos proporciona más pistas, quizá podamos resolver uno de los más grandes misterios de la historia antigua.

Hubo un momento de silencio mientras los presentes se miraban unos a otros, la anticipación y la ansiedad apenas reprimidas en sus rostros.

—Gracias, Katya.

Dillen se levantó. Se sentía más cómodo si hablaba de pie. Era un conferenciante consumado, acostumbrado a atraer toda la atención sobre su audiencia.

—Yo creo que la historia que habla de la Atlántida no es Historia, sino una alegoría. La intención de Platón era extraer una serie de lecciones morales. En el Tuneo, por ejemplo, el orden triunfa sobre el caos en la formación del Cosmos. En el Critias, los hombres autodisciplinados, moderados y respetuosos de la ley triunfan sobre los orgullosos y presumidos. El conflicto entre Atenas y la Atlántida fue inventado para demostrar que los griegos habían sido siempre hombres decididos que se alzarían con la victoria en cualquier guerra. Incluso el discípulo de Platón, Aristóteles, pensaba que la Atlántida jamás había existido.

Dillen apoyó las manos sobre la mesa y se inclinó hacia adelante.

—Yo opino que la Atlántida es una fábula política. El relato creado por Platón para contar cómo se enteró de la historia no es más que una ficción extravagante, como la introducción de Swift a Los viajes de Gulliver, donde aporta una fuente que es verosímil pero que no podía verificarse.

Jack sabía que Dillen estaba interpretando el papel de abogado del diablo. Siempre disfrutaba con las habilidades retóricas de su viejo profesor, un reflejo de los años pasados en las universidades más importantes del mundo.

—Sería muy útil si pudiese hablarnos de la fuente de Platón —sugirió Hiebermeyer.

—Por supuesto. —Dillen echó un vistazo a sus notas—. Critias era el bisabuelo de Platón. Critias afirma que su propio bisabuelo escuchó la historia de la Atlántida de boca de Solón, el famoso legislador ateniense. Solón, a su vez, la había conocido por un anciano sacerdote egipcio en Sais, en la región del delta del Nilo.

Jack realizó un rápido cálculo mental.

—Solón vivió aproximadamente entre el 640 y el 560 a. J. C. Sólo hubiese sido aceptado en el templo como un respetado erudito. Por lo tanto, si visitó Egipto cuando ya era un hombre mayor, pero no tan viejo como para no poder viajar, eso situaría el encuentro a comienzos del siglo VI a. J. C., digamos en el 590 o el 580 a. J. C.

—Si es que estamos tratando con hechos y no con una ficción. —Dillen se sentó mientras hablaba—. Me gustaría plantear una pregunta. ¿Cómo es posible que una historia tan fascinante no fuese más conocida? Heródoto visitó Egipto a mediados del siglo V a. J. C., aproximadamente cincuenta años antes de la época de Platón. Heródoto era un investigador infatigable, una urraca que desenterraba hasta la más trivial pieza de información, y su obra ha llegado íntegra hasta nosotros. No obstante, en ella no se menciona en ningún momento la existencia de la Atlántida. ¿Por qué?

Dillen hizo un gesto y se acomodó en su asiento. Después de una pausa, Hiebermeyer se levantó y se colocó detrás de su silla.

—Creo que podría responder a esa pregunta. —Se quedó en silencio durante un momento antes de continuar—. En nuestro mundo tendemos a considerar el conocimiento histórico como si fuese una propiedad universal. Hay excepciones, por supuesto, y todos sabemos que la Historia puede ser manipulada pero, en general, son escasos los datos importantes que pueden permanecer ocultos durante mucho tiempo. Bien, el antiguo Egipto no era así.

Los demás lo escuchaban atentamente.

—A diferencia de Grecia y Oriente Próximo, cuyas culturas habían sido arrasadas por sucesivas invasiones, Egipto tenía una tradición intacta y continua que se remontaba a los primeros tiempos de la Edad de Bronce, al primer período dinástico, aproximadamente en el 3100 a. J. C. Algunos estudiosos son de la opinión de que incluso se remonta a una época anterior, al momento de la llegada de los primeros agricultores, casi cuatro mil años antes.

Un murmullo de interés se alzó desde la mesa.

—Sin embargo, en la época de Solón, el acceso a ese conocimiento antiguo se había vuelto cada vez más difícil. Era como si hubiese sido dividido en fragmentos entrelazados, como una suerte de rompecabezas, luego empaquetado y repartido en lotes. —Hizo una pausa, encantado con su propia metáfora—. Ese conocimiento acabó atesorándose en diversos templos, dedicados a muchas deidades diferentes. Los sacerdotes se encargaron de proteger celosamente su parcela de conocimiento, como si fuese su propio tesoro. Sólo podía ser revelado a los forasteros a través de la intervención divina, a través de algún signo enviado por los dioses. Curiosamente —añadió con un guiño—, eso se producía con curiosa frecuencia cuando el solicitante ofrecía una dádiva, habitualmente oro.

—¿O sea, que podías comprar el conocimiento? —preguntó Jack.

—Sí, pero solamente cuando las circunstancias eran las adecuadas, en los días que lo permitían las numerosas festividades religiosas, fechas en que según un montón de signos y augurios el acceso estaba vedado. A menos que todo estuviese conecto, el solicitante era rechazado, aunque hubiese llegado al templo con un cargamento de oro.

—Es decir, que la historia de la Atlántida sólo pudo transmitirse en un templo y sólo a un griego —dijo Jack.

—Exactamente —asintió Hiebermeyer—. Sólo un puñado de griegos pudo acceder a ese templo. Los sacerdotes sospechaban de los hombres que, como Heródoto, se mostraban excesivamente inquisitivos e iban de templo en templo. En ocasiones, a Heródoto se le suministraba información falsa, historias que eran exageradas y falsificadas. Como se suele decir, a Heródoto lo llevaban al huerto.

»El conocimiento más precioso era demasiado sagrado para ser trasladado al papel. Se transmitía de forma oral, de un Sumo Sacerdote a otro. La mayor parte de ese conocimiento se perdió con los últimos sacerdotes, cuando, en época de Alejandro, cerraron todos los templos. El escaso material que había sido trasladado al papel se perdió bajo la dominación romana, cuando la biblioteca de Alejandría fue quemada, hacia el 48 a. J. C. y, aunque fue reconstruida, sufrió la misma suerte cuando el emperador Teodosio ordenó la destrucción de todos los templos paganos en el 391 d. J. C. Conocemos parte del material que se perdió gracias a las referencias que aparecen en textos antiguos que consiguieron llegar hasta nuestros días: la Geografía, de Piteas el Navegante; la Historia del mundo, del emperador Claudio; los volúmenes perdidos de Galeno y Celso; grandes obras de historia y ciencia, compendios de conocimiento farmacéutico que habrían supuesto un enorme avance para la medicina. Apenas si podemos empezar a imaginar los conocimientos secretos de los egipcios que corrieron la misma suerte.

Hiebermeyer se sentó y Katya tomó nuevamente la palabra.

—Me gustaría proponer una hipótesis alternativa. Sugiero que Platón estaba diciendo la verdad acerca de su fuente. No obstante, por alguna razón Solón no dejó ninguna constancia escrita de su visita. ¿Acaso lo tenía prohibido por los sacerdotes del templo?

Abrió nuevamente los libros y continuó.

—Yo creo que Platón tomó los hechos que conocía y los adornó para que sirviesen a sus propósitos. En este punto estoy de acuerdo en parte con el profesor Dillen. Platón exageró su relato para hacer que la Atlántida pareciera un lugar más remoto e imponente, propio de una época lejana. De modo que Platón ambienta su historia en un pasado remoto, convierte la Atlántida en la masa de tierra más grande que puede imaginar y la sitúa en el océano occidental, más allá de los límites del mundo antiguo. —Miró a Jack—. Existe una teoría sobre la Atlántida, una teoría ampliamente defendida por los arqueólogos. Somos afortunados al contar hoy entre nosotros con uno de sus principales defensores. ¿Doctor Howard?

Jack ya estaba utilizando el mando a distancia del proyector para mostrar un mapa del mar Egeo, con la isla de Creta en el centro.

—Todo esto sólo se vuelve verosímil si reducimos su escala —dijo—. Si lo situamos en novecientos años en lugar de nueve mil años antes de Solón, llegamos aproximadamente al 1600 a. J. C. Ése fue el período de las grandes civilizaciones de la Edad de Bronce, el nuevo reino de Egipto, los cananeos de Siria-Palestina, los hititas de Anatolia, los micénicos de Grecia, los minoicos de Creta. Éste es el único contexto posible para la historia de la Atlántida.

Señaló el mapa con un puntero luminoso.

—Y yo creo que la única ubicación posible para la Atlántida es la isla de Creta. —Miró a Hiebermeyer—. Para la mayoría de los egipcios de la época de los faraones, Creta representaba el límite septentrional del mundo conocido. Desde el sur es una isla impresionante, una extensa línea costera protegida por montañas, aunque los egipcios seguramente debían de saber que se trataba de una isla gracias a las expediciones que realizaron en la costa norte.

—¿Qué me dices del océano Atlántico? —preguntó Hiebermeyer.

—Puedes olvidarte de eso —dijo Jack—. En la época de Platón, el mar que se extendía al oeste de Gibraltar era desconocido, un vasto océano que conducía al borde del mundo. De modo que fue allí donde Platón trasladó la Atlántida. Sus lectores difícilmente se habrían sentido impresionados por una isla situada en el Mediterráneo.

—¿Y la palabra «Atlántida»?

—El dios del mar, Poseidón, tenía un hijo, Atlas, un coloso de impresionante musculatura que llevaba el cielo sobre sus hombros. El océano Atlántico era el océano de Atlas, no de la Atlántida. El término «atlántico» aparece por primera vez en los textos de Heródoto, de modo que probablemente era moneda corriente en la época en que Platón escribió sus textos.

Jack hizo una pausa y miró a los demás.

—Antes de ver ese papiro yo habría sostenido que Platón se inventó la palabra «Atlántida», un nombre razonable para denominar un continente perdido en el océano de Atlas. Sabemos por las inscripciones que los egipcios se referían a los minoicos y micénicos como el pueblo de Keftiu, gente del norte que llegaron en barcos trayendo tributos. Yo habría sugerido que Keftiu, y no Atlántida, era el nombre dado al continente perdido en el relato original. Ahora ya no estoy tan seguro. Si este papiro data realmente de antes de la época de Platón, entonces está claro que él no inventó esa palabra.

Después de un breve silencio, Katya volvió a intervenir.

—¿Fue la guerra entre los atenienses y los atlantes en realidad una confrontación entre micénicos y minoicos? —preguntó.

—Así lo creo —contestó Jack—. La Acrópolis ateniense puede haber sido la más impresionante de todas las fortalezas micénicas antes de ser demolida para dar paso a los edificios del período clásico. Poco después del 1500 a. J. C., los guerreros micénicos conquistaron Cnosos, en Creta, y lo ocuparon hasta que el palacio fue destruido por el fuego y el saqueo cien años más tarde. La visión convencional es que los micénicos eran guerreros y los minoicos un pueblo pacífico. La toma del poder se produjo después de que el dominio minoico fuese devastado por una catástrofe natural.

—Puede haber un indicio de ello en la leyenda de Teseo y el Minotauro —reflexionó Katya—. Teseo, el príncipe ateniense, cortejaba a Ariadna, hija del rey Minos de Cnosos, pero antes de tomar su mano tenía que enfrentarse al Minotauro, que vivía en el famosos laberinto. El Minotauro era mitad hombre, mitad toro, sin duda una representación de la fuerza de los minoicos en armas.

Hiebermeyer intervino.

—La Edad de Bronce griega fue redescubierta por hombres que creían que las leyendas contenían una parte de verdad. Sir Arthur Evans, en Cnosos; Heinrich Schliemann, en Troya y Micenas. Ambos creían que las guerras de Troya relatadas en la Ilíada y la Odisea, escritas en el siglo VIII a. J. C., conservaban un recuerdo de los tumultuosos acontecimientos que llevaron al colapso de la civilización en la Edad de Bronce.

—Eso me lleva a la cuestión final —dijo Jack—. Platón podría no haber sabido nada acerca de la Creta de la Edad de Bronce, que había sido olvidada en la época de oscurantismo que precedió al período clásico. No obstante, en la Historia hay muchos datos que recuerdan a los minoicos, detalles que era imposible que Platón conociera. Katya, ¿puedo?

Jack cogió los dos libros que Katya había estado consultando. Hojeó uno de ellos y lo abrió hacia el final.

—Aquí. Atlántida «era el camino hacia otras islas, y desde ellas se podía pasar a todo el continente opuesto». Así es exactamente cómo se veía Creta desde Egipto, y las otras islas eran los archipiélagos del Dodecaneso y las Cicladas, en el mar Egeo, mientras que el continente citado era Grecia y Asia Menor. Y aún hay más.

Jack abrió el otro libro y leyó otro pasaje.

—«Atlántida era muy elevada y escarpada del lado del mar y encerraba una gran llanura rodeada de montañas». —Jack se dirigió a la pantalla, que ahora mostraba un mapa de Creta a gran escala—. Ésa es exactamente la apariencia de la costa meridional de Creta y la gran llanura de Mesara.

Regresó a donde había dejado los libros.

—Y finalmente los propios atlantes. «Estaban divididos en diez distritos relativamente independientes bajo la supremacía de la metrópolis real». —Se volvió y señaló el mapa con el puntero luminoso—. Los arqueólogos creen que la Creta minoica estaba dividida en una docena de palacios feudales semiautónomos, siendo el de Cnosos el más importante de todos ellos.

Jack pulsó el mando a distancia para revelar una imagen espectacular de la excavación del palacio de Cnosos, con su sala del trono restaurada.

—Ésta es seguramente la «espléndida capital a medio camino a lo largo de la costa». —Fue pasando las diapositivas hasta llegar a un primer plano del sistema de desagüe que había en el palacio—. Y así como los minoicos eran excelentes ingenieros hidráulicos, del mismo modo los «atlantes construían cisternas, algunas a cielo abierto, otras cubiertas, para ser usadas en invierno como baños calientes; había baños para los reyes y para las personas particulares y para los caballos y el ganado». Y luego estaba el toro. —Jack pulsó el selector y en la pantalla apareció otra vista de Cnosos, en esta ocasión mostrando una magnífica escultura de un cuerno de toro junto al patio. Volvió a leer—. «Había toros que tenían la casta de los que pastaban en el templo de Poseidón, y los reyes, a quienes se dejaba solos en el templo después de haber hecho ofrendas al dios para capturar a una víctima que fuese aceptable para él, cazaban los toros, aunque sin armas, sólo con palos y dogales».

Jack se volvió hacia la pantalla y mostró las imágenes siguientes.

—Un fresco de Cnosos que representa un toro con un acróbata que salta por encima de él. Un vaso de piedra con la forma de una cabeza de toro. Una copa de oro labrada con una escena de la caza del toro. Un pozo excavado conteniendo cientos de cuernos de toro, recientemente descubiertos debajo del patio principal del palacio. —Se sentó y miró a los demás—. Y en esta historia hay un ingrediente final.

La imagen se transformó en una toma aérea de la isla de Thera, una fotografía que el propio Jack había tomado desde el helicóptero del Seaquest hacía apenas unos días. Se podía ver perfectamente el perfil dentado de la caldera, su vasta hoya rodeada de espectaculares riscos coronados por las casas encaladas de los pueblos modernos.

—El único volcán activo en el mar Egeo y uno de los más grandes del mundo. En algún momento a mediados del II milenio a. J. C., entró en erupción. Dieciocho kilómetros cúbicos de rocas y cenizas fueron lanzados a ochenta kilómetros de altura y cientos de kilómetros hacia el sur, sobre Creta y el Mediterráneo oriental, oscureciendo el cielo durante días. El estallido sacudió edificios en Egipto.

Hiebermeyer recitó de memoria un pasaje del Antiguo Testamento:

—«Y el Señor le dijo a Moisés, extiende tu mano hacia el cielo y habrá oscuridad sobre la tierra de Egipto, incluso una oscuridad que podrá sentirse. Y Moisés extendió la mano hacia el cielo; y hubo una densa oscuridad en toda la tierra de Egipto durante tres días».

—La ceniza debió de cubrir Creta como si fuese una alfombra e imposibilitó la agricultura durante una generación —continuó diciendo Jack—. Enormes olas, tsunamis, se abatieron sobre la costa septentrional de la isla y devastaron los palacios. Se produjeron impresionantes terremotos. La escasa población que quedó después de este desastre poco pudo hacer cuando llegaron los micénicos en busca de un precioso botín.

Se hizo un breve silencio y luego Katya intervino.

—Bien. Los egipcios oyen un ruido terrible. El cielo se oscurece. Un puñado de supervivientes consiguen llegar a Egipto y cuentan historias espeluznantes acerca de un diluvio. Los hombres de Keftiu ya no llegan con sus tributos. La Atlántida no se hunde exactamente bajo las aguas, pero desaparece para siempre del mundo egipcio.

Levantó la cabeza y miró a Jack, quien le sonrió.

—He expuesto mi caso —dijo.

Dillen había permanecido en silencio este último rato. Sabía que los demás eran muy conscientes de su presencia, conscientes de que su traducción del texto descubierto en el fragmento de papiro podía haber desvelado secretos que echarían por tierra todo aquello en lo que creían. Ahora lo miraban con expresión expectante, mientras Jack pulsaba el mando a distancia hasta volver a la primera imagen. La pantalla se llenó de nuevo con el texto en griego antiguo.

—¿Están preparados? —preguntó Dillen.

Se oyó un ferviente murmullo de asentimiento. En la habitación, la tensión era perceptible.

Dillen abrió su maletín, sacó un gran rollo de papiro y lo desplegó delante de ellos. Jack redujo la luminosidad de las luces principales y encendió una lámpara fluorescente sobre el fragmento de papiro antiguo que había en el centro de la mesa.

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