Atlantis

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Capítulo 4

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Capítulo 4

Allí seguía. La antigua hoja cubierta por una apretada escritura era casi luminosa bajo la protección de la lámina de cristal. Todos acercaron sus sillas; los rostros atisbaban desde las sombras.

—Primero, el material.

Dillen les pasó una pequeña caja de plástico que contenía un fragmento extraído para su análisis, cuando la momia fue cuidadosamente despojada de su envoltura.

—Papiro, sin lugar a dudas, Cyperus papyrus. Pueden ver el dibujo entrecruzado, donde las fibras fueron aplastadas y pegadas.

—El papiro había desaparecido en Egipto hacia el siglo II a. J. C. —dijo Hiebermeyer—. Ese material se extinguió como consecuencia de la costumbre que tenían los egipcios de mantener un registro de todas las cosas. Eran un pueblo realmente brillante en cuestiones de riego y agricultura pero, por alguna razón, no consiguieron mantener los cañaverales del Nilo. —Hablaba con creciente excitación—. Y ahora estoy en condiciones de revelar que el papiro más antiguo del que tenemos noticia data del 4000 a. J. C., casi mil años antes de cualquier hallazgo previo. Ese papiro fue descubierto durante mis excavaciones a principios de este año en el templo de Neith, en Sais, en el delta del Nilo.

Hubo un murmullo de estupor alrededor de la mesa. Katya se inclinó ligeramente hacia adelante antes de hablar.

—Muy bien. Volvamos al manuscrito. Tenemos un medio de escritura que es muy antiguo pero que podría datar de cualquier época hasta el siglo II a. J. C. ¿Podemos ser más precisos?

Hiebermeyer sacudió la cabeza.

—No, si sólo tomamos el material como referencia. Podríamos intentar un análisis con radiocarbono, pero los porcentajes de isótopos probablemente hayan sido contaminados por otro material orgánico presente en la envoltura de la momia. Y conseguir una muestra lo bastante grande significaría destruir el papiro.

—Una alternativa obviamente inaceptable. —Dillen tomó la palabra—. Pero tenemos la prueba de la propia escritura. Si Maurice no la hubiese reconocido, no estaría hoy aquí.

—Los primeros indicios fueron advertidos por mi ayudante, Aysha Farouk. —Hiebermeyer paseó la mirada alrededor de la mesa—. Creo que la sepultura y el papiro son de la misma época. El papiro no era un fragmento escrito antiguo, sino un documento contemporáneo de la momia. La claridad de las letras así lo confirma.

Dillen fijó a la mesa las cuatro esquinas del rollo que había sacado de su maletín, permitiendo que los demás viesen que estaba cubierto con símbolos copiados del papiro. Había agrupado letras idénticas, pares de letras y palabras. Era una forma de analizar la regularidad estadística, procedimiento que resultaba familiar a quienes habían estudiado bajo su dirección.

Señaló ocho líneas de escritura continua en la parte inferior del texto.

—Maurice identificó correctamente la escritura como una forma temprana de griego, que se remonta no más tarde del período clásico superior del siglo V a. J. C. —Alzó la vista e hizo una pausa—. Estaba en lo cierto, pero puedo ser más preciso.

Su mano se movió hacia un grupo de letras arracimadas en la parte superior del papiro.

—Los griegos adoptaron el alfabeto de los fenicios a principios del I milenio a. J. C. Algunas de las letras fenicias sobrevivieron sin ser alteradas, otras cambiaron su forma con el correr del tiempo. El alfabeto griego no alcanzó su forma final hasta finales del siglo VI a. J. C. —Cogió el puntero luminoso y señaló la esquina superior derecha del rollo—. Ahora quiero que se fijen en esto.

Una letra idéntica había sido subrayada en una serie de palabras copiadas del papiro. Parecía la letra «A» volcada hacia la izquierda y el trazo horizontal se extendía hasta sobrepasar los brazos de la figura.

—La letra «A» fenicia —exclamó Katya excitada.

—Correcto. —Dillen acercó su silla a la mesa—. La forma fenicia desaparece aproximadamente a mediados del siglo VI a. J. C. Por ese motivo, y debido al vocabulario y el estilo empleados, yo sugiero una fecha que se situaría a principios de siglo. Quizá el 600, con toda seguridad no después del 580 a. J. C.

Se produjo un suspiro de asombro colectivo.

—¿Está muy seguro de eso? —preguntó Katya.

—Tan seguro como siempre lo he estado.

—Y ahora puedo revelar nuestra prueba más importante en cuanto a la datación de la momia —anunció Hiebermeyer con expresión triunfal—. Un amuleto de oro de un corazón, un ib, debajo de un disco solar, un re, formando entre ambos una representación simbólica del nombre del faraón Apries, Wah-Ib-Re. El amuleto debió de ser un regalo personal hecho al ocupante de la tumba, una posesión muy valiosa, dado que acompañaba al difunto en su viaje a la muerte. Apries fue un faraón de la XXVI Dinastía, que reinó del 595 al 568 a. J. C.

—¡Fantástico! —exclamó Katya—. Aparte de unos pocos fragmentos no disponemos de manuscritos griegos originales anteriores al siglo V a. J. C. Esto nos sitúa sólo un siglo después de la época de Homero, sólo unas pocas generaciones después de que los griegos comenzaran a utilizar el nuevo alfabeto. Es el descubrimiento epigráfico más importante en décadas. —Hizo una pausa para poner en orden sus pensamientos—. Mi pregunta es ésta: ¿qué está haciendo un papiro con escritura griega en Egipto en el siglo VI a. J. C., más de doscientos años antes de la llegada de Alejandro Magno?

Dillen miró a los presentes.

—Me dejaré de rodeos. Creo que tenemos un fragmento de la obra perdida de Solón el Legislador, el relato de su visita al Sumo Sacerdote de Sais. Hemos encontrado la fuente de la historia de Platón sobre la Atlántida.

Media hora más tarde, todos estaban reunidos en el balcón que dominaba el Gran Puerto. Dillen fumaba su pipa y observaba cariñosamente a Jack, que hablaba con Katya, ligeramente apartados del grupo. Hacía años, Dillen había visto el potencial de un estudiante indisciplinado que carecía de las credenciales de una educación convencional; fue él quien había empujado a Jack para que estuviese una temporada en la inteligencia militar, a condición de que regresara para hacer de la arqueología su carrera. Otro antiguo estudiante, Efram Jacobovitch, había dado una parte de su fortuna, obtenida con su empresa de software, para financiar toda la investigación de la UMI, y Dillen disfrutaba en silencio de la posibilidad que esto le daba de participar en las aventuras de Jack.

Jack se excusó para realizar una llamada al Seaquest, el entusiasmo que sentía por el descubrimiento del papiro rivalizaba con su necesidad de mantenerse en contacto con el equipo que estaba trabajando en el naufragio. Habían pasado sólo dos días desde que Costas había descubierto el disco de oro y, sin embargo, la investigación ya estaba revelando riquezas que amenazaban con eclipsar incluso ese hallazgo.

Durante una pausa en la conversación, mientras él estaba fuera, los otros habían estado distraídos por un televisor que había en la sala. Era un informe de la CNN acerca de un nuevo ataque terrorista en la antigua Unión Soviética, en este caso el estallido de un coche bomba en la capital de la república de Georgia. Al igual que la mayoría de los recientes atentados, no se trataba de la obra de unos fanáticos, sino de un calculado acto de venganza personal, otro episodio sombrío en un mundo donde la ideología extremista estaba siendo reemplazada por la codicia y la vendetta como la causa principal de la inestabilidad que afectaba a todo el planeta. Era una situación especialmente preocupante para las personas que estaban en ese balcón, pues las antigüedades robadas se empleaban para lubricar acuerdos y los negociantes del mercado negro eran cada vez más audaces en sus intentos por conseguir los tesoros más preciados.

Cuando volvió a reunirse con el grupo, Jack reanudó la conversación que había dejado interrumpida con Katya. Ella no había revelado demasiados datos acerca de su historial académico, pero le había confiado su deseo de implicarse más en la batalla contra el expolio de antigüedades de lo que su posición actual le permitía. Jack descubrió que a Katya le habían ofrecido cargos en prestigiosas universidades occidentales, pero que había decidido quedarse en Rusia, a pesar de la corrupta burocracia y la siempre presente amenaza del chantaje y las represalias.

Hiebermeyer y Dillen se unieron a ellos y la conversación volvió a centrarse en el papiro.

—Siempre me desconcertó el hecho de que Solón no dejase ningún testimonio de su visita a Egipto —dijo Katya—. Era un impresionante hombre de letras, el ateniense más ilustrado de su época.

—¿Es posible que esa inscripción se haya hecho dentro del propio recinto del templo? —preguntó Jack, mirando a Hiebermeyer, que estaba limpiando los cristales de sus gafas y sudaba visiblemente.

—Es posible, aunque tales ocasiones debieron de ser muy pocas y espaciadas en el tiempo. —Hiebermeyer volvió a colocarse las gafas y se secó la frente con un pañuelo—. Para los egipcios, el arte de la escritura era el don divino de Thoth, el escriba de los dioses. Al hacerla sagrada, los sacerdotes podían mantener el conocimiento bajo su control. Y cualquier escrito hecho por un forastero en el interior de un templo habría sido considerado un sacrilegio.

—Vamos, que no hubiera hecho amigos —comentó Jack.

Hiebermeyer negó con la cabeza.

—Habría sido objeto de la suspicacia de aquellos que no aprobaban la decisión del Sumo Sacerdote de revelar su conocimiento. Los ayudantes del templo se habrían sentido agraviados por la presencia de un extraño que parecía desafiar a los dioses. —Hiebermeyer se quitó la chaqueta y se enrolló las mangas de la camisa—. Y los griegos no eran precisamente las personas más simpáticas para los egipcios. Los faraones les habían permitido recientemente establecer una factoría para intercambiar productos en Naucratis, en el delta del Nilo. Los griegos eran unos negociantes muy arteros, muy experimentados gracias a sus tratos con los fenicios, mientras que Egipto había estado aislado del mundo exterior durante años. Los egipcios que confiaban sus productos a los comerciantes griegos ignoraban las duras realidades del comercio. Aquellos que no se beneficiaban directamente sentían que habían sido engañados y traicionados. Había mucho resentimiento.

—O sea, que lo que estás sugiriendo —interrumpió Jack— es que Solón registró estos hechos pero que le quitaron ese documento y lo fragmentaron.

Hiebermeyer asintió.

—Es posible. Puedes imaginar la clase de erudito que era Solón. Obcecado hasta el extremo de la obsesión, tomando muy poco en consideración a quienes estaban a su alrededor… Y muy ingenuo en cuanto al mundo real. Seguramente llevaba con él una pesada bolsa con monedas de oro y el personal del templo, sin duda, estaba al tanto de esa circunstancia. Solón debió de ser una presa fácil durante esos paseos nocturnos a través del desierto, desde el templo hasta el pueblo donde estaba alojado.

—Bien. —Jack se paseó por el balcón—. Solón sufre una emboscada y le roban la bolsa. Su rollo de pergamino es desgarrado y lanzado a alguna parte. Poco después unos cuantos trozos son recogidos y vueltos a utilizar como envoltura de una momia. El ataque se produce después de la visita de Solón al templo, de modo que todas sus anotaciones se pierden.

—O también pudo ocurrir lo siguiente —intervino nuevamente Hiebermeyer—. Solón recibe un golpe tan fuerte en la cabeza que sólo es capaz de recordar fragmentos de la historia, quizá nada de esa visita final al templo. Ya es un hombre anciano y su memoria es muy débil. Una vez de regreso en Grecia nunca vuelve a escribir nada y está demasiado avergonzado para reconocer cuánto puede haber perdido a causa de su propia estupidez. Sólo refiere a un puñado de amigos una versión parcial de aquello que es capaz de recordar.

Dillen escuchaba con visible satisfacción mientras sus dos antiguos alumnos continuaban. Una reunión como ésta era mucho más que la suma de sus partes; la unión de esas mentes encendía nuevas ideas y líneas de razonamiento.

—Yo he llegado a una conclusión muy parecida a partir de la lectura de los textos —dijo—, comparando la historia que cuenta Platón con el papiro. Pronto verán a qué me refiero. Volvamos al trabajo.

Regresaron a la sala de conferencias y la fresca humedad de las antiguas paredes fue un agradable alivio después del intenso calor del exterior. El grupo miró expectante a Dillen mientras éste se colocaba delante del fragmento de papiro.

—Creo que esto son unos apuntes tomados al dictado. El texto ha sido escrito de prisa y la redacción es un poco descuidada. Es sólo un fragmento del original, un rollo podría haber tenido miles de líneas de largo. Lo que ha sobrevivido es el equivalente a dos párrafos cortos divididos por un espacio de unas seis líneas de ancho. En el centro figura este símbolo seguido de la palabra «Atlántida».

—He visto eso antes en alguna parte.

Jack estaba inclinado sobre la mesa, estudiando el extraño símbolo.

—Así es. Pero dejaré ese detalle para más adelante. —Dillen alzó la vista de sus notas por un momento—. No tengo ninguna duda de que este fragmento fue escrito por Solón en el templo de Sais mientras estaba sentado delante del Sumo Sacerdote.

—Su nombre era Amenofis. —Hiebermeyer estaba nuevamente acalorado por la emoción—. El mes pasado, durante nuestra excavación en el templo de Neith, encontramos una lista fragmentada de sacerdotes de la XXVI Dinastía. Según esa cronología, Amenofis tenía cerca de cien años en la época en la que Solón visitó el templo. Incluso hay una estatua de él. Está en el Museo Británico.

Hiebermeyer accionó el proyector, revelando una figura en la clásica pose egipcia que sostenía un naos. El rostro parecía a la vez joven y eterno, ocultando más de lo que revelaba, pero con la expresión triste de un anciano que ha transmitido todo lo que tenía antes de que la muerte lo abrace.

—¿Podría ser —intervino Katya— que esa interrupción en el texto represente una interrupción del que dictaba, que el fragmentó superior represente el fin de un relato, tal vez la audiencia de un día con el sacerdote, y la escritura inferior el comienzo de otra?

—Exactamente. —El rostro de Dillen se iluminó—. La palabra «Atlántida» es un encabezamiento, el comienzo de un nuevo capítulo.

Sus dedos se movieron sobre el teclado del ordenador que había conectado al proyector. Ahora podían ver una imagen mejorada digitalmente del texto griego, junto con su traducción al inglés. Dillen comenzó a leer la traducción en la que Katya y él habían estado trabajando desde su llegada el día anterior.

—«Y en sus ciudadelas había toros, tantos, que llenaban los corrales y los estrechos corredores, y los hombres danzaban con ellos. Y entonces, en la época del faraón Tutmosis, los dioses castigaron la tierra con un terrible estrépito y la oscuridad cubrió la tierra, y Poseidón lanzó una enorme ola que destruyó todo lo que encontró a su paso. Y ése fue el fin del reino insular de Keftiu. Y después oiremos hablar de otro reino poderoso, de la ciudadela hundida que llamaban Atlántida».

»Y ahora para la segunda sección del texto —dijo Dillen. Pulsó una tecla y la imagen se trasladó debajo del espacio entre ambos textos—. Recuerden que se trata de un material muy poco trabajado. Solón estaba traduciendo del egipcio al griego a medida que escribía. De modo que para nosotros resulta relativamente directo, con algunas frases complicadas o palabras oscuras. Pero hay un problema.

Los ojos de todos los presentes siguieron la mirada del viejo profesor hacia la pantalla. El texto había llegado al final y las palabras desaparecían allí donde el papiro había sido rasgado. Mientras que el primer párrafo había permanecido bien conservado, el segundo estaba cortado por los dos rasgones del papiro, que hacían que la parte inferior de éste tuviera forma de «V».

Katya comenzó a leer.

—Atlantis.

Su acento confería a las sílabas un énfasis añadido, lo que ayudaba de alguna manera a aclarar la realidad de lo que tenían delante de ellos.

—«Kata nesoi pleiones stenopos tes thallases». —Las vocales sonaban casi a chino mientras ella recreaba la cadencia de la lengua antigua—. «A través de las islas hasta que el mar se estrecha».

Trasladó el puntero luminoso a la segunda línea.

—«Más allá de la catarata de Bos».

Hiebermeyer frunció el ceño con una expresión de desconcierto.

—Mi griego es lo bastante bueno como para saber que katarraktes significa una caída de agua o cascada —dijo—. Se utilizaba para describir los rápidos del Nilo superior. ¿Cómo podía referirse al mar?

Dillen se acercó a la pantalla.

—En este punto comenzamos a perder palabras enteras del texto.

Katya continuó leyendo.

—«Y luego veinte dromos a lo largo de la costa meridional».

—Un dromos era aproximadamente sesenta stades —comentó Dillen—. Unas cincuenta millas náuticas.

—De hecho era algo bastante variable —dijo Jack—. Dromos significa «viaje» o «travesía», la distancia que una embarcación podía navegar en un día mientras el sol estaba en el cielo.

—Presumiblemente variaba de un lugar a otro —intervino Hiebermeyer—. Según los vientos y las corrientes y la época del año, teniendo en cuenta los cambios estacionales relativos al clima y a las horas de luz.

—Precisamente. Una travesía indicaba el tiempo que se tardaría en llegar de «A» a «B» en condiciones favorables.

—«Debajo del alto bucráneo, el signo del toro» —continuó Katya.

—O cuernos del toro —sugirió Dillen.

—Fascinante. —Hiebermeyer habló casi para sí—. Uno de los símbolos más sugestivos de la prehistoria. Ya lo hemos visto en las pinturas de Cnosos que mostró Jack. También aparecen en los sepulcros del Neolítico y en los palacios de la Edad de Bronce en Oriente Próximo. Incluso en el período románico los bucráneos aparecen en todas partes en el arte monumental.

Katya asintió.

—Ahora el texto se vuelve fragmentario, pero el profesor y yo convinimos en el significado más probable. Les resultará más fácil entenderlo si ven dónde se produce la ruptura.

Hizo que el proyector reprodujera la imagen al frente y colocó una hoja transparente encima de la lámina de cristal. La pantalla mostró las palabras de la parte inferior del papiro.

—«Luego llegas a la ciudadela. Y allí se extiende una vasta pradera dorada, las profundas ensenadas, hasta donde alcanza la vista. Y hace doscientas vidas, Poseidón descargó su venganza sobre los atlantes por haberse atrevido a vivir como dioses. La catarata cayó, la gran puerta dorada de la ciudadela se cerró para siempre y Atlántida fue tragada por las aguas». —Hizo una pausa—. Creemos que estas últimas frases representaban una forma de unir la Historia con el fin de la tierra de Keftiu. Tal vez el Sumo Sacerdote quería hacer hincapié en la cólera del dios del mar, la venganza infligida por Poseidón a los hombres por su arrogancia.

Señaló la pantalla con el puntero.

—La siguiente sección era probablemente el comienzo de una detallada descripción de la Atlántida. Lamentablemente sólo hay unas cuantas palabras sin conexión entre ellas. Aquí, creemos, dice «casa dorada» o «amurallada de oro». Y aquí se pueden leer claramente las letras griegas para «pirámide». La frase completa se traduce como «inmensas pirámides de piedra».

Miró con expresión interrogativa a Hiebermeyer, quien estaba demasiado estupefacto para hacer comentario alguno y sólo podía mirar boquiabierto la pantalla.

—Y luego tenemos estas palabras finales. —Señaló el extremo rasgado del documento—. «Casa de los dioses», quizá «sala de los dioses», que es nuevamente kata boukeros, que significa «bajo el signo del toro». Y ahí acaba el texto.

Hiebermeyer fue el primero en hablar, la voz temblando de emoción.

—Seguramente eso lo confirma. El viaje a través de las islas, hacia un lugar donde el mar se estrecha. Eso sólo puede significar en dirección oeste desde Egipto, pasando Sicilia y hacia el estrecho de Gibraltar. —Golpeó la mesa con la palma de la mano en un gesto de afirmación—. ¡Después de todo la Atlántida estaba en el océano Atlántico!

—¿Y qué me dices de la catarata? —preguntó Jack—. El estrecho de Gibraltar no es precisamente un torrente furioso.

—Y la vasta pradera dorada y los lagos de agua salada —añadió Katya—. En el Atlántico todo lo que tendrías sería el mar en un lado y montañas elevadas o el desierto en el otro.

—La alusión a la costa meridional también resulta desconcertante —dijo Jack—. Puesto que no existe obviamente una costa meridional hacia el Atlántico, eso implicaría que la Atlántida estaba en el Mediterráneo y difícilmente puedo imaginar una ciudadela que se alzara en la costa yerma del Sahara occidental.

Dillen pulsó el botón para volver a proyectar imágenes digitales. Una cadena de montañas con las cumbres nevadas llenó la pantalla, con un complejo de ruinas situado entre terrazas verdes en primer plano.

—Jack estaba en lo cierto al asociar la Atlántida descrita por Platón con la Creta de la Edad de Bronce. La primera parte del texto se refiere claramente a los minoicos y la erupción del volcán de la isla de Thera, hoy llamada Santorini. El problema es que Creta no era la Atlántida.

Katya asintió lentamente.

—El relato de Platón es una fusión de dos textos.

—Exacto. —Dillen se colocó detrás de su silla, gesticulando mientras hablaba—. Tenemos fragmentos de dos historias diferentes. Una de ellas describe el final de la Creta de la Edad de Bronce, la tierra de Keftiu. La otra se refiere a una civilización mucho más antigua, la de la Atlántida.

—La diferencia de fechas es inequívoca. —Hiebermeyer se secó el rostro mientras hablaba—. El primer texto data la destrucción de Keftiu durante el reinado de Tutmosis. Era un faraón de la XI Dinastía, a finales del siglo VI a. J. C., exactamente en la época en que el volcán de Thera entró en erupción. Y para el caso de la Atlántida «doscientas vidas» es, de hecho, un cálculo bastante preciso, una vida equivalía a unos treinta años para los cronistas egipcios. —Realizó un rápido cálculo mental—. Cinco mil años antes de Solón, o sea, aproximadamente en el 5600 a. J. C.

—Increíble. —Jack movió la cabeza—. Toda una era antes de la fundación de las primeras ciudades-Estado. El VI milenio a. J. C. aún era el Neolítico, una época en la que la agricultura era una novedad en Europa.

—Hay un detalle que me confunde —dijo Katya—. Si estas historias son tan diferentes, ¿cómo es posible que el símbolo del toro figure de un modo tan prominente en ambas?

—No hay ningún problema —dijo Jack—. El toro no era solamente un símbolo minoico. Desde comienzos del período neolítico representaba la fuerza, la virilidad, el dominio sobre la tierra.

Los toros destinados al arado eran vitales para los primeros agricultores. Los símbolos taurinos se encuentran en todas las primeras comunidades agrícolas de la región.

Dillen contempló el papiro con expresión pensativa.

—Creo que hemos descubierto la base para dos mil quinientos años de especulación errónea. Al final de su relato sobre Keftiu, el Sumo Sacerdote, Amenofis, comunicó su intención de continuar en la siguiente sesión, proporcionando un indicio de lo que llegaría. Quería mantener a Solón expectante para asegurarse de que regresaría un día y otro, hasta la fecha final fijada por el calendario del templo. Tal vez había puesto sus ojos en la bolsa de oro del griego, en donaciones aún más generosas. Creo que lo que tenemos aquí es un anticipo de la historia de la Atlántida, en la frase final del relato sobre Keftiu.

Jack captó de inmediato lo que quería decir su mentor.

—Quiere decir que Solón, en su confusión, puede haber sustituido la palabra «Keftiu» por «Atlántida» siempre que recordaba la historia del fin de los minoicos.

—Tú lo has dicho. —Dillen asintió—. En el relato de Platón no hay nada que sugiera que Solón recordase absolutamente nada de la segunda sección del texto. Nada de cataratas, ninguna vasta llanura dorada. Y ninguna pirámide, algo que resultaría bastante difícil de olvidar. Alguien debió de golpearlo muy fuerte en la cabeza aquella noche.

Ahora el sol estaba en el oeste y sus rayos teñían de rosa las aguas del Gran Puerto. Habían regresado a la sala de conferencias para una sesión final después de la pausa del mediodía. Ninguno de ellos mostraba signos de agotamiento a pesar de las horas que habían pasado alrededor de la mesa analizando aquel precioso documento. Todos estaban disfrutando de la alegría del descubrimiento, de haber desvelado una clave del pasado que podría cambiar completamente la visión del nacimiento de la civilización.

Dillen se apoyó en su silla y dijo:

—Y, por último, Jack, con respecto a ese símbolo que dijiste que ya habías visto antes en alguna parte…

En ese momento se oyeron unos fuertes golpes en la puerta y un joven asomó la cabeza.

—Perdón, profesor, pero se trata de algo muy urgente. Doctor Howard…

Jack se levantó y cogió el teléfono móvil que le tendió el joven. Fue hacia la balaustrada del balcón que daba al mar para que los demás no pudiesen oírlo.

—Aquí Howard.

—Jack, soy Costas. Estamos en alerta roja. Debes regresar inmediatamente al Seaquest.

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