Atlantis

Atlantis


Capítulo 5

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Capítulo 5

Jack aflojó la tensión sobre los controles del helicóptero y el Lynx se quedó inmóvil en el aire, el zumbido normal del rotor convertido ahora en un ruido trémulo. Se ajustó la recepción de audio en sus auriculares mientras pisaba con suavidad el pedal izquierdo, aplicando al mismo tiempo una breve aceleración al rotor de cola para colocar el aparato de lado, sobre la espectacular vista que podía contemplarse bajo ellos. Se volvió hacia Costas y ambos miraron a través de la puerta de babor.

A unos mil metros se encontraba el corazón humeante de Thera. Estaban sobrevolando los restos inundados de una gigantesca caldera, una enorme concha excavada de la que sobresalían del mar sólo sus bordes dentados. Alrededor de ellos se alzaban los riscos escarpados. Directamente debajo estaba Nea Kameni, «Nueva quemadura», su superficie abrasada y sin vida. En el centro se veían las delatoras columnas de humo, que indicaban que el volcán seguía activo. Era una señal de advertencia, pensó Jack, un heraldo de la fatalidad, como un toro resoplando y escarbando la tierra antes de la furiosa embestida.

Una voz incorpórea llegó a través de los auriculares, una voz que Jack encontraba cada vez más irresistible.

—Es imponente —dijo Katya—. Las placas africana y euroasiática chocan para producir más terremotos y volcanes que en cualquier otro lugar de la tierra. No es extraño que los dioses griegos fuesen unos tíos tan violentos. Fundar aquí una civilización es como construir una ciudad sobre la falla de San Andrés.

—Así es —dijo Costas—. Pero, sin las placas tectónicas, la piedra caliza nunca se hubiese convertido en mármol. No habría habido templos ni esculturas. —Señaló los riscos que se alzaban un kilómetro debajo de ellos—. ¿Y qué me dice de la ceniza volcánica? Un material increíble. Los romanos descubrieron que si la añades a la cal obtienes hormigón que se fija debajo del agua.

—Es verdad —reconoció Katya—. La precipitación volcánica también produce un suelo increíblemente fértil. Las llanuras que rodean el Etna y el Vesubio eran los graneros del mundo antiguo.

Jack sonrió. Costas y Katya habían descubierto su pasión común por la arqueología, que había dominado su conversación desde que habían salido de Alejandría.

El Lynx estaba realizando un vuelo de rutina al Museo Marítimo de Cartago cuando Costas recibió una señal de emergencia de Tom York, el capitán del Seaquest. Costas había pasado de inmediato la llamada a Jack y desviado el rumbo hacia el sur, en dirección a Egipto. Aquella tarde, junto al puerto, había visto que Jack se despedía apresuradamente de Hiebermeyer y Dillen, enmascarando cualquier decepción que pudieran sentir por la ansiedad que se reflejaba claramente en sus rostros.

Jack se había enterado de que Katya era una consumada submarinista y cuando se acercó a él en el balcón para preguntarle si podía unirse a su expedición, no vio ninguna razón para negarse. Para ella sería su oportunidad de unirse a la primera línea de batalla, había dicho Katya, de vivir en persona lo que estaban haciendo los arqueólogos modernos. Olga, su ayudante, regresaría a Moscú por motivos urgentes.

—Allí está.

El helicóptero inclinó el morro y esto hizo que dirigieran la mirada hacia el horizonte oriental. Ahora Thera había desaparecido de su campo visual y podían divisar el Seaquest, desdibujado en la bruma lejana. Cuando se acercaron, el profundo azul del Mediterráneo se oscureció como si lo hubiese cubierto fugazmente una nube. Costas le explicó que se trataba de un volcán sumergido, cuya cumbre emergía del abismo submarino como un atolón gigantesco.

Jack intervino a través de los auriculares.

—No esperaba encontrar este lugar —dijo—. El cráter del volcán se encuentra a treinta metros debajo del agua, demasiado profundo para haber sido un arrecife en la Edad de Bronce. Fue otra cosa lo que provocó el naufragio de nuestro barco minoico.

Ahora se encontraban directamente sobre el Seaquest y comenzaron el descenso hacia el helipuerto que había a popa. Las marcas de aterrizaje se volvieron más nítidas mientras el altímetro descendía por debajo de los cuatrocientos metros.

—Pero hemos tenido una suerte increíble de que el barco se hundiese donde lo hizo, a una profundidad donde pueden trabajar nuestros submarinistas. Éste es el único lugar en muchos kilómetros a la redonda donde el lecho marino tiene menos de quinientos metros de profundidad.

La voz de Katya se oyó a través de los auriculares.

—Dice que el barco se hundió en el siglo XVI a. J. C. Tal vez sea una especulación arriesgada, pero ¿pudo ser la erupción de Thera la causa del naufragio?

—En absoluto —dijo Jack con evidente entusiasmo—. Y, por extraño que parezca, esa circunstancia también podría explicar su excelente estado de conservación. El barco zozobró a causa de un súbito diluvio y se hundió, en sentido vertical, a unos setenta metros debajo de la cima.

Costas volvió a intervenir.

—Fue probablemente un terremoto producido pocos días antes de que el volcán entrase en erupción. Sabemos que los habitantes de Thera fueron advertidos con tiempo de la catástrofe y pudieron abandonar la isla con la mayor parte de sus posesiones.

Jack asintió.

—La erupción principal debió de ser terriblemente destructiva. La descarga explosiva seguramente destruyó todo en muchos kilómetros a la redonda. Pero ése fue sólo el principio. El agua que se precipitó dentro de la caldera debió de rebotar de un modo difícil de imaginar, provocando tsunamis de cien metros de altura. Nos encontramos muy cerca de Thera y las olas debieron de llegar a sus costas prácticamente con toda su fuerza, convirtiendo en astillas todos los barcos que encontraron a su paso, dejando sólo fragmentos destrozados. Nuestro naufragio sobrevivió en el lecho marino porque quedó encajado en una grieta que está muy por debajo del efecto de las corrientes marinas.

El helicóptero continuó sobrevolando a menos de cien metros por encima del Seaquest mientras Jack esperaba la autorización para posarse en la cubierta de popa. Aprovechó la oportunidad para contemplar su orgullo y su placer. Debajo del helipuerto y las zodiacs estaba el bloque de camarotes de tres pisos con capacidad para alojar a veinte científicos y a la tripulación, compuesta por treinta personas. Con 75 metros de eslora, el Seaquest casi doblaba en longitud el Calypso de Jacques Cousteau. Había sido construido en los mismos astilleros de Finlandia de los que salieron los famosos barcos de la clase Akademic del Instituto de Oceanología ruso. Al igual que ellos, el Seaquest contaba con impulsores laterales y en la proa, lo que le permitía mantenerse en una posición precisa sobre el lecho marino, y un sistema de compensación automática para mantener la estabilidad mediante la regulación del flujo de agua a sus tanques de lastre. Ahora tenía más de diez años y necesitaba una renovación, pero junto con sus buques gemelos seguía siendo un barco vital para la investigación y la exploración.

Cuando empujó hacia adelante la palanca de dirección le llamó la atención una silueta oscura en el horizonte. Era otro barco, de aspecto siniestro, meciéndose inmóvil a varias millas de la proa del Seaquest.

Todos ellos sabían perfectamente lo que estaban mirando. Era la razón por la cual Jack había sido reclamado con urgencia desde Alejandría. Katya y Costas se quedaron en silencio mientras sus mentes pasaban de la excitación de la arqueología a los graves problemas del presente. Jack apretó la mandíbula en un gesto de determinación y realizó un aterrizaje perfecto dentro del círculo anaranjado del helipuerto. Su aparente serenidad ocultaba la ira que bullía en su interior. Él sabía que su excavación sería descubierta tarde o temprano, pero no esperaba que fuera tan pronto. Sus oponentes tenían acceso a un satélite de vigilancia exsoviético, capaz de distinguir el rostro de una persona desde una altitud orbital de cuatrocientos kilómetros. El Seaquest estaba completamente expuesto bajo los veraniegos cielos despejados del Mediterráneo, y el hecho de que el barco hubiera permanecido en el mismo lugar durante varios días había despertado obviamente el interés.

—Comprueba esto. Apareció ayer, antes de que fuese a buscarte en el helicóptero.

Costas guiaba a Jack y Katya a través del laberinto de mesas en el laboratorio de conservación del Seaquest. Las lamparillas de tungsteno situadas encima del amplio espacio arrojaban una brillante luz. Un grupo de técnicos con batas blancas estaban limpiando y registrando las docenas de objetos preciosos que habían sido recuperados del naufragio minoico durante los dos últimos días, preparándolos para el siguiente viaje en helicóptero a Cartago, donde serían sometidos a un proceso de conservación para que pudiesen ser exhibidos. Costas se detuvo en un extremo del laboratorio junto a una mesa de pequeña altura y quitó delicadamente la tela que protegía un objeto de aproximadamente un metro de alto.

Katya contuvo el aliento. Era una cabeza de toro de tamaño natural, la piel negra de esteatita de Egipto, los ojos de lapislázuli de Afganistán, los cuernos de oro sólido rematados con centelleantes rubíes traídos de la India. Un agujero en la boca mostraba que se trataba de un ritón, un vaso griego para hacer ofrendas a los dioses. Un ritón suntuoso como éste sólo podía haber sido utilizado por los Sumos Sacerdotes durante las ceremonias más sagradas del mundo minoico.

—Una extraordinaria pieza central para la exposición —dijo Costas.

—¿En el museo marítimo? —preguntó Katya.

—Jack decidió que vaya a uno de los cobertizos del puerto de Cartago, como todo lo que estamos encontrando en este naufragio que tanto ha anhelado. El cobertizo está casi lleno y no hemos hecho más que empezar.

La central de la UMI en el Mediterráneo se encontraba en la antigua ciudad de Cartago, en Túnez, donde el puerto militar circular de los cartagineses había sido magníficamente reconstruido. Los cobertizos utilizados en el pasado para los trirremes cartagineses hoy albergaban los hallazgos procedentes de los muchos naufragios de la antigüedad.

De pronto, Jack sintió que le hervía la sangre. Que un objeto tan valioso pudiese caer en manos del hampa era inmoral e injusto. Incluso el refugio seguro que representaba antes un museo había dejado de serlo. Desde que la silueta de aquel barco había aparecido recortada en el horizonte, los viajes regulares del helicóptero habían sido suspendidos. El Lynx disponía de un compresor de sobrealimentación y esa capacidad le permitía superar cualquier otro helicóptero en distancias cortas, pero resultaba tan vulnerable como un avión corriente a los misiles guiados por láser, los cuales ya podían lanzarse desde cualquier embarcación. Su enemigo marcaría el lugar de la caída del helicóptero con el GPS y recuperarían los objetos del naufragio utilizando vehículos sumergibles dirigidos por control remoto. Los supervivientes de la tripulación serían ejecutados y los objetos desaparecerían para siempre.

Era una modalidad nueva y letal de piratería en alta mar.

Jack y sus compañeros se dirigieron a la cabina del capitán. Tom York, el capitán del Seaquest, era un inglés corpulento y canoso que había acabado su carrera en la Royal Navy como capitán de un portaaviones. Delante de él estaba sentado un hombre rudamente atractivo, pues había trabajado su físico como jugador internacional de rugby del equipo de Nueva Zelanda. Peter Howe había pasado veinte años en la Infantería de la Marina real y en el Servicio Aéreo Especial australiano y ahora era el jefe de seguridad de la UMI. Había volado desde el cuartel general de la UMI, en Cornualles, aquella misma tarde. Howe era amigo de Jack desde sus días de estudiantes y los tres habían servido juntos cuando Jack estaba en la inteligencia naval.

En la mesa había una radio UHF bidireccional y un mapa del mar Egeo del Almirantazgo. Costas y Katya se sentaron detrás de York y Howe. Jack permaneció de pie, su cuerpo alto y fuerte cubría toda la puerta. Fue directamente al grano.

—Bien. ¿Cuál es la situación?

—Es la primera vez que oímos hablar de esta gente —dijo Howe—. El que los dirige se llama Asían.

Katya se estremeció visiblemente y sus ojos se dilataron en una expresión de incredulidad.

—Asían.

Su voz apenas era audible.

—¿Conoce a ese hombre? —preguntó Jack.

—Conozco a ese hombre. —Hablaba con tono inseguro—. Asían. Significa «León». Es… —dudó un momento, el rostro pálido—. Es un señor de la guerra, un gángster. Lo peor.

—De Kazajstán, para ser precisos. —Tom York sacó una fotografía y la colocó encima del mapa—. La recibí hace unos minutos por correo electrónico de la agencia de prensa de la UMI en Londres.

En la fotografía se veía a un grupo de hombres en uniforme de combate y prendas islámicas tradicionales. El fondo era un paisaje árido de barrancos abrasados por el sol y laderas cubiertas de piedras. Todos sostenían fusiles Kalashnikov y en el frente había una pila de armas de la era soviética, desde ametralladoras de grueso calibre hasta lanzagranadas RPG.

Pero no era el arsenal lo que llamó su atención, ya que esas imágenes eran muy comunes desde los lejanos días de los mujahiddines en Afganistán; era la figura sentada en el centro de la fotografía. Era un hombre de tamaño imponente, las manos aferrando las rodillas y los codos sobresaliendo de manera desafiante. En contraste con los uniformes caqui que lo rodeaban, él estaba vestido con una ondulante túnica blanca y una gorra ajustada. La sombra de un bigote aparecía a cada lado de la boca. El rostro había sido de rasgos finos en otro tiempo, incluso atractivo, con la nariz aguileña y los pómulos altos y marcados de los nómadas de Asia central. Los ojos que miraban desde las cuencas hundidas eran negros y penetrantes.

—Asían —dijo York—. Su verdadero nombre es Piotr Alexandrovich Nazarbetov. Padre mongol y madre de Kirguizistán. Tiene su base en Kazajstán pero cuenta con una fortaleza en el mar Negro, en Abjasia, la provincia secesionista de la república de Georgia. Antiguo académico soviético y profesor de Historia del Arte en la Universidad de Bishkek, aunque parezca increíble.

Howe asintió. Ésa era su especialidad.

—Gente de toda clase ha sido seducida por los enormes beneficios que reporta el crimen en esa parte del mundo. Y se necesita a un historiador del arte para conocer el valor de las antigüedades y dónde encontrarlas. —Miró a los recién llegados—. Estoy seguro de que están familiarizados con la situación que se vive hoy en Kazajstán. —Hizo un gesto hacia el mapa que estaba detrás de él—. Es la historia de siempre. Kazajstán consigue la independencia después del derrumbe de la Unión Soviética. Pero se hizo cargo del gobierno el exjefe del partido comunista. La corrupción está en todas partes, la democracia es una farsa. A pesar de las reservas de petróleo y las inversiones extranjeras la ley y el orden desaparecieron. Un alzamiento popular proporcionó a los rusos la excusa perfecta para enviar a su ejército, que fue expulsado después de una guerra sangrienta. Las fuerzas nacionalistas quedaron muy debilitadas y en el país reinaba la anarquía.

—Y entonces llegan los señores de la guerra —intervino Costas.

—Exacto. Los insurgentes que antes lucharon juntos contra los rusos ahora compiten entre ellos para llenar el vacío. Los idealistas de los primeros días son reemplazados por matones y extremistas religiosos. Los más despiadados recorren el país entregándose al asesinato y el pillaje. Se adueñan de territorios como si fuesen barones medievales, dirigiendo sus propios ejércitos y amasando grandes fortunas con el tráfico de drogas y armas.

—Leí en alguna parte que Kazajstán es hoy el mayor productor de opio y heroína del mundo —dijo Costas.

Howe asintió.

—Y este hombre controla la mayor parte de ese mercado. Un anfitrión encantador, según la opinión general de los periodistas invitados a entrevistarlo, un erudito que colecciona objetos de arte y antigüedades a una escala prodigiosa. —Hizo una pausa y miró al grupo—. Y también un psicópata.

—¿Cuánto tiempo hace que nos está vigilando? —preguntó Jack.

—Apareció en nuestro campo visual hace veinticuatro horas, inmediatamente antes de que Costas te llamara a Alejandría —contestó York—. El SATSURV ya nos había advertido de una intrusión potencialmente hostil, un barco con la configuración de un buque de guerra que no respondía a las señales de llamada internacionales.

—Y en ese momento decidiste cambiar la posición del barco.

El Seaquest se encontraba ahora en el extremo más alejado del atolón, a dos millas del lugar del naufragio.

—Pero antes miné con burbujas el punto del hallazgo —contestó York.

Katya interrogó a Jack con la mirada.

—Una innovación de la UMI —explicó Jack—. Son minas de contacto en miniatura, del tamaño de pelotas de ping-pong unidas a través de monofilamentos que forman una especie de pantalla de burbujas. Se activan mediante sensores fotoeléctricos capaces de distinguir el movimiento de submarinistas y submarinos.

Costas miró a York.

—¿Qué podemos hacer?

—Cualquier cosa que hagamos ahora puede ser inútil. —La voz de York no revelaba ninguna emoción—. Nos han dado un ultimátum.

Le entregó a Jack un mensaje que acababa de llegar a través del correo electrónico. Jack leyó rápidamente el texto sin que su rostro reflejase la furia que le invadía por dentro.

Seaquest, aquí el Vultura. Abandonen esa posición a las 18.00 horas o serán aniquilados.

Costas echó un vistazo a la nota.

—No se anda por las ramas, ¿verdad?

Como si hubiese estado esperando, un sonido ensordecedor, como el de un avión a reacción volando a baja altura, seguido de un tremendo estallido, sacudió la proa por estribor. Tom se volvió inmediatamente hacia el ojo de buey más próximo, justo en el momento en que una columna de agua blanca azotaba el grueso cristal. Luego se oyó el sonido distante de un cañón abriendo fuego.

—Jodidos cabrones.

York habló con los dientes apretados y la ira de un oficial naval profesional que no podía responder del mismo modo.

En ese momento la radio bidireccional cobró vida y York accionó el audio para que todos pudiesen oír.

—Aquí el Seaquest. —York tuvo que hacer un esfuerzo para controlar el tono de voz—. Diga claramente cuáles son sus intenciones. Corto.

Unos segundos después se oyó una voz a través del audio; sus tonos guturales y la pronunciación lenta eran inconfundiblemente rusos.

—Buenas tardes, capitán York. Mayor Howe. ¿Y el doctor Howard, supongo? Nuestras felicitaciones. Aquí el Vultura. —Hubo una pausa—. ¡Han sido advertidos!

—Vamos a ocupar los puestos de combate.

A los pocos minutos de que sonara la bocina de alarma, el Seaquest se había transformado de un barco de investigación marina en un buque de guerra. El equipo destinado a las actividades submarinas que habitualmente se amontonaba en cubierta había sido guardado tan pronto como el Vultura apareció en el horizonte. Ahora, frente a la cabina de mando, un grupo de técnicos vestidos con monos blancos antirreflectantes estaban montando el soporte de un cañón gemelo Breda de 40 mm, L70 modificado según las especificaciones de la UMI. Sucesor del famoso cañón antiaéreo Bofors de la segunda guerra mundial, el Rápido 40 tenía un mecanismo de alimentación dual que disparaba proyectiles perforantes de fragmentación a una velocidad de 900 por minuto. El soporte estaba oculto en un eje retráctil que se elevaba momentos antes de su uso.

En la bodega, todo el personal no esencial se estaba congregando junto al sumergible de escape del Seaquest, el Neptuno II. El sumergible alcanzaría en pocos minutos las aguas territoriales griegas y se encontraría con una fragata de la marina helena que zarparía de Creta en una hora. También llevaría el ritón y otros objetos que habían subido a la superficie demasiado tarde para incluirlos en el último viaje del helicóptero a Cartago.

York condujo rápidamente al grupo en un montacargas hasta un punto muy debajo de la línea de flotación y la puerta se abrió para revelar un mamparo curvo que parecía un platillo volador encajado dentro del casco.

York miró a Katya.

—El módulo de mando. —Dio unos golpes en la brillante superficie—. Veintitrés centímetros de acero grueso reforzado con titanio. Todo el módulo puede separarse del Seaquest y alejarse sin ser detectado gracias a la misma tecnología que utiliza el submarino de escape.

—Yo lo veo como un asiento de eyección gigante. —Costas estaba radiante—. Igual que el módulo de mando de los viejos cohetes de la clase Saturno que viajaban a la Luna.

York volvió a hablar a través del audio y una compuerta circular se abrió. Una tenue luz roja procedente de los paneles de control que se encontraban en el extremo derecho arrojaba un brillo espectral. Se agacharon para pasar, tras lo cual York cerró la compuerta, haciendo girar la manivela hasta que los engranajes de cierre quedaron completamente encajados.

Delante de ellos había varios miembros de la tripulación dedicados a preparar la munición para las armas ligeras, colocando los proyectiles en los cargadores y montando las armas. Katya se acercó al grupo y cogió un fusil y un cargador. Lo cargó con movimientos expertos y lo amartilló.

—Un Enfield SA80 Mark 2 —dijo—. Arma personal del ejército británico. Cargador de treinta balas, 5,56 milímetros. De configuración compacta, culata delante del cargador, versátil en espacios reducidos. —Examinó las miras—. La mira telescópica de rayos infrarrojos no está mal, pero prefiero la del nuevo Kalashnikov AK 120.

Quitó el cargador y comprobó que la recámara estuviese vacía antes de volver a colocar el fusil en su sitio.

Katya parecía un tanto fuera de lugar allí, vestida aún con el elegante traje negro que se había puesto para asistir a la conferencia, pensó Jack, a pesar de que era evidente que poseía habilidades más que suficientes para arreglárselas en un combate.

—Es una auténtica caja de sorpresas —dijo Costas—. Primero una experta mundial en escritura griega antigua y ahora una instructora militar en armas ligeras.

—De donde yo vengo —contestó Katya—, es la segunda capacitación la que cuenta.

Cuando dejaron atrás el arsenal, York miró a Jack.

—Debemos decidir qué hacemos ahora.

Jack asintió y los condujo a través de un breve tramo de escaleras a una plataforma de unos cinco metros de lado. Señaló un semicírculo de sillones giratorios colocados delante de una batería de ordenadores y pantallas que ocupaban uno de los laterales.

—La consola del puente —dijo York dirigiéndose a Katya—. Sirve como centro de mando y también como puente de realidad virtual, pues permite que el Seaquest navegue utilizando el sistema de vigilancia e imágenes instalado en cubierta.

Encima de ellos una pantalla cóncava mostraba una reproducción panorámica de la vista desde el puente del Seaquest. Las cámaras estaban equipadas con sensores de imágenes térmicos e infrarrojos, de modo que, aunque ya había oscurecido, podían ver la forma baja del Vultura y la señal menguante de calor en su torreta artillada de proa.

York se volvió hacia Howe.

—Peter es vuestro responsable de seguridad.

Peter Howe los miró con una expresión de pesar.

—No me andaré con rodeos. La situación es mala, realmente mala. Es un buque de guerra armado hasta los dientes, con armamento de última generación, capaz de superar en potencia de fuego y eludir cualquier guardacostas.

Jack se volvió hacia Katya.

—La política de la UMI es confiar en las naciones amigas en esta clase de situaciones. La presencia de buques de guerra y aviones de combate a menudo basta para intimidarlos aunque estén fuera de las aguas territoriales y legalmente esos buques no tengan autorización para intervenir.

Howe pulsó una tecla y una pantalla que estaba encima de ellos mostró el mapa del Egeo del Almirantazgo.

—Los griegos no pueden proceder al arresto del Vultura y tampoco pueden obligarlo a que se marche. Incluso puede encontrar una ruta entre las islas septentrionales que discurra a una distancia superior a seis millas de la costa, y el estrecho en el mar Negro se considera zona de aguas internacionales. Los rusos se aseguraron de que así fuera. El Vultura tiene una ruta de regreso completamente despejada hasta su base en Abjasia.

Howe señaló con un puntero luminoso la posición actual del Seaquest en la parte inferior del mapa.

—Esta noche, la armada helena debería tener fragatas aquí, aquí y aquí. —Señaló una zona situada al norte y el oeste del volcán sumergido—. La más cercana navega apenas por debajo de las seis millas náuticas al sureste de la isla de Santorini, casi dentro del campo visual del Seaquest. Pero no se aproximarán más.

—¿Por qué? —preguntó Katya.

—Una cosa maravillosa llamada «política». —Howe hizo girar su sillón hasta quedar frente a ellos—. Estas aguas están en disputa. A unas cuantas millas hacia el este hay un grupo de islotes deshabitados, que reclaman griegos y turcos. Esa reclamación ha llevado a ambos países al borde de la guerra. Hemos informado a los turcos de la presencia del Vultura en estas aguas, pero la política determina que su objetivo son los griegos, no un delincuente kazajo. La mera presencia de buques de guerra griegos en esta zona es suficiente para poner en estado de máxima alerta al Mando de la Defensa Marítima turco. Hace una hora, cuatro F16 de la fuerza aérea turca sobrevolaron una zona situada a cinco millas hacia el este de donde nos hallamos. Griegos y turcos siempre han sido amigos de la UMI, pero…

Howe apagó la imagen y la pantalla volvió a mostrar la vista exterior del Seaquest.

York se levantó y comenzó a pasearse entre los sillones, las manos cruzadas tras la espalda.

—No podemos enfrentarnos al Vultura y derrotarlo. No podemos confiar tampoco en recibir ayuda. Nuestra única opción es acceder a sus exigencias, abandonar la zona inmediatamente y renunciar al naufragio. Como capitán debo pensar primero en la seguridad de mi tripulación.

—Podríamos intentar negociar con ellos —sugirió Costas.

—¡Eso es inaceptable! —York golpeó la consola con la palma de la mano, liberando de pronto la tensión acumulada en las últimas horas—. Esa gente sólo negociará según sus propios términos. Cualquiera que fuese al Vultura con intención de negociar sería retenido inmediatamente como rehén. No arriesgaré la vida de uno solo de los miembros de mi tripulación.

—Permítanme que lo intente.

Todos miraron a Katya.

—Soy la única opción que tienen —dijo con calma—. Soy una parte neutral. Asían no tendría nada que ganar cogiéndome como rehén y sí todo que perder en sus tratos con el gobierno ruso. —Hizo una pausa y el tono de su voz se endureció—. Las mujeres son respetadas entre su gente. Y mi familia tiene influencias. Puedo mencionar un par de nombres que a Asían le resultarán muy interesantes.

Se produjo un largo silencio mientras los hombres digerían sus palabras. Jack trató de que sus emociones no influyeran en su decisión mientras barajaba todas las posibilidades. No le convencía nada la idea de poner a Katya en peligro, pero sabía que ella tenía razón. Al ver la expresión de su rostro, Jack confirmó que no tenía muchas alternativas.

—De acuerdo. —Jack se levantó de su sillón—. Yo invité a Katya a venir al Seaquest, de modo que la decisión es mía. Quiero un canal seguro para hablar con el Vultura.

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