Atlantis

Atlantis


Capítulo 12

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Capítulo 12

Los reflectores gemelos situados a ambos lados de los dos Aquapod arrojaban un brillante haz de luz sobre el lecho marino, los rayos orientados en ángulos hacia adentro para que convergieran cinco metros más abajo. La luz reflejaba millones de partículas de limo suspendido. Parecía que estuviesen pasando a través de interminables velos de neblina moteada. Aislados afloramientos rocosos se alzaban fugazmente y desaparecían detrás de los sumergibles mientras éstos avanzaban a toda velocidad. A la izquierda, el fondo marino se precipitaba hacia el abismo, el gris desolado del lecho marino que se perdía en una imponente oscuridad despojada de toda vida.

El interfono emitió unas voces con interferencias.

—Jack, aquí el Seaquest. ¿Me oyes? Cambio.

—Alto y claro.

—El sonar ha encontrado algo. —La voz de York no podía ocultar la emoción—. La posición debería de estar a unos quinientos metros manteniendo la trayectoria actual. Te estoy enviando las coordenadas para que puedas fijar la posición exacta.

Aquel día, unas horas antes, la isla se había destacado vagamente en el horizonte como una aparición legendaria. Justo antes de que llegase el Seaquest, el mar se había convertido en una balsa de aceite; había caído una calma misteriosa que parecía suspender sus vapores en un manto espectral. Cuando el viento volvió a soplar desde el norte y alejó la niebla hacia la desolada playa, se sintieron como exploradores que hubieran encontrado por casualidad un mundo perdido. Con su ausencia de vegetación y sus rocas escarpadas, la isla parecía increíblemente antigua, un páramo reducido por el tiempo y la erosión a su simple esencia. No obstante, si su intuición no les engañaba, en ese lugar todas las esperanzas y el potencial de la humanidad habían echado raíces por primera vez.

Había llevado el Seaquest hasta fondearlo a dos millas náuticas al oeste de la isla. Para llevar a cabo un reconocimiento de sus laderas sumergidas habían empleado un vehículo no tripulado provisto de un sonar en lugar del ROV, que estaba limitado al reconocimiento visual. Durante tres horas el sonar no había detectado nada digno de mención y habían tomado la decisión de desplegar también los dos Aquapod. La velocidad ahora era primordial.

Jack alzó el pulgar para indicar a Costas que todo estaba en orden, quien recorría la antigua línea costera pegado al lecho marino. Ambos podían percibir el nerviosismo de su compañero, una agitación anticipatoria que no necesitaba palabras. Desde el momento de la llamada telefónica, cuando Hiebermeyer pronunció por primera vez esa palabra que aparecía en el papiro, Jack había sabido que tendrían una extraordinaria revelación. A lo largo del minucioso proceso de traducción y de desciframiento del texto se había sentido absolutamente seguro de que era eso, de que esta vez las estrellas estaban todas alineadas. Sin embargo, la marcha de los acontecimientos desde que habían descifrado el código apenas si había dejado tiempo para la reflexión. Hacía sólo unos días se había sentido exaltado como muy pocas veces antes, al encontrar los restos del naufragio de la nave minoica. Y ahora se encontraban al borde de uno de los descubrimientos arqueológicos más notables de todos los tiempos.

Los dos Aquapod redujeron la velocidad al mínimo y continuaron avanzando en silencio, cada hombre consciente de la presencia del otro a medida que los vehículos amarillos se desplazaban en la oscuridad, separados por unos metros.

Un momento después, una vista de formas espectrales comenzó a materializarse entre la niebla. Ambos habían estudiado las imágenes del poblado neolítico encontrado frente a Trebisonda en previsión de este momento. Pero nadie podría haberlos preparado para la realidad de entrar en un lugar que había permanecido perdido para el mundo durante casi ocho mil años.

Y, de pronto, eso estaba sucediendo.

—Espera. —Jack se dirigió a Costas con la respiración entrecortada—. Mira eso.

Lo que había parecido que eran unas ondulaciones extrañamente irregulares en el lecho marino asumieron de pronto una nueva forma cuando Jack disparó un chorro de agua para quitar la capa de sedimento. Cuando la nube volvió a asentarse en el lecho marino, pudieron apreciar las bocas abiertas de un par de enormes ánforas, enterradas en sentido vertical y una junto a otra, entre muros de contención de baja altura. Otro chorro de agua reveló una segunda pareja de ánforas, e idénticas ondulaciones continuaban ladera arriba, hasta donde alcanzaba la vista.

—Probablemente se trate de alguna clase de almacén o depósito, tal vez para almacenar grano —dijo Jack—. Son como los pothoi de Cnosos. Sólo que cuatro mil años más antiguos.

De pronto, una forma de mayor tamaño apareció ante ellos bloqueando el paso. Por un momento tuvieron la sensación de haber llegado al borde del mundo. Se encontraban en la base de un enorme risco que se extendía en la misma línea en ambas direcciones, su abrupta pared surcada por fisuras y salientes como si fuese un rostro cuarteado. Entonces vieron unos curiosos trozos rectangulares totalmente negros, algunos dispuestos a intervalos regulares.

Ambos comprendieron, sobrecogidos, qué era lo que tenían delante de los ojos.

Era un enorme conglomerado de paredes y techos planos, interrumpidos por ventanas y puertas, todo cubierto por un manto de limo. Era como el poblado neolítico sólo que a una escala gigantesca. Los edificios se alzaban cuatro o cinco pisos, los bloques tenían terrazas unidas entre sí por escaleras.

Detuvieron los dos Aquapod y contemplaron ese paisaje absolutamente maravillados, obligando a sus mentes a registrar una imagen que parecía más el producto de la fantasía que de la realidad.

—Es como una especie de enorme urbanización de bloques —dijo Costas sin salir de su asombro.

Jack cerró los ojos con fuerza y luego volvió a abrirlos. La incredulidad daba paso a la admiración a medida que el limo que habían removido los dos Aquapod se asentaba y revelaban los inconfundibles signos del esfuerzo humano.

—La gente se desplazaba por las terrazas a través de esa especie de trampillas. —Su corazón latía con fuerza, sentía la boca completamente seca, pero se obligó a hablar con el tono desapasionado de un arqueólogo profesional—. Calculo que cada uno de estos bloques albergaba a una familia numerosa. A medida que el grupo aumentaba en número añadían plantas hechas con adobes y vigas de madera.

A medida que ascendían podían ver que los bloques presentaban un laberinto de pasadizos estrechos, asombrosamente parecidos a los bazares medievales de Oriente.

—Este lugar debía de bullir de actividad comercial —dijo Jack—. Es imposible que fuesen solamente agricultores. Eran alfareros, carpinteros y metalistas expertos.

Hizo una pausa, contemplando a través de la cubierta de plexiglás lo que parecía ser el frente de una tienda en una planta baja.

—En este lugar, alguien hizo ese disco de oro.

Durante varios minutos pasaron por encima de más edificios de terrazas planas, mientras las ventanas oscuras los observaban, como ojos ciegos sorprendidos por la luz de sus reflectores. A unos quinientos metros hacia el este, desde el almacén, el conglomerado de edificios se terminaba de forma abrupta. A través del limo suspendido delante de los dos Aquapod, Jack y Costas alcanzaron a vislumbrar otro complejo, a unos veinte metros de distancia, y debajo de ellos un espacio más amplio y regular que los pasadizos.

—Es un camino —dijo Jack—. Debe de llegar hasta la antigua costa. Vayamos hacia el interior y luego reanudemos nuestro curso original.

Los dos sumergibles viraron hacia el sur y siguieron el camino, que ascendía suavemente. Doscientos metros más adelante, el camino se cruzaba con otro que iba de este a oeste. Giraron y continuaron hacia el este; los dos Aquapod mantenían una altura de veinte metros a fin de evitar la masa de edificios que se alzaba a ambos lados.

—Extraordinario —dijo Jack—. Estos bloques están separados por una cuadrícula regular de calles, la más antigua de la historia, por miles de años.

—Alguien planificó este lugar.

La tumba de Tutankamón, el palacio de Cnosos, las legendarias murallas de Troya, todos los venerados descubrimientos de la arqueología parecían súbitamente pedestres, apenas escalones para llegar a las maravillas que ahora se extendían delante de sus ojos.

—La Atlántida —exclamó Costas—. Hace unos días ni siquiera creía que existiese.

Miró a la figura encerrada en la otra cubierta de plexiglás.

—Agradecería un simple reconocimiento.

Jack sonrió a pesar de lo anonadado que se sentía por las fabulosas imágenes que los rodeaban.

—De acuerdo. Tú nos señalaste la dirección correcta. Te debo un gin-tonic.

—Eso fue lo que recibí la última vez.

—Una provisión de por vida entonces.

De pronto, los edificios que había a ambos lados desaparecieron y el lecho marino quedó fuera de la vista. Cincuenta metros más adelante seguía sin haber nada, salvo el limo suspendido.

—Mi indicador de profundidad muestra que el lecho marino ha descendido unos veinte metros por debajo del nivel del camino —dijo Jack—. Sugiero que descendamos y regresemos hasta el lugar donde los edificios desaparecieron.

Accionaron sus lastres de agua hasta que las luces revelaron el lecho marino nuevamente. Era llano y carecía de accidentes, a diferencia de la superficie ondulada que habían atravesado antes.

Unos minutos más tarde habían vuelto al punto donde habían visto las estructuras por última vez. Delante de ellos, el lecho marino ascendía abruptamente en un ángulo de 45 grados, hasta alcanzar la base de los edificios y el final del camino.

Costas avanzó con su Aquapod hasta que sus tanques de lastre descansaron sobre el lecho marino. Un momento después lanzó un potente chorro de agua contra la ladera y luego regresó a la posición que ocupaba Jack.

—¡Justo lo que pensaba!

Al quitar el limo de la superficie había quedado al descubierto una terraza escalonada como los asientos de un teatro. Entre el lecho marino y el comienzo de la terraza había una pared vertical de tres metros de alto.

—Esto fue labrado en la roca —dijo Costas—. Es toba calcárea, ¿verdad? La misma piedra oscura utilizada en la antigua Roma. Ligera pero dura, fácil de trabajar pero excelente para soportar grandes cargas.

—Pero no hemos visto ninguna construcción de piedra —protestó Jack.

—En alguna parte debe de haber algunas bonitas y sólidas estructuras.

Jack estaba estudiando los rasgos de la construcción que se alzaba delante de ellos.

—Esto es mucho más que una simple excavación en la piedra. Sigamos esas terrazas para ver adónde nos conducen.

Veinte minutos más tarde había atravesado tres lados de un amplio patio hundido, de casi un kilómetro de largo y medio kilómetro de ancho. Allí donde el trazado del camino respetaba la línea de la antigua costa, discurriendo en paralelo y en ángulos rectos respecto a la misma, el patio estaba alineado hacia el sureste. Ambos se habían desplazado en el sentido de las agujas del reloj y ahora se encontraban en el límite suroriental opuesto a su punto de partida. Encima de ellos, los edificios y el camino se extendían exactamente como en el otro lado del enorme patio.

—Parece un estadio —dijo Costas—. Recuerdo haberte oído decir que esos patios de los palacios en Creta estaban destinados a juegos de tauromaquia, sacrificios y otros rituales.

—Los patios minoicos eran más pequeños —contestó Jack—. Incluso la arena del Coliseo romano sólo mide ochenta metros. Esto es inmenso. —Pensó por un momento—. Es sólo una corazonada, pero antes de continuar recorriendo este camino me gustaría echar un vistazo al centro de este complejo.

Costas asintió desde el interior de su cubierta transparente.

Ambos se dirigieron a través del inmenso patio en dirección oeste. Después de recorrer unos ciento cincuenta metros, ambos sumergibles se detuvieron. Delante de ellos había una masa de piedra cubierta de limo, de formas irregulares y muy diferente al patio.

Costas disparó un chorro de agua contra la pared de piedra, que hizo que su cubierta quedara salpicada de limo. Un momento después, su voz se oyó a través del audio.

—Es una especie de saliente que quedó una vez que el resto fue excavado.

Jack estaba navegando lentamente hacia el sureste, a lo largo de una estribación que se extendía unos veinte metros desde la masa principal. Terminaba en un reborde redondeado, de unos dos metros de altura y cinco metros de ancho. Costas lo siguió mientras Jack limpiaba cuidadosamente la superficie con su cañón de agua, eliminando la capa de limo y dejando al descubierto la roca natural.

Ambos contemplaron boquiabiertos la forma que emergía de la roca, sus mentes incapaces de aceptar lo que se alzaba ante sus ojos.

—Dios mío.

—Es… —Jack vaciló.

—Es una garra —susurró Costas.

—Una garra de león. —Jack se rehízo al momento—. Debe de tratarse de una estatua gigantesca, al menos de cien metros de largo y treinta metros de alto.

—¿Estás pensando lo mismo que yo?

—Una esfinge.

Por un instante, los dos amigos se miraron a través de sus cubiertas de plexiglás en un maravillado silencio. Finalmente, la voz de Costas resonó a través del audio.

—Parece increíble, pero cualquier cosa es posible en este lugar. Lo que sea que haya allí arriba se encuentra muy lejos de nuestra ruta de acceso y no lo habríamos visto. Voy a comprobarlo.

Jack permaneció inmóvil mientras Costas ascendía con su sumergible, la cubierta luminosa se alejaba gradualmente hasta convertirse en un halo de luz menguante. En el momento en que el halo también estaba a punto de desaparecer, el sumergible se detuvo de golpe a unos treinta metros sobre el lecho marino.

Jack esperó ansiosamente a que Costas informara. Después de transcurrido más de un minuto no pudo contenerse más.

—¿Qué es lo que ves?

La voz que llegó a través del audio parecía extrañamente ahogada.

—Refréscame la memoria. Una esfinge tiene cuerpo de león y cabeza humana. ¿Correcto?

—Correcto.

—Pues esto debe de ser una variante.

Costas aumentó al máximo la intensidad de sus reflectores. La imagen que apareció a varios metros por encima de Jack era aterradora, la materia de la que están hechas las pesadillas. Era como si el resplandor de un relámpago en una noche de tormenta hubiese revelado la presencia de una enorme bestia encumbrándose encima de ellos, sus rasgos silueteados en un brillo espectral.

Jack se quedó mirando, aturdido, apenas capaz de registrar una imagen para la que toda su experiencia, todos sus años de exploración y extraordinarios descubrimientos no lo habían preparado.

Era una inmensa cabeza de toro, sus enormes cuernos elevándose en la oscuridad, más allá del arco de luz, el morro medio abierto, como si estuviese a punto de bajar la cabeza y escarbar la tierra antes de embestir.

Después de lo que pareció una eternidad, Costas orientó su Aquapod hacia adelante y enfocó el reflector hacia el cuello de la bestia, revelando el lugar donde se convertía en el cuerpo de un león.

Costas volvió a hablar.

—Está esculpida en la roca, basalto por lo que parece. Los cuernos se extienden al menos diez metros por encima de los edificios. En una época esto debió de ser un saliente de lava que fluyó hacia el mar.

Ahora Costas descendía más de prisa y muy pronto su Aquapod se encontró junto al de Jack.

—Está mirando hacia el volcán —continuó—. Eso explica la extraña alineación del patio. Sigue la orientación de los picos gemelos en lugar de la línea costera, lo que habría sido más práctico como referencia para el trazado de las calles.

Jack captó de inmediato la importancia de las palabras de Costas.

—Y el sol naciente habría brillado directamente entre los cuernos y los dos picos —dijo—. Debe de haber sido un espectáculo que incluso los antiguos difícilmente hubiesen imaginado en sus más delirantes fantasías acerca del mundo perdido de la Atlántida.

Los dos Aquapod ascendieron lentamente. Sus cañones de agua provocaban una tormenta de limo a medida que se alejaban del patio. La forma de la gigantesca esfinge con cabeza de toro fue engullida por la oscuridad, pero la imagen de la colosal cabeza coronada con un par de cuernos permaneció grabada en sus mentes.

El perímetro suroriental se hallaba a mayor altura, al menos a unos diez metros por encima.

—Es una escalera —dijo Jack—. Una gran entrada que da acceso al patio.

Los dos Aquapod se desviaron hacia ambos lados, Jack hacia la izquierda y Costas hacia la derecha. Muy pronto, cada sumergible no fue para el otro más que una distante mancha amarilla en la penumbra del abismo. En la parte superior había una amplia calzada que los potentes chorros de agua lanzados por los sumergibles revelaron que era de un material blanco y brillante.

—Parece un pavimento de mármol.

—No sabía que se trabajasen las piedras en aquella época. —Costas estaba asombrado porque ahora encontraba allí una prueba de que también hacían trabajos de cantería, y a gran escala—. Creía que la piedra no había empezado a ser trabajada de ese modo hasta la aparición de los egipcios.

—Los cazadores de la Edad de Piedra excavaban para encontrar el pedernal que necesitaban para fabricar herramientas, pero ésta es la primera prueba que tenemos de cortes de precisión en grandes piedras empleadas para la construcción. Antecede a las primeras canteras egipcias en al menos dos mil años.

Ambos continuaron avanzando en silencio, ninguno de ellos capaz de comprender en toda su dimensión la enormidad de su descubrimiento. Una fosforescencia agitada se alzaba detrás de ellos como si fuesen huellas de vapor. La calzada seguía la misma orientación que el patio, conduciendo desde la esfinge del toro directamente hacia el pie del volcán.

—Puedo ver unas estructuras a mi derecha —anunció Costas—. Pedestales, pilares, columnas. En este momento estoy pasando junto a una de sección cuadrada y de unos dos metros de ancho. Se eleva hasta perderse de vista. Parece tratarse de un obelisco.

—Yo también veo uno —dijo Jack—. Están colocados de forma simétrica, exactamente como en el recinto de los templos de Luxor y Karnak.

Los haces de luz de los reflectores revelaron una sucesión de formas espectrales a ambos lados, formas que aparecían vagamente ante la vista para desaparecer a continuación como fantasmas vislumbrados en una turbulenta tormenta de arena. Ambos pudieron contemplar altares y peanas, estatuas con cabezas de animales y los miembros esculpidos de criaturas demasiado extrañas para poder identificarlas. Jack y Costas empezaron a inquietarse, como si estuvieran siendo atraídos por esos centinelas hacia un mundo que se encontraba más allá de su experiencia.

—Es como la entrada al reino de los muertos —musitó Costas.

Aceptaron el desafío y continuaron avanzando entre la sobrecogedora línea de estatuas, que semejaban una presencia furtiva y amenazadora. Parecía reprocharles que hubiesen entrado en un dominio que sólo les había pertenecido a ellos durante miles de años.

Unos metros más adelante la calzada terminaba abruptamente en dos grandes estructuras separadas por un pasadizo central. Tenía unos diez metros de ancho, menos de la mitad del ancho de la calzada, y mostraba unos escalones poco pronunciados, similares a los que habían visto en el patio.

—Puedo ver unos bloques cuadrados, cada uno de aproximadamente cinco metros de largo y quizá tres metros de alto. —Costas se mostró súbitamente exaltado—. ¡Aquí es dónde traían toda la piedra trabajada!

Se detuvo dentro del pasadizo y accionó el cañón de agua para eliminar el limo acumulado. Luego orientó el haz de luz para iluminar la estructura.

Jack se encontraba a unos diez metros de Costas y podía ver su rostro a través de la cubierta.

—Es mi turno de hacer un reconocimiento.

Jack soltó lastre y comenzó a ascender, pero en lugar de retroceder gradualmente hacia la superficie, su Aquapod desapareció de súbito detrás de un borde.

Varios minutos más tarde su voz llegó a través del audio.

—Costas. ¿Me recibes? Esto es increíble.

—¿Qué es?

Hubo una pausa.

—Piensa en los monumentos más impresionantes del antiguo Egipto.

El Aquapod de Jack descendió nuevamente a través del pasadizo.

—No es una pirámide.

—Tú lo has dicho.

—Las pirámides tienen lados inclinados. Éstos son verticales.

—Lo que estás viendo es la base de una enorme terraza —explicó Jack—. A unos diez metros por encima de nosotros se convierte en una plataforma de diez metros de ancho. Encima de ella hay otra terraza con las mismas dimensiones, luego otra, y así sucesivamente. He recorrido este lado en toda su extensión y he visto que la terraza continúa en el lado sureste. Se trata del mismo diseño básico de las primeras pirámides egipcias, las pirámides escalonadas de principios del III milenio a. J. C.

—¿Cómo es de grande?

—Ésa es la diferencia. Ésta es enorme, más parecida a la gran pirámide de Gizeh. Yo diría que tiene ciento cincuenta metros de ancho en la base y ochenta metros de altura, más de la mitad de la distancia que nos separa del nivel del mar. Es realmente increíble. Debe de tratarse sin duda de la obra de cantería más antigua y grande del mundo.

—¿Y de mi lado?

—Es idéntico. Un par de pirámides gigantescas que señalan el final del camino. Más allá espero encontrar alguna forma de templo o complejo funerario, tal vez excavado en la ladera del volcán.

Costas activó el monitor de navegación, que se alzó como la mira de un avión de caza delante de él. Jack bajó la vista cuando el radio módem envió la misma imagen a su pantalla.

—Es un mapa hidrográfico recientemente desclasificado —explicó Costas—. Hecho por un barco de investigación británico que hizo sondeos por aquí en las postrimerías de la primera guerra mundial. Por desgracia, la Royal Navy sólo dispuso de una ventana limitada antes de que la república turca se hiciera con el control de esa zona y la acumulación progresiva de fuerzas soviéticas cerrase el acceso al mar Negro. Es el mapa más detallado que pudimos conseguir, pero a una escala de 1 a 50 000 solamente muestra amplios contornos de batimetría.

—¿Adónde quieres ir a parar?

—Echa un vistazo a la isla. —Costas tecleó en su panel de mandos para disponer de una vista en primer plano—. Los únicos detalles irregulares lo bastante grandes para aparecer en el relevamiento cartográfico submarino eran esos dos montes situados hacia la parte noroccidental de la isla. Extrañamente simétricos, ¿verdad?

—¡Las pirámides! —En el rostro de Jack se dibujó una amplia sonrisa—. Eso dice mucho en favor de nuestro trabajo de detectives. La Atlántida había estado señalada en un mapa durante más de ochenta años.

Ambos dirigieron sus sumergibles por el centro del camino, las sombras vagas de las pirámides, con sus piedras perfectamente unidas, apenas visible a través de la penumbra a ambos lados. Tal como Jack había calculado, llegaron a las esquinas más alejadas después de haber recorrido ciento cincuenta metros. Los escalones continuaban delante de ellos, perdiéndose en la oscuridad.

El único sonido que se oía a medida que avanzaban casi a paso de hombre era el zumbido de los chorros de agua mientras mantenían una altura constante, a un metro sobre el lecho marino.

—¡Cuidado!

Se produjo una súbita conmoción y un insulto proferido en voz queda. Costas se había distraído durante una fracción de segundo y su Aquapod había chocado contra un obstáculo que se alzaba justo delante de él.

—¿Estás bien?

Jack había estado avanzando detrás de Costas, a unos cinco metros de distancia, pero ahora se colocó junto al sumergible de su amigo con una expresión de preocupación mientras atisbaba a través del remolino de lodo.

—Ningún daño evidente —contestó Costas—. Afortunadamente avanzábamos a paso de tortuga.

Costas realizó un diagnóstico rutinario en su brazo articulado y en los reflectores antes de retroceder un par de metros. Jack se tranquilizó al comprobar que el otro sumergible no había sufrido ningún daño.

—Regla de conducción número uno, mira siempre por dónde vas —le dijo Jack.

—Gracias por el consejo.

—¿Contra qué has chocado?

Ambos se esforzaron por ver algo a través de la nube de sedimentos flotante. La visibilidad se había reducido a menos de un metro, pero cuando el sedimento comenzó a asentarse nuevamente pudieron discernir una forma curiosa justo delante de ellos.

—Parece un espejo de baño enorme —dijo Costas.

Era un disco inmenso, quizá de cinco metros de diámetro, colocado sobre un pedestal de unos dos metros de altura.

—Busquemos alguna inscripción —sugirió Jack—. Tú encárgate de quitar la capa de limo mientras yo asciendo unos metros para ver si aparece algo.

Costas extrajo un guante metálico de su panel de instrumentos, insertó su mano izquierda y flexionó los dedos. El brazo articulado que había en la parte frontal del Aquapod imitó exactamente sus movimientos. Dirigió el brazo articulado hacia las bocas de los cañones de agua que sobresalían del chasis y seleccionó un tubo del tamaño de un lápiz. Después de haber activado el chorro, comenzó a limpiar metódicamente el disco, desde el centro hacia el borde, trazando círculos cada vez más amplios.

—Es una piedra de grano fino. —La voz procedía del halo amarillo que era todo lo que Jack alcanzaba a ver de Costas en el limo que había debajo—. Granito o brecha, similar al pórfido egipcio. Sólo que esta piedra presenta unos puntos verdosos, como el lapis lacedaemonia de Esparta. Debió de haber sido un afloramiento de mármol que quedó sumergido por la inundación.

—¿Puedes ver alguna inscripción?

—Hay algunas muescas lineales.

Costas retrocedió suavemente para flotar junto al Aquapod de Jack. Cuando la nube de limo se asentó, todo el dibujo quedó expuesto.

Jack dejó escapar una exclamación de júbilo.

—¡Sí!

Con precisión geométrica, el cantero había cincelado un complejo de muescas horizontales y verticales sobre la lustrosa superficie. En el centro se veía un símbolo parecido a la letra «H», con una línea vertical que pendía del trazo horizontal y los lados abriéndose en una fila de breves líneas horizontales, como el extremo de un rastrillo.

Jack buscó con su mano libre dentro de su traje y sostuvo con gesto triunfal una copia del disco de oro para que Costas pudiese verla. Era una reproducción exacta realizada con láser en el museo de Cartago, donde el original permanecía guardado y protegido. La copia había llegado al Sea Venture por helicóptero hacía poco.

—Decidí traerlo por las dudas —dijo Jack.

—Atlantis.

Costas estaba exultante.

—Esto debe de señalar la entrada. —Jack estaba entusiasmado pero miró fijamente a su amigo—. Debemos avanzar de prisa. Ya hemos superado nuestro tiempo de inmersión y el Seaquest estará esperando a que restablezcamos el contacto.

Aceleraron y giraron a ambos lados del disco de piedra, pero casi de inmediato redujeron la velocidad al encontrarse con una pronunciada pendiente. El pasadizo se estrechaba hasta formar una empinada escalera, apenas un poco más ancha que ambos Aquapod. Cuando empezaron a ascender sólo pudieron vislumbrar las pronunciadas laderas de roca del volcán a ambos lados.

Costas elevó los haces de luz de los reflectores y miró fijamente hacia adelante. No quería arriesgarse a otro choque como le había pasado hacía unos minutos. Después de haber ascendido unos pocos escalones dijo:

—Aquí hay algo extraño.

Jack estaba hipnotizado por una serie de cabezas de animales cinceladas en la roca y que se alineaban a su lado. Parecían ascender en una especie de procesión y estaban esculpidos de forma idéntica en cada uno de los escalones. Al principio se parecían a los leones del arte sumerio y egipcio, pero al observar más atentamente se asombró al comprobar que presentaban enormes incisivos, como los tigres de dientes de sable de la Edad de Hielo. Tanto para maravillarse como para asimilarlo todo, pensó.

—¿Qué es? —preguntó.

La voz de Costas estaba embargada por el desconcierto.

—Encima de nosotros está increíblemente oscuro, como boca de lobo. Hemos ascendido a una profundidad de cien metros y deberíamos tener más luz del sol. Tendría que estar más claro, no más oscuro. Debe de tratarse de alguna clase de saliente. Sugiero que… —De pronto, gritó—: ¡Para!

Los dos Aquapod se detuvieron a escasos centímetros de un obstáculo.

—Cristo —exclamó Costas enérgicamente—. Casi vuelvo a hacerlo.

Los dos hombres contemplaron boquiabiertos la estructura contra la que habían estado a punto de chocar. Encima de ellos se vislumbraba una forma colosal que se extendía a ambos lados, hasta donde alcanzaba la vista. Estaba en medio de la escalera, atravesado, obstaculizando su avance y ocultando todo lo que hubiera detrás.

—Dios mío —exclamó Jack—. Puedo ver remaches. Es un barco naufragado.

Su mente comenzó a dar vueltas mientras avanzaba a toda velocidad desde la más remota antigüedad hasta el mundo moderno, hasta aquella intrusión de la modernidad que parecía casi una blasfemia después de todo lo que habían visto hasta ese momento.

—Debió de quedarse encajado entre las pirámides y el volcán.

—Justo lo que necesitamos —dijo Jack resignadamente—. Probablemente de la primera o la segunda guerra mundial. Todo el mar Negro está sembrado de barcos inexplorados hundidos por los submarinos alemanes.

—Esto me da mala espina. —Costas había estado desplazando su Aquapod siguiendo la curva del casco en sentido ascendente—. Ahora vuelvo.

Aceleró hacia la izquierda hasta casi perderse de vista y luego giró y regresó, los reflectores enfocados hacia la masa oscura. Jack se preguntó cuánto daño habría causado el barco al hundirse, cuánto tiempo precioso se necesitaría para superar ese obstáculo indeseado.

—Y bien, ¿qué es?

Costas acercó su Aquapod y habló lentamente con un tono de voz que era una mezcla de aprensión y nerviosismo.

—Puedes olvidarte de la Atlántida por un momento. Acabamos de encontrar un submarino nuclear ruso.

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