Atlantis

Atlantis


Capítulo 20

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Capítulo 20

—Teseo, aquí Ariadna. Teseo, aquí Ariadna. ¿Me recibís? Corto.

Tom York repitió el mensaje que había estado enviando sin interrupción durante la última media hora, utilizando los nombres en código que había convenido con Jack y los demás antes de que partiesen a bordo del DSRV. Apagó el micrófono y volvió a colgarlo en el receptor de VHF que había junto a los teclados del radar. Había amanecido hacía poco y el Seaquest estaba a punto de regresar a su posición original después de haber esquivado la tormenta. Aunque ya hacía casi doce horas que se habían separado, no estaba excesivamente preocupado. Debía de haberlos llevado algún tiempo penetrar en el submarino y el dispositivo láser de Costas no había sido probado hasta entonces. Tal vez habían decidido no desplegar la radio baliza desde el DSRV hasta que las condiciones en la superficie fuesen menos turbulentas.

Algunas horas antes, a través del enlace de la UMI con el GCHQ en Cheltenham, el cuartel general de comunicaciones e inteligencia, éste había determinado que uno de los satélites digitales de nueva generación que cartografiaban el terreno debía pasar por esa posición dentro de una hora. Se encontraban en el borde de su campo de visión y la ventana sería sólo de cinco minutos, pero obtendrían una imagen de alta resolución de la isla si las nubes se levantaban lo suficiente para permitir una buena visión desde la trayectoria orbital del satélite, a seiscientos kilómetros de altura. Incluso con una obstrucción visual, los sensores términos por infrarrojos proporcionarían una imagen detallada, una imagen que estaría dominada por la intensa radiación procedente del volcán, pero que también podría captar los perfiles de seres humanos si se encontraban lo bastante lejos del núcleo.

—Capitán, tierra. Sur-suroeste, sobre la banda de estribor.

Con la llegada del amanecer, el piloto y él se habían trasladado del puente virtual a la cabina de cubierta. Mientras el barco cabeceaba entre las olas, atisbo a través de los cristales bañados por la lluvia, inspeccionando el equipo asegurado en la cubierta de proa. La pálida luz del amanecer reveló un mar turbulento, su agitada superficie coronada por fugaces palomillas de espuma. El horizonte se retiraba firmemente a medida que la neblina se disipaba y los rayos del sol brillaban a través de ella.

—Distancia, trescientos metros —calculó York—. Reduce la velocidad a un cuarto y llévanos a la posición siete-cinco grados.

El piloto comprobó el telémetro láser mientras York confirmaba la marca del GPS y se inclinaba sobre el mapa del Almirantazgo junto a la brújula de bitácora. Unos momentos más tarde la isla apareció majestuosa ante su vista, su superficie brillante alzándose hasta formar un cono casi perfecto.

—¡Dios mío! —exclamó el piloto—. ¡Ha entrado en erupción!

York dejó su brújula y cogió los prismáticos. El paraguas que cubría la isla no era sólo neblina marina sino una columna de vapor que brotaba del volcán. Cuando la base de la nube se elevó, la columna de vapor se extendió hacia el cielo como una cinta, cuyo extremo superior fluctuó antes de que el viento arrastrase la columna hacia el sur. En el centro se veía un arco iris truncado, una brillante vena de color que centellaba bajo los rayos del sol.

York mantuvo los prismáticos enfocados hacia el espectáculo durante unos minutos.

—No lo creo —contestó—. No hay materia en partículas. Ya he visto antes este fenómeno, en las islas Vanuatu, en el Pacífico sur. El agua de lluvia satura los estratos superiores porosos de ceniza y se evapora cuando entra en contacto con el magma, provocando una columna de vapor que se eleva durante horas después de que las nubes se han disipado. Pero nunca había visto algo como esto. El vapor parece haber sido canalizado hacia una única chimenea, produciendo una columna que parece no tener más de veinte metros de ancho.

—Si ese fenómeno también se producía en la antigüedad debió de parecerles terrorífico, un hecho sobrenatural —dijo el piloto.

—Ojalá Jack estuviera aquí para verlo. —York se quedó observando las olas con expresión pensativa—. Esto le da mayor credibilidad a su teoría de que la montaña era sagrada, un lugar de adoración similar a los santuarios minoicos en los picos de las montañas. A esa gente seguramente debía de parecerles, ni más ni menos, que el hogar de los dioses.

York alzó nuevamente los prismáticos para examinar el volcán en la zona donde la ladera se inclinaba hacia ellos. La superficie aparecía desolada, sin vida; la ceniza chamuscada del cono dejaba paso a una zona estéril de basalto más abajo. Aproximadamente en la mitad de la ladera alcanzó a divisar una línea de manchas oscuras situada por encima de unos rasgos rectilíneos que parecían plataformas o balcones. Cerró los ojos brevemente contra la luz del sol, volvió a mirar y profirió un leve gruñido. Bajó los prismáticos y se dirigió al telescopio de alta resolución que había junto a la bitácora, sólo para ser interrumpido por una voz que llegaba desde la puerta.

—Es todo un espectáculo. Supongo que se trata de vapor de agua.

Peter Howe entró en el puente. Estaba calzado con botas de goma verdes, vestía pantalones de pana marrón y un suéter blanco de cuello cisne, y portaba sendas jarras humeantes de café.

—Pareces un personaje salido de la batalla del Atlántico —dijo York.

—Más bien de la batalla del mar Negro. Ha sido una noche infernal. —Howe le entregó una jarra y se dejó caer en el asiento del piloto. No se había afeitado y su rostro mostraba signos de fatiga. Su arrastrado acento neozelandés estaba acentuado por el cansancio—. Sé que conseguiste mantenernos fuera del ojo de la tormenta, pero aun así tuvimos un duro trabajo para impedir que el equipo se soltara de sus fijaciones. Estuvimos a punto de perder el sumergible de emergencia.

Habían recuperado el sumergible poco después de haber despachado el DSRV, sus pasajeros habían sido enriados sanos y salvos al Sea Venture, que navegaba a unas treinta millas marinas al oeste. Aunque habían asegurado el sumergible dentro del compartimento interno, había rebotado sobre sus pivotes durante la noche a causa de la tormenta y había estado a punto de provocar un desplazamiento masivo de peso que hubiese resultado fatal para el barco y la tripulación. Si los esfuerzos de Howe y su equipo hubieran fracasado, no habrían tenido más alternativa que deshacerse del sumergible, una acción que habría salvado al Seaquest pero les hubiese privado de su único medio de escape.

—Sólo somos una dotación básica compuesta por una docena de hombres —continuó diciendo Howe—. Mi gente ha estado trabajando sin parar durante toda la noche. ¿Cuál es nuestra situación?

York echó un vistazo al monitor del SATNAV y observó que sus coordenadas convergían con la posición fijada por el GPS en el punto donde habían lanzado el DSRV el día anterior. La tormenta se había debilitado, había un oleaje moderado y el sol de la mañana brillaba sobre la cristalina superficie de la isla. Sería un perfecto día de verano.

—Si dentro de seis horas aún no hemos tenido noticias de Jack, enviaré a los submarinistas. Entretanto, puedes retirar a tu equipo para la siguiente guardia, y que disfruten de un merecido descanso. Tocaré diana a las doce.

Sus ángeles guardianes conformaban la fuerza de tareas naval, su último apoyo. Una fragata y una flotilla FAC turcas va habían atravesado el Bosforo y se dirigían a toda máquina en su dirección, y en el puerto de Trebisonda una escuadrilla de helicópteros Seahawk con elementos de la Brigada Marina Anfibia de las Fuerzas Especiales turcas estaba preparada para despegar. Mustafá Alkozen y un equipo de diplomáticos turcos de alto rango habían volado a Tbilisi, la capital de Georgia, para asegurar que cualquier intervención era una iniciativa conjunta de ambas naciones.

—De acuerdo. —Howe habló con evidente alivio—. Iré a comprobar la torreta artillada de proa y luego trataré de dormir un rato. Te veré al mediodía.

York asintió y se acercó a la bitácora. Hacía veinte minutos, el piloto había informado de la presencia de una enorme grieta en el lecho marino, una falla tectónica que no había sido cartografiada previamente y que tenía unos diez kilómetros de largo y más de mil quinientos metros de profundidad. Había observado que el telémetro de profundidad mostraba que iba desde el cañón hasta la línea de la antigua costa, a 150 metros de profundidad. Ahora habían llegado a la posición de la cita y se desplazaban a una milla y media al nornoroeste de la isla, casi exactamente el punto donde Jack y Costas habían visto por primera vez la ciudad antigua desde los dos Aquapod, dos días antes.

York miró hacia la isla, los picos gemelos y la depresión eran ahora claramente visibles donde la caldera se había derrumbado hacía miles de años. Permaneció inmóvil, atemorizado por lo que podría haber debajo de esa montaña. Era casi increíble que las aguas que se extendían delante del barco ocultasen la maravilla más impresionante del mundo antiguo, una ciudad que antecedió a todas las demás en miles de años y que contenía pirámides imponentes, estatuas colosales y edificios de viviendas de varios pisos, una comunidad más avanzada que cualquier otra en la prehistoria. Y para rematarlo, en alguna parte de las profundidades descansaba la forma siniestra de un submarino nuclear soviético, algo que él había pasado la mitad de su vida entrenándose para destruir.

Una voz llegó a través de la radio en medio de interferencias.

Seaquest, aquí el Sea Venture. ¿Me reciben? Corto.

York cogió el micrófono y habló con tono excitado.

—Macleod, aquí el Seaquest. Transmite tus coordenadas. Corto.

—Aún estamos retenidos en Trebisonda a causa de la tormenta. —La voz sonaba distorsionada y se perdía por momentos, el efecto de 100 millas de caos eléctrico—. Pero Mustafá consiguió establecer conexión con un satélite. Está preparado para captar imágenes por calor. Debería estar transmitiendo en este momento.

York se volvió para estudiar la pantalla de la consola de navegación. Quedó junto al piloto que llevaba el timón. Un parpadeante brillo de color acabó por definirse como un paisaje rocoso y luego se fragmentó en un mosaico de píxeles.

—Estás viendo la parte central de la isla. —La voz de Macleod apenas era audible—. La costa oriental está en el cuadrante superior. Sólo tenemos unos minutos antes de que perdamos el satélite.

La mitad superior de la pantalla permanecía oscura, pero otra barrida del escáner reveló una imagen nítida en el centro. Junto a las protuberancias de lava se advertía el borde de una amplia plataforma, y a la izquierda un radio de piedras espaciadas regularmente, apenas visible. A la derecha se veía el perfil inconfundible de una escalera excavada en la roca.

—¡Sí! —El piloto lanzó el puño contra el aire—. ¡Lo han conseguido!

York siguió su mirada. Dos manchas rojas se separaron de la escalera y continuaron moviéndose. Una tercera mancha roja apareció desde la niebla de píxeles en la parte superior de la pantalla.

—Es extraño —dijo York con preocupación—. Se mueven hacia abajo y, sin embargo, Jack estaba convencido de que el pasadizo subterráneo los dejaría cerca de la cima del volcán. Y deberían haber establecido contacto por radio tan pronto como llegasen a la superficie.

Un momento después se confirmaron sus peores sospechas. Una cuarta y luego una quinta figura aparecieron en el campo visual, desplegadas a cada lado de la escalera.

—Dios —dijo el piloto—. No son de los nuestros.

La imagen se desintegró y las interferencias en la radio se volvieron permanentes. La cabeza del piloto se volvió hacia una luz de advertencia que brillaba en la pantalla contigua.

—Señor, creo que debería ver esto.

El monitor mostraba el barrido circular de un radar de navegación y búsqueda terrestre Racal Decca TM1226 de uso militar.

—Hay un contacto que se desprende de la parte oriental de la isla. No puedo estar seguro hasta que la imagen se aclare, pero yo diría que estamos ante un buque de guerra del tamaño de una fragata, tal vez un FAC grande.

En ese momento se oyó un terrorífico crujido encima de sus cabezas y los dos hombres fueron lanzados violentamente hacia atrás. York se levantó y corrió a la banda de estribor, justo a tiempo de ver cómo una columna de agua se elevaba a unos quinientos metros delante de la proa del barco. Al mismo tiempo oyeron el sonido distante de un cañón, el sonido reverberando desde la isla y llegando hasta ellos a través del aire diáfano de la mañana.

—Desconectados todos los sistemas, repito, desconectados todos los sistemas —gritó el piloto—. Radar, radio, ordenadores. Todo está muerto.

York regresó al puente de cubierta y echó un rápido vistazo a su alrededor. A través de la puerta que daba a la sala de navegación pudo comprobar que su monitor estaba en blanco. La luz y la radio VHF en el puente estaban apagadas, junto con el receptor de GPS y todos los demás dispositivos de LCD. Accionó inmediatamente la manivela de la bocina de alarma, al tiempo que quitaba la tapa del tubo que llegaba a todas las zonas del barco.

—Atención, quiero que todo el mundo me escuche —gritó por encima de la alarma—. Alerta roja. Alerta roja. Estamos siendo atacados. Todos los aparatos electrónicos han dejado de funcionar. Repito, todos los aparatos electrónicos están desconectados. Mayor Howe, preséntese inmediatamente en el puente de mando. El resto de la tripulación que se reúna en el compartimento interno y se prepare para desplegar el sumergible de escape Neptune II. —Cerró la tapa y miró al piloto, con expresión tensa y sombría—. Una bomba E.

El piloto asintió. La adición más grave realizada en los últimos años al arsenal terrorista habían sido las bombas electromagnéticas, proyectiles cargados magnéticamente que emitían una pulsación de microondas de muchos millones de vatios cuando estallaban. La versión más potente hacía que un rayo pareciera una simple bombilla y dejaba inactiva toda la energía eléctrica, esto es, los ordenadores y las telecomunicaciones en su radio de acción.

—Es hora de que vayas a reunirte con los demás, Mike —ordenó York al piloto—. Las baterías de reserva y el módulo de mando en el sumergible están protegidos de las interferencias electromagnéticas, de modo que aún deberían estar operativos. Peter y yo permaneceremos a bordo el máximo tiempo posible y nos marcharemos en el módulo si es necesario. Es imperativo que vosotros lleguéis a aguas territoriales turcas antes de transmitir vuestra posición. El código de llamada es «Ariadna necesita un Ángel Guardián» a través del canal de seguridad de la UMI. Como piloto de más alto rango me sustituirás en las labores de mando.

—Sí, señor. Y buena suerte, capitán.

—Lo mismo te digo.

Mientras el piloto bajaba rápidamente la escalerilla, York enfocó los prismáticos hacia el extremo oriental de la isla. Segundos más tarde una forma baja se deslizó desde detrás de las rocas, la proa inclinada como el morro de un tiburón. Bajo la luz diáfana cada elemento del barco parecía acentuado, desde la artillada torreta de proa de la elegante superestructura, hasta las barquillas alineadas de popa.

Ellos sabían que sólo se podía tratar del Vultura. Aparte de los estadounidenses y los británicos, sólo los rusos habían desarrollado proyectiles electromagnéticos. Durante el conflicto del Golfo, la estudiada neutralidad de Rusia había llevado a un buen número de intransigentes partidarios de la guerra fría a sugerir que los rusos habían suministrado armas a los insurgentes. Ahora York tenía la confirmación de aquello que muchos habían sospechado, que los proyectiles formaban parte de un tráfico ilegal de armas desde los viejos arsenales soviéticos, tráfico que tenía su destino final en grupos terroristas, a través de mafias criminales. Asían probablemente no era el único señor de la guerra que poseía parte de todo ese material para su uso personal.

Mientras York cerraba la cremallera de su traje de supervivencia, Howe se reunió con él. Estaba acabando de ponerse un mono blanco antidestellos y le pasó otro a York. Los dos hombres acabaron de prepararse y cada uno de ellos cogió un casco de un cajón que había debajo de la consola y que en su estructura de Kevlar llevaban incorporadas abultadas protecciones para las orejas y visores retráctiles irrompibles.

—Esto es todo —dijo Howe.

—Que Dios nos acompañe.

Los dos se deslizaron escalera abajo hasta la cubierta. Junto a la superestructura, la zona de aterrizaje del helicóptero estaba vacía, ya que el Lynx había despegado con rumbo a Trebisonda tan pronto como empezó a formarse la tormenta.

—Sin energía tendremos problemas… —dijo Howe—. Aunque puse el sistema en modalidad manual la última vez que lo comprobé, de modo que deberíamos poder operar manualmente con los proyectiles.

Su única esperanza era la sorpresa. El Vultura ignoraba que llevaban armamento fijo; el compartimento de las armas se retraía durante las operaciones normales del Seaquest. La intención de Asían era, indudablemente, abordar el barco, saquearlo y luego utilizarlo como quisiera. Ellos tenían muy poco poder para alterar el destino del Seaquest, pero podrían cobrarse un pequeño precio a cambio. Con el cañón del Vultura apuntando hacia ellos, sabían muy bien que el primer disparo desencadenaría un infierno, una furiosa embestida que el barco no podría resistir.

Los dos hombres se agacharon en medio de la cubierta de proa y levantaron una escotilla. Debajo de ellos se encontraba el gris pálido del blindaje de la torreta, los cañones gemelos Breda de 40 mm surgiendo de la base.

Howe bajó y se colocó detrás de los mandos de disparo y miró a York.

—Debemos estar preparados para disparar tan pronto como hayamos elevado la torreta y conseguido el objetivo. Tendremos que hacerlo a la manera antigua. Yo soy el artillero y tú el observador.

El arma se habría controlado normalmente desde el puente del Seaquest, la distancia al objetivo suministrada por un radar de persecución Bofors 9LV 200 Mark 2 y un sistema de control de fuego 9 LV 228. Pero ahora York ni siquiera podía hacer uso del telémetro manual accionado por láser y debía confiar exclusivamente en sus habilidades. Afortunadamente recordaba la distancia por las coordenadas de la cita en el extremo oriental de la isla, donde ahora el Vultura estaba expuesto de costado.

—Distancia, tres mil trescientos metros. —York alzó los brazos como si fuesen una mira rudimentaria, su brazo derecho erguido en un ángulo de 45 grados respecto a la proa del Seaquest y el brazo izquierdo apuntando a la popa del Vultura—. Azimut doscientos cuarenta grados en nuestro eje.

Howe repitió las instrucciones e hizo girar la manivela hasta que los cañones gemelos quedaron alineados con el Vultura. Calculó rápidamente el arco de elevación y movió la manivela correspondiente de modo que los cañones quedasen apuntados en la trayectoria prevista.

—Presión barométrica y humedad normales, velocidad del viento insignificante. A esta distancia no hay necesidad de compensación.

York se deslizó junto a Howe para ayudarlo con la munición. Las cintas de alimentación estaban vacías porque el barco no había sido preparado para la batalla antes de sufrir el ataque y, en cualquier caso, no funcionaban sin electricidad. Los dos empezaron a sacar proyectiles de los armarios de reserva que había a ambos lados del interior de la torreta.

—Tendremos que utilizar la alimentación manual —dijo Howe—. Alto explosivo para el cañón izquierdo, proyectiles perforantes para el cañón derecho, cinco proyectiles en cada uno. Dudo de que tengamos oportunidad de disparar más. Utilizaremos el HE para la telemetría ya que el impacto es más visible y luego cambiaremos a fuego continuo.

York comenzó a colocar los proyectiles de cinco kilos en los bastidores: los de punta roja a la izquierda y los de punta azul a la derecha. Cuando hubo terminado, Howe ocupó el asiento del artillero y tiró hacia atrás el cierre de cada cañón para cargar el proyectil en la recámara.

—Es frustrante tener sólo diez proyectiles para una arma que dispara 450 proyectiles por minuto —comentó Howe—. Tal vez los dioses de la Atlántida nos sonrían.

Los dos hombres bajaron sus visores de seguridad. York acomodó el cuerpo en el estrecho espacio delante de la manivela de elevación de los cañones mientras Howe cogía con fuerza el mecanismo que subía y bajaba la torreta. Después de haber dado un giro de prueba a la manivela, se volvió y miró a York.

—¿Preparado para subir?

York alzó ambos pulgares.

—¡Ahora!

Cuando la torreta se elevó, York sintió una oleada de adrenalina que le recorrió todo el cuerpo. Había tenido que enfrentarse a situaciones difíciles muchas veces en su vida, pero siempre desde la posición retirada de un puente de mando o una sala de control. Ahora estaba a punto de hacer frente a un enemigo en combate mortal detrás del frío metal de una arma. Por primera vez supo lo que sentían los hombres agachados detrás de los cañones de la Victory de Nelson o tras las tórretas de los acorazados que lucharon en Jutlandia o el cabo Norte. Igual que ellos experimentó la agudización de los sentidos que tiene todo hombre que sabe que se enfrenta a la muerte. La esperanza de sobrevivir era demasiado débil para servirle de acicate; sus cañones tenían escasas posibilidades frente al cañón de 130 mm del Vultura, con su sistema de telemetría y su GPS de última generación.

La torreta se elevó sobre la cubierta y la silueta del Vultura apareció ante ellos. Mientras York observaba cómo los cañones gemelos descendían hasta la marca fijada previamente, cerró de un golpe la manivela de elevación y alzó el brazo derecho.

—Lo tengo en mi punto de mira.

Howe quitó el seguro y apretó el disparador.

—¡Fuego!

Se oyó un mido ensordecedor y el cañón izquierdo retrocedió violentamente. York enfocó los prismáticos y siguió la trayectoria del proyectil mientras rasgaba el aire. Un momento después una columna de agua se elevó justo a la derecha del Vultura.

—Veinte grados a la izquierda —gritó York.

Howe hizo girar la manivela del azimut y fijó la posición.

—¡Fuego!

Se produjo otro sonido estridente al que siguió inmediatamente una llamarada de la boca del cañón izquierdo. El retroceso expulsó en seguida el casquillo usado y cargó un nuevo proyectil.

—¡Impacto! —gritó York—. ¡Explosivo perforante, cinco disparos!

York había visto el resplandor rojo donde el explosivo había detonado contra el metal y enviado una lluvia de esquirlas sobre la popa del Vultura. Su esperanza era que ahora el fuego rápido inutilizara el sistema de propulsión del barco, dañando los turbopropulsores que permitían que el Vultura desarrollase una velocidad superior a la de cualquier otro barco de superficie.

—¡Fuego!

Howe apretó el disparador del cañón derecho. Con un mido similar al que produce un martillo neumático gigante, el cañón disparó los cinco proyectiles a un ritmo regular. El cargador se vació en menos de un segundo y los casquillos usados cayeron de la recámara con cada retroceso.

Antes incluso de que la reverberación hubiese cesado se oyó un mido espeluznante en la proa del Seaquest y una enorme vibración recorrió toda la cubierta. Los dos hombres observaron horrorizados que el barco recibía media docena de impactos justo encima de la línea de flotación. A esa distancia, el poderoso propulsor Nitrex que tenía el Vultura haría que aquellos delincuentes pudieran dispararen una trayectoria virtualmente llana. Los proyectiles AP de uranio barrerían el Seaquest desde la popa hasta la parte media del barco. Era como si hubiese sido ensartado por una horquilla gigante, y cada proyectil atravesara sin esfuerzo los mamparos y saliera por el otro lado dejando una estela de fuego y desechos.

—Su próximo objetivo será el puente —gritó York—. Y luego nosotros.

Mientras el Seaquest se estremecía y gruñía, York enfocó los prismáticos hacia la popa del Vultura. Unas delgadas columnas de humo se elevaban del lugar donde había recibido los impactos. Un movimiento captó su atención y desvió ligeramente la dirección de los prismáticos. Una planeadora de casco rígido se dirigía velozmente hacia ellos. Sus poderosos motores fuera borda dejaban una amplia estela en forma de «V». En su interior alcanzó a ver a un grupo de hombres agachados. Ya había superado la mitad del camino y se acercaba a toda velocidad.

—RIB enemiga acercándose, distancia ochocientos metros —gritó—. Bajar los cañones a elevación mínima.

York hizo girar frenéticamente la manivela de elevación mientras Howe levantaba el visor metálico del asiento del artillero. Justo en el momento en que su mano se cenaba sobre el disparador de la izquierda, se oyó un ruido ensordecedor que lanzó a ambos hombres al suelo. Con un sonido como si se rompiesen los cristales de mil ventanas, una lluvia de esquirlas metálicas rebotó en el blindaje de la torreta. Una de ellas alcanzó a York en una pierna y la sangre le salpicó el mono blanco. Segundos más tarde otras dos explosiones barrieron la cubierta y otro proyectil perforante atravesó la cabina de cubierta y se estrelló en el mar, en la banda de estribor, a la altura de la proa.

York se puso de pie, con la pierna izquierda inutilizada y los oídos zumbándole. Y contempló el agujero oscuro donde hacía un momento había estado el puente. Para un hombre que vivía en el mar era una visión espantosa, como si estuviese contemplando los últimos estertores de la mujer amada, ciega, sin poder hablar, el rostro destrozado.

—Acabemos con esos cabrones.

La voz de York era fría y decidida a pesar del dolor.

—A la orden, señor.

Howe estaba instalado nuevamente en el asiento del artillero, con la RIB en la mira mientras la veloz embarcación se encontraba a menos de doscientos metros del Seaquest. Con los cañones gemelos en su posición más baja disparó el resto de los proyectiles a intervalos de un segundo. El primero de ellos no alcanzó el blanco pero elevó los flotadores de la RIB hasta que pareció despegar. El segundo pasó por debajo del fondo plano de la lancha y la lanzó completamente fuera del agua, con la popa inclinada hacia arriba, de modo que pudieron ver a seis hombres, vestidos con sus trajes de neopreno, aferrándose desesperadamente a las tablas de la base. El tercer proyectil explotó contra la popa e incendió el combustible. Unos segundos después la lancha y sus ocupantes se volatilizaban en una bola de fuego que se dirigió hacia ellos a una velocidad alarmante.

Ninguno de los dos hombres tenía tiempo para celebraciones. Cuando llegó el fin fue tan violento y despiadado como era de prever.

Cuando los primeros fragmentos ardientes de la embarcación enemiga hicieron impacto en la torreta, York y Howe sintieron una gigantesca sacudida bajo sus pies. Los remaches saltaron y el metal se retorció de una manera grotesca, de un lado para otro de la cubierta. Un momento después otro proyectil arrancó la torreta de su montura y los lanzó a ambos contra la barandilla de estribor. Estaban envueltos en un incendio voraz, un torbellino ardiente que los arrastraba hacia un vacío cada vez más negro.

Mientras York luchaba contra lo inevitable pudo ver por última vez al Seaquest, una pira de destrucción aún milagrosamente a flote, un barco destrozado hasta volverlo irreconocible y, sin embargo, tan desafiante como el volcán que asomaba su figura amenazadora en la distancia.

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