Atlantis

Atlantis


Capítulo 21

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Capítulo 21

Cuando Costas se sumergió en la inquietante oscuridad del túnel que se abría debajo del ala izquierda de la enorme águila, los tres comprobaron que las paredes habían sido alisadas y pulidas como los pasadizos anteriores. A lo largo de los primeros metros, Costas fue delante, pero pronto el túnel se volvió más ancho y Jack y Katya pudieron nadar a su lado. Después de haber recorrido aproximadamente diez metros, el suelo se convirtió en una escalera poco profunda. Los gastados peldaños ascendían, siguiendo una inclinación regular hasta donde iluminaban los haces de sus lámparas.

—Esta vez los dioses están de nuestro lado —dijo Costas—. Otros cinco minutos a esa profundidad y nos hubiésemos quedado ahí para siempre.

Mientras ascendían la suave pendiente conservaban energía utilizando sus compensadores de flotabilidad para subir. Las paredes estaban talladas con un friso continuo de toros de tamaño natural; sus sinuosas formas eran asombrosamente parecidas a las pinturas de toros minoicas. Las figuras parecían mirarlos con expresión colérica y rascar la tierra con las pezuñas.

En el momento en que el ritmo de la respiración de Jack comenzaba a estabilizarse, su profundímetro emitió una audible señal de alarma, indicando que estaba utilizando la reserva de oxígeno. Percibió una tensión momentánea en su regulador cuando el suministro de reserva entró en el sistema y luego continuó fluyendo libremente otra vez.

—Cuando ascendemos y la presión se reduce, recibes un mayor volumen de oxígeno del suministro de reserva —le aseguró Costas—. Si se te acaba el aire, siempre podemos hacerte el boca a boca.

—Genial.

Jack hizo una mueca visible a través de su mascarilla antes de concentrarse en mantener su flotabilidad.

Durante los minutos siguientes el único sonido que se oía era el burbujeo de sus botellas a medida que ascendían por el túnel. Después de haber recorrido aproximadamente un centenar de metros, Costas hizo señas de que se detuvieran.

—En este momento nos encontramos a setenta metros debajo del nivel del mar —anunció—. Necesitamos hacer una parada de descompresión de cinco minutos. Aunque hemos estado respirando principalmente helio y oxígeno, hemos absorbido también una gran cantidad de nitrógeno. Necesitamos expulsar ese gas.

A pesar del dolor lacerante que sentía en el costado, Jack hizo un esfuerzo consciente para no entrar en hiperventilación. Se sentó exhausto en la escalera y buscó el disco.

—Es hora de leer el mapa —dijo.

Costas y Katya se sentaron junto a él mientras hacía girar el disco hasta que el símbolo quedó alineado en la dirección del pasadizo.

—Si lo hemos descifrado bien, nos encontramos aquí, en el hombro izquierdo del águila —señaló Costas—. No podemos ir mucho más allá por este camino. Estamos cerca de la cara del risco.

—Cuando este pasadizo llegue al final giraremos a la derecha —dijo Katya—. Luego todo recto a lo largo del ala del águila hasta la curva final, a la izquierda, y luego en dirección al extremo oriental.

—Si nos estamos dirigiendo hacia la caldera, necesitaremos ascender unos cien metros y continuar cuatrocientos metros hacia el sur, sobre una pendiente de treinta grados. En algún punto superaremos el nivel del mar pero aún estaremos bajo tierra.

—¿Y qué pasa si el pasadizo desciende? —preguntó Katya.

—Nos coceremos vivos —dijo Costas con contundencia—. El núcleo es una masa hirviente de lava fundida y gases ardientes. Incluso aunque ascendamos, es posible que nos encontremos el camino bloqueado por la lava.

Sus cronómetros emitieron simultáneamente un sonido para señalar que los cinco minutos se habían cumplido. Jack volvió a guardar el disco en el bolsillo y se levantó con cierta dificultad.

—No tenemos otra opción —dijo—. Ben y Andy dependen de nosotros.

Cuando superaron la marca de los sesenta metros, sus reguladores comenzaron a reemplazar el helio con nitrógeno como principal gas inerte. Muy pronto su mezcla para respirar diferiría del aire atmosférico sólo en el oxígeno enriquecido que era inyectado durante los últimos metros para eliminar del torrente sanguíneo cualquier exceso de nitrógeno.

Costas encabezó el grupo mientras la escalera comenzaba a estrecharse hasta formar un reducido túnel. Después del último escalón giraba a la derecha, siguiendo aparentemente una fisura natural, antes de recuperar su curso original, y muy pronto los depositó en la entrada de otra caverna.

—Aquí está nuestra intersección, justo en el blanco.

Sus lámparas revelaron una cámara de unos diez metros de largo por cinco metros de ancho, con puertas en los cuatro lados. La parada de descompresión había revitalizado brevemente a Jack y avanzó nadando unos metros para echar un vistazo. En el centro había una mesa oblonga flanqueada por pedestales colocados a unos dos metros de cada esquina. La mesa había sido labrada en la roca natural y exhibía un borde elevado como la tapa de un sarcófago vuelta hacia arriba. Los pedestales eran pilas parecidas a las bautismales.

—No hay canales para que corra la sangre y habría sido imposible traer un animal de gran tamaño hasta este lugar —dijo—. Los sacrificios tendían a ser acontecimientos públicos y sólo un grupo selecto hubiese podido asistir a lo que hicieran aquí.

—¿Una mesa de ablución, para la purificación ritual? —sugirió Costas.

Katya nadó hacia la puerta que se abría en el otro extremo de su punto de entrada. Atisbo el corredor que se extendía hacia el interior y apagó la luz de su lámpara.

—Puedo ver luz —dijo—. Es apenas discernible, pero hay cuatro charcas de luz separadas a intervalos regulares.

Jack y Costas se reunieron con Katya. Ellos también pudieron ver unas desvaídas manchas verdes.

—Estamos a sólo cincuenta metros bajo el nivel del mar y unos cuantos metros dentro de la cara del risco. —Costas apagó la luz de su lámpara mientras hablaba—. Fuera ya ha amanecido, de modo que debería haber ciertos vestigios de luz a esta profundidad.

—El corredor se corresponde con una de las líneas paralelas que se proyectan desde el ala del águila —dijo Jack—. Apuesto a que se trata de alojamientos, con ventanas y balcones que miran a las pirámides. Igual que el complejo minoico de Thera, una ubicación magnífica que servía al ideal monástico al tiempo que dominaba la población establecida en la costa.

—Podríamos salir a través de una de esas ventanas —sugirió Katya.

—Imposible —dijo Costas—. Parecen pozos de ventilación, probablemente de menos de un metro de ancho. Y no disponemos de tiempo para explorar. Nuestro mapa ha sido exacto hasta este punto y voto por seguir sus indicaciones.

En ese momento notaron una súbita vibración, un empañamiento del agua que hizo temer a Jack que se quedarían completamente a oscuras. Siguieron más vibraciones y luego una serie de ruidos sordos, cada uno precediendo a un sonido apagado, como si estuviesen rompiendo cristales lejos de allí. Era imposible decir de dónde procedía el sonido.

—El submarino —exclamó Katya.

—Es demasiado preciso, demasiado contenido —dijo Costas—. Cualquier explosión en el Kazbek y no estaríamos aquí hablando de ello.

—He oído ese sonido antes. —Jack estaba mirando a Costas, su ira palpable incluso a través de la mascarilla—. Es el sonido de proyectiles que atraviesan el casco de un barco. Hay un combate naval librándose en la superficie, por encima de nuestras cabezas.

Los tres nadaron hacia la entrada que señalaba el giro a la derecha indicado por el símbolo en el disco. Después de haber pasado junto a las pilas, Costas se detuvo para comprobar su brújula.

—Hacia el sur —anunció—. Ahora todo lo que tenemos que hacer es seguir esta ruta hasta donde llegue y luego girar a la izquierda.

Katya se estaba acercando a la entrada, nadando un par de metros por delante de sus compañeros. De pronto, se detuvo.

—Mirad esto —dijo, estupefacta.

Encima de la entrada se veía un enorme dintel labrado en la roca. El frente estaba cubierto de símbolos, algunos de ellos ocupando por completo el medio metro de altura de la lámina de piedra. Estaban separados en dos grupos de cuatro, cada uno de ellos separado por un límite inciso como una figura propia de los jeroglíficos.

No había duda de qué se trataba.

—El haz de trigo. El remo. La media luna. Y esas cabezas mohicanas —dijo Katya.

—Es la prueba final —murmuró Jack—. El disco de Fastos, el disco de oro del naufragio. Ambos procedían de este lugar. Estamos ante la escritura sagrada de la Atlántida.

—¿Qué significa? —preguntó Costas.

Katya ya estaba consultando su diminuto ordenador. Dillen y ella lo habían programado según una concordancia que relacionaba cada uno de los símbolos de la Atlántida con su equivalente silábico en Lineal A, aportando la mejor traducción a partir del vocabulario minoico descifrado hasta entonces.

—Ti-ka ti-re, ka-ka-re-me. —Katya pronunció lentamente los sonidos. Su inflexión rusa confería un ligero sonido gutural a las sílabas finales de cada palabra.

Fue comparando las palabras en el ordenador por orden alfabético, mientras Jack y Costas observaban las titilantes palabras a medida que aparecían en la pantalla.

—Ambas pertenecen al léxico minoico —anunció—. Ti-ka-ti significa «camino», «ruta», «pasaje», «dirección». Ka-ka significa «muertos» o «muerte». El sufijo re significa «para» o «de». De modo que la traducción es «la ruta de la muerte», «el camino de la muerte».

Examinaron la inscripción que había encima de sus cabezas. Los símbolos se mostraban con la misma nitidez como si hubiesen sido tallados sólo unos días antes.

—Eso no suena muy prometedor —dijo Costas.

Jack se encogió súbitamente y sus compañeros lo miraron con renovada ansiedad. Reunió todas las energías que le quedaban y nadó hacia el interior del pasadizo.

—Ésta debería ser la última etapa. Seguidme.

Costas se demoró un momento para enganchar el último carrete de cinta en su mochila. Todo lo que alcanzaba a ver de sus dos compañeros era la turbulencia de su estela; el pasadizo ascendía en un ángulo poco pronunciado. Mientras se impulsaba hacia ellos con fuertes movimientos de sus aletas, el tranquilizador resplandor de sus lámparas apareció al final del túnel.

—Mantened la velocidad de ascensión por debajo de cinco segundos por metro —les indicó—. El tiempo que hemos pasado en esa cámara cuenta como otra parada de descompresión y con esta pendiente no necesitaríamos volver a parar antes de haber alcanzado la superficie.

El suelo era irregular, como si lo hubiesen dejado sin acabar deliberadamente para facilitar la sujeción. A cada lado había ranuras paralelas como los surcos en los antiguos caminos de carros. De pronto se encontraron delante de la entrada de otra cámara. Las paredes se perdían en la absoluta oscuridad, aunque la rampa continuaba ascendiendo.

Era un espacio cavernoso que dejaba pequeña incluso la sala de los antepasados. Alrededor de ellos, los pliegues ondulados de la roca parecían mecerse bajo la luz de las lámparas. Los laterales se precipitaban a plomo en un abismo negro, cuya caída se alteraba sólo por afloramientos rugosos de lava que adornaban las paredes como si fuesen los nudos de un viejo roble. A cualquier lado adónde dirigiesen la vista había ríos de lava retorcidos, testimonio de las colosales fuerzas que irrumpieron a través de la cámara desde el núcleo fundido de la tierra.

—El núcleo del volcán debe de estar a sólo un par de cientos de metros hacia el sur —dijo Costas—. El magma y los gases atravesaron la ceniza compactada del cono dejando profundos orificios que luego se solidificaron. El resultado es este gigantesco efecto de panal, un núcleo expandido y hueco, entremezclado con una trama de formaciones basálticas.

Miraron a través del agua cristalina y la rampa se mostró como una gigantesca calzada elevada, un inmenso espinazo de roca que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. A la izquierda, sus luces iluminaron otro muro de piedra, seguido de otro a una distancia similar, ambos proyectándose en ángulos rectos desde el espinazo central y fundiéndose con la pared de la cámara.

Fue Costas quien señaló lo obvio, la razón por la que la geometría resultaba tan extrañamente familiar.

—El espinazo central es el ala superior del símbolo. Los muros son dos de las proyecciones hacia la izquierda. Nos encontramos en el tramo inicial.

—Debió de resultar pavoroso para los primeros que llegaron a esta cámara —dijo Jack—. Mi opinión es que el otro lado del núcleo también presenta intrusiones basálticas que se irradian hacia el exterior, donde el magma siguió la dirección de las fisuras hacia la superficie. Si el modelo es simétrico, es fácil entender por qué la imagen de su dios águila sagrado adquirió cualidades mágicas.

Katya estaba paralizada ante las espectaculares cascadas de roca que los rodeaban. La calzada elevada era como el puente final que comunicaba con una fortaleza subterránea, una última prueba de temple que dejaría expuesto a un foso de fuego a cualquiera que fuese lo bastante valiente para aventurarse a cruzarlo.

Al final de las dos rampas que se bifurcaban alcanzó a ver entradas en la roca. Justo delante percibió el distante resplandor de una pared de piedra, a unos cien metros de distancia, sus dimensiones ocultas en la oscuridad. Sintió un estremecimiento al recordar el funesto epíteto que coronaba el dintel de la entrada de la cámara.

Costas comenzó a nadar decididamente a lo largo de la calzada elevada.

—A Jack sólo le quedan unos minutos de aire. Es hora de salir a la superficie.

Jack y Katya nadaban a ambos lados de Costas, por encima de los surcos que venían del pasillo. Justo después de haber superado la unión con el primer muro de piedra a la izquierda, otro elemento apareció ante ellos, una depresión a mitad de camino a lo largo del espinazo central que resultaba invisible desde la entrada.

Cuando se acercaron a la depresión, una notable escena se reveló ante sus ojos. La hendidura se extendía a lo largo de los cinco metros de ancho de la calzada y a una distancia equivalente en sentido transversal. Tenía unos dos metros de profundidad y se veían escalones a ambos lados. Dominando el cañón desde la derecha se alzaba la escultura de unos cuernos de toro. Una talla idéntica se alzaba a la izquierda del centro y colgada entre ambas había una enorme losa. Los cuernos habían sido tallados en la roca natural, sus puntas casi rozaban la calzada elevada, mientras que la losa era de mármol blanco y pulido, similar a la piedra con fantásticas formas animales que habían visto junto al camino procesional del exterior.

Cuando se hundieron para examinar aquella maravilla comprobaron que la losa estaba inclinada un metro sobre el vacío.

—Por supuesto —gritó Jack—. Esa inscripción… No «el camino de la muerte» sino «el camino de los muertos». Desde la primera vez que vimos la Atlántida me he estado preguntando dónde estaban los cementerios. Ahora lo sabemos. Esa última habitación era una cámara para preparar a los muertos. Y aquí era donde los depositaban.

Hasta Costas se olvidó momentáneamente de lo urgente que era que salieran a la superficie y nadó para echar un vistazo al abismo. Encendió durante unos segundos su luz halógena de alta intensidad, consciente de que sólo eso podía agotar la reserva de la batería.

—Eligieron el lugar adecuado —dijo—. La lava de allí abajo es del tipo que se seca rápido, y llena el barranco como un torrente solidificado. Hace siete mil años pudo haber sido un conducto activo. La lava derretida hierve a 1100 grados centígrados, suficiente calor para derretir un coche, de modo que disponían de un crematorio natural.

Katya estaba inspeccionando los escalones que llevaban al fondo de la plataforma.

—Aquí es adonde debían de traer los cadáveres antes de colocarlos en la losa de mármol para su viaje final —supuso—. Los surcos en la rampa están separados por dos metros, justo el espacio suficiente para un féretro. Los surcos deben de haberse hecho por los pies de los portaféretros durante miles de procesiones fúnebres.

Jack miraba hacia las profundidades del abismo, toda su imaginación concentrada en evocar una imagen del último ritual que se había celebrado en ese lugar hacía miles de años. Había excavado muchos yacimientos funerarios antiguos. Los muertos a menudo contaban una historia más completa que los vivos, y había esperado que su mayor descubrimiento fuese una rica necrópolis. Ahora sabía que los únicos restos que quedaban de los habitantes de la Atlántida estaban en los genes de esos intrépidos navegantes que habían conseguido escapar a la inundación y esparcieron las semillas de la civilización.

—De modo que éste es el mundo inferior de los antiguos —dijo casi sin aliento—. Y la Estigia no era una plácida laguna sino un ardiente río de fuego.

—El viejo Caronte, el barquero, habría rechazado hacer este viaje —dijo Costas—. A mí me parecen las puertas del infierno. Larguémonos de aquí antes de que despertemos al dios de este lugar y reactive la caldera.

Mientras recorrían nadando la sección final de la rampa, Jack jadeaba ostensiblemente. Su respiración entrecortada resultaba audible a través de los auriculares y Katya se volvió alarmada hacia él. Costas había permanecido cerca de ellos y obligó a su amigo a detenerse.

—Es hora de insuflarle aire —dijo.

Después de buscar un momento en la mochila sacó un tubo que conectó al regulador de Jack. Abrió la válvula y se oyó un siseo mientras los dos sistemas se igualaban.

—Gracias.

La respiración de Jack se normalizó rápidamente.

—Tenemos un problema —anunció Costas.

Jack había estado concentrado en su respiración, pero ahora alzó la vista a la pared de roca que había delante de ellos.

—Un tapón de lava —dijo sombríamente.

A unos cinco metros, el saliente acababa en la extremidad noreste de la cámara. Podían divisar una entrada, tan amplia como el pasadizo y coronada por un dintel. Pero esos elementos estaban oscurecidos por un coágulo gigantesco de lava solidificada, una espantosa erupción que únicamente había dejado una pequeña abertura cerca de la cima.

Costas se volvió hacia Jack.

—Estamos a sólo ocho metros por debajo del nivel del mar, dentro del margen de seguridad de diez metros en cuanto a la toxicidad del oxígeno, de modo que mientras tratamos de resolver este problema podemos aprovechar para limpiar nuestros sistemas.

Cambió su control del regulador y el de Katya a modalidad manual y abrió las válvulas de oxígeno de sus tubos de oxígeno.

Luego Jack y él nadaron en tándem hasta el orificio y echaron un vistazo al espacio que se extendía más allá del mismo.

—El tubo de lava debió de abrirse paso a través del estrato de basalto, hasta llegar al pasadizo algún tiempo después de la inundación —dijo Costas—. La abertura es consecuencia de una explosión de gas. Si tenemos suerte, habrá una cavidad hasta el otro lado.

Jack se impulsó hacia el interior de la grieta, de modo que su cabeza y sus hombros desaparecieron. Más allá del estrechamiento pudo ver que la cavidad se abría como un conducto de ventilación, las paredes salpicadas de protuberancias ígneas donde el gas había explosionado a través de la lava que se estaba enfriando.

—Es imposible que consigamos pasar con el equipo puesto —dijo—. Después de que se produjo la explosión de gas, la lava debió de expandirse mientras se solidificaba, estrechando los primeros metros hasta formar un túnel, apenas lo bastante ancho para permitir el paso de Katya, ni hablar de ti o de mí.

Ellos sabían lo que tenían que hacer. Jack comenzó a quitarse las botellas de aire.

—Es mejor que yo vaya el primero. Tú y Katya aún conserváis vuestras reservas de aire. Y yo puedo sumergirme hasta cuarenta metros a pulmón.

—Con un agujero en el costado, no creo —dijo Costas.

—Déjame lanzar un poco de oxígeno en el interior del túnel —contestó Jack—. Puedo ver que en el techo hay ondulaciones que podrían retener bolsas de aire y proporcionarme un respiro de vez en cuando.

Costas lo pensó durante un momento. Era instintivamente reacio a prescindir siquiera de un poco de su menguante suministro de aire, pero comprendió la lógica de la propuesta de Jack. Sacó un tubo con regulador de su mochila y se lo pasó a Jack. Éste lo introdujo todo lo que pudo dentro de la fisura y presionó la válvula de salida. Se produjo un rugido cuando el oxígeno irrumpió en el estrecho espacio y cayó en cascada sobre la superficie de la roca.

Costas observó fijamente mientras la lectura del indicador de contenido descendía por debajo de los cincuenta milibares y se encendía la luz de advertencia de la reserva.

—¡Suficiente! —dijo.

Jack cerró la válvula y colocó el tubo justo en el borde de la abertura. Cuando se quitó la mochila y la aseguró en un pliegue de lava, Costas quitó el carrete de su mochila y lo sujetó al brazo de Jack.

—Haremos las típicas señales de cuerda —dijo—. Un tirón significa que todo va bien. Dos tirones significa que necesitas otra descarga de oxígeno. Tirones continuos significa que has atravesado el túnel y podemos seguirte sin peligro.

Jack asintió mientras comprobaba que el carrete estuviese bien sujeto. Quedaría incomunicado, ya que necesitaría quitarse la mascarilla para poder acceder a las bolsas de aire que hubiera en el techo del túnel. Quitó el cierre de seguridad del casco y miró a Costas, que acababa de confirmar que habían satisfecho los requerimientos de descompresión.

—Preparado.

—Ahí va el tubo.

Cuando Costas desenganchó el tubo, Jack cenó los ojos y se echó el casco hacia atrás. Se puso el tubo en la boca y sacó la máscara de submarinismo que guardaba en un bolsillo lateral para casos de emergencia. Se la ajustó y expulsó el aire a través de la nariz. Permaneció inmóvil unos segundos para permitir que el ritmo de su respiración se estabilizara a medida que desaparecían los efectos de la impresión del agua fría.

Después de sacar una antorcha de acetileno, Jack se dirigió hacia la abertura y Costas lo siguió de cerca para asegurarse de que el tubo no se tensara. Cuando Jack se cogió del dintel percibió una zona rugosa allí donde la lava había cubierto la superficie rocosa. Sus dedos resiguieron la forma de un símbolo profundamente tallado en el basalto.

Se volvió hacia Katya y gesticuló, entusiasmado. Ella asintió vivamente. Pero estaba más preocupada por las posibilidades que tenía Jack de llegar al otro lado del túnel sin problemas.

Jack retrocedió y se relajó, su cuerpo quedó suspendido del dintel y cerró de nuevo los ojos. Utilizando la técnica de un buceador a pulmón libre respiró lenta y profundamente para saturar su cuerpo con oxígeno. Después de un minuto, alzó el pulgar para indicarle a Costas que estaba preparado y colocó la mano sobre el tubo. Inspiró cinco veces en rápida sucesión, luego expulsó el aire y se lanzó hacia adelante en medio de un torbellino de burbujas.

Costas extendió el brazo para coger la cinta que era su preciosa cuerda salvavidas. Cuando el carrete comenzó a desenrollarse entre sus dedos, murmuró para sí:

—Buena suerte, amigo. La necesitaremos.

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