Atlantis

Atlantis


Capítulo 23

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Capítulo 23

Ben cambió de posición de manera casi imperceptible, sin apartar ni un instante la vista de la borrosa mancha de luz que emanaba del puente de mando del submarino. Había mantenido esa posición hora tras hora, relevado sólo durante breves períodos por Andy, que estaba en la sala de torpedos, en la cubierta inferior. Con el cuerpo apoyado contra el casco y cubierto con el polvillo blanco que casi parecía formar parte de la estructura del submarino. Apenas si era muy distinto del macabro cadáver del zampolit que colgaba a escasa distancia de él.

A pesar de su traje de supervivencia, el frío había penetrado insidiosamente en su cuerpo y los dedos que se curvaban alrededor del guardamonte del AKSU llevaban horas entumecidos. Sin embargo, ¿cómo hacer caso omiso del dolor?, ¿cómo abstraerse de todo excepto de aquello que era necesario para vigilar y esperar? Hacía años había aprendido que la verdadera prueba de dureza era la resistencia extrema, esa rara cualidad que había hecho que destacase entre todos los aspirantes a formar parte de las Fuerzas Especiales.

Se había quitado la mascarilla y un olor ácido y penetrante llegó hasta él.

—He conseguido preparar un poco de café. —Andy se arrastró junto a él y le alcanzó una taza humeante—. Una asquerosidad soviética.

Ben emitió un leve gruñido pero cogió, agradecido, la jarra de café con su mano libre. No tenían más comida que las barras energéticas que llevaban en las mochilas de emergencia, pero habían encontrado algunas botellas de agua en el comedor de oficiales y habían procurado mantenerse bien hidratados.

—¿Nada aún? —preguntó Andy.

Ben sacudió la cabeza. Ya habían transcurrido casi dieciocho horas desde que Jack y los otros se habían marchado, un día completo desde que vieran por última vez la luz del sol. Sus relojes les decían que fuera estaba anocheciendo, pero al carecer de cualquier vínculo con el mundo exterior apenas si tenían sensación del paso del tiempo. Unas decenas de metros delante de ellos, sus enemigos habían consolidado su posición; Ben y Andy sólo sintieron períodos de actividad y voces altisonantes alternarse con largos silencios. Durante horas habían soportado los gemidos y alaridos de un herido hasta que un disparo amortiguado había puesto fin a su agonía. Hacía media hora se había producido una fuerte sacudida y Ben supo que era el sumergible enemigo acoplándose con su propio vehículo de inmersión profunda. Luego notó como si bajaran por la escotilla de acceso. Entonces se había comunicado con Andy a través de una señal preestablecida para que se reuniera con él previendo lo peor.

—Allá vamos.

De pronto, el haz de una linterna los iluminó. A pesar de la súbita luminosidad, ninguno de ellos retrocedió. Ben dejó la jarra de café en el suelo y quitó el seguro de su AKSU, mientras Andy sacaba la Markov y se confundía en la oscuridad.

La voz del hombre que llegó desde el otro extremo del pasillo era ronca y tensa, las palabras mitad en inglés y mitad en ruso.

—Tripulantes del Seaquest. Queremos hablar.

Ben contestó en ruso de forma tajante.

—Si os acercáis, destruiremos el submarino.

—Eso no será necesario.

En esta ocasión las palabras fueron pronunciadas en inglés y quien hablaba era una mujer. Ben y Andy mantenían la mirada apartada, conscientes de que un instante de ceguera producido por la intensa luz de la linterna podía hacerles perder la ventaja. Oyeron que la mujer se adelantaba al hombre y que ahora se encontraba a unos cinco metros de ellos.

—No sois más que peones en el juego de otros hombres. Uníos a nosotros y seréis generosamente recompensados. Podéis conservar vuestras armas.

El tono congraciador de la mujer hacía que su acento pareciera aún más frío y duro.

—Repito —dijo Ben—. No deis un paso más.

—Esperad a vuestros amigos. —Se oyó una risa despectiva—. Katya —la mujer pareció escupir el nombre— es irrelevante. Pero tuve el placer de conocer al doctor Howard en Alejandría. Muy interesante su localización de la Atlántida. Y ha sido muy agradable volver a verlo junto con el doctor Kazantzakis esta mañana.

—Habéis sido advertidos por última vez.

—Vuestros amigos están muertos o han sido capturados. Vuestro barco ha sido destruido. Nadie más conoce la localización de este submarino. Vuestra empresa está condenada al fracaso. Unios a nosotros y salvad vuestras vidas.

Ben y Andy escuchaban a la mujer sin mover un músculo. Ninguno de ellos creía una sola palabra de lo que les decía. Ben miró a Andy y luego se volvió.

—Ni lo sueñes.

Jack se despertó sobresaltado, con los rayos del sol de la mañana bañándole el rostro. Abrió los ojos, miró a su alrededor con la visión nublada y volvió a cerrarlos. Debía de estar soñando. Yacía de espaldas en mitad de una cama de gran tamaño y entre sábanas limpias. La cama ocupaba un lado de una habitación cavernosa, con las paredes encaladas y de las que colgaban media docena de pinturas modernas que le resultaban vagamente familiares. Frente a él había un enorme ventanal cuyos cristales coloreados revelaban un cielo diáfano y una línea de colinas soleadas.

Comenzó a incorporarse y sintió una punzada en el costado izquierdo. Bajó la vista y vio que un vendaje cubría su caja torácica. De pronto lo recordó todo, su extraordinaria aventura en las entrañas del volcán, el pasaje final hasta la cámara de audiencias, la imagen de Costas retorciéndose de dolor en el suelo y a Katya de pie junto a él. Se sentó en la cama mientras recordaba la última palabra que ella había pronunciado sin poder creer todavía lo que había oído.

—Buenos días, doctor Howard. Su anfitrión lo está esperando.

Jack alzó la vista y vio a un hombre de edad indeterminada de pie en la puerta de la habitación. Tenía los rasgos mongoloides de Asia central, aunque su acento inglés era tan inmaculado como su uniforme de criado.

—¿Dónde estoy? —preguntó Jack con aspereza.

—Todo a su debido tiempo, señor. ¿El baño?

Jack siguió la dirección que el hombre señalaba. Sabía que no tenía mucho sentido protestar. Movió las piernas y pisó el suelo de caoba veteada. Se dirigió lentamente hacia el baño. Despreció el jacuzzi y optó por una ducha. Regresó a la habitación y encontró ropa limpia dispuesta para él, una camisa negra de Armani, pantalones blancos y zapatos Gucci, todo de su talla. Con su barba de tres días y sus facciones curtidas por la intemperie se sentía extraño con esa ropa de diseño, pero a la vez agradecido de encontrarse fuera de su traje de supervivencia con su desagradable forro de sangre coagulada y agua de mar.

Se alisó el pelo hacia atrás y vio que el criado aguardaba discretamente fuera de la habitación.

—Muy bien —dijo Jack secamente—. Vamos a ver a vuestro amo y señor.

Mientras seguía al hombre por una escalera mecánica, Jack se dio cuenta de que la habitación que había ocupado era una más de una serie de compartimentos repartidos alrededor de los barrancos y las laderas de la colina, todos ellos unidos por una red de pasillos en forma de tubos que partían de un eje central.

El edificio al que estaban entrando en ese momento era una construcción circular de grandes dimensiones coronada por una brillante cúpula blanca. Cuando se acercaban, Jack vio que los paneles exteriores habían sido dispuestos en ángulo para recibir la luz del sol cuando brillaba sobre el valle, y debajo había otra batería de paneles solares junto a una estructura que parecía una estación generadora. Todo el complejo tenía un aspecto extrañamente futurista, como si fuese un modelo hecho a escala de una estación lunar, más elaborada que cualquier cosa que hubiera creado la NASA.

El criado cerró las puertas detrás de Jack y éste entró cautelosamente en la habitación. Nada de lo que había en el utilitario exterior lo había preparado para la escena que encontró en el interior. Era una réplica exacta del Panteón romano. El enorme espacio tenía las dimensiones del original, con capacidad suficiente para albergar una esfera de más de cuarenta y tres metros de diámetro, más grande incluso que la cúpula de San Pedro del Vaticano. Desde la abertura situada en lo alto, un rayo de sol iluminaba la bóveda artesonada, cuya superficie dorada llenaba de luz el interior como lo habría hecho el original en el siglo II d. J. C.

Debajo de la cúpula, las paredes estaban abiertas en una sucesión de profundos nichos y cavidades superficiales, cada uno de los cuales estaba flanqueado por columnas de mármol y coronado por un elaborado entablamento. El suelo y las paredes presentaban incrustaciones de mármoles exóticos del período romano. Jack pudo identificar de un vistazo el pórfido rojo egipcio, el preferido de los emperadores; el lapis lacedaemonis verde de Esparta, y el hermosogiallo áurico de Túnez, del color de la miel.

Esto era mucho más que una demostración a gran escala de un coleccionista de antigüedades jactancioso. Los nichos estaban ocupados por libros y las cavidades con pinturas y esculturas. El enorme ábside que veía ahora Jack era la bóveda lateral de un auditorio con filas de lujosos asientos delante de una gran pantalla de cine. Y también había numerosos cubículos con ordenadores. Frente al ábside había un ventanal que miraba al norte. La distante línea de colinas que Jack había visto desde su habitación llenaba ese campo visual, con el mar a la izquierda.

El añadido más notable a la disposición antigua se encontraba en el centro, una imagen extremadamente moderna y a la vez completamente acorde con la concepción romana. Era un proyector de planetario, brillando sobre su pedestal como un sputnik. Igual que había sucedido en la antigüedad, el iniciado podía alzar la vista y contemplar cómo triunfaba el orden sobre el caos; aquí, no obstante, la fantasía había dado un paso más, accediendo a un peligroso reino de arrogancia al que los antiguos jamás se habrían atrevido a entrar. La proyección de una imagen del cielo nocturno dentro de la cúpula era la última ilusión de poder, la fantasía del control total sobre el mismísimo firmamento.

Era la sala de juegos de un hombre culto, reflexionó Jack, de riqueza y jactanciosidad incalculables, alguien cuyo ego no conocía límites y que siempre buscaría dominar el mundo.

—Mi pequeño capricho —resonó una voz—. Lamentablemente no podía tener el original, de modo que decidí construir una copia. Una versión mejorada, como sin duda estará de acuerdo. Ahora comprenderá por qué me sentía tan cómodo dentro de aquella cámara del volcán.

La notable acústica hacía que la voz pudiera proceder de un lugar situado inmediatamente junto a Jack pero, en realidad, emanaba de un sillón que se encontraba junto al ventanal de la pared más alejada. El sillón giró y Asían apareció ante su vista; la postura y la túnica roja eran exactamente como Jack las recordaba antes de perder el conocimiento.

—Confío en que haya disfrutado de una noche tranquila. Mis médicos se encargaron de curar sus heridas. —Asían señaló una mesa baja que había delante de él—. ¿Le apetece desayunar?

Jack permaneció donde estaba y volvió a examinar la increíble sala. En ella había un segundo ocupante, Olga Bortsev, la ayudante de Katya. La mujer lo observaba desde uno de los nichos, frente a una mesa cubierta de infolios abiertos. Jack la miró fijamente y ella le devolvió la mirada con expresión desafiante.

—¿Dónde está el doctor Kazantzakis? —preguntó.

—Ah, sí, su amigo Costas —contestó Asían con una risa sonora—. No tiene de qué preocuparse. Está vivo, aunque no muy contento. Está ayudándonos en la isla.

Jack atravesó de mala gana la habitación. Su cuerpo necesitaba desesperadamente un poco de comida. Cuando se acercó a la mesa aparecieron dos camareros con bebidas y bandejas colmadas de comida. Jack eligió un asiento frente a Asían y se acomodó sobre los suaves cojines de piel.

—¿Dónde está Katya? —preguntó.

Asían ignoró la pregunta.

—Confío en que le agraden mis pinturas —dijo a modo de conversación—. He colgado en su suite algunas de mis últimas adquisiciones. Tengo entendido que su familia tiene un interés especial en el arte cubista y expresionista de comienzos del siglo XX.

El abuelo de Jack había sido un importante protector de los artistas europeos en los años posteriores a la primera guerra mundial, y la galería Howard era famosa por su colección de pinturas y esculturas.

—Unos lienzos bonitos —dijo Jack secamente—. Picasso, Madre y niño, 1938. Desaparecido del Museo de Arte Moderno de París desde el año pasado. Y veo que su colección no se limita a las pinturas. —Hizo un gesto hacia una vitrina que había en uno de los nichos. En su interior había un objeto conocido en todo el mundo como la máscara de Agamenón, el mayor tesoro procedente de la Edad de Bronce micénica. Su lugar habitual era el Museo Nacional de Atenas, pero, como en el caso de la pintura de Picasso, había desaparecido en una serie de audaces robos que se habían cometido en Europa el verano pasado. Para Jack era un símbolo de nobleza que se burlaba de la arrogancia de su nuevo y grotesco guardián.

—Yo era profesor de arte islámico y allí es donde está mi corazón —dijo Asían—. Pero no limito mi colección a los mil cuatrocientos años que han transcurrido desde que Mahoma recibió la palabra de Alá. La gloria de Dios brilla a través del arte de todas las épocas. Él me ha bendecido con el don de hacer una colección que refleje Su gloria. Alá sea alabado.

En ese momento comenzó a sonar el teléfono móvil de Asían. Lo sacó de un soporte que había en el sillón y habló en una lengua gutural que Jack dedujo que era kazajo. La comida que había en la mesa tenía un aspecto muy apetitoso y Jack aprovechó la oportunidad.

—Lo siento. —Asían volvió a colocar el teléfono en su soporte—. Los negocios antes que el placer. Un pequeño problema con un retraso en el envío a uno de nuestros estimados clientes. Ya sabe…

Jack no dijo nada.

—Supongo que me encuentro en Abjasia —dijo.

—Así es. —Asían apretó un botón y su sillón giró hacia un mapa del mar Negro que había en la pared opuesta. Dirigió el haz de un puntero láser hacia una región de montañas y valles situada entre Georgia y el Cáucaso—. Una cuestión del destino. Esta costa era la residencia de verano de los kanes de la horda dorada, el imperio mongol basado en el río Volga. Yo soy un descendiente directo de Gengis Kan y de Tamerlán el Grande. La historia se repite, doctor Howard. Sólo que yo no me detendré aquí. Llevaré la espada hasta donde no pudieron hacerlo mis antepasados.

Abjasia, ferozmente independiente y tribal, era un escondite hecho a la medida para señores de la guerra y terroristas. Antaño una región autónoma de la república soviética de Georgia, el derrumbe de la URSS en 1991 había precipitado una cruenta guerra civil y un proceso de limpieza étnica en los que habían muerto miles de personas. Con el ascenso del extremismo islámico, la lucha se había desatado nuevamente, provocando que el gobierno georgiano no tuviese otra alternativa que renunciar a cualquier reclamación sobre esa región. Desde entonces, Abjasia se había convertido en uno de los lugares más anárquicos de la Tierra y su gobierno sobrevivía gracias al dinero de gángsters y yihadistas, que habían llegado desde todos los rincones del mundo y transformado los antiguos lugares de recreo soviéticos de la costa en sus feudos privados.

—La frontera de Abjasia está a ciento cincuenta kilómetros al norte del volcán —se limitó a decir Jack—. ¿Qué piensa hacer con nosotros ahora?

El semblante de Asían cambió súbitamente; su rostro se contrajo en una mueca de desprecio y sus manos aferraron los brazos del sillón hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

—Por usted pediré un rescate. —La voz de Asían era un gruñido y su ira iba en aumento—. Conseguiremos un buen precio por su cabeza de judío.

Escupió la última palabra con todo el veneno que podía segregar, su odio se había convertido en un cóctel ponzoñoso de antisemitismo y envidia por el éxito espectacular de Efram Jacobovitch como financiero y hombre de negocios.

—¿Y los demás?

—El griego cooperará cuando le diga que usted será torturado y decapitado si no lo hace. Ha de hacer un pequeño trabajo para nosotros. Nos guiará de regreso al Kazbek a través del volcán.

—¿Y Katya?

Otra nube oscura pasó sobre el rostro de Asían y su voz se convirtió en poco más que un susurro.

—En el Egeo decidí retirarme con el Vultura cuando ella me dijo que nos guiaría hasta un tesoro mucho más importante. Le concedí dos días pero no volvió a ponerse en contacto conmigo. Afortunadamente, Olga había copiado los textos antiguos en Alejandría y había hecho su trabajo. Sabíamos que sólo podían dirigirse a este lugar.

—¿Dónde está Katya?

Jack intentó mantener controlado el tono de voz.

—Ella era una niña encantadora. —La mirada de Asían pareció suavizarse brevemente—. Nuestras vacaciones en la dacha eran un motivo de enorme alegría hasta que su madre murió prematuramente. Olga y yo tratamos de hacerlo lo mejor posible.

Asían miró a Olga, que le sonrió con expresión de agradecimiento desde la mesa. Cuando se volvió hacia Jack, su voz era un chillido agudo.

—Mi hija me ha deshonrado a mí y también ha deshonrado su fe. No tuve ningún control sobre su educación durante el período soviético, luego huyó a Occidente y se corrompió. Cometió la afrenta de rechazar mi apellido y adoptar el de su madre. La retendré en el Vultura y la llevaré de regreso a Kazajstán, donde será tratada según la ley coránica.

—Quiere decir, mutilada y esclavizada —dijo Jack con voz helada.

—Quedará limpia de los vicios de la carne. Después del rito de la ablación, la enviaré a un colegio sagrado para su purificación moral. Luego le encontraré un esposo adecuado, insh’allah. Si es la voluntad de Dios.

Asían cerró los ojos un momento para tranquilizarse. Luego chasqueó los dedos y aparecieron dos personas para ayudarlo a ponerse de pie. Alisó su amplia túnica roja y apoyó las manos sobre su vientre.

—Venga. —Señaló la ventana—. Permítame que le muestre algo antes de hablar de negocios.

Mientras Jack seguía a la enorme y pesada figura, le llamó la atención otra vitrina montada sobre una peana, junto a la ventana. Reconoció con emoción dos exquisitas placas de marfil procedentes de la excavación de Begran, en la antigua ruta de la seda, tesoros que se creía perdidos para siempre cuando los talibanes profanaron el Museo de Kabul, durante su reinado del terror en Afganistán. Se detuvo para examinar las intrincadas tallas de las placas, piezas pertenecientes a la época de la dinastía Han, en el siglo II d. J. C., y encontradas en el almacén de un palacio junto con objetos de laca indios y raras obras maestras romanas hechas en cristal y bronce. Estaba encantado de que esos tesoros hubiesen conseguido sobrevivir, pero consternado por el hecho de que estuviesen en manos de este monumento al ego. Jack creía firmemente que revelar el pasado ayudaba a unificar las naciones pues eso ponía en valor los logros compartidos de la humanidad. Cuantas más grandes obras de arte desaparecieran en el agujero negro de las galerías privadas y las bóvedas acorazadas de los bancos, menos alcanzable parecía esa meta.

Asían se volvió y se percató del interés de Jack. Pareció embriagado de placer por lo que consideraba una muestra de envidia por parte de Jack.

—Es mi compulsión, mi pasión, sólo superada por mi fe —jadeó—. Tengo la intención de seleccionar algunas piezas del Museo de Cartago como parte de su rescate. Y algunas de las pinturas de la galería Howard me interesan mucho.

Asían condujo a Jack a través de la sala hasta una ventana convexa. Era como si estuviesen mirando desde la torre de control de un aeropuerto, una impresión realzada por las pistas de aterrizaje que se extendían a través del valle que se veía debajo de ellos.

Jack trató de ignorar la presencia de Asían y se concentró en la vista. Las pistas formaban una «L» gigante, la que se orientaba en sentido este-oeste bordeaba la parte meridional del valle y la otra pista discurría en sentido norte-sur, donde la base de las colinas era más llana. Un poco más allá un grupo de edificios del tamaño de almacenes señalaban la terminal. Junto a ella se veía un helipuerto, tres de sus cuatro zonas circulares de aterrizaje ocupadas por un Hind E, un Havoc y un Kamov KA-50 Werewolf. El Werewolf rivalizaba con el Apache norteamericano en cuanto a capacidad de maniobra y potencia de fuego. Cualquiera de esos aparatos podía lanzar un devastador ataque contra un guardacostas o un helicóptero de la policía que fuesen lo bastante temerarios para enfrentarse a Asían.

La mirada de Jack se desvió hacia una serie de aberturas oscuras en el extremo más alejado del valle. Eran refugios para aviones excavados en la ladera rocosa. Jack comprobó, estupefacto, que las dos formas grises que había frente a los refugios eran aviones Harrier de despegue vertical, cuyos morros asomaban por debajo de sus redes de camuflaje, que los volvían invisibles a los satélites de vigilancia.

—Como puede ver, mi material no se limita al antiguo arsenal de la Unión Soviética —dijo Asían con expresión radiante—. Recientemente su gobierno disolvió estúpidamente su escuadrilla de Sea Harrier. La versión oficial dice que todos los aparatos fueron desmantelados, pero un exministro se mostró muy dispuesto a hacer un trato. Olga era piloto de reserva en la fuerza aérea soviética y hace poco tiempo realizamos nuestro primer vuelo experimental.

Con creciente desánimo, Jack siguió la mirada de Asían cuando éste pulsó un botón en la balaustrada y las estanterías que había a ambos lados retrocedieron para dejar la costa a la vista. Las colinas que bordeaban el valle llegaban hasta el mar formando un amplio puerto natural. La estribación que se encontraba más cerca de ellos protegía un impresionante muelle de hormigón que formaba un ángulo en dirección norte para ocultar la ensenada a los barcos que pasaban cerca de la costa.

El último barco de investigación de Asían era una fragata rusa Project 1154 de la clase Neustrashimy, del mismo tipo que el Vultura pero con una capacidad de desplazamiento tres veces superior. El barco se encontraba en las últimas etapas de renovación y las grúas del muelle depositaban a bordo armamento y equipos de telecomunicaciones. Una distante lluvia de chispas revelaba el intenso trabajo de los soldadores en la zona de aterrizaje para los helicópteros, que había sido ampliada, y en la plataforma de despegue de los Sea Harrier.

Jack volvió a pensar en el Seaquest. Su barco debería haber llegado a la zona de la Atlántida la tarde anterior, después de haber seguido la tormenta hacia el sur a medida que iba remitiendo su fuerza.

No se atrevía a mencionarlo por si había conseguido escapar del Vultura, pero parecía inconcebible que no hubiese sido descubierto una vez que estuvo dentro del radio de cobertura del radar del barco de Asían. Recordaba los distantes disparos que estaba seguro de haber oído desde la cámara fúnebre que había en el volcán. Estaba empezando a temer lo peor.

—Estamos casi listos para nuestro viaje inaugural. Usted será mi invitado de honor. —Asían hizo una pausa, cruzó las manos sobre su prominente vientre y una expresión de voraz satisfacción se dibujó en su rostro—. Con mis dos barcos podré surcar el mar a placer. Nada se interpondrá en mi camino.

Mientras Jack echaba un último vistazo a la escena que se extendía ante sus ojos, la pavorosa magnitud del poder de Asían comenzó a hacerse patente. Allí donde el valle se estrechaba hacia el este había estructuras y campos de tiro que a buen seguro servían para entrenar a terroristas. Entre la terminal y el mar se alzaba otra gran construcción central erizada de antenas de comunicaciones. A lo largo de las colinas había estaciones de vigilancia camufladas y, en la playa, emplazamientos de cañones entre las palmeras y los eucaliptos, que era todo lo que quedaba del lugar de recreo que había sido aquel enclave durante el período comunista.

—Ahora comprenderá que cualquier intento de fuga es inútil. Hacia el este se encuentran las montañas del Cáucaso, el norte y el sur es territorio de bandidos, donde ningún occidental sería capaz de sobrevivir. Confío en que disfrute de mi hospitalidad, doctor Howard. Espero ansiosamente tener a alguien con quien poder hablar de arte y arqueología.

Asían pareció invadido súbitamente por la euforia, con los brazos alzados y el rostro arrebatado de entusiasmo.

—Éste es mi Kehlsteinhaus, mi Nido del Águila —dijo—. Es mi templo sagrado y mi fortaleza. ¿Está de acuerdo en que la vista es tan hermosa como la de los Alpes bávaros?

Jack respondió con voz firme, con la mirada aún fija en el valle.

—Durante lo que usted llamaría la gran guerra patriótica, mi padre era jefe de escuadrilla de la Royal Navy —dijo—. En 1945 tuvo el privilegio de dirigir la incursión sobre el Nido del Águila. Ni la villa de Hitler ni el cuartel general de las SS resultaron tan invulnerables como su creador había imaginado.

Jack se volvió y clavó la mirada en los ojos negros de Asían.

—Y la historia, profesor Nazarbetov, tiene la desagradable costumbre de repetirse.

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