Atlantis

Atlantis


Capítulo 24

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Capítulo 24

La sensación de velocidad era casi imperceptible mientras la lanzadera aceleraba a través de uno de los pasadizos tubulares, la bolsa de aire inferior sirviendo de amortiguación. Los asientos de Jack y de Asían estaban uno enfrente del otro, y el volumen del otro hombre ocupaba todo el ancho del compartimento. Jack supuso que habían descendido hasta el valle y que ahora se acercaban a la construcción central que había visto desde la réplica del Panteón.

Un momento antes se habían detenido para recoger a otro pasajero que ahora permanecía inmóvil entre ambos. Era un hombre, grande como un oso, que llevaba un mono negro, con una frente prominente, nariz chata y ojos pequeños y redondos que miraban sin expresión debajo del pronunciado entrecejo.

—Permítame que le presente a su guardaespaldas —dijo Asían de buen humor—. Vladimir Yurevich Dalmotov. Un antiguo comando de las spetsnaz, veterano de la guerra de Afganistán que se pasó a las filas de los luchadores por la libertad chechenos después de que su hermano fuese ejecutado por haber estrangulado al oficial que envió su pelotón a la muerte, en Grozni. Cuando abandonó Chechenia, Vladimir pasó a integrar las filas de los guerreros sagrados de Al Qaeda que luchaban por la liberación de Abjasia. Lo encontré siguiendo el rastro de los cadáveres. No cree en ningún dios hasta que Alá no lo haya perdonado.

Cuando la lanzadera se detuvo finalmente, la puerta se abrió y dos ayudantes entraron en el vehículo para ayudar a Asían a levantarse de su asiento. Jack había estado esperando su oportunidad desde que había sabido que Costas y Katya aún se encontraban en la isla. Cuando Dalmotov lo empujó fuera de la lanzadera vio que el hombre llevaba una Uzi colgada a la espalda, pero que no estaba protegido por un chaleco antibalas.

El lugar al que habían llegado contrastaba notablemente con el hipnótico esplendor de la zona de la que venían. Era un hangar de dimensiones gigantescas. Por la puerta abierta se entreveía la zona de aterrizaje de los helicópteros que Jack había visto antes. Sobre el asfalto donde estaba posada la voluminosa forma del Hind, un equipo de mantenimiento estaba trabajando alrededor del aparato, mientras un camión cisterna esperaba para cargar sus depósitos.

—El transporte que nos trasladó anoche desde la isla —dijo Asían—. Ahora está a punto de cumplir el propósito para el que fue construido.

La visión del exterior estaba parcialmente oscurecida por otro camión aparcado justo delante de la puerta. Mientras observaban, un equipo de hombres comenzó a descargar grandes cajas de madera y a apilarlas contra la pared, junto a unos trajes de vuelo colgados.

Dalmotov le susurró algo a Asían y se alejó unos metros. Levantó una de las cajas y la abrió. Sacó y montó los componentes. Antes de que alzara el arma para comprobar la mira, Jack había identificado el Barrett M82A1, probablemente el rifle de francotirador más mortífero del mundo que utilizaba los proyectiles de calibre 50 de la ametralladora Browning, un proyectil de alta velocidad que podía penetrar en el blindaje de un tanque desde una distancia de quinientos metros o arrancar la cabeza de un hombre desde una distancia tres veces superior.

—Mi modesta contribución a la yihad. —Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de Asían—. Seguramente pudo ver nuestra escuela de entrenamiento de francotiradores detrás de la pista de aterrizaje. Dalmotov es nuestro instructor jefe. Entre nuestros clientes se encuentran la Nueva Brigada del Ejército Republicano Irlandés y Al Qaeda, y nunca han quedado insatisfechos.

Jack recordó los ataques de francotiradores de alta precisión que se habían producido a comienzos de año, una nueva y devastadora fase en la guerra terrorista contra Occidente.

Mientras Dalmotov supervisaba el montaje de las armas, Jack siguió a Asían hasta un cubículo situado en el otro extremo del hangar. En su interior, un grupo de hombres vestidos con monos cerraban y verificaban un buen número de cajas de madera. Cuando uno de los elevadores pasó junto a él, Jack alcanzó a leer las palabras estarcidas con letras rojas al costado de las cajas. Una de las primeras misiones de Jack en la inteligencia militar había sido interceptar un carguero procedente de Libia que llevaba cajas idénticas. Era Semtex, el explosivo plástico fabricado en la República Checa y utilizado por el IRA en su campaña de terror en Gran Bretaña.

—Ésta es nuestra principal instalación de transporte —explicó Asían—. Normalmente, la ensenada queda cerrada para albergar armas químicas y biológicas, pero acabo de enviar nuestro último lote por helicóptero a otro cliente satisfecho en Oriente Medio.

Asían hizo una pausa, las manos cruzadas sobre el vientre y haciendo girar lentamente ambos pulgares. Sus ojos se entrecerraron y permaneció un momento mirando hacia la distancia. Jack estaba empezando a reconocer los signos de advertencia del temperamento explosivo de Asían.

—Tengo un cliente que no está feliz, alguien cuya paciencia ha sido puesta a prueba desde 1991. Cuando seguimos al Seaquest desde el puerto de Trebisonda sólo podía tener un destino, el lugar que Olga había identificado después de haber estudiado el texto antiguo. Navegamos en dirección al volcán protegidos por la oscuridad. Usted me ha proporcionado la pantalla perfecta para llegar a donde los políticos me negaron el acceso durante años. En el pasado, cualquier visita a esta isla habría provocado una reacción militar inmediata. Ahora, si el satélite recoge algún tipo de actividad, supondrán que se trata de usted y su equipo, un proyecto científico autorizado. Éste tendría que haber sido el lugar de nuestra cita con los rusos si ese imbécil de Antonov no hubiese hundido su submarino y mi mercancía.

—El capitán Antonov habría entregado su carga —contestó Jack sombríamente—. Se produjo un motín a bordo encabezado por el comisario político. Es probable que fuese la única cosa buena que jamás haya hecho el KGB.

—¿Y las cabezas nucleares? —lo interrumpió Asían.

—Sólo vimos armamento convencional.

—Entonces ¿por qué mi hija amenazó con provocar un holocausto nuclear cuando negoció con mis hombres?

Jack permaneció en silencio unos segundos. Katya no había revelado ese detalle de su conversación en el puente de mando del submarino.

—Mis hombres impedirán que se haga con el submarino —contestó Jack tranquilamente—. Sus amigos fundamentalistas no son los únicos que están dispuestos a morir por una causa.

—Tal vez cambien de opinión una vez que se enteren del destino que les espera a usted y al griego si ellos no se rinden. —Asían sonrió sin una pizca de humor, totalmente sereno—. Creo que encontrará nuestra siguiente parada sumamente interesante.

Abandonaron el hangar por una puerta diferente. Subieron a un vehículo descubierto que discurría por una cinta transportadora. Ahora se dirigían hacia la construcción central, situada aproximadamente un kilómetro más cerca del mar. Después de un viaje de cinco minutos pasaron a una escalera mecánica que los llevó a una plataforma. Uno de los ayudantes hizo girar una llave y la plataforma empezó a elevarse.

La escena parecía extraída directamente de un lanzamiento espacial de la NASA. El espacio era de dimensiones idénticas a las del Panteón pero no tenía equipos informáticos. Cuando entraron, Jack vio que habían ascendido sobre una especie de tambor que daba al centro del espacio, como una columna truncada. El espacio era como la pista de un anfiteatro de nuestros días, pero rodeado por filas concéntricas de cubículos de trabajo. En la pared posterior unas pantallas gigantes mostraban mapas e imágenes de televisión. Todo el complejo se parecía al módulo de control del Seaquest pero a una escala imponente, con suficientes equipos de comunicaciones para librar una guerra.

Dos ayudantes ayudaron a Asían a instalarse en una silla de ruedas electrónica. Las filas de figuras imprecisas encorvadas delante de los monitores apenas si parecieron reparar en su llegada.

—Prefiero la emoción del Vultura. Más manual, se podría decir. —Asían se apoyó en el respaldo de su silla de ruedas—. Pero desde aquí puedo controlar simultáneamente todas mis operaciones. Desde el sillón de mando puedo ver cualquier pantalla sin necesidad de moverme.

Uno de los ayudantes, que había estado esperando nerviosamente a un lado de Asían, se inclinó y le susurró algo al oído. El rostro de Asían permaneció impasible, pero sus dedos comenzaron a tamborilear en los brazos de la silla de ruedas. Sin decir una palabra pulsó un botón y salió disparado hacia una consola donde estaba reunido un grupo de personas. Jack lo siguió con Dalmotov pegado a sus talones. Cuando se acercaban a la consola, Jack advirtió que las pantallas situadas a la derecha eran monitores de seguridad, similares al tipo que utilizaban en el Museo de Cartago y que mostraban imágenes del interior del complejo.

Las figuras reunidas se apartaron en silencio para permitir que Asían pudiera ver bien la pantalla. Jack avanzó hasta situarse justo detrás de la silla de ruedas y del técnico que se encargaba del teclado de la consola. Dalmotov se situó a su lado.

—Finalmente hemos establecido el vínculo —dijo el técnico en inglés—. El SATSURV debería estar online ahora.

El hombre parecía de ascendencia asiática, pero llevaba vaqueros y una camisa blanca en lugar del mono negro que parecía ser la prenda estándar en el lugar. Jack dedujo por su acento que el hombre había sido educado en Gran Bretaña.

El técnico miró primero a Jack y luego interrogó a Asían con la mirada. El hombre voluminoso asintió lánguidamente, un gesto que no era en absoluto de indiferencia, sino de absoluta confianza: su huésped jamás podría divulgar nada de lo que viese u oyera.

Un mosaico de píxeles se resolvió en una vista del mar Negro, la esquina sureste aún parcialmente oscurecida por las nubes de la tormenta. Las imágenes térmicas convirtieron la escena en un espectro de colores y la línea de la costa emergió claramente cuando el satélite recogió la radiación infrarroja que procedía de debajo del manto de nubes. El operador fijó un pequeño cuadrado y lo amplió hasta que ocupó toda la pantalla; su centro era un halo parpadeante de rosas y amarillos, ya que el núcleo emitía una intensa radiación calórica.

En el mar cercano se veía una astilla de color que representaba un barco de superficie. El operador aumentó el tamaño de la imagen hasta que llenó la pantalla con una resolución submétrica. El barco estaba inmóvil en el agua, el casco inclinado hacia la banda de babor con la proa sumergida y la hélice de estribor colgando encima de los restos retorcidos del timón.

Jack reconoció horrorizado lo que quedaba del Seaquest, sus líneas aún eran claras a pesar de los terribles destrozos. La radiación calórica mostraba los lugares donde los proyectiles perforantes habían impactado en el casco y dejado orificios de salida. Jack sintió que le invadía una oleada de furia al contemplar aquella destrucción. Hizo girar la silla de ruedas de Asían y se encaró con él.

—¿Dónde está mi gente? —exigió.

—No parece haber ninguna señal de calor humano —contestó Asían con voz tranquila—. Dos de los miembros de su tripulación fueron lo bastante estúpidos para enfrentarse al Vultura ayer por la mañana, antes de que usted y sus amigos aparecieran en la cámara del volcán. Como podrá imaginar fue un combate muy desigual. Pronto enviaremos el Hind para que se deshaga de los restos del naufragio.

En la destrozada cubierta de proa, Jack alcanzó a distinguir la torreta artillada y desplegada. Los cañones se encontraban en un ángulo imposible, evidentemente como consecuencia de un impacto directo. Jack sabía que York y Howe no habrían abandonado el barco sin presentar batalla. Rezó en silencio para que hubiesen conseguido escapar con el resto de la tripulación a bordo del sumergible.

—Eran marinos y científicos, no fanáticos y asesinos —dijo Jack con voz helada.

Asían se encogió de hombros y volvió a concentrarse en la pantalla.

La imagen se transformó para mostrar otro barco que navegaba muy cerca de la isla. Cuando la imagen se amplió, todos los ojos se concentraron en la popa. En ella se podía ver a un grupo de figuras que estaban desmantelando dos grandes tubos que mostraban dibujos irregulares de radiación térmica, como si estuviesen en llamas. En el momento en que Jack se dio cuenta de que estaba contemplando los daños sufridos por el Vultura durante la breve batalla naval, Asían hizo chasquear los dedos y una mano aferró el hombro de Jack.

—¿Por qué no fui informado? —gritó Asían en un ataque de furia—. ¿Por qué me lo ocultaron?

Toda la sala quedó en silencio.

—Este hombre no merece ningún rescate —dijo aún exaltado y señalando a Jack—. Será liquidado igual que su tripulación. ¡Lleváoslo de mi vista!

Antes de ser expulsado violentamente de la habitación, Jack tomó nota mental de las coordenadas del GPS en la pantalla. Cuando Dalmotov lo empujó, fingió trastabillar. Antes había conseguido reconocer el pasadizo de entrada y el acceso al hangar en las dos pantallas más próximas. Cuando tropezó con el panel de control apretó el botón de pausa. Otras cámaras se encargarían de registrar sus progresos, pero con todas las miradas concentradas en la imagen del Vultura había una posibilidad de que su guardaespaldas y él pasaran desapercibidos.

Desde que se había despertado aquella mañana, Jack había tomado la decisión de actuar. Sabía que el temperamento de Asían era muy voluble, que la ira de su último arrebato se convertiría nuevamente en una aparente jovialidad, pero Jack había decidido no seguir arriesgándose con las extravagancias de un megalómano. La espantosa imagen del Seaquest y el destino incierto de su tripulación habían fortalecido su determinación. Se lo debía a todos aquellos que quizá habían pagado el más alto precio. Y sabía, además, que el destino de Katya y Costas estaba en sus manos.

Su oportunidad se presentó cuando la lanzadera regresaba velozmente hacia la construcción central. Justo al superar el punto intermedio del recorrido, Dalmotov dio un paso adelante para contemplar el muelle. Fue un descuido momentáneo, un error que jamás habría cometido si no estuviera un tanto desentrenado después de tanto tiempo en la guarida de Asían. Con un movimiento relámpago lanzó su puño izquierdo con todas sus fuerzas contra la espalda de Dalmotov, lo que provocó un impacto demoledor que lo hizo perder el equilibrio.

Fue un golpe que habría matado a cualquier ser humano. Jack le había atizado en un punto donde un buen golpe puede parar el corazón y el diafragma al mismo tiempo. Contempló con incredulidad cómo Dalmotov permanecía inmóvil, su enorme corpachón aparentemente incólume. Luego murmuró unas palabras ininteligibles y cayó de rodillas. Permaneció con el torso erguido unos segundos, las piernas temblando levemente, luego cayó hacia adelante y ya no se movió.

Jack llevó a la figura tendida fuera del campo visual de las cámaras de vigilancia. El muelle estaba vacío y las únicas figuras que se veían estaban en la zona de aterrizaje de los helicópteros. Cuando la lanzadera se detuvo, bajó y pulsó el botón de retorno, enviando el vehículo y a su inconsciente ocupante en dirección al centro de control. Estaba ganando un tiempo precioso y cada segundo contaba.

Sin dudar un momento se dirigió hacia la entrada de la zona de los helicópteros, confiando en que su paso tranquilo allanase cualquier sospecha. Llegó a donde estaban colgados los trajes de vuelo, escogió el más grande y se lo puso. Se ajustó el chaleco salvavidas y se colocó un casco. Cerró la visera para ocultar su rostro.

Cogió una pequeña mochila de lona y uno de los fusiles Barrett. Había observado cómo montaba Dalmotov el arma y encontró rápidamente la caja del cerrojo. Quitó la culata y guardó ambas cosas en la mochila. Junto con los fusiles había cajas con la inscripción «BMG», los proyectiles calibre 50 de las ametralladoras Browning. Jack cogió un puñado de los mortíferos cartuchos de catorce centímetros y los guardó.

Después de cerrar la mochila se dirigió resueltamente hacia el helipuerto. Una vez allí, estudió el terreno mientras simulaba ajustarse una cinta en el tobillo. El asfalto estaba caliente, el sol del verano había evaporado el agua de lluvia que había caído la noche anterior. Bajo la intensa luz, los edificios parecían abrasados y aplastados, al igual que las colinas circundantes.

Ya había decidido de qué helicóptero se apoderaría. El Werewolf era el más sofisticado de todos, pero estaba aparcado, con un Havoc, en el extremo del helipuerto. El Hind se encontraba a sólo veinte metros delante de él y lo estaban preparando para el despegue. El aparato había sido la punta de lanza de la maquinaria de guerra rusa y el morro con su doble cabina escalonada transmitía seguridad.

Se incorporó y se dirigió a un jefe del equipo de mantenimiento que en ese momento estaba colocando una cinta transportadora para cargar armamento.

—Órdenes de máxima prioridad —gritó Jack—. El horario ha sido adelantado. Debo partir de inmediato.

Su ruso estaba oxidado y tenía un notable acento, pero esperaba que fuese adecuado en un lugar donde gran parte del personal estaba compuesto por kazajos y abjasios.

El hombre pareció un poco sorprendido pero lo aceptó.

—Las ojivas del armamento aún están vacías y sólo dispone de cuatrocientos proyectiles de 12,7 mm, pero aparte de eso estamos preparados para despegar. Puede subir e iniciar las comprobaciones previas.

Jack se colgó la mochila al hombro y entró en el aparato por la puerta de estribor. Se introdujo en la cabina, se acomodó en el asiento del piloto y colocó la pequeña mochila donde no molestase. Los controles no parecían presentar mayores problemas y su configuración no difería mucho de la de los helicópteros militares que había pilotado.

Mientras se ajustaba las correas de seguridad, Jack miró a través de la cubierta transparente. Por encima de la cabina de plexiglás del artillero pudo ver a un grupo de hombres que hacían girar dos poleas, cada una cargada con misiles Spiral antiblindaje, guiados por radio. El Hind estaba siendo cargado para lanzar el ataque final contra el Seaquest. También vio que dos hombres vestidos con trajes de vuelo se dirigían hacia él desde el hangar. Era evidente que se trataba del piloto y el artillero. En el instante en que vio que el jefe del equipo de mantenimiento cogía su teléfono móvil y alzaba la vista con una expresión de alarma, Jack supo que había sido descubierto.

El gigantesco rotor de cinco hojas ya estaba girando, los turbopropulsores gemelos Isotov TV3-117, de 2200 caballos de fuerza, habían sido calentados ya para el despegue. Jack examinó el panel de instrumentos y comprobó que el depósito de combustible estaba lleno y las presiones hidráulica y de aceite estaban en sus niveles. Rezó para que las defensas antiaéreas de Asían aún no hubieran recibido instrucciones de derribar uno de sus propios aparatos. Aferró los controles. La mano izquierda tiró con fuerza de la palanca de aceleración mientras con la mano derecha empujaba el timón de control.

En pocos segundos, el ruido del motor se convirtió en un poderoso crescendo y el Hind se elevó en el aire con el morro inclinado hacia abajo. Durante unos angustiosos momentos no se produjo movimiento alguno, mientras el aparato luchaba y se sacudía violentamente contra la fuerza de gravedad. El rugido del helicóptero quedó ahogado por una ensordecedora alarma que reverberaba en los edificios que rodeaban el helipuerto. Mientras Jack pisaba levemente los pedales para impedir que el helicóptero se deslizara de costado vio que un hombre inmenso salía corriendo desde el hangar y apartaba a los dos asombrados tripulantes que habían quedado en tierra. Dalmotov ni siquiera se molestó en utilizar su Uzi, consciente de que los proyectiles de 9 milímetros rebotarían contra el blindaje del helicóptero. Lo que hizo fue apuntar con una arma mucho más letal que había cogido al pasar por el hangar.

El primer proyectil BMG atravesó la cabina del artillero, una posición que Jack habría ocupado si hubiese sabido que el helicóptero contaba con dos timones de control. Cuando el aparato se lanzó súbitamente hacia adelante, un segundo proyectil le alcanzó en algún lugar de su estructura, un impacto violento que hizo que el helicóptero se ladease y obligó a Jack a compensar el desplazamiento con un impulso extra del rotor de cola.

Mientras luchaba con los controles, el helicóptero se elevó y se alejó a creciente velocidad hacia el rompeolas que se alzaba al sur del puerto. Hacia la izquierda podía ver el complejo futurista del palacio de Asían y, a la derecha, las elegantes líneas de la fragata. Un momento después volaba sobre mar abierto, el tren de aterrizaje rozando la espuma de las olas. Volaba bajo para que el radar no lo detectara. Con la palanca de aceleración al máximo y el timón de control empujado hacia adelante, Jack pronto alcanzó la velocidad máxima del helicóptero, 335 kilómetros por hora, una ciña que pudo aumentar ligeramente cuando encontró la palanca que retraía el tren de aterrizaje. Ahora la costa retrocedía rápidamente y delante sólo se extendía el diáfano cielo de la mañana, que se fundía en una neblina gris azulada sobre el horizonte.

Quince millas marinas lejos de la costa, Jack pisó el pedal que controlaba el rotor de cola y empujó el timón de control hacia la izquierda, haciendo que el helicóptero girase suavemente hasta que la brújula señaló 180 grados rumbo sur. Ya había descubierto la forma de activar el radar y la unidad GPS, y ahora programó las coordenadas correspondientes a la isla, que había memorizado a bordo del Seaquest hacía tres días. El ordenador calculó la distancia en algo menos de 150 kilómetros, un tiempo de vuelo de media hora escasa a la velocidad actual. A pesar del elevado consumo de combustible, Jack había decidido mantenerse a baja altura y máxima potencia, ya que, a esa distancia, la capacidad de los depósitos de combustible le aseguraban un amplio margen de maniobra.

Activó el piloto automático y abrió la visera del casco. Luego cogió la mochila y comenzó a montar el fusil de francotirador. Sabía que no podía permitirse bajar la guardia ni por un momento. Asían haría todo lo que estuviera en su mano para capturarlo.

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