Atlantis

Atlantis


Primera parte

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—No sé adonde vamos, sólo sé que esto ya no es Kansas. Era una broma del grupo. Cada equipo de reconocimiento que operaba fuera del Control de Combate del Norte (CCN), el Mando de Asistencia Militar de Vietnam (MACV) y el Grupo de Estudios y Observación (SOG), recibía el nombre de un estado. El jefe del equipo anterior a Flaherty había sido de Kansas, de ahí el nombre. Como el ER Kansas no había perdido a ningún hombre desde que había recibido tal nombre, no lo cambiaron, ya que todos creían que traía buena suerte. Los soldados eran unos tipos muy supersticiosos; el pañuelo verde alrededor del cuello de Flaherty le había acompañado en cada misión y lo consideraba como su talismán de la buena suerte. Últimamente, sin embargo, él y Thomas habían considerado a Dane su amuleto de la buena suerte.

Flaherty miró a Dane con preocupación y éste le devolvió la mirada. Tormey había hecho una buena pregunta. Ninguno había estado antes en una misión de estas características. Se habían limitado a decirles que se prepararan y subieran al helicóptero. No les habían informado de su destino o acerca de su misión; en la pista de aterrizaje de su base en Vietnam, su comandante no les había dicho nada aparte de las habituales palabras de despido y la orden de obedecer ciegamente a quien los recibiera al otro lado.

¿Y dónde podía estar ese otro lado, ahora que ya habían cruzado la frontera?

Además, a bordo no había ningún «hombrecillo», término cariñoso que los boinas verde norteamericanos utilizaban para referirse a los nativos de Montagnard y que componían la otra mitad del ER Kansas. Su comandante no había podido darles más detalles acerca de esa misión. Y ni a Flatherty ni a los demás les había gustado dejar a la mitad del equipo en la base de operaciones. Nunca habían acometido una misión sin sus compañeros indígenas.

La segunda señal preocupante había sido el helicóptero que había aterrizado en la pista de aterrizaje del CCN. No era del ejército, eso estaba claro. Y Flaherty lo sabía. Todo pintado de negro y sin marcas distintivas, pertenecía a Air América, la compañía aérea privada de la CÍA. Los pilotos no habían dicho una palabra a los pasajeros, limitándose a despegar y tomar rumbo noroeste. Las melenas de los pilotos ondeando bajo sus cascos pintados, así como sus largos bigotes, indicaban que eran de la CÍA o tal vez formaban parte de los Ravens, un grupo de oficiales de las Fuerzas Aéreas que había sido prestado secretamente a la agencia para la guerra aérea en Laos.

—Long Tiem —gritó Dane al oído de Flaherty.

El jefe del equipo hizo un gesto de asentimiento, dándole a entender que estaba de acuerdo con su hipótesis sobre su inmediato destino. Había oído hablar de la pequeña ciudad y la pista de aterrizaje al norte de Laos, donde los Ravens tenían su cuartel general y la CÍA coordinaba su guerra secreta. El ER Kansas había estado antes en Laos, pero mucho más cerca de la frontera, comprobando la ruta de Ho Chi Minh y ordenando ataques aéreos. Que ellos supieran, nunca se habían adentrado tanto, ni ellos ni ningún otro equipo del CCN. Se preguntó para qué necesitaba la CÍA un equipo de reconocimiento de las Fuerzas Especiales. La agencia solía contratar los servicios de los nungs u otros mercenarios orientales para cualquier operación terrestre tan adentro, poniendo a uno de sus propios hombres paramilitares al mando de los indígenas.

Sin embargo, se presentían cambios, y tal vez fueran éstos la razón de esa extraña misión. Flaherty y los otros dos miembros más antiguos del equipo sabían que la guerra fronteriza secreta con Camboya tarde o temprano se haría oficial. Corría el rumor de que los santuarios del ejército de Vietnam del Norte y el Vietcong de Camboya iban a ser atacados, y duramente, por el ejército regular y las Fuerzas Aéreas norteamericanas. Nixon iba a permitir que los militares cruzaran la frontera y destruyeran las bases desde las cuales el ejército de Vietnam del Norte y el Vietcong habían estado lanzando sus ataques todos esos años. Suponían que ese viaje tal vez tenía algo que ver con eso.

—¿Qué crees tú? —preguntó Flaherty a Dane. A su lado, Thomas movió ligeramente la cabeza, acercando más la oreja para oír la respuesta, fingiendo que dormía.

—No tiene buena pinta. —Dane sacudió la cabeza—. Nada buena.

Thomas hizo una mueca y Flaherty sintió que se le encogía el estómago. Si Dane decía que no tenía buena pinta, es que no la tenía.

El helicóptero pasó casi rozando una gran montaña y a continuación descendió rápidamente. Flaherty distinguió una pista de aterrizaje junto a una pequeña ciudad. Había muchos aviones de observación OV-1-V-1, OV-2 y OV-10 pintados de negro, así como varios helicópteros y aviones de combate de hélice. De Air América. Estaban en Long Tiem, tal como había predicho Dane.

El helicóptero tomó tierra y desde la rejilla metálica, un hombre les indicó por señas que bajaran. Iba vestido con pantalones con rayas, camiseta negra y gafas de sol, y llevaba una pistola y un cuchillo en la pantorrilla derecha. Tenía el pelo largo y rubio, y parecía estar en un campo de fútbol universitario en lugar de en medio de una guerra secreta.

—¡Por aquí! —les gritó. Luego dio media vuelta y empezó a andar.

Los miembros del ER Kansas cargaron las mochilas a la espalda y lo siguieron hasta un edificio de paredes de madera contrachapada y tejado de chapa de cinc.

—Me llamo Castle —se presentó el hombre, sentándose en una pequeña mesa de campaña mientras los demás dejaban caer las mochilas al suelo y se acomodaban en las sillas plegables—. Y dirigiré esta misión.

—Y yo me llamo Foreman —la voz salió de las sombras. Un hombre de más edad, de cincuenta y tantos años, dio un paso al frente. Su rasgo más llamativo era el pelo. Lo tenía completamente blanco y lo llevaba peinado hacia atrás en gruesas ondas. Tenía la cara chupada, con dos ojos de acero a cada lado de su fina nariz—. Estoy al mando de esta misión.

Flaherty presentó a los miembros del equipo, pero a Foreman no parecía importarle cómo se llamaban. Se volvió hacia los mapas colgados en la pared detrás de él.

—Su misión es acompañar al señor Castle a este lugar en una operación de rescate. —Señaló con un dedo esbelto el nordeste de Camboya, a lo largo del río Mekong—. Recibirán todas las órdenes del señor Castle. La infiltración y exfiltración se realizarán por el aire desde este punto. Yo controlaré todas las comunicaciones.

Flaherty y los demás hombres siguieron mirando fijamente el mapa.

—Eso es Camboya, señor—dijo Flaherty.

Foreman no respondió. Metió una mano en el bolsillo, sacó un puñado de cacahuetes y empezó a partir las cascaras e introducir el contenido en la boca tan pronto como las partía. Dejó caer las cascaras vacías al suelo.

—Tengo todos los nombres de identificación y las frecuencias —dijo Castle, aclarándose la voz—. Será una misión sencilla. Volaremos directamente hasta la zona de aterrizaje, recorreremos a pie un par de kilómetros hasta nuestro objetivo, llevaremos a cabo el rescate y luego recorreremos unos cuantos kilómetros más hasta la zona de recogida.

—¿Qué hay de la cobertura aérea? —preguntó Flaherty.

—No la habrá —respondió Foreman, partiendo otra cascara—. Como han advertido —añadió sin rastro de sarcasmo—, van a entrar en Camboya. Aunque este teatro de operaciones no está reconocido oficialmente como tal, no tardará en estarlo. —Se encogió de hombros—. Si estuviera más cerca de la frontera, podríamos introducir a unos cuantos soldados rápidos y alegar que se habían equivocado al interpretar los mapas, pero ustedes tendrán que adentrarse bastante.

—¿Qué vamos a rescatar? —preguntó Dane.

Flaherty se sorprendió, ya que Dane raras veces hablaba o hacía preguntas durante las sesiones de instrucciones de las misiones.

—Un avión espía SR-71 cayó en Camboya la semana pasada —respondió Foreman—. La misión del señor Castle es entrar y retirar de entre los restos ciertas piezas del equipo secreto. Castle ha sido bien instruido. Ustedes se limitarán a proporcionarle protección.

—¿Cómo cayó el avión? —preguntó Flaherty.

—No necesita saberlo —replicó Foreman.

—¿Qué ha sido del piloto y del oficial de reconocimiento? —preguntó Thomas.

—Suponemos que la tripulación ha muerto —respondió Foreman.

—¿Mantuvieron contacto por radio con ellos antes de que se estrellaran? —inquirió Flaherty.

—No —respondió Foreman de forma tajante.

—¿Cómo se estrelló?

—No lo sabemos —respondió Foreman—. Por eso van ustedes allí. Para recuperar la caja negra.

—Ha dicho que cayó la semana pasada. ¿Por qué se ha esperado tanto tiempo? —preguntó Flaherty.

—Porque así han salido las cosas —se limitó a decir Foreman. Su inexpresiva mirada les dio a entender que no quería más preguntas.

—¿Con qué exactitud se conoce la localización de los restos del avión siniestrado?

—Con exactitud —repuso Foreman.

—¿Quién es el enemigo? —preguntó Flaherty—. ¿Disparamos a todo el que se nos cruce en el camino o los evitamos y nos escondemos? ¿Cuáles son nuestras normas de combate?

Camboya era una pesadilla de partidos enfrentados, con aliados cambiantes. Estaban los khmer rojos, el Ejército Real Camboyano y, por supuesto, el ejército de Vietnam del Norte y el Vietcong.

—No combatirán —dijo Foreman.

—Eso es lo más estúpido que he escuchado jamás —repuso Flaherty mirando fijamente al hombre de la CÍA, sorprendido, y poniéndose de pie—. Soy responsable de estos hombres y no voy a enviarlos a una misión imprudente como ésta.

—Siéntese, sargento —ordenó Foreman con voz lacónica y fría, señalando a Flaherty con un dedo—. Irán adonde yo les ordene. Éstas son sus órdenes y ustedes van a obedecerlas. ¿Está claro?

—No está claro —replicó Flaherty, obligándose a calmarse—. Recibo órdenes del CCN, el MACV y el SOG, no de la CÍA.

Foreman se llevó una mano al bolsillo del pecho y sacó una hoja de papel que arrojó a Flaherty.

—Se equivoca. Está a mis órdenes en esta misión. Así lo han decidido los de arriba.

Flaherty desdobló la hoja y la leyó. Luego volvió a doblarla, y se disponía a guardársela en el bolsillo, cuando Foreman chasqueó los dedos.

—Devuélvamela —dijo.

—Yo guardaré esta copia —replicó Flaherty.

Foreman se llevó una mano a su cadera derecha, donde guardaba la pistola. Pero Dane ya estaba de pie, apuntándole a la frente con su arma.

—¡Eh! —exclamó Flaherty, más sorprendido por la acción de Dane que por la de Foreman.

—Diga a su hombre que retroceda —dijo Foreman, controlando la voz.

—Dane —dijo Flaherty con tono expresivo.

Dane bajó de mala gana su arma.

Foreman dio unos golpecitos a Flaherty en el pecho donde éste se había guardado la copia de las órdenes.

—Estarán a mis órdenes mientras dure esta misión. No habrá más preguntas. Su helicóptero saldrá dentro de diez minutos. Diríjanse a la pista de aterrizaje.

Castle, que había permanecido inmóvil durante el enfrentamiento, señaló la puerta.

—Vamos. —Recogió su mochila y se la echó al hombro.

Flaherty indicó con el pulgar que todo iba bien y los miembros del equipo salieron. Flaherty sentía cómo las correas de la mochila se clavaban en sus hombros cuando se acercó a Dane.

—¿A qué ha venido eso?

—Esto está jodido —dijo Dane—. Foreman nos oculta algo y Castle está asustado.

—Mierda, y yo —repuso Flaherty.

—Castle está más asustado que si fuéramos a una simple misión fronteriza.

—Tal vez sea novato.

Dane se limitó a hacer un gesto negativo.

Flaherty sabía que Foreman estaba hasta arriba de mierda, pero el que Castle estuviera asustado le cogió de nuevas.

Dane se detuvo y señaló. Dos mercenarios nungs, de aspecto fornido y armados hasta los dientes, los observaban desde el borde de la pista de aterrizaje y hacían gestos precisos en dirección a ellos.

—¿Qué pasa con ellos? —preguntó Flaherty.

—¿Te has preguntado por qué han tenido que escogernos a nosotros cuando la CÍA suele utilizar a hombres como ellos? —preguntó Dane.

—Sí, me lo he estado preguntando —respondió Flaherty—. Pero ahora supongo que es por el SR-71. Tal vez no quieran que nadie se entere de que han perdido uno y están manteniendo el asunto entre nosotros. Por eso hemos tenido que dejar atrás a nuestros hombrecillos.

—Nunca he visto que un nung se asuste por nada —repuso Dan—, pero estos tíos están muy asustados. Esos gestos son para ahuyentar los malos espíritus.

—¡Dios mío! —exclamó Flaherty mientras se acercaban al helicóptero—. Lo que nos faltaba. Malos espíritus.

—Y ni siquiera vienen con nosotros —advirtió Dane.

Los esperaba el Huey negro reabastecido de combustible y con los rotores girando despacio. Los miembros del ER Kansas, junto con Castle, subieron a él, y el helicóptero se elevó al instante con rumbo sudeste.

Flaherty buscó en su mapa el lugar donde Foreman había dicho que había caído el avión. Estaba cerca del río Mekong, a unos cien kilómetros de donde el río cruza la frontera de Laos con Camboya. El mapa presentaba una masa verde oscuro con cotas topográficas. No había en él ningún indicio de civilización.

Dirigió una mirada a Dane. Estaba tenso y agarraba con fuerza su M-60. Flaherty ignoraba cómo sabía lo que le había dicho sobre Foreman, Castle y los nungs, pero no le cabía la menor duda de que era cierto. Sencillamente sabía cosas, como había sabido lo de la cobra en el campamento base.

Flaherty sabía muy poco de Dane, sólo lo que había leído en el exiguo expediente que había llevado consigo hacía seis meses, cuando se enroló en el CCN. Dane nunca recibía correspondencia y era muy reservado, y nunca se unía a los demás cuando se desahogaban emborrachándose en el bar del CCN. Pero a Flaherty le había gustado instintivamente ese hombre más joven en cuanto lo vio, y con los meses esa primera impresión se había confirmado y transformado en respeto mutuo.

Flaherty desplazó su mirada de Dane al terreno que sobrevolaban. Volaban alto, por encima de los seis mil pies, y el paisaje estaba bañado por la brillante luz de la luna. Trató de orientarse, pero no era fácil a la velocidad que volaba el helicóptero. No le cupo la menor duda, sin embargo, cuando sobrevolaron el Mekong. En el ancho río se reflejaba la luna, y alcanzó a ver varios rápidos. Sobrevolaron el río durante una hora, luego el helicóptero se ladeó de pronto y se dirigió hacia el oeste.

Flaherty sintió una mano en el brazo. Era Castle.

—Nada de mapas —dijo.

—¿Adónde demonios vamos? —preguntó Flaherty, mientras el Mekong desaparecía por el este—. El lugar del accidente que ha señalado queda al sur.

—Limítese a cumplir las órdenes. Habremos salido de aquí en veinticuatro horas.

Flaherty dejó el mapa. Al enrolarse en las Fuerzas Especiales había confiado en dejar atrás eso: obedecer estúpidas órdenes que podían acabar con tu vida por razones que nunca te decían. Ahora sabía que Castle y la CÍA tenían secretos. No querían que supieran dónde había caído el SR-71. Que él supiera, podían estar adentrándose en China, pero eso requeriría otro giro a la derecha y un largo vuelo hacia el norte.

Volaron hacia el oeste durante una hora. Flaherty tuvo que encogerse de hombros cuando Dan y Thomas preguntaron por qué habían dejado tan atrás el Mekong. No había nada que él pudiera hacer. Habían recibido unas órdenes y estaban a bordo de un pájaro de la CÍA.

—Un minuto —dijo Castle, volviéndose por fin hacia ellos y levantando un dedo—. Preparen y carguen las armas.

Flaherty miró hacia fuera. El terreno que sobrevolaban era una selva de tres capas con montañas asomando aquí y allá. No había señales de presencia humana. No había carreteras, ni pueblos. Nada. Sacó de su bolsa de munición un cargador lleno de cartuchos de 5,56 milímetros y lo colocó en el hueco de la parte inferior de su CAR-15. Le dio una palmada para asegurarse de que estaba bien encajado, luego tiró hacia atrás de la palanca de la parte superior del arma y dejó que se desplazara hacia adelante. Colocó el arma entre sus rodillas, con la boca mirando hacia abajo. A continuación sacó la munición flechette de 40 milímetros y cargó su M-79. Observó cómo Dane cargaba con cuidado su ametralladora M-60 con su cinta de cien balas de 7,62 milímetros, asegurándose de que la primera bala entraba en su sitio, y cómo a continuación enganchaba al lateral de la ametralladora la bolsa de lona que contenía el resto de la cinta, cerciorándose de que el arma se cargaba libremente sin dejar de estar cubierta. Flaherty había visto a muchos soldados inexpertos acarrear las cintas en bandolera o colgadas del hombro; también había visto muchas de esas armas atascarse al entrar una bala sucia. Los demás miembros del ER Kansas indicaron con el pulgar que estaban listos.

El helicóptero redujo la velocidad y a continuación descendió rápidamente. Flaherty miró hacia adelante. Los pilotos parecían discutir sobre algo, señalando el tablero de mandos, pero descendieron. En el lado de una cresta, un pequeño claro apareció por delante y por debajo de ellos. El helicóptero descendió aún más, y el piloto maniobró para acercarlos, golpeando el patín de aterrizaje derecho contra el lado de la montaña mientras el otro quedaba suspendido en el aire. Castle hizo un gesto a Flaherty y éste saltó, seguido del resto del equipo y de Castle.

El helicóptero se había alejado tan deprisa como había llegado, en dirección este. Flaherty permaneció arrodillado detrás de su mochila, con el arma preparada, hasta que dejó de oírse y escucharon el ruido de la selva. Sintió lo que siempre sentía al infiltrarse en un territorio después de que el amistoso ruido del helicóptero desapareciera: abandonado en territorio indio. Le confortaba la presencia de Dane y Thomas. Thormey no le inspiraba mucho ni en un sentido ni en otro. Tendría que ganarse su sitio.

Estaban todos apiñados en la escarpada ladera de la montaña, al resguardo de los árboles que bordeaban el claro. Castle silbó débilmente y los hombres se apretujaron más.

—Vamos a seguir a lo largo de estas crestas, luego bajaremos a un río y lo cruzaremos. El lugar del accidente está justo al otro lado. Seguiremos el río durante cuatro kilómetros hacia el norte, volveremos a cruzarlo y nos dirigiremos de nuevo al este durante otros seis kilómetros hasta el lugar de recogida.

Flaherty sacó la brújula y miró la brillante aguja. Abrió mucho los ojos. La aguja daba vueltas.

—Sus brújulas no funcionan —dijo Castle, advirtiendo lo que hacía.

—¿Por qué no?

—Larguémonos de aquí —dijo Dane—. Esto se pone feo.

—¿Qué está pasando? —preguntó Flaherty a Castle agarrándolo por el cuello de la camisa.

—Ya se lo han dicho —respondió Castle—. Vamos a recuperar los restos del SR-71. —Arrancó las manos de Flaherty de su camisa.

—¿Cómo sabe que las brújulas no funcionan? —preguntó Flaherty, intentando dominarse.

—Es lo que han dicho los pilotos mientras entrábamos —respondió Castle, encogiéndose de hombros, pero sin lograr parecer despreocupado—. Que sus mandos se estaban volviendo locos. Tal vez haya cerca un importante campo magnético. No lo sé.

—Pide un Fuego de la Pradera —dijo Dane. No había oído lo que había dicho Castle, pero miraba alrededor con expresión preocupada.

Flaherty se frotó la mano en el pañuelo verde que llevaba alrededor del cuello, como si considerara las palabras de Dane. Fuego de la Pradera era la contraseña para una exfiltración de emergencia en el cuartel general del CCN. El pájaro de la CÍA podía haberlos llevado allí, pero la mejor baza de Flaherty era que el CCN cuidaba de sus hombres. Sabía que si pedía un Fuego de la Pradera, enviarían un helicóptero, si la meteorología no lo impedía. O deberían hacerlo. Se habían adentrado tanto en territorio enemigo que el CCN tal vez no autorizara el vuelo. ¡Mierda!, exclamó Flaherty para sí; ni siquiera sabía dónde estaban.

Miró el ruedo de caras. El miedo de Dane era palpable. Thomas era el de siempre, con su cara inescrutable, pero las palabras de Dane estaban produciendo su efecto en el corpulento negro porque hizo un gesto de asentimiento, aprobando la sugerencia de Dane. Tormey también parecía asustado, pero era su primera misión al otro lado de la alambrada. El problema era Dane. Habían estado juntos en tiroteos, y el sargento de armas siempre había cumplido sobradamente con su deber.

—Saca la radio y pide un Fuego de la Pradera —dijo Flaherty, dando un golpecito a Thomas en el brazo—. Quiero una exfiltración lo antes posible. Podemos guiarlos hasta aquí mediante las ondas de la radio de nuestro equipo.

—No pueden hacerlo —respondió Castle perplejo—. Tenemos que recuperar la caja negra de ese SR-71.

—Comprobemos el perímetro de la zona —continuó Flaherty, sin prestarle atención—. Dane, tú quédate aquí. Tormey, cubre la pendiente.

—Tenemos que entrar en el valle y llegar hasta el avión —insistió Castle, apuntándolos con su CAR-15.

Dane miraba fijamente la cresta como si pudiera ver el valle al otro lado.

—Vaya allí y no vivirá para contarlo.

—¿De qué demonios está hablando éste? —preguntó Castle.

—No lo sé, pero me fio de él —repuso Flaherty. Trataba de pasar por alto el CAR-15 de Castle, pero éste parecía a punto de perder los estribos.

—Ustedes no son más que muías de carga y protección para llevar de vuelta el equipo —dijo Castle—. Tenemos imágenes de la zona, y no hay rastro del Vietcong ni del ejército de Vietnam del Norte.

—Baje el arma —ordenó Flaherty. Dane apuntaba con su M-60 al estómago del hombre de la CÍA.

—Foreman se ocupará de ustedes —dijo Castle, bajando de mala gana su arma.

—Que lo haga —dijo Flaherty. ¡Mierda!, iba a volver a casa en menos de una semana y a cambiar el uniforme por ropa de civil. No necesitaba esa mierda. ¿Qué podía hacerle Foreman? ¿Darle de baja con deshonor?

Thomas había sacado la radio. Susurró unos instantes por el micrófono, luego se concentró en la radio, girando los diales y moviendo la antena.

—¡Maldita sea! —exclamó por fin, quitándose los auriculares—. No recibo nada en FM.

—¿Interferencias? —preguntó Flaherty.

—Nunca he visto nada igual. Como si estuviéramos en el lado oscuro de la luna. No recibo la radio de las Fuerzas Armadas y cubren esta parte del mundo de Vietnam a Tailandia.

—¿Está estropeada? —preguntó Flaherty.

—Funciona —respondió Thomas con convicción—. Algo se interfiere, pero no sabría decir qué.

—Las radios de FM tampoco funcionan aquí —comentó Castle.

—¿También se lo han dicho los pilotos del helicóptero? —preguntó Flaherty.

—Sí.

—¿Alguna otra información que pueda darnos con cuentagotas?

—Nuestro pájaro de exfiltración se dirige en estos momentos al lugar de recogida —repuso Castle, señalando hacia el oeste—.

Tenemos que entrar en el valle para llegar allí, así que sugiero que nos pongamos en marcha si queremos llegar a tiempo. Como las radios no funcionan, no hay otra manera de salir de aquí, a menos que quieran caminar quinientos kilómetros por territorio hostil.

—En marcha —ordenó Flaherty profiriendo una maldición. No tenían otra opción—. Todos alerta. Dane, ve tú primero.

El ER Kansas subió la cuesta con las armas preparadas. En cuanto abandonaron el pequeño claro, se encontraron bajo el triple dosel de la selva. Estaba oscuro como boca de lobo, ya que no entraba ni la débil luz de la luna. Dane avanzaba con cautela, a tientas. Los demás lo seguían con la mirada clavada en el puntito brillante de la parte posterior del sombrero de campaña del hombre que les precedía.

Flaherty echó un vistazo a la esfera luminosa de su reloj. Al menos no faltaba mucho para que amaneciera. Luego lo sacudió. Que él supiera, tampoco funcionaba.

Avanzaron despacio a lo largo de las crestas, y transcurrieron dos horas antes de que llegaran a la cumbre. Empezaba a clarear por el este cuando salieron de la selva al filo rocoso que dominaba el valle del río. En ese momento Flaherty confirmó que su reloj se había parado.

Bajó la vista. No veía el río, porque estaba demasiado oscuro. Al otro lado, el terreno ascendía pero de forma menos pronunciada. Todo lo que distinguió a la luz de la luna fue una meseta accidentada que se extendía hasta donde alcanzaba la vista por el lado oeste del río. Dane dio unos golpecitos a Flaherty en el hombro y señaló a la derecha, donde las crestas se elevaban aún más. Allí había algo grande que les cortaba el paso.

—Ruinas —dijo Dane.

—Diez minutos —ordenó Flaherty, y los miembros del equipo se arrojaron al suelo y esperaron, con las mochilas delante de ellos y las armas preparadas.

Se hacía de día rápidamente. Flaherty vio que Castle buscaba algo en su mochila.

—Nunca había visto nada parecido —susurró Dane, contemplando las ruinas.

Unos bloques gigantescos de piedra formaban una construcción de tres pisos, con aberturas a lo largo de la parte superior para los centinelas. De diez metros de altura y más de doce por lado, la torre dominaba el valle. La selva había invadido la piedra y las plantas trepadoras cubrían los lados, pero seguía siendo una construcción imponente.

—Echemos un vistazo —dijo Castle.

—¿Forma parte de la misión? —preguntó Flaherty, mirándolo—. ¿Explorar ruinas?

—Ofrece una buena vista del valle —respondió Castle. Se levantó y se acercó a las piedras, que se hallaban a unos veinte metros de distancia.

Flaherty indicó por señas a Thomas y Tormey que se quedaran donde estaban y, llevándose consigo a Dane, siguió a Castle. Cuanto más se acercaban a la construcción, más impresionante era. Cada uno de los bloques de piedra medía casi dos metros de alto y de ancho. La piedra estaba limpiamente cortada, y los bloques estaban tan perfectamente encajados que Flaherty dudaba de que pudiera deslizar el filo de un cuchillo entre ellos. Pensó en lo mucho que debía de pesar cada uno y el esfuerzo que tuvieron que realizar para llevarlos hasta ese lugar.

En un lado había una entrada, y Castle desapareció por ella. Flaherty lo siguió. Dane se detuvo un momento antes de entrar. El interior era pequeño, con unas escaleras de piedra que rodeaban la pared exterior y conducían a lo que había sido un tejado de madera, pero que ahora estaba abierto. Los tres hombres subieron por las escaleras hasta el rellano superior, donde había un pequeño antepecho de piedra de metro veinte de ancho, que servía de parapeto para los centinelas. Ofrecía una perspectiva de muchos kilómetros en todas direcciones.

No había más que selva y montañas hasta donde alcanzaba la vista. La niebla de primera hora de la mañana descendía por el valle, cubriendo el río y sus orillas. Castle había vaciado su mochila y miraba dentro.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Flaherty.

—Organizar mi mochila.

Flaherty imaginó que el hombre de la CÍA llevaba en ella una especie de repetidor que le decía dónde estaba el SR-71. No comprendía por qué no lo comprobaba abiertamente.

Dane contempló el valle y el terreno que se extendía más allá, oculto en la neblina de la mañana. Luego retrocedió un paso y miró las ruinas en las que se encontraban.

—Esto es viejo —dijo a Flaherty apoyando una mano en el parapeto—. Viejísimo.

—¿Qué crees que es? ¿Un puesto de avanzada o de vigilancia? —preguntó Flaherty. Nunca había visto nada parecido en Vietnam o Laos. Había oído decir que había enormes ruinas en Camboya, y si ese edificio solitario era algún indicio, el rumor era cierto.

—Un puesto de guardia —dijo Dane, haciendo un gesto de asentimiento—. Pero la pregunta es, ¿de qué se protegían? —Señaló un gran montón de piedras en la esquina sudoeste del piso superior—. Parece que las hubieran utilizado para hacer señales de fuego. Tal vez fuera un puesto de avanzada para detectar la llegada de invasores. —Bajó la voz para que Castle no lo oyera—. No debemos bajar allí, Ed.

—¿El Vietcong? —preguntó Flaherty—. ¿El ejército de Vietnam del Norte? —No había descubierto ningún indicio que delatara la presencia de un ser viviente, pero tal vez Dane sí lo había hecho.

—No, ninguno de los dos —respondió Dane—. Sólo algo malo, muy malo.

Señaló los muros de las ruinas, en los que había dibujos muy viejos y descoloridos de guerreros. Las figuras tenían lanzas y arcos en las manos, y varias iban a lomos de elefantes. En el cielo, a su alrededor, aparecían círculos alargados, que representaban tal vez el sol o la luna, según supuso Flaherty. Sólo que había más de uno. A través de cada dibujo habían trazado líneas y algunas se cruzaban con los guerreros. Alrededor de los dibujos había también toda clase de símbolos; escritura, supuso Flaherty, aunque nunca había visto nada parecido. En cada esquina de la muralla se alzaba una escultura de piedra de una serpiente con siete cabezas, una figura que Flaherty había visto en otras partes del Sudeste asiático. Sabía que tenía algo que ver con la religión de la región. Las esculturas le preocuparon y, sacudiendo sin querer los hombros, retrocedió un paso.

—Cosas raras —murmuró Flaherty.

—Murieron todos —dijo Dane.

—¿Quiénes?

—Los guerreros que defendían este puesto y aquellos a quienes protegían. Todos. Fueron importantes en otro tiempo. Los más grandes de su tiempo.

—¡Eh, Dane! —Flaherty le dio una palmada en la espalda—. Vuelve, tío.

Dane se estremeció. Luego intentó sonreír.

—Estoy aquí, Ed. No quiero, pero estoy aquí.

Entre Castle y su misteriosa mochila, la brújula y la radio que no funcionaban, y las advertencias de Dane, Flaherty estaba impaciente por ponerse de nuevo en camino hacia el lugar de recogida.

—Salgamos de aquí, ¿de acuerdo? —dijo Flaherty a Dane. Pero vio que sus palabras habían caído en saco roto.

Castle, que había terminado de hacer lo que estuviera haciendo, seguía mirando hacia la selva.

—Vamos —dijo Flaherty.

El hombre de la CÍA cerró su mochila y se la cargó a la espalda.

—¿No podemos seguir avanzando por terreno elevado? —preguntó Flaherty—. Desde aquí arriba vemos todo.

—Tenemos que bajar al río —respondió Castle—. El avión estrellado está al otro lado.

Ya era de día, pero la niebla seguía cubriendo el terreno de abajo. Parecía estar disipándose a ese lado del río, pero seguía igual de espesa al otro lado.

—Qué raro —comentó Flaherty. No le gustaba el aspecto de esa niebla. Era gris amarillenta con vetas más oscuras. Nunca había visto nada parecido en todos sus años de servicio. Se volvió hacia Castle—. Mi hombre —dijo, señalando a Dane—cree que van a hacernos saltar por los aires si bajamos allí. Hasta ahora nunca se ha equivocado al anunciar emboscadas. Sugiero que le haga caso.

—No hay ningún Vietcong ahí abajo —insistió Castle.

—No sé lo que hay ahí abajo, pero si Dane dice que hay algo malo, es que lo hay.

A Castle se le ensombreció el rostro. Como si estuviera resignado, pensó Flaherty sorprendido.

—Tenemos que bajar —se limitó a decir Castle—. Cuanto antes lleguemos allí, mejor. No es negociable. Es demasiado tarde para todos. Nos hemos alistado y hemos de hacer aquello por lo que nos pagan. No tenemos elección.

Los tres permanecieron de pie en la antigua rampa de piedra, absortos en sus propios pensamientos, asimilando la verdad que encerraban esas palabras. Habían llegado hasta allí por distintos caminos, pero en esos momentos estaban juntos, piezas de un mecanismo al que no le preocupaba demasiado la calidad o duración de sus vidas.

—Vamos entonces —dijo Flaherty, aceptando que las palabras de poco servían allí.

Se reunieron con los otros dos hombres y empezaron a bajar, con Dane a la cabeza. Dejaron atrás las rocas escarpadas y volvieron a encontrarse bajo el manto de vegetación. Estaba oscuro a pesar del sol. Flaherty ya estaba acostumbrado a ello. La luz no penetraba del todo a través de las copas de los árboles. A mitad del descenso en dirección al río, unos zarcillos de niebla empezaron a abrirse paso furtivamente entre los árboles, hasta que no vieron más allá de doce metros.

Siguieron adelante. Era como si caminaran sin avanzar, los árboles y el paisaje, los animales, todo era igual, el terreno en pendiente, la niebla arremolinándose a su alrededor. Luego oyeron el ruido de agua corriendo, cada vez más cerca, hasta que Dane, a la cabeza del grupo, vio el terreno que descendía ante él.

Se detuvo y miró hacia el río. Era poco profundo y corría deprisa. La niebla se abría de vez en cuando mostrándoles la otra orilla, una línea verde oscura de selva a cuarenta metros de distancia. Pero no podía ver más allá. La niebla era mucho más espesa al otro lado, ya que una mancha grisácea se extendía por encima de la vegetación verde. Pero hasta los árboles tenían un aspecto extraño, casi enfermizo. Hacía frío, y el sudor de los hombres se unió al aire húmedo, poniéndoles la carne de gallina y haciéndolos tiritar.

Castle pasó junto a Dane y se metió en el agua hasta que le cubrió las rodillas. Sacó de la mochila una jarra y la llenó de agua, luego volvió a taparla y la guardó.

—Tenemos que cruzar —dijo, mirando a los cuatro hombres que permanecían arrodillados en la orilla, con las bocas de sus armas apuntando en la dirección en que Castle había avanzado.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Flaherty. La muestra de agua le inquietó.

—No estoy autorizado para decírselo.

—Entiendo, sólo está autorizado para conseguir que nos maten —murmuró Flaherty. Hizo un ademán—. Thomas y Tormey, cruzaréis con Castle. Dane y yo os cubriremos y luego vosotros nos cubriréis.

Thomas bajó sin decir una palabra o mirar atrás. Tormey miró a Flaherty al otro lado del río varias veces antes de seguirlo. Flaherty pensó que nunca había sentido tan intensamente la responsabilidad del mando como en el instante en que la cara de Tormey reflejó su profunda resignación.

Dane sacó los pies de la M-6O y se tendió en la orilla detrás de un tronco. Levantó la culata y colocó el hombro debajo. Flaherty se reunió con él. Los otros tres hombres avanzaban en un triángulo. Castle a la cabeza, Thomas a la izquierda y Tormey a la derecha, separados treinta metros entre sí.

—Diles que vuelvan —dijo Dane de pronto, cuando los hombres estaban a medio camino.

—¿Cómo?

—Diles que vuelvan. ¡Es una emboscada! —Dane habló en voz baja pero insistente.

Flaherty silbó y Thomas se detuvo, a nueve metros de la orilla. Miró hacia atrás y vio que Flaherty le indicaba por señas que regresara. Silbó para llamar la atención de Tormey, que también se detuvo. Castle miró por encima del hombro, irritado, y siguió andando hasta la otra orilla.

Thomas retrocedía, balanceando su M-203 y apuntando por encima de la cabeza de Castle. Tormey estaba paralizado, sin saber qué hacer. Flaherty apretó los dientes, esperando ver la explosión de fuego bajo los árboles de la otra orilla y los cuerpos acribillados a balazos. Castle salió del agua y desapareció, pero no pasó nada. Parecía haberse desvanecido, engullido por la niebla y la selva.

Flaherty parpadeó, pero Castle había desaparecido. Si se trataba de una emboscada, se habría producido mientras los hombres estaban en la parte del río donde pudieran matarlos.

—No hay ninguna emboscada —dijo Flaherty.

—Allí hay algo —insistió Dane.

Castle apareció de pronto en la otra orilla cuando la niebla se abrió brevemente, y les hizo señas furioso para que lo siguieran.

—Tenemos que cubrir a Castle —dijo Flaherty, poniéndose de pie e indicando a Thomas que esperara. —Puso una mano en el brazo de Dane—. Además, es el único que sabe dónde está el lugar de recogida.

Dane se levantó de mala gana y bajó hasta la orilla detrás de su jefe. Cruzaron el río rápidamente, reuniéndose con Thomas y Tormey.

—¡Escucha! —insistió Dane, sujetando a Flaherty del brazo cuando salían del agua.

—No oigo nada —respondió Flaherty deteniéndose y aguzando el oído, mientras Thomas y Tormey llegaban a lo alto de la orilla…

—La voz.

—¿Qué voz? —Flaherty ladeó la cabeza, pero no oyó nada.

—Una advertencia —susurró Dane, como si no quisiera que los demás lo oyeran—. Hace tiempo que la oigo, pero ahora es clara. Oigo las palabras. Tenemos que largarnos de aquí.

Flaherty miró al frente. Castle no estaba y no se oía nada. El silencio en medio de la selva era tan desconcertante como Dane diciendo que oía una voz.

—Alcancemos a Castle —ordenó, sin querer que el hombre de la CÍA permaneciera más tiempo oculto.

Subieron. Al llegar arriba, los cuatro se detuvieron.

Dane dio un traspié y, cayendo de rodillas, vomitó el parco desayuno que había tomado. Sentía como si le hubieran vuelto el estómago al revés. Le palpitaban las sienes y púas de dolor las recorrían en todas direcciones. Y la voz seguía allí, en su cabeza, diciéndole que diera media vuelta, que retrocediera.

Flaherty se estremeció. La niebla era diferente, más fría, y en el aire flotaba un olor que nunca había percibido antes. El aire parecía arrastrarse por su piel y tenía dificultades para respirar.

—¿Estás bien? —preguntó a Dane, que respondió con un gesto de negación.

—¿Lo sientes?

—Sí, —Flaherty asintió despacio—. ¿Qué es?

—No lo sé, pero nunca he sentido nada igual. Este lugar es distinto de todo lo que he visto. Y hay una voz, Ed. La oigo. Me está advirtiendo que no siga adelante.

Flaherty miró alrededor. Hasta la selva era extraña. Los árboles y la flora no tenían un aspecto normal, aunque no habría sabido decir cuál era el elemento extraño. Dane trató de levantarse.

—¿Puedes moverte? —preguntó Flaherty—. Alcancemos a Castle y larguémonos de aquí.

Dane respondió con un gesto de asentimiento.

Se internaron unos cincuenta metros en la selva, nerviosos por el escalofriante silencio. Flaherty temblaba, no tanto de frío como por la sensación de la niebla en la piel. Era pegajosa, y habría podido jurar que sentía las moléculas de la humedad ondulándose como aceite contra su piel.

De pronto se oyó un ruido, un sonido que perforó a cada hombre como una piqueta. Un largo y escalofriante grito de agonía delante de ellos. Los cuatro hombres se detuvieron, apuntando sus armas en dirección al lugar de donde había procedido el grito. Algo se abría paso con estrépito hacia ellos, oculto por la vegetación y la niebla. Los dedos se doblaron alrededor de los gatillos. De pronto Castle se acercó a ellos tambaleante, aferrándose con la mano izquierda el hombro derecho y la sangre brotando entre sus dedos. Cayó de rodillas a tres metros de distancia y alargó una mano sangrienta hacia los miembros del equipo. Su brazo derecho había desaparecido diez centímetros por debajo del hombro, y de la arteria brotaba la sangre con cada latido del corazón.

De pronto, de la niebla a su espalda salió algo que paralizó a los cuatro miembros del ER Kansas. Era un objeto verde elíptico, de unos tres metros de largo por sesenta centímetros de diámetro. Se movía medio metro por encima del suelo, sin apoyarse aparentemente en nada. Dos extrañas bandas oscuras entrecruzaban su superficie en diagonal, de atrás hacia adelante. Parecían palpitar, pero los hombres no comprendieron lo que eran hasta que las bandas alcanzaron a Castle. El extremo delantero, donde las bandas se cruzaban, avanzó despacio hacia el hombre de la CÍA, que se apartó a gatas. El extremo le tocó el brazo izquierdo, y cuando él lo levantó para protegerse la cara, estalló en una explosión de músculos, sangre y huesos. A falta de una mejor comprensión, los hombres vieron que las bandas eran como hileras de dientes negros y afilados moviéndose a gran velocidad sobre una cinta transportadora. De la parte más ancha de la esfera alargada se extendió de pronto una fina lámina verde semejante a una vela, que se deslizó hacia adelante recogiendo los restos del brazo izquierdo de Castle. Luego el objeto verde retrocedió, llevándose consigo la carne y la sangre.

El ER Kansas reaccionó por fin. La ametralladora M-60 de Dane escupió una ráfaga por encima del cuerpo de Castle hacia la esfera, que volvió a fundirse en la niebla. Dane levantó el arma y se abrió paso entre la maleza hacia lo que se ocultaba a lo lejos. Tormey vació toda la recámara de su AK-47. Thomas disparó un cargador, se apresuró a cambiarlo y a continuación disparó tres proyectiles explosivos de alta potencia de 40 milímetros en tres direcciones ligeramente diferentes hacia el frente tan deprisa como pudo recargar el arma. Flaherty los apoyó con los treinta cartuchos de 5,56 milímetros de su CAR-15. En cuanto cesó el fuego, se produjo el silencio. El olor a cordita flotaba en el aire, y el humo de las armas se mezcló con la niebla.

Castle seguía vivo, milagrosamente, y avanzaba a gatas hacia ellos empujándose con las piernas, dejando a su paso un espeso reguero de sangre.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó Thomas, recorriendo rápidamente la selva con la mirada.

—Ayudémoslo —ordenó Flaherty. Él y Dane corrieron hacia el hombre de la CÍA y, cogiéndolo por las correas de su mochila, lo arrastraron hasta donde los esperaban Thomas y Tormey.

Flaherty abrió el botiquín rasgándolo. Castle estaba en estado de shock. Flaherty había visto a muchos hombres heridos en sus años de servicio y conocía los síntomas. Castle estaba pálido por la pérdida de sangre; no le quedaba mucho tiempo. Aun cuando hubieran dispuesto de un helicóptero para evacuarlo, no habría modo de que lo lograra.

—¿Qué era eso? —preguntó Flaherty, inclinándose y acercando su cara a la de Castle.

—Angkor Kol Ker—susurró Castle, sacudiendo la cabeza de forma casi imperceptible, con la mirada extraviada y la vida apagándose en ella—. La puerta de Angkor.

—¿Cómo? —Flaherty levantó la vista hacia Dane—. ¿Qué demonios ha dicho? —Cuando se volvió de nuevo hacia Castle, ya estaba muerto.

—Angkor Kol Ker —repitió Dane—. Eso es lo que ha dicho. —Y miró fijamente al hombre muerto, sorprendido.

—Sigamos… —empezó a decir Flaherty, pero se interrumpió al oír un ruido.

Algo se movía en la selva.

—¿Qué es eso? —susurró Thomas, a medida que el ruido se hacía más fuerte.

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