Atlantis

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Segunda parte » Capítulo 4

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Capítulo 4

Lawrence Free se había negado a responder a las numerosas preguntas de Dane. Estaba particularmente interesado en saber cómo Freed y Michelet Technologies se habían enterado de que había logrado escapar de Camboya hacía treinta años. Freed tampoco le dio más información sobre el avión que se había estrellado. Aparte de la falta de respuestas, Freed fue un escolta cortés aunque distante. Dane sabía que había tenido que ver con el ejército en el pasado. En su conducta había demasiados pequeños indicios que apuntaban en esa dirección.

A bordo del avión privado, Dane se había lavado e incluso había dado un baño rápido a Chelsea, cuyo pelo había atascado el desagüe de la pequeña ducha, pero pensó que quien podía permitirse el lujo de tener un avión como aquél, también podría desatascar la ducha. Freed le había preparado ropa limpia que parecía hecha a medida; un discreto conjunto de pantalón caqui y camisa negra. Dane estaba impresionado con la eficiencia y riqueza de Michelet Technologies, una compañía de la que nunca había oído hablar, aunque tampoco sentía ningún interés por tales temas.

La única conversación que habían mantenido en el avión la había iniciado Freed.

—Tengo entendido que estuvo con las Fuerzas Especiales durante la guerra del Vietnam —dijo.

—Sí. —Dado que Freed no era lo que se dice una mina de información, Dane no se sintió obligado a revelar nada.

—¿El MACV—SOG? —preguntó Freed.

—Sí.

—Una unidad dura.

Dane miró al negro menudo y reparó en su anillo, con el símbolo triangular tallado en piedra que indicaba que había servido en la unidad de élite del ejército Fuerza Delta, un símbolo que sólo podía reconocer una persona versada en el tema.

—Mucho.

Y eso fue todo. El resto del viaje transcurrió en silencio, aunque Dane sospechaba que había roncado la mayor parte del vuelo, con Chelsea durmiendo también a sus pies. Se despertó cuando el avión aterrizó en el Aeropuerto Internacional de Los Ángeles. En la pista de aterrizaje los esperaba una limusina.

Mientras cruzaban Los Ángeles en dirección norte, Dane reflexionó sobre la insólita situación. Sabía que no era el dinero lo que lo había llevado a California, sino el deseo de obtener información. Freed y Paul Michelet sabían cosas de él, y necesitaba saber hasta dónde habían llegado. Al mencionar Camboya, Freed había abierto una tapa que él había mantenido herméticamente cerrada durante tres décadas. El agotamiento del rescate había contenido sus emociones, pero en esos momentos sintió cómo se desbordaban. Había intentado olvidar lo ocurrido en aquella última misión fronteriza, y de pronto aquella misión parecía haberse acordado de él.

El prestigioso psiquiatra que lo había tratado hacía diez años le había dicho que nadie podía romper con el pasado mientras no se enfrentara a él y resolviera el problema, pero Dane había creído que hablaba metafóricamente. Por lo visto no era así, pensó mientras contemplaba la autopista. Salieron de ella en Glendale y se detuvieron ante un gran edificio de cromo y negro, en cuya fachada se leía en grandes letras Michelet.

Freed llevó a Dane y a Chelsea hasta el ascensor de ejecutivos tras pasar los controles de seguridad. Subieron veinte pisos hasta llegar al superior, donde se detuvieron. Las puertas de acero inoxidable se abrieron suavemente y entraron en una antesala donde había tres secretarias ante sus escritorios. A continuación pasaron a una enorme oficina dominada por un gran escritorio, seguidos por una de las secretarias.

Un hombre de aspecto distinguido se apartó de la cristalera desde la que se dominaba toda la ciudad y se acercó a ellos con una mano extendida.

—Señor Dane, soy Paul Michelet.

Dane se la estrechó, sorprendido por el fuerte apretón. Michelet se inclinó hacia adelante y acarició la cabeza de Chelsea.

—Y ésta debe de ser Chelsea. —Luego se irguió y señaló la mesa de conferencias situada a la izquierda de la habitación. Ya estaba sentado otro hombre—. Permítame presentarle al profesor Beasley.

Dane estrechó la mano del profesor. Advirtió que Chelsea no parecía alarmada por ninguno de los presentes, lo cual era una buena señal. En cuanto a él, cada hombre le producía oleadas de emociones distintas y era difícil saber qué sentía exactamente.

—Sentémonos. —Michelet se había acercado a la cabecera de la mesa—. ¿Puedo ofrecerle algo? ¿Café, agua de soda, un refresco? —La secretaria estaba cerca, preparada para recibir instrucciones.

—Café —dijo Dane sentándose.

Advirtió inmediatamente los mapas sujetos con celo al tablero de la mesa, cubiertos de transparencias de acetato. Todo era verde, los contornos, los ríos, el lenguaje. Camboya.

—Señor Michelet, me gustaría saber qué está pasando —dijo—. Su hombre —señaló a Freed, sentado frente a él—no me ha dicho gran cosa.

—Tenía autorización para decirle lo justo para traerlo hasta aquí, no más —repuso Michelet. Hizo un ademán y la secretaria salió, cerrando la puerta a sus espaldas.

—Tal vez debería haberme resistido más —dijo Dane—. Así sabría algo más.

—Por favor. —Michelet parecía cansado. Tenía unas ojeras muy marcadas—. Lamento la forma en que nos hemos visto obligados a actuar, pero están en juego varias vidas y mucho dinero.

—¿Qué es más importante para usted? —preguntó Dane.

—Una de esas vidas es la de mi hija —respondió Michelet.

—No ha respondido a mi pregunta.

Michelet se ruborizó.

—Un 707 modificado de nuestra compañía, en el que viajaba la hija del señor Michelet y un sofisticado equipo de reconocimiento se estrelló ayer en Camboya —explicó Freed, echándose hacia adelante—. La última vez que mantuvimos contacto con él mientras caía lo situamos aquí. —Levantó una lámina de acetato y la colocó sobre el mapa.

Dane examinó la zona. Como había esperado, se hallaba en la misma región de su última misión.

—¿Han recibido señales del repetidor?

—No hemos recibido nada. —La voz de Michelet era áspera—. Ni señales ni contacto por radio. Nada.

—¿No hay un repetidor automático a bordo del avión?

—Sí, pero no hemos recibido nada —respondió Michelet.

—¿Cuánta gente hay a bordo? —siguió preguntando Dane, sin mostrarse sorprendido.

—Mi hija, tres miembros de la tripulación y ocho del equipo científico.

—¿Cómo sabe que no murieron en el accidente?

—No lo sé, señor Dane —respondió Michelet—. Pero mientras haya alguna posibilidad de que alguno de ellos esté con vida, haré todo lo que esté en mi mano para rescatarlos.

—¿Qué hay del gobierno de Camboya? —preguntó Dane—. Con su dinero no debería serle difícil conseguir que organicen una expedición de rescate.

—¿Qué gobierno? —respondió Michelet, con un resoplido burlón.

Freed fue más explícito.

—En estos momentos en el gobierno de Camboya hay una gran confusión. Además, acudimos a uno de nuestros contactos del ejército y se negó tajantemente a adentrarse en esa región del país.

—No me extraña —respondió Dane, mirando al hombre de edad, sentado al otro lado de la mesa—. Dice que yo fui la última persona que salió de allí con vida. ¿Cómo lo sabe?

—Sabemos por fuentes fidedignas —repuso Freed, eludiendo la pregunta—que estuvo en esa región, en una misión secreta, durante la guerra de Vietnam.

—Ni siquiera sé con certeza si es allí donde estuve. —Dane señaló el mapa con el dedo—. La CÍA estuvo al frente de esa misión y supongo que siguen manteniéndolo en secreto. ¿Cómo saben que es allí donde estuve?

—Tengo muchos contactos en el gobierno —dijo Michelet.

—La CÍA no le daría esa información sin una razón —respondió Dane sin tragarse el anzuelo.

—Les he proporcionado datos de mis reconocimientos en el pasado —repuso Michelet—. Por lo tanto, no es raro que ellos me den información a cambio.

—Eso fue hace mucho tiempo —insistió Dane—. ¿Nadie ha estado allí desde 1968?

—Hay informes de que algunas personas han entrado en esa zona —intervino Beasley—. Uno de ellos habla de un batallón de khmer rojos que se refugió en esa región huyendo de las fuerzas del gobierno. Desapareció hasta el último hombre del batallón.

Ese comentario hizo que Beasley recibiera una mirada reprobatoria de Michelet.

—Sigo sin entenderlo. —Dane se recostó en su asiento—. ¿Por qué yo? Con todos sus contactos y su dinero, aunque los camboyanos no cooperen, ¿qué le impide fletar un avión con un equipo de rescate e ir usted mismo?

—Como le he dicho, usted ya ha estado allí. No soy partidario de ir a ciegas a ese lugar.

—Es una selva —replicó Dane—. Montañas, ríos. Hay mucha gente que ha estado en esa clase de terreno.

—Pero no en esa región —repitió Michelet.

—¿No ha estado nadie allí en los últimos treinta años? —volvió a preguntar Dane, creyéndolo pero negándose a admitirlo.

—Que nosotros sepamos, nadie ha regresado con vida de ella aparte de usted —dijo Freed—. Hemos hecho una investigación exhaustiva.

—¿Qué tiene de especial esa región? —preguntó Dane, pensando en las pesadillas que lo despertaban en mitad de la noche empapado en sudor.

—No lo sabemos. —Michelet hizo un ademán a Beasley—. El señor Beasley es un experto en culturas antiguas y especializado en Camboya, su historia, su geografía y sus gentes. Según él, esa región podría haber formado parte de un antiguo reino que tenía su capital en un lugar llamado Angkor Kol Ker, en alguna parte de esas montañas.

—¿Qué tiene eso que ver con un accidente aéreo? —preguntó Dane, pero las palabras resonaron como un eco en su cerebro. Volvió a ver a Castle tendido en el suelo de la selva, y lo recordó murmurando esas palabras con su último aliento. Con los años había hecho sus comprobaciones, pero todo lo que había averiguado era que Angkor Kol Ker era una ciudad legendaria sobre cuya existencia historiadores y arqueólogos albergaban serias dudas.

—Esa región de Camboya es muy extraña. —Beasley se acarició la barba—. Los aviones de las Fuerzas Aéreas que la sobrevolaron durante la guerra en misiones entre Tailandia y Vietnam del Norte tuvieron bastantes problemas con los instrumentos de navegación. Tanto es así que las Fuerzas Aéreas establecieron rutas alternativas al norte o al sur, y prohibieron sobrevolar la región. Eso fue después de que dos B-52 y un avión espía SR-71 desaparecieran en la zona sin dejar rastro.

Dane controló su respiración. Foreman no había mencionado la caída de unos B-52. Ni tampoco que se hubiera prohibido sobrevolar la zona. Pero tal vez Angkor Kol Ker era el nombre que las Fuerzas Aéreas y la CÍA habían utilizado para denominar esa zona, tomándolo de las leyendas, y eso explicaba por qué la había susurrado Castle. Pero recordó su cara y supo que había mucho más que eso. Además, también estaba lo último que había dicho antes de morir: la puerta de Angkor.

—Tengo entendido que su equipo, el ER Kansas, entró allí en busca de un SR-71 estrellado —dijo Freed.

—Eso es lo que nos dijeron —respondió Dane, consciente de que no tenía sentido hacerse el tonto con esa gente.

—¿Lo encontraron?

—No.

—Desde que acabó la guerra —continuó Beasley—, se han perdido otros aviones en esa zona. Nunca se ha vuelto a saber nada de ellos. Un helicóptero del Ejército Real de Camboya que buscaba un avión comercial extraviado también desapareció. Las dos expediciones de rescate que se enviaron nunca regresaron. El gobierno camboyano ha tenido otros muchos asuntos de que preocuparse en las últimas décadas y ha puesto la zona bajo una informal pero estricta cuarentena.

—Comprenderá mi reticencia a enviar a hombres allí sin saber cuál es exactamente la situación —observó Michelet.

—¿Qué le hace pensar que yo sé cuál es la situación? —preguntó Dane—. Han pasado treinta años.

—Usted entró y salió de allí —respondió Freed—. Eso le convierte en un experto.

—¿Experto? —Dane hizo un gesto de negación.

—Usted es todo lo que tenemos —insistió Michelet.

—Entonces están jodidos —respondió Dane, esbozando una irónica sonrisa—. No puedo decirles lo que está pasando ahora, pero ¿quieren saber cuál era la situación cuando me fui? Era otro mundo. Como si ya no estuviéramos en Camboya. —Su mirada se encontró con la de Michelet y la sostuvo—. Había monstruos. Así era la situación entonces y seguramente sigue siéndolo ahora. Monstruos que ni siquiera podrían imaginar en sus peores pesadillas. Y había algo más aparte de monstruos. Algo todavía peor. Algo inteligente y poderoso. Eso fue lo que aniquiló a los miembros de mi equipo. No sé qué está inutilizando los aviones, pero son monstruos los que matan a las expediciones de rescate por tierra. —Se levantó y retiró la silla—. ¿Puedo irme ya?

Chelsea se levantó, gimiendo. Los otros tres hombres guardaron silencio, atónitos.

—En ese avión iba mi hija —dijo Michelet por fin—y necesito saber si está viva o muerta.

—Entonces se lo diré —respondió Dane—l. Está muerta. Si tuvo suerte, murió rápidamente al estrellarse el avión.

—¡Pero usted está vivo! —exclamó Michelet—. Usted entró y salió. ¡Ella también podría salir!

Dane respondió con un gesto de negación. No había forma de hacérselo entender a esa gente. Chelsea daba vueltas a su alrededor contrariada, meneando la cola de forma incontrolable. Gimió débilmente.

—Allí hay alguien con vida —dijo Freed. Miraba a Michelet, y Dane leyó su expresión con claridad. Freed no quería que Dane se mezclara en el asunto, y que hablara de monstruos fortalecía su postura.

—¿Cómo lo sabe? Creía haberle entendido que no habían tenido noticias del avión desde que desapareció.

—Justo antes de que cayera, el Lady Gayle (así es como se llamaba el avión) estaba enviando todo lo que recogían sus numerosos equipos a nuestro CII, el centro de interpretación de imágenes situado en el sótano de este edificio. —Freed apretó un botón que tenía ante sí en el tablero de la mesa—. Recibieron una transmisión FM por tierra justo antes de que perdiéramos el contacto con el equipo.

Se oyó un crujido de parásitos, seguido de una voz poco comprensible en una transmisión muy entrecortada: «Aquí… Romeo… Verificad… No… Kansas… más… Pradera… Repito… Fuego».

—Tengo entendido que el nombre de su equipo de reconocimiento era Kansas —añadió Freed innecesariamente.

Dane se miró las manos. Le temblaban. Después de todos esos años, era imposible. Pero ésa era la voz Flaherty. No había ninguna duda.

—Ya no estamos en Kansas —susurró Dane.

—¿Cómo dice? —Freed se echó hacia adelante.

—Era nuestra verificación para la SFOB, la Base de Operaciones de las Fuerzas Especiales. Para verificar que éramos nosotros y que estábamos en F y E.

—¿F y E? —preguntó Beasley.

—Fuga y evasión después de una llamada de Fuego de la Pradera. —Dane levantó la mirada—. Pero no puede ser. Eso fue hace treinta años.

—El mensaje no tiene ni dos días.

Dane miró a Michelet. Sabía que el anciano le ocultaba muchas cosas, pero también sabía que esa transmisión de radio era auténtica. No encontraba una explicación lógica, pero lo era.

Se puso de pie.

—¿Cuándo salimos? —preguntó.

***

En las entrañas de la Dirección Nacional de Seguridad, Patricia Conners volvió a leer el correo por satélite que había llegado a su ordenador. El código de autorización era correcto, pero seguía preocupándole tanto la petición como la orden que la acompañaba de destruir cualquier impresión y copia de seguridad de las imágenes de Camboya pedidas al KH-12. Además de las extrañas manchas en las imágenes originales de Camboya y la molesta sospecha de que había algún problema con el MILSTARS 16, aquel día se estaba convirtiendo en un infierno para ella.

Imprimió la petición y salió de su oficina para dirigirse a la de su supervisor, el jefe de imágenes remotas, George Konrad. La puerta estaba abierta, y Conners entró y deslizó la hoja sobre el escritorio mientras se sentaba frente a él.

Konrad se puso sus gafas de lectura y la leyó, luego la miró por encima de la montura.

—¿Y?

—¿Quién o qué es Foreman? —preguntó ella.

—¿Por qué quieres saberlo?

—Porque me está ordenando que me olvide del modo de proceder habitual y destruya la copia de seguridad.

—Hazlo —dijo Konrad, encogiéndose de hombros—. Esta orden tiene la autorización debida. Sabes que ya se ha hecho en otras ocasiones.

—¿Y qué hay de lo que nos pide? —insistió Conners, al no recibir la respuesta que buscaba.

—¿A qué te refieres?

—Nos está pidiendo que consumamos un montón de combustible y energía.

—Ésa no es la verdadera razón por la que te preocupa la petición —repuso Konrad, dedicándole una sonrisa indulgente.

—Está bien —concedió Conners, profiriendo un suspiro—. ¿Y si te digo que no me gusta utilizar el Bright Eye en una misión real? Creía que era un mero banco de pruebas. ¿Y cómo demonios se ha enterado ese tal Foreman de la existencia del Bright Eye?

Konrad cogió el fax y volvió a leerlo.

—Bueno, supongo que está enterado porque tiene la máxima autorización posible; por encima de la tuya y de la mía.

—La cuestión no es la autorización —arguyó Conners—, sino la necesidad de saber. —Señaló el papel—. Hace unas horas este tipo me ha pedido una toma a gran escala del centro norte de Camboya utilizando un KH-12. Ha sido una pérdida de tiempo y de recursos, y quiere que me deshaga de todas las pruebas de su petición. Y ahora pretende que el Bright Eye explore la misma región.

—¿Me ha pedido? —Konrad se recostó en su asiento.

—Está bien, nos ha pedido. —Conners se ruborizó.

—Te lo tomas todo demasiado a pecho —dijo Konrad—. No puedes hacerlo, trabajando para el gobierno.

—No dejas de recordármelo.

—¿Qué había en esas tomas del KH-12 para que quiera utilizar el Bright Eye?

Ésa era la pregunta que Conners había esperado. Sacó de una carpeta las tres imágenes y se las dio a su jefe.

Konrad se recostó en su butaca mientras las examinaba despacio, una por una. Finalmente las dejó en la mesa.

—No deberías tenerlas.

—No me las habrías pedido si no supieras y aceptaras tácitamente que hago una copia de todas las imágenes —repuso Conners.

—¿Y bien? —Konrad señaló las manchas.

—No tengo ni idea de lo que las ha causado —repuso Conners—. He ejecutado diagnósticos en el KH-12 y en mi sistema, y todo está en orden. —No añadió sus sospechas acerca del MILSTARS 16. Vayamos por pasos, pensó. Además, ese satélite es competencia del Pentágono, no de la NSA.

—En fin —dijo Konrad, encogiéndose de hombros—. Viendo estas imágenes, no me extraña que Foreman quiera utilizar el Bright Eye. Si algo puede penetrar en esa mancha, es el Bright Eye.

—Lo que nos lleva de nuevo al problema de utilizar el Bright Eye para una misión —insistió Conners.

—No es ningún problema —replicó Konrad—. No creerás que hemos gastado ochocientos millones de dólares sólo para poner allí arriba un prototipo, hacer unas cuantas pruebas y dejar que flote en el espacio, ¿no? —Le devolvió la hoja—. Ponlo en marcha.

—¿Tienes alguna idea de lo que ha causado esas manchas en esas tomas? —preguntó Conners levantándose y cogiendo la hoja, pero sin moverse.

—No tengo ni idea —respondió Konrad con una sonrisa.

—¿Has visto algo así antes? —preguntó ella, frunciendo el entrecejo.

Konrad miró hacia la puerta abierta. Parecía preocupado.

—Has visto esa clase de interferencia antes, ¿verdad, George? —presionó Conners.

—Sí —murmuró él.

Conners se volvió y cerró la puerta sin que él se lo pidiera. Luego se acercó al escritorio y se inclinó sobre él.

—¿Dónde?

—Vas a creer que estoy loco —dijo Konrad, riendo con nerviosismo.

—¿Dónde?

—Junto a la Costa Este. Al sur de las Bermudas, en una línea que va de Puerto Rico a Key West y que sube hasta las Bermudas.

—¿El Triángulo de las Bermudas? —inquirió Conners, tras procesar mentalmente la información.

—Ya te he dicho… —empezó a decir él, pero ella lo interrumpió.

—Te creo. ¿Cuándo lo has visto?

—Lo captamos de vez en cuando al utilizar los satélites para hacer una predicción meteorológica para la NOAA.

Una bruma que tapa toda la imagen y cubre una zona en forma de triángulo. El tamaño varía desde cero hasta el triángulo que he delimitado. Nunca la enviamos. —Señaló el papel que ella tenía entre las manos—. Ordenes de Foreman.

—¿Cuándo? —quiso saber Conners.

—Por Dios, no lo sé. —Konrad se echó a reír—. De vez en cuando. La interferencia no dura mucho, tal vez un par de horas cada equis años. Al final siempre logramos obtener buenas tomas de ambos lados, de modo que nadie se ha dado cuenta en realidad. Lleva ocurriendo desde que estoy aquí.

Conners parpadeó. Konrad llevaba más de veinticinco años en la NS A.

—¿Quieres decir que la orden de Foreman ha permanecido vigente todo ese tiempo?

—Eso es.

—Pero ¿por qué?

—No lo sé, y dado que Foreman quiere utilizar el Bright Eye, diría que él tampoco lo sabe aún y está desesperado por saberlo.

—El Bright Eye lleva ahí arriba un año. ¿Por qué ahora?

—Vete tú a saber —respondió él, encogiéndose de hombros.

—¿Tienes alguna idea de quién es Foreman?

—Por Dios, Pat. —Konrad levantó las manos hacia el techo en un gesto de impotencia—. ¿Sabes cuánto gasta este gobierno cada año en proyectos clasificados? ¿Y sabes lo compartimentados que están todos esos proyectos? Recibimos continuamente instrucciones de distintas organizaciones con un nombre en clave que no nos da ninguna pista sobre sus intenciones. Foreman es uno más. Sólo sé que es de la CÍA.

—Que da la casualidad que está interesada en el Triángulo de las Bermudas. Y en un triángulo parecido en Camboya. —Conners reflexionó un momento—. ¿Algún lugar más? —Esperó—. ¿George?

—Ha pedido otras fotos durante estos años. He visto algo parecido a lo que tienes aquí en unas fotos tomadas en la costa de Japón.

—¿La costa de Japón? —Conners lo consideró—. ¿Dónde más?

—En otras partes. —Konrad señaló la puerta—. Sugiero que empieces a cursar esa petición. Ya te he dicho demasiado.

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