Atlantis

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Segunda parte » Capítulo 7

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Capítulo 7

—¿Alguna idea sobre quién puede ser el espía? —preguntó Ariana en voz baja.

Ingram llevaba más de una hora descifrando datos.

—No —respondió—. Una vez que la señal llega al satélite GPS, se dispersa. Cualquiera que tenga un receptor GPR puede recibirla en cualquier parte del mundo.

—¿Qué hay del mensaje? ¿No haría eso que nuestros datos fueran accesibles a todo el mundo?

—Como he dicho, alguien tiene que estar al tanto para recibirlo. Además, los datos están codificados. Serían un galimatías para quien no conozca la clave o los datos originales para cotejarlos con la clave. Es la única forma que se me ocurre. Realmente hábil.

—¿Alguna idea?

—Lo más probable es que sea Syn—Tech —respondió Ingram—. Tienen la tecnología y el dinero necesarios para acceder al transmisor GPS.

—Estupendo —murmuró Ariana—. Justo lo que necesitamos. ¿No podría ser Syn—Tech quien ha saboteado el vuelo?

—No sería muy inteligente por su parte, con un espía a bordo —repuso Ingram, haciendo un gesto de negación—. Supongo que querrían recuperar a su espía. Además, no ganarían nada con este sabotaje. Desean obtener los datos tanto como nosotros. No olvides que nos estrellamos antes de que estuviéramos sobre el objetivo. —Le dio un disquete—. Obtuvimos cerca de un veinticinco por ciento de lo que queríamos.

Ariana cogió el disquete y lo guardó en el bolsillo de la camisa.

—Tal vez el espía metió la pata. Syn—Tech quiere los datos, pero no quiere que nosotros los consigamos. Tal vez el espía apuró demasiado.

Ambos miraron a los demás miembros de la tripulación que estaban en sus puestos, iluminados por el débil resplandor rojo de las luces de emergencia, el destello de las pantallas de sus ordenadores y el brillo dorado que salía da» alrededor del marco principal de Argus.

—El espía puede haber muerto —advirtió Ingram.

—Tal vez esté muerto, pero no lo sabemos —replicó Ariana—. ¿Alguna idea sobre quién sabría enviar y codificar este tipo de mensajes a este lado?

—Cualquiera con el entrenamiento adecuado. Y cualquiera que tenga acceso al ordenador central.

—Maldita sea —murmuró Ariana—. Eso nos incluye a todos.

—Deben de haber untado la mano a alguien de la NSA para que sus mensajes sean enviados aprovechando la señal del GPS —dijo Ingram.

—Pueden permitírselo —dijo Ariana—. Nosotros pagamos cuarenta millones por este equipo y otros tantos en sobornos para llegar aquí. Ellos podrían pagar una buena suma para robarnos los datos y ahorrarse todo el trabajo.

—¿No crees que tenemos problemas más urgentes en este momento —dijo Ingram con delicadeza, mirando hacia atrás, donde Carpenter observaba cómo el rayo dorado penetraba cada vez más en el soporte físico de Argus—que formular hipótesis sobre quién es el espía?

Ariana no respondió, lo que era su forma de darle la razón. Se ocuparía del espía una vez que hubieran salido de allí.

—¿Tienes alguna idea de qué puede ser eso? —preguntó a Ingram, señalando a Argus.

—Basándome en lo que veo —respondió él con un suspiro—, parece energía pura en forma de láser atómico.

—¿Láser atómico? —preguntó Ariana.

—El láser óptico opera emitiendo fotones, que no tienen masa y se mueven a la velocidad de la luz —se apresuró a explicar Ingram—. El láser atómico emite átomos, que no sólo tienen masa, sino una naturaleza semejante a una onda. Me consta que algunos han realizado experimentos con ellos como parte de un superordenador, pero que yo sepa no han pasado de la fase teórica.

—Lo de ahí atrás no es una teoría —replicó Ariana.

—El problema de desarrollar un láser atómico —continuó Ingram, frotándose la frente—siempre ha sido que tienes que enfriar los átomos para que actúen de forma coherente al entrar en un estado cuántico colectivo.

—¿Cómo puede alguien enfriar átomos aquí, en mitad de Camboya? —preguntó Ariana.

—No lo sé. Sólo dos laboratorios en Estados Unidos cuentan con el equipo necesario para hacerlo. Y no es lo que se dice portátil.

—¿Qué ventajas tiene el láser atómico sobre el óptico?

—No lo sé exactamente. —Ingram se encogió de hombros—. Las posibilidades son ilimitadas, desde un superordenador a vete a saber qué.

—¿Crees que se ha conectado a Argus con algún propósito?

—Estoy seguro de ello —respondió Ingram—. La forma en que ese rayo se está extendiendo por el hardware del ordenador no es fortuita.

—¿Por qué?

—Ése es el quid de la cuestión, junto con quién —respondió Ingram.

—¿Por qué alguien con un láser atómico iba a perder el tiempo con Argus? —preguntó Ariana en voz alta—. ¿Por nuestros datos? Pero tú mismo has dicho que apenas pudimos reunir algunos antes de estrellarnos.

—El mismo problema tiene nuestro espía —repuso Ingram, mesándose su pelo ralo—. No estoy muy seguro de que se trate del reconocimiento que queríamos hacer. Creo que es algo completamente distinto.

—¿Cómo qué…?

—Yo…

—No lo sabes —terminó Ariana por él—. Repasa lo que ya tenemos y trata de darme ideas.

—De acuerdo.

Ariana se dirigió al área de comunicaciones, donde estaba Hudson.

—¿Tienes algo?

Hudson parecía cansado. Entre el estrés y las heridas, empezaba a flaquear.

—¿Recuerdas que recibimos una transmisión justo antes de estrellarnos?

Ariana hizo un gesto de asentimiento.

—Aquí la tienes —dijo Hudson, apretando un interruptor.

Se oyeron parásitos y a continuación una voz entrecortada.

«Este… Romeo… verificad… no… Kansas… más… Pradera… Repito… Fuego.»

—Lo recibimos en el espectro inferior de la banda FM —dijo Hudson—. Suele estar reservada al ejército.

—¿Alguna idea de lo que significa?

—No… Está demasiado entrecortada para que se entienda.

—¿Algo más? —preguntó Ariana.

—Mi ordenador está escaneando la banda de frecuencia FM. Creo que la radio funciona, pero no recibimos nada. Creo que si hubiera equipos de rescate en el aire, se concentrarían en la última posición de la que informamos y estarían transmitiendo. Ya llevamos aquí más de veinte horas.

Hudson había tocado un tema que preocupaba a Ariana. Un helicóptero de Phnom Penh habría llegado a su posición en un par de horas. Estaba segura de que su padre sabía que el avión se había estrellado. Que no hubiera ni rastro de un equipo de rescate podía significar varias cosas, y ninguna buena.

—Está bien. Sigue a la escucha —dijo Ariana, y regresó a la sala de consolas con los demás—. ¿Alguna idea de lo que nos hizo caer? —preguntó a Ingram al entrar en ella.

—Por lo que veo en estos datos —le tendió unos papeles que tenía en la mano—, nuestros sistemas sufrieron varios fallos en cadena justo antes de que cayéramos. Puedo darte el orden exacto en que se produjeron, pero básicamente todos los aparatos que operaban en el espectro electromagnético fallaron uno tras otro. No tengo ni idea de por qué, salvo que debió de haber una especie de interferencia masiva. —Se acercó a una mesa donde había un mapa extendido—. Tengo nuestra última posición antes de que se estropeara el GPR.

Ariana se acercó, junto con los demás, y examinó el mapa sujeto a la mesa. Ingram señaló con el dedo.

—Éste es el último punto trazado. El ordenador central se desconectó cinco segundos después. Calculo que, aproximadamente, caímos unos treinta minutos después de su desconexión. El ordenador auxiliar me ha dado nuestro último rumbo. —Cogió un lápiz y trazó una breve línea—. Creo que es aquí donde estamos. En alguna parte de este sector.

—Dios mío —exclamó Mansor—. ¡Fijaos en el terreno! Es imposible que el avión esté intacto después de estrellarse en esas colinas en medio de la selva.

—Tal vez los pilotos encontraron una pista de aterrizaje —sugirió Daley.

—¿Dónde? —preguntó Mansor. Abarcó el mapa con una mano—. No hay ninguna ciudad en un radio de cien kilómetros, y no digamos una pista de aterrizaje. Deberíamos estar esparcidos en pequeños trocitos por el campo.

—Pero el hecho es que nos encontramos relativamente intactos —dijo Ariana—. ¿Cómo?

—Tendría que salir y echar un vistazo —respondió Mansor.

—¡De ninguna manera! —exclamó Herrín, con la mirada extraviada—. Ahí fuera hay algo. ¿No lo sentís? Ahí fuera hay algo esperándonos. Algo que ahora está dentro de Argus, obteniendo información sobre nosotros. ¡Si salís os cogerá, como cogió a Craight!

—Aquí dentro no vemos nada —repuso Mansor—. Quiero saber qué demonios está pasando fuera.

—Creo que ha llegado la hora de… —empezó a decir Ariana, pero de pronto se oyó la voz de Hudson por el intercomunicador.

—¡Estamos recibiendo algo en FM!

Los otros seis supervivientes se precipitaron hacia el puesto de Hudson, que se había puesto unos auriculares mientras manejaba los mandos de su radio.

—Es en morse —susurró, tratando de escuchar y garabateando con la mano izquierda guiones y puntos, mientras los otros se apiñaban en el pequeño espacio.

Con la mano izquierda revolvió en un cajón de un armario situado debajo de su consola y sacó un aparato extraño que se sujetó al muslo, encima de la herida. Puso encima la mano izquierda y empezó a teclear una respuesta.

Esperaron casi un minuto antes de que Hudson se quitara los auriculares y la llave de la rodilla.

—Se ha interrumpido.

—¿Qué decían? —preguntó Ariana—. ¿Quiénes eran?

—Aún no lo sé. Tengo que descifrar el morse. Hace mucho que no lo hago.

—¿Qué has respondido, si no sabes qué mensaje enviaban ni quién lo enviaba? —preguntó Ariana.

—Un SOS internacional. Pero no creo que lo hayan reconocido. El mensaje que yo he recibido no ha parado de repetirse y luego se ha interrumpido.

—Mierda —exclamó Ariana. Señaló el bloc—. ¿Qué pone?

Hudson había estado escribiendo con grandes letras mayúsculas. Comprobó el mensaje una vez, luego sostuvo en alto el bloc de notas:

M-A-R-C-H-A-0-S-O-M-O-R-I-D D-O-C-E-H-O-R-A-S M-A-R-C-H-A-O-S-O-M-O-R-l-D D-O-C-E-H-O-R-A-S

—Ése es el mensaje. No paraba de repetir lo mismo —dijo Hudson.

—Marchaos o morid, doce horas —leyó Ariana, consultando sin querer su reloj, que no funcionaba.

—No suena muy amistoso —observó Ingram.

—¿Quién lo envía? —preguntó Ariana.

—Vete tú a saber.

—¿Podría ser el mismo tipo que nos transmitió algo justo antes de que nos estrelláramos?

—Tal vez —repuso Hudson—. Podría estar transmitiendo ahora en morse porque tiene mayor alcance que la voz y consume menos energía.

—El quid de la cuestión es: ¿iba dirigido a nosotros? —preguntó Ariana, tras leerlo una vez más.

—Diría que sí —repuso Hudson—. No hay nadie más en esta zona.

—Tenemos que averiguar qué está pasando aquí y hacer algo —dijo Ariana examinando el revestimiento del avión—. Ha pasado demasiado tiempo desde que nos estrellamos. No podemos quedarnos aquí, esperando a que alguien nos encuentre.

No añadió su temor de que quien hubiera enviado el mensaje, sabía algo que ellos ignoraban, y que el avión les daba una falsa sensación de seguridad. Lo que había arrancado la cabina de mando podía hacer lo mismo, con la misma facilidad, en el lateral del avión. Y luego estaba el haz de luz que perforaba Argus. No tenía ni idea de qué era, o por qué hacía lo que hacía, pero tenía el presentimiento de que no era nada bueno. Su mente analítica había almacenado demasiados datos que no comprendía, y estaba dispuesta a seguir su intuición.

—Está bien —dijo. Los miró uno por uno, sosteniendo su mirada unos segundos antes de pasar al siguiente—. Lo que vamos a hacer…

De pronto se oyó un ruido susurrante a la derecha del avión. Todos se volvieron para mirar. De repente, a la altura de sus rodillas, apareció un pequeño agujero de unos cinco centímetros de diámetro, y un haz de luz dorada cruzó la sala de las consolas, alcanzó el borde de un escritorio en el que había un ordenador y lo partió en dos, para a continuación dirigirse hacia el otro extremo del avión, donde siseó un segundo antes de perforarlo y salir. El haz permaneció en el aire como una barra, atravesando el compartimiento.

—¡Dios! —Herrín se deslizó detrás de su consola, interponiéndola entre él y el haz—. ¡Vienen por nosotros!

—¡Calma! —gritó Ariana. Había visto los láser más avanzados, pero, al igual que el otro rayo dorado, éste era diferente. Cada pocos segundos creía detectar un cambio en el flujo de la luz, pero era difícil estar seguro.

—¿Otro láser atómico? —preguntó a Ingram cuando éste llegó a su lado.

—Seguramente, pero no supe decirte lo que era el otro, así que no estoy seguro —respondió Ingram—. ¿Alguien tiene alguna idea de lo que puede ser esto?

Carpenter cogió un trozo de papel y lo deslizó debajo del rayo. El papel se cortó pulcramente y desapareció.

—No lo sé, pero, sea lo que sea, no me gustaría tropezarme con él.

—Tal vez sea de un equipo de rescate que intenta entrar—sugirió Daley.

—Sería mucho más fácil abrir la escotilla —replicó Mansor con un bufido. Señaló la puerta de emergencia situada justo encima del ala y añadió—: O derribar esa puerta.

—Creo… —empezó a decir Ariana cuando el ruido de algo deslizándose que habían oído poco antes, cuando Craight había sido arrastrado, llenó de pronto la cabina, como si algo de un tamaño descomunal reptara por el techo del avión.

Mientras Ariana observaba, el haz dorado se apagó un par de segundos, y de pronto un ruido le perforó el cráneo. Era un chillido agudo pero a un volumen tremendo, como si el mismo aire estuviera siendo desgarrado en varias frecuencias distintas.

El ruido dejó de oírse tres segundos después, y lo siguió otro seseante.

—¡Cuidado! —gritó Ariana, pero era demasiado tarde.

Un haz dorado perforó la esquina superior izquierda de la sala de las consolas y alcanzó a Daley en la mitad superior izquierda de su pecho. La carne no frenó la velocidad del haz cuando le salió por la parte inferior derecha de la espalda, para a continuación perforar de nuevo el revestimiento del avión en el lado derecho de la parte delantera de la sala.

Daley abrió mucho los ojos a causa del shock, y gritó al perder el equilibrio y caer. El haz le había cortado la carne como si se tratara de papel. Estaba muerto, y el grito cesó antes de que cayera al suelo partido en dos.

—¡Quedaos quietos! —ordenó Ariana.

El interior del avión estaba silencioso. Todos se volvieron hacia el lateral izquierdo del avión, esperando ver otro agujero. Al cabo de un minuto, Ariana se acercó despacio al cuerpo de Daley y lo cubrió con una tela, esquivando el haz dorado.

Hubo un prolongado silencio durante el cual todos observaron cómo la sangre de Daley empapaba la tela.

—¿Funcionará la radio del SATCOM si volvemos a conectar el cable a la parabólica? —preguntó Ariana a Hudson, situado al otro lado del haz.

—Debería hacerlo.

—Yo lo conectaré —se ofreció Peter Mansor.

—¡Estáis locos! —gritó Herrín—. ¿No habéis oído a esa criatura que ha atravesado el avión? ¿No creéis que os pillará el haz si salís?

—¿Por dónde pasa el cable? —preguntó Mansor, sin hacer caso.

—Acompáñame y te lo enseñaré.

Si se movían hacia la izquierda y se agachaban, podrían pasar por debajo del haz a la parte delantera.

—La cosa no es tan grave como parece —dijo Hudson, metiendo una mano en el cajón y sacando una tarjeta—. Es posible que el cable se haya estropeado antes de llegar a la antena de radar. Eso significa que se ha cortado a lo largo del pasillo de acceso situado en la parte superior del avión, y en tal caso no tendrás que salir.

—La suerte no parece abundar aquí —repuso Mansor.

—Eh, estamos vivos —replicó Ariana, consciente de que los demás escuchaban—. Deberíamos haber muerto al estrellarnos, pero por alguna razón seguimos con vida. De modo que mantengamos el optimismo. Haremos funcionar el SATCOM y nos pondremos en contacto con mi padre, y él nos sacará de aquí, tarde lo que tarde.

Herrín soltó una carcajada discordante, pero no dijo nada. Las miradas de los demás impidieron que las palabras acudieran a sus labios.

—Por aquí subes al pasillo de acceso —dijo Hudson, señalando un pequeño panel en el techo, encima de su terminal de trabajo.

Mansor se subió al escritorio y retiró el panel. Metió la cabeza en la oscuridad, encendió una linterna y miró alrededor.

—¿Ves unos cables a tu derecha? —preguntó Hudson.

—Sí.

—Son los cables de comunicación que llevan a la antena de radar. Los de alta frecuencia pasan por delante, de modo que lo que tienes allí son los del SATCOM y FM. Los de FM bajan a la antena de FM de la base. Los que llegan hasta la parte trasera son los cables del SATCOM. Limítate a seguirlos.

—Esto es muy estrecho —dijo Manson, bajando la vista.

—Puedes hacerlo —lo tranquilizó Hudson—. Cuando los cables desaparezcan, estarás justo debajo de la antena de radar. Esperemos que encuentres antes el corte.

—Está bien —dijo Mansor, y, agarrándose a los bordes de la pequeña abertura, se subió.

Lo último que Ariana y los demás vieron de él fueron sus botas, que desaparecieron en dirección a la parte trasera del avión. Le oyeron moverse despacio sobre sus cabezas y lo siguieron dentro del avión, justo debajo de él, todos tensos, atentos a oír un ruido seseante.

***

La puerta del cubículo de cristal estaba cerrada, aislando a Foreman del personal destinado en el centro de operaciones. Movió una palanca para conectar a los altavoces la llamada por satélite que acababa de recibir.

La voz que retumbó en las paredes de cristal traslució incredulidad ante lo que Foreman acababa de decir.

—¿Lleva haciéndolo desde 1946 y no tiene ni idea de con qué se las está viendo?

—Señor presidente, tengo una idea sobre ello —replicó Foreman con voz serena. Había esperado hacía mucho este momento y sabía que no iba a ser agradable, pero no le preocupaba.

Al otro lado del hilo se oyó ruido de papeles.

—Tengo aquí el informe de 1968. Dice que perdimos un submarino nuclear que estaba comprobando… ¿cómo la llama, la puerta del Triángulo de las Bermudas?

—Eso es, señor. El Scorpion.

—Esta puerta del Triángulo de las Bermudas es el Triángulo de las Bermudas, ¿verdad? —El presidente no esperó una respuesta—. Un mito, por el amor de Dios.

—No, señor, no lo es. A la tripulación del Scorpion no los mató ningún mito.

—¿Qué los mató?

—No lo sé, señor.

El estallido al otro lado del hilo hizo que Foreman se pusiera rígido en su siento de respaldo recto.

—¡Vamos, hombre! ¿Cincuenta años y no lo sabe? ¿Un submarino desaparecido con toda su tripulación y no lo sabe? ¿Y qué más? Aquí dice que también se perdió un avión espía que trabajaba para usted. Y el comando de las Fuerzas Especiales que envió para recuperar la caja negra del avión espía nunca logró salir de allí.

—Un miembro de ese comando consiguió salir con vida, señor—respondió Foreman, echándose hacia adelante.

—¿Y?

—Parece ser que se dispone a entrar otra vez, señor.

—¿Y? —La voz del presidente era áspera—. Acabamos de perder un satélite y un reactor nuclear. Que Dios nos ayude si parte del material radiactivo cae sobre una zona poblada.

Foreman echó un vistazo a los papeles sujetos con celo en el cristal de su cubículo.

—Señor, tenemos un problema más serio.

Hubo una larga pausa, antes de que el presidente volviera a hablar, controlando la voz.

—¿Cuál?

—Nuestros satélites espías están detectando alteraciones radiactivas y electromagnéticas en varios lugares del globo. —Foreman hizo una pausa, pero nadie lo interrumpió, de modo que continuó—: Tales anomalías son las mismas que siempre anuncian una activación en las puertas de Angkor, el mar del Diablo o el Triángulo de las Bermudas, pero están produciéndose en una cantidad inusual y en lugares donde sospechábamos que había puertas, pero no estábamos seguros.

—¿Cuántos? —preguntó el presidente.

—Dieciséis, señor.

—¿Dónde?

—Por todo el globo.

—¿En qué lugar de Estados Unidos? —preguntó el presidente.

—Las mediciones no son exactas, señor, pero la del Triángulo de las Bermudas parece a punto de abrirse otra vez. Si se extienden un veinte por ciento del perímetro más amplio registrado, llegará a Miami. Pero también hay dos lugares nuevos, uno en la península de Baja California, al sur de San Diego, y el otro justo en la costa de Alaska, cerca de Valdez, la estación del sur de la Alaska Pipeline. También hay otro en Canadá, al norte de Calgary. Según las mediciones, las puertas que podrían abrirse en cada uno de estos lugares serían vagamente triangulares y medirían más de trescientos veinte kilómetros por lado.

Hubo un silencio antes de que el presidente volviera a hablar.

—Volviendo al comienzo de nuestra conversación, señor Foreman, ¿puede darme una idea de qué son esas puertas, aparte de que quien las atraviesa nunca sale? Llamarlas puertas me da a entender que conducen a alguna parte. ¿Adonde?

—Señor, los mejores cerebros han estudiado los datos disponibles que, por desgracia, no son muchos debido a los hechos que acaba de mencionar. Hasta donde hemos podido determinar, creemos que las puertas del mar del Diablo, el Triángulo de las Bermudas y Angkor podrían ser varias cosas.

»Una posibilidad es que sean una puerta a otra dimensión que no reconocemos aún con nuestro actual nivel de la física. Otra es que se abran a algún universo alternativo que coexiste con el nuestro. La tercera, que sean el intento de una cultura extraña de abrir una puerta interestelar desde su posición en la Tierra. La cuarta, que se trate simplemente de una anomalía física de nuestro planeta que aún no hemos desentrañado. O algo que sobrepase nuestra capacidad de comprensión.

—Eso no ayuda mucho —repuso el presidente.

—Yo no he sido el único que se ha interesado en este fenómeno, señor. Los rusos y los japoneses también lo han estudiado. De hecho, durante años, los rusos han estado mucho más interesados que nosotros. Tienen dos puertas dentro de sus fronteras.

—¿Y qué han descubierto?

—No mucho más que nosotros, señor. Aparte de investigar sus dos puertas, sé que han perdido dos submarinos que investigaban la puerta del Triángulo de las Bermudas y varios aviones que sobrevolaban la puerta de Angkor. También creo que enviaron a la puerta de Angkor de Camboya dos expediciones de reconocimiento por tierra, uno en 1956 y otro en 1978. Ambos desaparecieron sin dejar rastro.

—¿Qué hay de sus puertas? —preguntó el presidente.

—Como es natural, no dispongo de mucha información sobre ellas. Una está en el lago Baikal. La otra… —Foreman hizo una pausa antes de lanzarse—: La otra está situada justo alrededor de Chernobyl. Los rusos creen que el desastre ocurrido en esa planta está relacionado con ella.

—Ya les gustaría —se mofó el presidente—, pero la realidad es que no han sido capaces de construir una central nuclear decente.

—No puedo hacer ningún comentario al respecto —repuso Foreman—. Pero sé que los japoneses también han perdido algunos barcos y submarinos en la que yo llamo la puerta del mar del Diablo y ellos, el mar del Diablo. Según el último informe del servicio de inteligencia, el gobierno mantiene una célula activa vigilando la puerta del mar del Diablo, como yo estoy haciendo. —Advirtió la creciente frustración en el otro extremo del mundo y continuó—: Pero los rusos tienen una teoría, señor, y muchos de los nuevos datos que están recogiendo nuestros satélites, estos nuevos lugares, la apoyan en algunos aspectos.

—¿Qué creen que es? —preguntó el presidente.

—En los años sesenta, tres científicos rusos publicaron en el Khimiyai Zhizn, el periódico de la vieja Academia de Ciencias soviética, un artículo bajo el título: «¿Es la Tierra un gran cristal?».

No hubo ningún comentario. Foreman sabía que por fin estaban asimilando la gravedad de los hechos, y que después de una afirmación de tal naturaleza estaba justificado un silencio.

—Los tres científicos rusos poseían una sólida formación en historia, electrónica e ingeniería; un grupo bastante ecléctico. Empezaron con la teoría de que en el interior de nuestro planeta había una matriz de energía cósmica desde el principio de los tiempos, y que hoy día todavía veíamos los efectos de esa matriz en lugares como la puerta de Angkor o el Triángulo de las Bermudas.

—Dios mío —exclamó una nueva voz—. Nunca había oído tantas tonterías.

—Es el profesor Simmons, mi asesor científico —informó el presidente—. Acaba de llegar y le he pedido que escuche nuestra conversación.

—¿Continúo? —preguntó Foreman—. ¿O tal vez el profesor Simmons tiene una teoría mejor que ofrecer?

—Hablaré con él cuando haya acabado con usted —respondió secamente el presidente—. Continúe.

—La teoría rusa divide el mundo en doce bloques pentagonales, encima de los cuales hay veinte triángulos equiláteros. Los rusos sostienen que estos triángulos han ejercido una gran influencia en el mundo en muchos sentidos: a lo largo de ellos hay líneas de fallas que pueden provocar terremotos; existen anomalías magnéticas; y a lo largo de algunos de ellos tendieron a agruparse las antiguas civilizaciones.

»En nuestra situación actual, lo que más nos interesa es que en la intersección de esos grandes triángulos se hallan los denominados Vértices Perversos. Uno de ellos es la puerta del Triángulo de las Bermudas, conocido también como el Triángulo de las Bermudas. Otro es la puerta de Angkor, en Camboya, cuyo centro creemos que se halla en una antigua ciudad llamada Angkor Kol Ker. Y el tercero es la puerta del mar del Diablo, llamada el mar del Diablo, junto a la costa oriental de Japón. Chernobyl fue construido junto a uno de esos lugares, y el lago Baikal también se encuentra en una de esas intersecciones. Las nuevas puertas que ahora presentan alteraciones magnéticas también están situadas en los Vértices Perversos.

—¿Por qué se están activando ahora estos lugares? —preguntó el presidente.

—No lo sé, señor. Con los años he visto todo un flujo y reflujo en el mar del Diablo, el Triángulo de las Bermudas y Angkor, hasta el extremo de que en ciertos períodos desaparecen sin dejar rastro. Los rusos creen que en toda esta estructura cristalina hay una armonía matemática interna, y eso explica la naturaleza rítmica de las alteraciones.

—¿Cree usted en la teoría rusa?

—No la descartaré, señor, mientras no conozca la causa.

—¡Bah! —exclamó el profesor Simmons en tono despectivo.

—Adelante, profesor—dijo el presidente.

—La teoría de que la Tierra es un gran cristal es una bobada —repuso Simmons—. La litosfera, la superficie exterior del planeta, que es donde están situadas estas puertas, lleva millones de años moviéndose. De modo que cualquier formación de cristal estaría tan desfigurada por el movimiento de los continentes como para volver irreconocibles tales patrones. Además, no hay pruebas de que el planeta tenga una estructura cristalina masiva.

—¿Algo que objetar, Foreman? —preguntó el presidente.

Foreman imaginó al presidente sentado en su oficina con su asesor; un hombre que no había nacido siquiera cuando Foreman volaba en misiones de combate en la Segunda Guerra Mundial, sentado entre otros hombres que no habían conocido las luchas de un conflicto mundial.

—Nadie ha demostrado de forma concluyente la teoría del movimiento de los continentes ni…

—¿En qué está licenciado? —preguntó el profesor Simmons.

—No estoy licenciado en nada —respondió Foreman—. Sólo comentaba una teoría, y quiero que el presidente sepa que eso mismo está haciendo usted, comentar una teoría. Creo que damos por descontado un hecho que, aunque la mayoría de las pruebas apuntan en esa dirección, podría no ser un hecho. Llevo más de cincuenta años estudiando esas puertas, profesor Simmons, pero al menos reconozco que no es mucho lo que sé.

—Es evidente que usted sabía que ocurría algo extraño en esta zona de Camboya antes de que Michelet Industries enviara su avión a la puerta de Angkor —comentó el presidente.

—Sí, señor. Así es.

—¿No le pareció aconsejable prevenir al señor Michelet?

—¿Cómo iba a hacerlo, señor? Usted ha visto cómo han sido destruidos los datos del Bright Eye y sigue dudando de lo que le estoy diciendo sobre estos lugares. Dimos a Michelet los datos sobre la zona de la puerta de Angkor: los aviones derribados y el comando de las Fuerzas Especiales desaparecido. Le prevenimos lo mejor que pudimos, pero él siguió adelante.

—¿Qué le ha ocurrido a su avión?

—Se estrelló, señor, dentro de las fronteras de la puerta de Angkor. El Bright Ere logró hacer una fotografía de ella y determinar su posición. Se la enviaré al señor Michelet para que le ayude a recuperar a su hija y el avión.

—No lo habrá preparado todo usted, ¿verdad, Foreman? —intervino Bancroft, asesor de Seguridad Nacional, tras un breve silencio.

—¿Preparado qué?

—Que el señor Michelet enviara su avión de reconocimiento a la puerta de Angkor.

—Señor, Michelet Technologies lleva muchos años interesada en esta zona. Era inevitable que acabara haciendo alguna clase de reconocimiento. Como he dicho antes, no hubo manera de disuadir a Michelet. Le envié suficiente información para que fuera consciente del peligro.

—Una respuesta muy bien formulada —advirtió el presidente—. ¿Y si estas puertas aparecen en otra parte? ¿Qué ocurrirá?

—Sólo puedo ofrecerle una conjetura, señor, basándome en el mar del Diablo, el Triángulo de las Bermudas y Angkor. Existe una leyenda de una antigua ciudad que era la capital del imperio khmer, una ciudad llamada Angkor Kol Ker. Al parecer, la puerta de Angkor la invadió en el 800 d.C.

—¿Y? —preguntó el presidente, impaciente.

—Y la ciudad quedó destruida. Un imperio que tal vez era el más poderoso de la Tierra en su tiempo desapareció de la noche a la mañana, y su capital sólo se conoce como una leyenda.

»Y eso sólo fue una puerta, no las dieciséis que tenemos ahora. También tengo la sospecha de que lo que está sucediendo ahora es anterior incluso a ese trágico suceso ocurrido hace tanto tiempo. He hablado con el profesor Takato Nagoya, director del equipo japonés que se ocupa de investigar la puerta del mar del Diablo. Basándose en distintos datos, sostiene que lo que está ocurriendo ahora ya ha ocurrido una vez en la historia de la Tierra.

—¿Cuándo?

—Hace diez mil años. Nagoya cree que la leyenda de la Atlántida, tal como la relata Platón en Timeo y Critias, dos de sus diálogos, cuenta una historia real sobre lo que ocurrió cuando todos esos Vértices Perversos se convirtieron en puertas y trataron de conectarse. Cree que una civilización humana muy desarrollada fue destruida, hasta el extremo de quedar reducida a una mera leyenda. Que uno de los Vértices Perversos, conocido ahora como la puerta del Triángulo de las Bermudas o el Triángulo de las Bermudas, se abrió debajo de la Atlántida y la arrasó.

—Tonterías —estalló Simmons.

—El doctor Nagoya si tiene varios doctorados, profesor Simmons; de hecho, es uno de los científicos más reputados de Japón. Señor presidente, creo que nos estamos enfrentando a una grave amenaza, y no sólo afecta a esas zonas concretas, sino a toda la humanidad. No fueron tonterías ni bobadas lo que destruyó el Bright Eye, hizo desaparecer el Scorpion hace tantos años o ha derribado el avión de Michelet.

»Creo que nos están invadiendo a través de esas puertas, señor, y no podemos justificar nuestro nivel actual de conocimientos científicos insistiendo en que no es posible, cuando de hecho ya está ocurriendo. No podemos silenciar intelectualmente esta amenaza. Está ocurriendo algo, señor, y no creo que tengamos ni el tiempo ni la libertad suficientes para esconder la cabeza y hacernos los locos. —Foreman advirtió que varias personas en la sala de control lo miraban, y se dio cuenta de que había gritado al pronunciar la última frase—. Señor, la historia cuenta con una larga lista de gobernantes, que son responsables de no haber reaccionado ante las amenazas hasta que era demasiado tarde. Recuerde a Chamberlain en 1939 con Hitler. Entonces tenían hechos que prefirieron pasar por alto o incorporar a sus fantásticas fantasías.

—Está pisando terreno peligroso. —La voz del presidente era gélida.

—Señor, si cree que me preocupa mi carrera, mi pensión, mi cargo o cualquier otra cosa que no sea esta amenaza, se equivoca. Esta invasión es real, y esta vez no habrá ningún lugar al que huir, y no dejarán tranquilo nuestro país.

Hubo un largo silencio.

—¿Y ahora qué? —preguntó por fin el presidente—. ¿Qué hacemos ahora?

—Señor, tan pronto como averigüe lo que hay al otro lado de la puerta de Angkor, formularé un plan de acción.

—¿Y cómo demonios va a hacerlo? Nadie ha regresado allí.

—Como antes le dije, hay un hombre que lo consiguió. En estos momentos está con el señor Michelet. Cuando entró allí, algo o alguien se puso en contacto con él. Antes de que el avión de Michelet fuera derribado, hubo también una transmisión de radio dirigida a él, al parecer de uno de sus viejos compañeros que se encuentra dentro de la puerta de Angkor. No sé cómo pudo conseguirlo, pero es la mejor pista que tenemos. Ese hombre entró y salió de allí, y confío en que vuelva a hacerlo, pero esta vez con más información. Entretanto, tengo una lista de medidas que deberíamos adoptar para estar preparados para responder, una vez que averigüemos lo que está ocurriendo.

—¿Y si no lo averiguamos? —preguntó el presidente.

—Que Dios nos asista, señor presidente —respondió Foreman.

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