Atlantis

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Segunda parte » Capítulo 8

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Capítulo 8

Aunque eran las tres de la mañana, una ráfaga de aire caliente envolvió a Dane en cuanto salió a la corta escalera acoplada a la puerta del avión. Pero más que el calor, fue el olor lo que trajo a su memoria una maraña de recuerdos. Un olor a comida exótica, sudor humano y un débil rastro de enfermedad y polvo le hicieron creer por un instante que estaba de nuevo en Saigón treinta años atrás.

Contempló las luces que señalaban la pista de aterrizaje: el aeropuerto Don Muang no había cambiado mucho respecto al que había encontrado tres décadas atrás, cuando llegó de permiso para descansar y recuperarse. Sintió que le invadía la misma oleada de malos presentimientos que había tenido entonces. Era un lugar horripilante. Sólo había pasado un día en Bangkok, encerrado en una habitación de motel, antes de coger el primer vuelo de vuelta a Vietnam y, para él, la paz y seguridad del campamento base del MACV—SOG. En Bangkok había demasiada miseria humana, demasiada desesperación, y no podía quitársela de la cabeza.

—Aquí está nuestro hombre —dijo Freed, dándole un codazo y haciéndole volver al presente.

Dane vio la limusina blanca que los esperaba. Con Chelsea a su lado, siguió a Michelet, Freed y Beasley hasta el coche. Chelsea subió y se enroscó en el espacioso interior, entre dos amplios asientos de cuero colocados uno frente al otro.

Dentro los esperaba un hombre de edad.

—Me alegro de verte, Lucien —lo saludó Michelet, estrechándole la mano y sentándose a su lado.

Dane calculó que Lucien tenía por lo menos setenta años, si no más. Supuso que era uno de los primeros expatriados franceses expulsados de Vietnam cuando los comunistas se hicieron con el poder y que estaba trasladando sus negocios dos países más al oeste. Michelet hizo las presentaciones.

—Ya conoce al señor Freed. Y éstos son el profesor Beasley y el señor Dane.

Lucien clavó sus ojos azules en cada hombre y saludó inclinando su cabeza calva con manchas de la vejez, antes de volverse hacia Michelet.

—He informado al señor Freed acerca de lo que… —Se interrumpió cuando Michelet levantó ligeramente un dedo.

—¿Está preparado el equipo que le pedimos? —preguntó.

—El avión y el helicóptero esperan en el aeródromo, con combustible y preparados. Las tripulaciones los esperan en el avión. Es lo mejor que he podido conseguir en tan poco tiempo, de modo que es posible que no sean tan buenos como usted quisiera. —Lucien parecía a punto de añadir algo, pero cambió de opinión—. La bomba que pidió ya está a bordo del avión. En cuanto al equipo especializado, he quedado con un hombre que podrá facilitárselo.

—No tengo tiempo para regatear —respondió Michelet. Su cara se ensombreció a la tenue luz del vehículo—. Te dije que lo hicieras por mí. ¡El equipo ya debería estar aquí!

—Nunca tocaré armas o drogas —replicó Lucien, sosteniéndole la mirada—. Así es como he conseguido sobrevivir en esta parte del mundo. Es posible que no me queden muchos más años de vida, pero quiero que acabe de forma natural. No supondrá un gran retraso. Es un hombre muy eficiente. Sólo tenemos que hacer un pequeño desvío para recoger el equipo.

Lucien dio unos golpecitos con un bastón en el grueso cristal que los separaba del conductor, y la limusina se puso en marcha.

Dane se agachó y enroscó los dedos en el pelo de Chelsea, masajeándole despacio sus músculos. Ella volvió la cabeza y le dedicó un débil gemido.

El anciano francés ocultaba algo, Dane estaba seguro de ello. Lo que había estado a punto de decir era importante, pero Michelet no quería que él lo supiera. Volvió a mirar por la ventana y se fijó en que los seguía una camioneta con tres hombres en la caja y una metralleta de grueso calibre montada en el techo de la cabina. Lucien tenía muchas ganas de conservar la salud.

Se abrieron paso por calles bordeadas de palmeras y atestadas de gente incluso a esa hora tan temprana. No había más coches, ni rastro de soldados norteamericanos por las calles, pero a Dane le recordó mucho a Saigón. El Sudeste asiático era un lugar donde el tiempo transcurría muy despacio. Dejaron atrás a granjeros que tiraban de carros cargados con productos de la tierra, camino de los mercados que pronto se abrirían.

La limusina dobló una esquina y se adentró en un callejón estrecho. Dane se puso tenso cuando lo invadió una sensación que hacía tiempo que no experimentaba.

—Es una emboscada —susurró a Freed.

El hombre de seguridad lo miró, y a continuación miró por las ventanas de cristal oscuro los edificios que se alzaban a cada lado. Deslizó una mano dentro de su cazadora, pero aparte de eso no hizo nada. Dane pensó brevemente en la reacción que habría producido tal afirmación en los miembros del ER Kansas, y se obligó a relajarse. Si eran víctimas de una emboscada, tendría que confiar en que los hombres de Lucien los protegerían; a menos, por supuesto, que fuera Lucien quien les tendía la trampa. Pero lo dudaba, estando con ellos en el coche.

Al final del callejón se abrieron de par en par las puertas de un almacén, y las cruzaron. Dane estaba tenso, listo para salir rodando por la puerta, pero, curiosamente, la sensación de amenaza disminuyó levemente en cuanto las puertas se cerraron detrás de ellos. Lucien bajó del coche, seguido de Michelet.

—¿A qué ha venido eso? —susurró Freed a Dane antes de salir.

Dane se limitó a sacudir la cabeza y pasó por delante de él.

—Espera —ordenó a Chelsea, que no pareció demasiado entusiasmada con la orden, pero obedeció, ocultando el morro entre las patas delanteras en la gruesa alfombra del interior del vehículo y frunciendo las cejas.

La camioneta con la pesada metralleta encima había entrado detrás de ellos, pero dio inmediatamente la vuelta en el reducido espacio que había detrás de la limusina, lista para salir la primera. El interior del almacén estaba iluminado por bombillas que colgaban bajas del techo, a seis metros de distancia una de otra. La pared del fondo estaba a unos quince metros de distancia y el interior estaba lleno de cajas.

Había cinco camboyanos esperando de pie detrás de una mesa larga, encima de la cual había dos grandes armarios para guardar el equipo. Lucien se acercó a la mesa y agitó el bastón por encima de los armarios.

—Su equipo —se limitó a decir.

—Compruébelo, Freed —ordenó Michelet.

—Primero el dinero —dijo el camboyano del centro, levantando una mano.

—Freed, compruebe el material —repitió Michelet al tiempo que deslizaba sobre la mesa el maletín metálico.

El camboyano cogió el maletín e intentó abrirlo mientras Freed abría el primer armario. Dane se acercó a Freed. Dentro había seis M-16A2, todavía en su envoltorio original. En las esquinas se amontonaban los cargadores de treinta cartuchos junto con varias cajas de munición de 5,56 milímetros. También había una docena de bolsas de lona verde que, según Dane reconoció al instante, eran minas Claymore.

—¡La llave! —rugió el camboyano enfadado, sosteniendo el maletín en alto.

Michelet se metió una mano en el bolsillo y sacó una pequeña llave metálica.

—Tiene el dinero en las manos. Le daremos la llave en cuanto terminemos de comprobar el equipo que le hemos comprado. Si intenta abrir el maletín sin la llave, le advierto que dentro hay una carga especial que incinerará el dinero.

—El dinero está dentro del maletín, Sihouk —terció Lucien, mirando a los hombres situados a cada lado de la mesa.

Sihouk siseó algo en camboyano, y los otros cuatro hombres se desplegaron con las manos cerca de las cinturas, de las que asomaban de forma destacada las empuñaduras de sus pistolas de grueso calibre.

—El dinero está dentro del maletín y os darán la llave —repitió Lucien—. Dejad que se aseguren de que tienen lo que necesitan.

Sihouk dijo algo más y sus hombres se detuvieron, preparados.

Freed abrió el segundo armario. Dentro había varios paquetes abultados junto con varias fundas de plástico. Dane introdujo una mano y sacó uno de los M-16. Cogió un cargador de treinta cartuchos, se aseguró de que estaba lleno y lo deslizó en el arma, encajándolo con un clic audible que aumentó la tensión en el almacén.

—¿Qué demonios está haciendo? —preguntó Michelet.

—Jugando a lo mismo que usted —respondió Dane. No le preocupaban mucho Sihouk y sus hombres. Tenían su dinero, y sabía que Michelet les daría la llave. Lo que le inquietaba era el mal presentimiento que había tenido al entrar en el almacén—. No voy a quedarme aquí con las manos vacías mientras ustedes juegan a ver quién es más macho.

Dane sostuvo el M-16 con naturalidad a su costado, con la boca hacia el suelo. Sonrió a Sihouk. Éste le sostuvo la mirada, y luego sonrió despacio, enseñando dos dientes de oro. Dane advirtió la traición que se reflejaba en su mirada, pero sabía que nadie más podía hacerlo.

—Está todo —dijo Freed.

Michelet arrojó la llave a Sihouk, que la cogió al vuelo. Mientras Freed y Dane llevaban el equipo al maletero de la limusina, Sihouk abrió el maletín. Sonrió una vez más, siseó una orden y los cinco camboyanos desapareciendo en la oscuridad.

—Larguémonos de aquí —dijo Lucien—. Ni siquiera me gusta transportar esta clase de material.

Dane había sacado un segundo M-16 junto con varios cargadores al meter las armas en el maletero. Arrojó el arma a Freed cuando volvieron a subir a la limusina.

—Para que no diga que nunca le di nada —dijo, mientras le lanzaba cuatro cargadores—. Creo que va a ser más difícil salir de aquí que entrar.

Freed cargó el rifle mientras la limusina daba la vuelta. Las puertas se abrieron y la camioneta salió al callejón, seguida de cerca por la limusina.

Dane sintió la sensación de amenaza con mayor intensidad.

—¡Pare! —gritó justo cuando la parte delantera de la limusina se disponía a cruzar las puertas. El conductor reaccionó automáticamente, pisando los frenos.

Una granada propulsada por un cohete alcanzó la camioneta, que estalló en llamas. De los tejados adyacentes dispararon varias balas trazadoras, que acribillaron la calle y la furgoneta. Una segunda granada cayó al suelo justo delante de la limusina. Dane abrió la puerta de una patada con el rifle preparado, mientras Michelet, Beasley y Lucien se acuclillaban en el interior, protegidos por el blindaje y el cristal a pruebas de balas del coche, y Freed bajaba por el otro lado.

Dane utilizó el lateral del coche para cubrirse y disparó todo un cargador en rápidas ráfagas de tres cartuchos hacia el lugar de donde procedían las balas trazadoras. Freed estaba al otro lado del coche, disparando al otro lado de su área de fuego, cubriéndolo.

Dane reconoció el tableteo de los AK-47, un ruido que había oído muchas veces. Encajó otro cargador. En el tejado, un hombre con un lanzacohetes al hombro se levantó y apuntó hacia abajo. Dane disparó una rápida ráfaga y lo derribó.

Hizo una pausa al reconocer el ruido de un arma automática ligeramente distinta de las armas de los tejados. Allí arriba había alguien con un arma que no era un AK. Llevaba el M-l6 al hombro, cuando de pronto cayó del tejado un cuerpo que aterrizó entre la parte delantera de la limusina y la furgoneta en llamas. Lo siguió otra ráfaga de la misma arma. Y dos más.

De pronto se hizo el silencio. Dane miró por encima del maletero a Freed, que arqueó las cejas con expresión interrogante.

—Larguémonos de aquí —fue todo lo que dijo Dane.

Mientras Freed se subía al coche por la puerta de su lado, Dane echó a correr hacia adelante y recogió el cuerpo del esbelto camboyano que había caído, lo cargó al hombro y lo arrojó en la parte trasera del coche, para consternación de Michelet, Lucien y Chelsea, que gimieron y se encogieron, apartándose todo lo posible de él.

—¡Adelante! —ordenó Dane.

El conductor no necesitó que le insistieran. Apartó con el parachoques los restos de la camioneta y aceleró.

—Tranquila —susurró Dane a Chelsea, arrodillándose junto al cadáver.

—¿A qué viene esto? —preguntó Michelet.

—Siempre es conveniente saber quién te está disparando —respondió Dane, registrando rápidamente los bolsillos del cadáver.

Todo lo que encontró fue un grueso fajo de dinero. No sabía a cuánto se pagaba el asesinato en Bangkok, pero aun con la inflación alta, ese fajo parecía satisfacer la tarifa de cualquier parte del mundo. Aparte de eso no había nada.

—Averigua quiénes son tus enemigos —continuó Dane, arrancándole la camisa—y los enemigos de tus enemigos. Porque podrían ser tus amigos, pero también podrían no serlo y ser aún peores enemigos.

—¿De qué demonios está hablando? —preguntó Michelet.

—Dígaselo usted —dijo Dane a Freed.

—Alguien ha detenido la emboscada —anunció Freed.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Michelet.

—Oímos un arma diferente de las que tenían quienes tendieron la emboscada en los tejados, y es imposible que nosotros los matáramos desde donde estábamos —dijo el hombre de seguridad.

Dane sacó un Leatherman de la funda que llevaba en la cintura y clavó la larga hoja del cuchillo alrededor de una de las heridas de bala del cadáver. La clavó bien y con la mano libre apretó con dos dedos el agujero. Sintió el bulto duro de una bala entre los dedos y la sacó con gran dificultad.

—Nueve milímetros —dijo, acercando una mano sangrienta a una de las pequeñas luces—. Los camboyanos disparaban AK de 7,62 milímetros. Alguien les disparó por la espalda con una ametralladora.

—¿Quién? —preguntó Lucien, todavía pálido por el sangriento incidente.

—Alguien que sabía que íbamos a ir al almacén y que sabía que iban a tendernos una emboscada. Alguien que debe de habernos seguido desde el aeropuerto —dijo Dane. Estaba cansado. El mal presentimiento se había difuminado, dejándolo exhausto. Se recostó en su asiento y cerró los ojos.

—¿Nos seguían? —preguntó Michelet. Se volvió hacia Lucien—. ¿Qué sabes de eso?

Lucien balbució una protesta, pero la voz cansina de Dane lo interrumpió.

—Sihouk nos ha vendido. Le ha sacado dinero a usted, y a otro por entregarnos. Para él no ha sido más que una buena jornada laboral, nada personal. ¿Tiene algún enemigo?

—Syn—Tech —respondió Freed.

—¿Qué es?

—Una firma competidora.

—¿Estarían dispuestos a matarlos? —preguntó Dane, abriendo mucho los ojos.

—Estamos hablando de cientos de millones, si no billones, de dólares en juego —dijo Michelet con una carcajada áspera—. Sí, matarían por eso. ¿Usted no?

—No —respondió Dane, lo que volvió a provocar la risa de Michelet.

—La verdad, creo que le pagaban bastante menos cuando estaba en el ejército.

Dane miró al anciano por encima de Chelsea. Sus miradas se encontraron, luego Dane se recostó y asintió.

—Tiene razón, me pagaban bastante menos entonces. —Volvió la espalda a los demás, puso las manos en el cuello de Chelsea y cerró los ojos para descansar.

Regresaron al aeródromo sin más incidentes, pero en lugar de subir al avión de Michelet, recorrieron la pista de aterrizaje principal hasta un viejo hangar. Dane abrió mucho los ojos una vez más cuando entraron. Dentro había un destartalado avión de transporte C-123 bimotor junto a un viejo helicóptero.

La limusina se detuvo. Lucien no bajó con ellos. Miró a Michelet.

—Aquí cerramos nuestro trato. Al contrario de lo que usted piensa, creo que hay muchas cosas que el dinero no puede reemplazar ni comprar. Por favor, no vuelva a llamarme nunca más.

Freed y Dane apenas tuvieron tiempo de sacar del maletero las armas antes de que se marchara la limusina. Una figura se separó de las sombras del C-123 y se acercó despacio.

—Buenas —dijo el hombre con marcado acento australiano—. O tal vez debería decir buenos días, ya que aún no se nos ha echado encima el día. Me llamo Porter y soy su piloto.

—¿Está listo el avión? —preguntó Michelet.

Dane advirtió que Michelet se había recuperado bien de los sucesos de las dos últimas horas. Imaginó que nadie llegaba a su posición sin tener unos nervios de acero.

—Sí, está listo. —Porter miró por encima del hombro—. Pero esos tipos que ha contratado su amigo de la limusina… Si yo fuera usted, no me fiaría mucho de ellos.

—Pero no lo es —replicó Michelet con brusquedad.

De las sombras salieron más hombres. Eran cuatro, vestidos con uniformes verdes que habían visto mejores tiempos y estaban desprovistos de toda insignia. Llevaban botas cubiertas de barro y grandes cuchillos en la cintura. Cuchillos Rambo, advirtió Dane. Tales armas parecían muy impresionantes, pero eran poco prácticas tanto para degollar a un hombre, que requería un pequeño estilete, como para abrirse paso en la selva, donde lo más adecuado era el machete. Los hombres tenían barba de varios días y los ojos inyectados en sangre. Dane reconoció el olor a alcohol.

—Yo soy McKenzie —dijo el más corpulento de los cuatro—. El comandante McKenzie.

—Lo conozco, McKenzie, y ya no es comandante —repuso Freed, dando un paso adelante.

—Éstos son mis hombres —replicó McKenzie, mirando de arriba abajo al hombrecillo que tenía delante, intentando evaluar la situación.

Dane se acercó y se detuvo a la izquierda de Freed. Los dos hombres llevaban una boina roja descolorida, con una insignia prendida sobre el ojo izquierdo: un par de alas de paracaidista coronadas con una hoja de arce. Que Dane supiera, esos hombres habían pertenecido al Regimiento de Paracaidistas canadiense. También sabía por los periódicos que ese regimiento había sido disuelto acusado de graves atrocidades durante las misiones pacificadoras en Somalia y Bosnia.

—Nunca sabes por dónde va a salir la mierda —dijo Freed, lo que confirmó a Dane de dónde habían salido los mercenarios y sus circunstancias.

McKenzie le golpeó con la mano derecha, pero Freed ya se había movido, agachándose y propinándole cuatro puñetazos en su amplio estómago. El hombre más corpulento se dobló en dos, resollando.

—Quietos —dijo Dane, apuntando con su M-16 a los otros paracaidistas—. Creo que la lucha ya es bastante desigual como está.

McKenzie se erguía sin aliento, cuando Freed le propinó un doloroso golpe en la nariz que le hizo sangrar. Se colocó con agilidad detrás de McKenzie, le rodeó el cuello con una mano y se lo apretó, haciéndole respirar con dificultad.

—Ya no eres comandante —susurró a su oído—. ¿Entendido?

—Vete a la mierda, negro.

—Un error—dijo Freed. Le clavó en la sien los nudillos de la mano libre, haciéndole soltar un alarido de dolor. Luego los apretó con más fuerza, arrancándole las lágrimas.

Dane vio que McKenzie cogía con la mano izquierda el mango de su gran cuchillo. Mientras lo desenfundaba, Freed lo soltó y retrocedió, poniéndose fuera de su alcance. McKenzie intentó alcanzarlo dos veces, luego se acuclilló en la posición del luchador y observó con mayor cautela a su oponente.

—¡Escuchen! —exclamó Michelet adelantándose, pero Dane lo sujetó.

—No se meta.

McKenzie se irguió despacio de su posición acuclillada. El extremo del cuchillo tembló antes de bajar.

—Eh, no me gusta que vengas aquí a jodernos a mí y a mis hombres.

—Ya te has jodido tú solo —replicó Freed.

McKenzie se puso aún más colorado, algo que Dane había creído imposible.

—Estás a sueldo, ¿entendido? —dijo Freed.

—Claro —respondió McKenzie esbozando una torva sonrisa, que ninguno de los presentes se creyó—. Sólo ha habido un malentendido.

—Me llamo Freed. Señor Freed para ti. ¿Entendido?

—Entendido. —McKenzie guardó el cuchillo en su funda.

—¿Entendido qué?

—Entendido, señor Freed —respondió McKenzie, torciendo de nuevo los labios en una sonrisa. Miró fijamente al hombre más menudo, al tiempo que se llevaba una mano a la cabeza y se palpaba con cuidado el lugar donde le había apretado.

—Se os ha pagado por adelantado —dijo Freed—. Recibiréis la misma cantidad a la vuelta. Sólo tenéis que hacer lo que yo os ordene y cuando yo lo ordene. ¿Entendido?

Los cuatro hombres asintieron con resentimiento.

—Vais a tirar ahora mismo todo el alcohol que habéis traído con vosotros si no queréis que os tire del avión sin paracaídas. ¿Está claro? —Freed se acercó un paso—. No os veo mover la cabeza. ¿Está claro?

—¡Sí, señor!

—Ahora subid el equipo a bordo —ordenó Freed.

Mientras los canadienses subían las armas al C-123, Freed se volvió hacia Dane.

—Gracias por su ayuda en el almacén.

—La próxima vez que le diga que es una emboscada, le sugiero que me haga caso —replicó Dane. Luego hizo un gesto hacia los canadienses—. No me pagan para que le apoye. —Y añadió, deteniendo en seco a Freed, que se volvía, y a Michelet—: Quiero saber qué ha ocurrido con su primer equipo de rescate y cuál es su plan para rescatar el avión; quiero saber quién es el enemigo que nos ha atacado y quién lo ha atacado a él, o no voy a ninguna parte.

***

Toda una pared de la oficina de Patricia Conners estaba cubierta de un mosaico de imágenes de satélite.

Había ido al Centro de Comunicaciones e Imágenes de la NSA y recabado todas las peticiones de imágenes que Foreman había hecho en las últimas veinticuatro horas. No le sorprendió descubrir otras peticiones, además de las dos dirigidas a ella. Lo que le sorprendió fue la naturaleza de las peticiones: iban dirigidas a un colega de Conners, el experto en ELINT o inteligencia electrónica cuya oficina estaba en el mismo pasillo. La ELINT también incluía datos radiactivos y magnéticos, de modo que cubría mucho terreno.

Conners había impreso los resultados obtenidos por la cadena de satélites ELINT que Estados Unidos tenía dando vueltas alrededor del globo, y en esos momentos contaba con un mosaico que abarcaba todo el planeta. No tenía ni idea, por supuesto, de qué significaban los distintos colores y las líneas superpuestas a los datos geológicos básicos. Sabía que representaban distintos espectros del campo electromagnético, pero hasta ahí llegaban sus conocimientos sobre el tema.

Recorrió el pasillo y asomó la cabeza por una puerta.

—Jimmy, tesoro. —Sonrió.

—¿Sí? —respondió un joven de pelo largo y recogido en una coleta, levantando la vista de la pantalla de su ordenador.

—Necesito que me ayudes a interpretar algo.

Jimmy parpadeó. Iba vestido con una camiseta holgada y unos téjanos que habían visto tiempos mejores, y llevaba unas gafas cuya montura metálica casi se hundía bajo el peso de los gruesos cristales.

—¿Interpretar? ¿Interpretar qué?

—Ven a mi oficina. Te prepararé una taza de ese té especial que tanto te gusta.

Conners lo precedió. Tras atravesar la puerta, Jimmy se detuvo y silbó, contemplando el mosaico.

—Guau, Pat. ¿Cuándo lo has hecho?

—Ahora mismo.

Jimmy se acercó y empezó a trazar líneas con los dedos, estudiando las imágenes con atención.

—Estos datos son nuevos. He recibido la petición esta mañana y los he enviado todos. No deberías tenerlos.

—¿No los has mirado? —preguntó Conners, enchufando su pequeña kettle.

—No tenemos que hacerlo, salvo que recibamos instrucciones en ese sentido —respondió Jimmy, sorprendido—. Debemos enviarlos y archivarlos. —Hizo una pausa, pensativo—. ¿Miras todo lo que nos piden?

—Por supuesto, cariño.

El labio inferior de Jimmy se curvó como si se lo hubiera mordido. Alargó una mano y cerró la puerta de Conners de golpe.

—Yo también lo miro todo. Me refiero a qué sentido tiene hacerlo si no lo miras. Mierda, se supone que yo soy el experto. No es que…

—Jim —lo interrumpió Conners con amabilidad—. No tienes que justificarte ante mí. Recuerda que yo también lo hago. La cuestión es que eso quiere decir que ya has visto estos datos, ¿no?

—Sí. —Jimmy miró de nuevo hacia la pared—. Foreman. No sé quién demonios es ese tipo, pero está metido en una mierda muy rara. Perdón, asunto.

—¿Qué clase de mierda?

Jimmy volvió a llevar una mano al mosaico y recorrió varias líneas de colores, como si pudiera sentir con las puntas de los dedos lo que representaban.

—Estas líneas azules representan el flujo electromagnético. Las rojas son geomagnéticas y las verdes muestran la radiactividad.

—¿Y? —lo apremió Conners cuando Jimmy se quedó callado.

—Bueno, pues que esto no está bien —respondió dando unos golpecitos en el mosaico.

—¿Qué quieres decir con que no está bien?

—No son los patrones normales de cualquiera de estas imágenes. Está pasando algo. A escala global.

—¿Algo como qué? —preguntó Patricia Conners con forzada paciencia.

—Algo está trastornando el flujo normal de los campos electromagnéticos y geomagnéticos terrestres —respondió Jimmy, encogiéndose de hombros—. Ese algo también transporta una pequeña cantidad de radiactividad, aunque no tengo ni idea de cómo es posible.

—¿Radiactividad? —repitió Conners.

—Sí, pero nunca había visto nada parecido. Muy raro. Insólito. De hecho, completamente imposible.

—¿Se lo has dicho a alguien? —preguntó Conners, sorprendida por la información.

—¿Por qué? —Jimmy parecía a su vez sorprendido.

—Porque, según lo que acabas de decir, está ocurriendo algo anormal —respondió Conners exasperada.

—Sí, pero piensa que si se lo dijera a alguien, se enterarían de que he mirado datos que se suponía que no debía mirar —se limitó a decir Jimmy.

—Dios mío. —Conners sacudió la cabeza—. Hemos conocido al enemigo y somos nosotros.

—¿Cómo dices? —Jimmy frunció el entrecejo.

—Olvídalo. —Conners se concentró en las imágenes—. Está bien. ¿Cuál puede ser la causa?

—No tengo ni idea. Pero los patrones son muy regulares, y las líneas se cruzan y parecen concentrarse en varios lugares de la superficie terrestre. Por lo tanto, no es aleatorio.

—No es aleatorio —murmuró ella—. ¿Entonces algo lo está causando?

—Por supuesto que algo lo está causando.

—No. —Conners sacudió la cabeza, exasperada—. Me refiero a si alguien lo está causando.

—La verdad es que no —respondió Jimmy, frunciendo el entrecejo—. Nadie podría hacerlo. El patrón no es aleatorio, lo que indicaría que algo lo causa, pero nadie podría propagar algo así, así que… —Las palabras tropezaron unas con otras, y se interrumpió con torpeza.

—¿Qué efecto va a tener esto? —preguntó Conners acercándose y mirando las líneas.

—A los niveles actuales, poco. Pero parece estar aumentando de potencia.

—¿Y si sigue haciéndolo? —insistió Conners.

—Uf, no lo sé, Pat. —Jimmy se frotó la barbilla, donde unos pelos luchaban por crear el efecto de una barba—. Pero sería desastroso que aumentara, digamos, otros cuatro niveles. Esta cosa electromagnética destruiría las redes de suministro de energía, lo que dejaría sin funcionar determinados aparatos electrónicos. ¿Sabes por qué se pide al pasaje de un avión que apague sus ordenadores portátiles y walkmans cuando se va a iniciar el despegue? Bueno, en realidad estos aparatos no constituyen un problema, pero la compañía aérea no quiere correr el riesgo de que algo pueda interferir en los sistemas del avión. Ahora mismo, en el centro de cada uno de estos puntos, las interferencias son cuatro veces más fuertes que las de esos aparatos.

»El material radiactivo es otro tema. No veo cómo podría producirse este aumento, pero si sigue produciéndose a este ritmo durante varios días, dentro de nada habrá muchas personas gravemente enfermas y muchas otras muertas en las intersecciones de algunas de estas líneas de flujo. —Jimmy se animó—. Pero no puede seguir aumentando.

—¿Por qué no?

—Bueno, porque… —Jimmy hizo una pausa—. Quiero decir que acaba de ocurrir y… —Se interrumpió.

Pero Conners había advertido algo en el mapa. Abrió un carpesano de tres anillas que tenía sobre su escritorio y pasó algunas hojas.

—Dios mío —murmuró.

—¿Qué pasa? —Jimmy se alarmó aún más al ver la cara lívida de Pat Conners.

—Creo que sé cómo se está propagando —respondió Conners, metiendo un dedo en el carpesano—. Y creo que sé de dónde procede. —Arrancó una hoja, la acercó al mosaico y con un rotulador rojo empezó a marcar pequeñas X en el papel—. No son todos, pero algunos coinciden.

—¿Algunos qué?

—Los satélites MILSTARS. ¿Ves cómo éstos están situados a lo largo de las líneas de propagación? En cada uno de esos puntos hay un satélite MILSTARS en órbita geoestacionaria. Quien sea, o lo que sea, está utilizando los satélites como medio de propagación. —Recordó los extraños datos en el satélite MILS—TRAS-16 y por fin comprendió su significado.

—Pero ¿cómo es posible? Yo no podría hacerlo. Es técnicamente imposible.

—Me trae sin cuidado si es o no técnicamente posible —replicó Conners—, pero alguien lo está haciendo. Es demasiada coincidencia.

—Pero ¿por qué?

—No sé por qué, porque no sé quién lo está haciendo —respondió Conners—. Pero puedo decirte exactamente de dónde procede toda esta energía. —Puso una mano en un extremo del mosaico—. Justo aquí, en el centro norte de Camboya, donde el viejo señor Foreman quería que echara un vistazo con el Bright Eye. Y a alguien no le gustó que lo hiciéramos, porque lo quitó de enmedio haciéndolo estallar.

—Pero ¿qué dices? ¿El Bright Eye ha estallado? —inquirió Jimmy, incrédulo.

—Maldita sea, sí.

—Pero estas líneas no parten de un solo punto —dijo Jimmy, haciendo un gesto de incredulidad—. Ya no. Lo hacían, pero ya no lo hacen.

—¿Qué quieres decir?

—Los colores. Las sombras indican… —Jimmy se interrumpió, como si buscara las palabras apropiadas para explicárselo—. Mira, Pat, fíate de mí en esto. Sé cómo leer esos colores y patrones, ¿de acuerdo?

Conners hizo un gesto de asentimiento.

—Verás, al ver todo esto —continuó Jimmy—, empecé de nuevo para establecer a qué velocidad se incrementaba la energía. —Esbozó una sonrisa—. Y no sólo fui capaz de calcular el índice de crecimiento, sino también la ruta de la propagación. Comenzó, en efecto, en Camboya, pero ahora parece que está aumentando de energía desde otros lugares del planeta.

—¿Dónde? —preguntó Conners.

—Aquí, en las Bermudas; aquí, al oeste de Rusia, justo en el lago Baikal, y aquí, al oeste del Pacífico, junto a la costa japonesa. —Jimmy dio unos golpecitos en los lugares al nombrarlos—. Empezó en Camboya y es allí donde se está generando la fuerza más poderosa, pero las demás están aumentando en fuerza y capacidad de propagación, alimentándose de la de Camboya.

—Pero… —Conners se interrumpió. Había estado a punto de preguntar por qué, pero sabía que era una pregunta inútil—. Tal vez Foreman sepa qué es. Espero que así sea.

***

El submarino estadounidense Wyoming formaba parte de la Segunda Flota, cuyo cuartel general estaba en la base naval de Norfolk, en Virginia. No estaba previsto que saliera antes de tres semanas según los turnos rotativos normales. Pero una llamada telefónica del jefe de Operaciones Navales (CNO) al capitán Rogers, al mando del submarino, trastocó los planes.

Los teléfonos de Norfolk y la base naval no habían dejado de sonar durante las dos últimas horas, alertando a los miembros de la tripulación y ordenándoles que se presentaran.

En lo alto del submarino, Rogers observaba la llegada de su tripulación en grupos, protestando por la extraña alarma. No le preocupaba la moral de sus hombres; los submarinos eran la élite de la marina, y sabía que podía contar con ellos. Sin embargo, le inquietaban las extrañas instrucciones que había recibido del CNO.

En primer lugar, se había saltado todos los escalones, y había muchos en la cadena del mando entre Rogers y el CNO. En segundo lugar, el CNO se había limitado a ordenar que zarparan lo antes posible, se dirigieran a toda máquina a una serie de coordinadas en el océano y esperaran nuevas instrucciones. Rogers había tenido la clara e inquietante sensación de que ni el mismo CNO estaba muy seguro de por qué daba tales órdenes y por qué él mismo las cumplía. Y para Roger eso quería decir que las órdenes sólo podían proceder de dos lugares: el ministro de Defensa o el presidente. Tanto si era uno como el otro, eso significaba que lo que ocurría era muy grave.

Pero Rogers había trazado en las cartas de navegación las coordenadas y se sintió desconcertado. Señalaban un punto a unos novecientos sesenta y cinco kilómetros de Norfolk, al sudoeste de las Bermudas.

Se frotaba su recién afeitada cara, cuando frente a la pasarela se detuvo otro autobús, del que bajaron un montón de marineros. Pero ¿por qué iba alguien a necesitar un submarino de misiles balísticos en esas coordenadas? Sintió la vibración de los motores a través de la plancha de acero bajo sus pies cuando el reactor se puso en marcha. Recorrió con la mirada la enorme cubierta del Wyoming, las veinticuatro escotillas herméticamente cerradas, distribuidas por pares hasta los timones de la cola. Dentro de esos silos había suficiente energía nuclear como para destruir el mundo, o al menos una buena parte.

—Ocho horas hasta situarnos en las coordenadas establecidas —informó su segundo de a bordo, el comandante Sills, que salió por la escotilla de la torre de mando.

—¿Estado de la tripulación? —preguntó Rogers.

—Se ha presentado el sesenta y siete por ciento.

—Pongámonos en marcha —ordenó Rogers.

—¿Y el resto de la tripulación, señor? —La cara de Sills reflejaba sorpresa.

Rogers introdujo un pie en la escotilla y buscó a tientas el travesaño.

—El CNO ha dicho lo antes posible, y el sesenta y siete por ciento nos permite realizar la misión. Llama por radio al capitán del puerto y comunícale que saldremos dentro de cinco minutos.

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