Atlantis

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Capítulo 31

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Capítulo 31

El grupo permaneció reunido alrededor de las puertas abiertas del portal y atisbo en la oscuridad que se extendía más allá de la entrada. Volvieron a sentir el roce de un vapor antiguo, una ráfaga mohosa que parecía transportar con ella la sabiduría destilada de los siglos. Jack evocó una imagen de Solón el Legislador y del sacerdote envuelto en las sombras del santuario de Sais. Un momento después el fantasma había desaparecido, pero él quedó convencido de que estaban a punto de desvelar los secretos íntimos de un pueblo que se había diluido en la historia hacía miles de años.

Después de recorrer unos cuantos metros llegaron al final del pasadizo y Jack dirigió el haz de su linterna delante de ellos. Junto a él, Dillen parpadeó varias veces mientras sus ojos se adaptaban a la insólita luminosidad de la escena que tenían delante.

—¿Qué es? —Hiebermeyer no podía contener su emoción—. ¿Qué puedes ver?

—Es una única cámara, de unos diez metros de largo por seis de ancho —contestó Jack con la voz mesurada de un arqueólogo profesional—. Hay una mesa de piedra en el centro y una especie de biombo hacia la parte posterior. Oh, y también hay oro. Gruesos paneles de oro cubren las paredes.

Dillen y él se agacharon para poder pasar y el resto los siguió con mucho cuidado. Una vez que todos estuvieron dentro, Jack y Costas ajustaron sus linternas para ampliar el haz de luz y las orientaron a lo largo de la cámara.

La lacónica descripción hecha por Jack apenas hacía justicia al lugar. A ambos lados, las paredes estaban embellecidas con impresionantes paneles de oro bruñido, cada uno de dos metros de altura y un metro de ancho. Los paneles brillaban con un esplendor deslumbrante, sus superficies prístinas y espejadas. En total había diez paneles, cinco a cada lado de las largas paredes, espaciados regularmente con una brecha de medio metro entre cada una de ellas. Estaban cubiertos con marcas: los símbolos de la Atlántida.

—Échale un vistazo a eso —susurró Costas.

El haz de su linterna había iluminado una forma gigantesca situada en la parte posterior de la cámara. Apenas era reconocible como humana, una parodia grotesca de la forma femenina, con pechos colgantes, nalgas prominentes y un vientre hinchado que confería al torso una apariencia casi esférica. La figura estaba flanqueada por toros de tamaño natural con la cabeza vuelta hacia ella. La escena era como un tríptico que ocultaba la parte trasera de la cámara.

Jack miró la estatua y luego a Costas.

—Es lo que los estudiosos de la prehistoria denominan, con exageración, una Venus —explicó con una sonrisa—. En Europa y en Rusia se han encontrado cerca de ochenta de ellas, la mayoría pequeñas estatuillas esculpidas en piedra o marfil. Pero ésta es realmente excepcional, la única que conozco que es más grande que el tamaño natural.

—Es ligeramente distinta de las mujeres guapas y graciosas que vimos en el pasadizo —observó Costas con pesar.

—Su destino no era exactamente ser la chica de un calendario. —El tono de Katya era amablemente admonitorio—. Observa que ni siquiera se molestaron en acabar los pies o los brazos, y la cabeza está sin tallar. Todos los rasgos están exagerados de forma deliberada para realzar la fecundidad y la buena salud. Es posible que no se ajuste al ideal de belleza occidental, pero para un pueblo que vivía con el miedo permanente a morirse de hambre, una mujer obesa simbolizaba la prosperidad y la supervivencia.

—Mensaje recibido. —Costas sonrió—. ¿Qué edad tiene la dama?

—Es del Paleolítico superior —contestó Jack de inmediato—. Todas las Venus aparecen entre cuarenta mil y diez mil años antes de Cristo, el mismo período de las pinturas que adornan la sala de los antepasados.

—Se las consideraba diosas madres —añadió Hiebermeyer con expresión pensativa—. Pero no existe ninguna seguridad de que las sociedades europeas de la Edad de Piedra fuesen matriarcales. Es probable que se las considerase más bien unos ídolos de la fertilidad, que fueran adoradas junto con las deidades masculinas, los espíritus animales y las fuerzas inanimadas.

Se produjo un breve silencio, que acabó rompiendo Jack.

—A lo largo de cientos de miles de años, los homínidos vivieron una tranquila existencia durante la Edad de Piedra temprana, justo hasta el inicio de la revolución neolítica. No debe sorprendemos que los atlantes poco después siguieran venerando a los dioses de sus antepasados, los cazadores-recolectores que pintaron por primera vez esos animales salvajes de las paredes de la sala de los antepasados, durante el período glaciar.

—Los israelitas del Antiguo Testamento aún adoraban a un dios de la fertilidad —intervino Efram Jacobovitch—. Incluso los primeros cristianos del Mediterráneo incorporaron deidades paganas de la fertilidad a sus rituales, en ocasiones disfrazadas de santas o de la Virgen María. La Venus de la Atlántida podría no estar tan alejada de nuestras creencias como podríamos imaginar.

La mesa de piedra que había delante de la estatua se extendía casi hasta la entrada y acababa justo frente a ellos. La coronaba una forma irregular de un metro de largo. A la luz reflejada por los paneles de oro parecía inexplicablemente blanca, como si hubiese sido pulida por innumerables suplicantes de la gran diosa.

—Parece una piedra sagrada —especuló Jack—. Lo que los antiguos griegos llamaban un baetyl, una roca de origen meteórico, o un omphalos, un centro u ombligo. En la Creta de la Edad de Bronce estas piedras se encontraban en la entrada de las cuevas sagradas. En la Grecia clásica, los omphalos más famosos estaban delante del abismo donde se encontraba el oráculo de Delfos.

—Señala el umbral de la Casa de Dios, como la pila con agua bendita en la entrada de una iglesia católica —sugirió Efram.

—Algo así —convino Jack.

—Es de origen meteórico, sin duda. —Costas estaba examinando más detenidamente la forma bulbosa—. Pero es curioso, casi como una hoja de metal combada más que un nódulo sólido.

—El tipo de cosas que los cazadores de la Edad de Piedra podrían haber recogido del manto de hielo —reflexionó Jack—. La mayoría de los fragmentos de meteoritos se encuentran en el hielo porque son más fáciles de detectar. Éste podría ser un objeto sagrado legado por los antepasados, otro eslabón con los albores de la prehistoria.

Aysha se había dirigido hasta el extremo más alejado de la mesa y se detuvo antes de llegar a la escultura de la diosa.

—Venid a ver esto —exclamó.

Los dos haces de las linternas iluminaron la superficie de la mesa donde se encontraba la muchacha. Estaba cubierta de tablillas de madera, algunas unidas en ángulos rectos. Pudieron distinguir un revoltijo de herramientas de carpintero, formas familiares que incluían formones y escofinas, mazas y punzones; parecían los útiles de un fabricante de armarios. Todas las herramientas habían sido abandonadas de prisa, pero se habían conservado inmaculadas en ese ambiente libre de polvo.

—Esto es más de lo que parece.

Dillen se inclinó sobre la mesa, junto a Aysha, y apartó con sumo cuidado las virutas de una superficie elevada que había frente a él. Era un bastidor de madera parecido a un atril portátil. Cuando lo levantó pudieron atisbar un reflejo de oro.

—Es la mesa de un copista —anunció triunfalmente—. Y en la parte superior hay una hoja de oro.

Cuando se apiñaron junto al profesor pudieron ver que el tercio superior de la hoja estaba profusamente cubierta de símbolos de la Atlántida, algunos alineados de forma errática, como si hubiesen sido hechos de prisa, pero todos separados en frases como en el disco de Fastos. De una pequeña caja que había a un costado, Dillen cogió tres punzones de piedra del tamaño de puros, cada uno de los cuales acababa en una cara inmediatamente reconocible como la cabeza mohicana, el manojo de maíz y el remo de la canoa. Otro de los punzones, que descansaba sobre la mesa, terminaba en el símbolo de la Atlántida.

—Es idéntico a la inscripción que hay en la pared —dijo Katya—. El copista estaba reproduciendo los símbolos en el segundo panel desde la izquierda.

Todos miraron hacia donde Katya les indicaba y pudieron distinguir los símbolos, una secuencia transcrita fielmente hasta la duodécima línea y luego repentinamente abandonada.

Efram Jacobovitch permaneció en la cabecera de la mesa. Estaba mirando detenidamente el montón de tablillas de madera, sumido en sus pensamientos. Sin alzar la vista carraspeó y comenzó a recitar.

—«Y ocurrió que en el tercer día de la mañana hubo truenos y relámpagos, y una densa nube en lo alto del monte, y la voz de la trompeta extraordinariamente alta; de modo que toda la gente que se encontraba en el campamento tembló. Y Moisés sacó a la gente del campamento para que se encontrase con Dios; y ellos permanecieron en la parte inferior del monte. Y todo el monte Sinaí estaba cubierto de humo porque el Señor descendió sobre él envuelto en llamas; y el humo ascendió luego como el de un horno, y todo el monte se estremeció».

Cerró los ojos y continuó recitando.

—«Y Bezaleel construyó el arca de madera de acacia; dos codos y medio era su longitud, y un codo y medio el ancho, y un codo y medio su altura; y él la recubrió de oro puro por dentro y por fuera, e hizo una corona de oro para rodearla. Y fundió para ella cuatro anillos de oro, para ser colocados en las cuatro esquinas de la misma; incluso dos anillos a un lado de ella, y dos anillos en el otro lado. E hizo bastones de madera de acacia y los recubrió de oro. Y pasó los bastones por el interior de los anillos a los lados del arca, para sostener el arca».

Se produjo un profundo silencio. Efram alzó la vista.

—El libro del Éxodo —explicó—. Los que profesamos mi fe creemos que Dios entregó a Moisés la Alianza, los Diez Mandamientos, y los inscribió en tablas que fueron llevadas por el pueblo de Israel en el interior del arca. Las referencias bíblicas a los faraones sitúan estos hechos en la segunda mitad del II milenio a. J. C. Pero ahora me pregunto si esta historia no contendrá la semilla de un relato mucho más antiguo, de un pueblo que vivió miles de años antes y fue obligado a abandonar su tierra natal, un pueblo que se llevó con él copias de sus diez textos sagrados de su santuario, cerca de la cima de un volcán.

Jack miró desde donde había estado examinando un grupo de planchas de oro sin signos.

—Por supuesto —exclamó—. Cada uno de los grupos migratorios debía de llevar una copia. Las tablillas de arcilla habrían sido demasiado frágiles, las inscripciones en piedra hubiesen llevado demasiado tiempo y el cobre se habría corroído. El suministro de oro procedente del Cáucaso era abundante y era un material duradero y lo bastante blando para realizar inscripciones rápidas con un punzón. Cada juego de diez tablillas fue guardado en una caja de madera similar al Arca de la Alianza. Los sacerdotes trabajaron hasta el último minuto y abandonaron la copia final sólo cuando la ciudad comenzó a ser invadida por las aguas.

—Tal vez sean textos sagrados, pero no se trata de los Diez Mandamientos. —Katya había sacado su pequeño ordenador y estaba examinando la concordancia entre los símbolos de la Atlántida y el Lineal A—. Llevará tiempo traducirlos del todo, pero creo que entiendo el sentido general. La primera tablilla a la izquierda se refiere a granos, legumbres, incluso vides y a las estaciones del año. La segunda, la que nuestro escriba estaba copiando en el momento en que tuvo que huir, se refiere a la cría de animales domésticos. La tercera habla de la metalurgia del cobre y el oro. Y la cuarta se refiere a la arquitectura, al empleo de la piedra en construcción. —Hizo una pausa y alzó la vista—. A menos que me equivoque, estas tablillas son una especie de enciclopedia, un programa para la vida en la Atlántida neolítica.

Jack sacudió la cabeza con admiración.

—Asían se hubiese sentido decepcionado. Ningún tesoro real, ninguna fortuna en obras de arte. Sólo el mayor tesoro de todos, de un precio incalculable. Las llaves de la civilización.

Mientras Katya y Dillen se dedicaban a traducir alumbrados por la linterna de Jack, Costas pasó junto a Aysha y se dirigió a la figura de la diosa y los toros. La brecha que existía entre las patas delanteras del toro que estaba a la derecha y el voluminoso muslo de la diosa formaba una entrada de baja altura allanada por el uso de generaciones. Costas se agachó y desapareció de la vista. Ahora su presencia sólo la revelaba el haz de luz que silueteaba el perfil bajo de los toros.

—Seguidme. —Su voz sonaba apagada pero nítida—. Hay más.

Todos pasaron gateando a través de la brecha. Ahora se encontraban en el interior de una estrecha sala, delante de una cara de roca irregular.

—Éste debe de ser el lugar sagrado, el sanctasanctórum. —Los ojos de Dillen recorrían el lugar mientras hablaba—. Como la cámara interna en un templo griego o el sagrario en una iglesia cristiana. Pero está sorprendentemente desnuda.

—Excepto por eso.

Costas iluminó con su linterna la pared de piedra.

Estaba adornada con tres figuras, la central casi tan grande como la diosa y las otras dos ligeramente más pequeñas. Parecían imitar la disposición de la diosa y los toros. Habían sido pintadas en un rojo desvaído, idéntico al pigmento utilizado en la sala de los antepasados, excepto que aquí el color se había desteñido. En cuanto a su estilo, las figuras también recordaban a las expresiones artísticas del período glaciar, con trazos amplios e impresionistas, que transmitían una intensa sensación de animación, aunque se trataba esencialmente de esbozos. Pero por su forma, las figuras no se parecían a ninguna otra cosa que hubiesen visto en la Atlántida.

En lugar de poderosos animales o dignos sacerdotes, estas figuras apenas si resultaban reconocibles como seres terrestres, representaciones abstractas que reflejaban sólo levemente la esencia de lo corpóreo. Cada una de ellas tenía un cuerpo bulboso, en forma de pera, con los miembros que se proyectaban torpemente hacia los lados, las manos y los pies terminando en diez o doce dedos extendidos. Las cabezas parecían desproporcionadas con respecto a los cuerpos. Los ojos eran enormes y lentiformes, y estaban perfilados en negro, como las marcas de kohl en los antiguos retratos egipcios. Eran como el intento de un niño de reproducir la figura humana, pero había como una rara voluntad en aquellos trazos.

—Son antiguas, muy antiguas —murmuró Jack—. Finales del período glaciar, quizá cinco mil años antes de que se produjese la inundación. Las pintaron en la roca, igual que los animales en la sala de los antepasados. En el arte rupestre hay muchas representaciones minimalistas de la forma humana, como en los petroglifos de África y Australia y en la región suroccidental de Estados Unidos. Pero jamás había visto figuras prehistóricas como éstas.

—No pueden ser intentos serios de acometer la forma humana. —Costas movía la cabeza con incredulidad—. Es imposible que el arte del período glaciar fuese tan primitivo. Los animales de la sala de los antepasados son asombrosamente naturalistas.

—Probablemente son humanoides antes que antropomórficos —replicó Jack—. Retratos de chamanes o espíritus, o dioses que carecen de una forma física definida. En algunas sociedades, la forma humana era sacrosanta y nunca se retrataba. Los artistas del período glaciar en la Europa celta estaban maravillosamente dotados, pero si viésemos las representaciones de seres humanos que comenzaron a hacerse en época romana pensaríamos que eran extremadamente primitivas.

El haz de luz de la linterna de Jack se elevó hasta un pequeño objeto tallado en la parte superior de la figura central. Era pequeño, de medio metro de largo, y contenía dos de los símbolos de la Atlántida, el águila posada y el remo vertical.

—Es más reciente que las pinturas —comentó Jack—. La superficie es más clara y la talla habría requerido el uso de herramientas metálicas. ¿Alguna idea acerca de la traducción?

Katya conocía la mayoría de las sílabas y no se molestó en consultar su diminuto ordenador.

—No está en la concordancia —afirmó con seguridad—. Podría ser un verbo o un sustantivo que no hemos encontrado. Pero yo diría que probablemente se trata de un nombre propio.

—¿Cómo se pronuncia?

Etram habló desde el otro extremo de la cámara.

—Cada uno de los símbolos de la Atlántida representa una sílaba, una consonante precedida o seguida de una vocal —contestó Katya—. El águila posada es siempre la «Y», mientras que el remo vertical es la «W». Yo sugeriría una palabra que se leería ye-wa o ya-wa, pero con una pronunciación breve.

—¡El Tetragrámaton! —La voz de Efram estaba teñida de incredulidad—. El nombre que no será pronunciado. La Primera Causa de todas las cosas, el Soberano del Cielo y la Tierra.

Se apartó instintivamente de las imágenes de la pared, desvió la mirada e inclinó la cabeza en un gesto de reverencia.

—Yahvé. —Dillen habló con un tono de voz que delataba menos asombro—. El principal nombre de Dios en el Antiguo Testamento, el nombre divino que sólo podía pronunciar el Sumo Sacerdote en el tabernáculo, en el sanctasanctórum, en el día de la Expiación. En griego era «La palabra de cuatro letras», el Tetragrámaton. Los primeros cristianos la tradujeron como Jehová.

—El Dios de Moisés y Abraham. —Efram recuperó lentamente su compostura mientras hablaba—. Un dios tribal del Sinaí en la época del éxodo desde Egipto, pero es posible que se hubiera revelado mucho antes. A diferencia de otros dioses que tentaron a los israelitas, intervenía directamente en la vida cotidiana de sus seguidores, velaba por ellos y alteraba la naturaleza en su favor. Los guió en la batalla y el exilio, y les hizo entrega de los Diez Mandamientos.

—Y los salvó del Diluvio.

Las palabras procedían de Costas, que comenzó a recitar espontáneamente del Libro del Génesis.

—«Y Dios le dijo a Noé, éste es el símbolo de la Alianza, que he establecido entre mí y todos los seres que hay sobre la tierra. Y los hijos de Noé fueron hacia el Arca. Eran Sem, y Cam, y Jafet; y Cam es el padre de Canaán. Éstos son los tres hijos de Noé; y desde ellos se extendió la tierra».

Jack sabía que su amigo se había educado en la fe ortodoxa y asintió lentamente, el brillo de la revelación en sus ojos mientras hablaba.

—Por supuesto. El dios judío hizo que la tierra se inundase y luego comunicó su pacto con los elegidos a través del arco iris. Es tal como lo habíamos pensado. La construcción del arca, la selección de parejas de animales, la diáspora de los descendientes de Noé por todo el mundo. Los antiguos mitos relativos al Diluvio no sólo nos hablan de inundaciones fluviales y el deshielo a finales del período glaciar. También nos hablan de otro cataclismo, de una inundación ocurrida en el VI milenio a. J. C. que destruyó la primera ciudad del mundo, extinguiendo una civilización precoz que no sería igualada en miles de años. Platón no es la única fuente de la historia de la Atlántida después de todo. Ha estado ahí durante todo este tiempo, codificado en la mayor obra literaria jamás escrita.

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