Atlantis

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Capítulo 32

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Capítulo 32

Después de haber examinado el resto del recinto sagrado, el grupo regresó a la cámara principal. Momentos después se reunieron en el extremo más alejado de la entrada y en torno a la misteriosa esfera metálica. Dillen fue el último en llegar y cogió un cincel de las herramientas que había encima de la mesa.

—Esto es bronce —dijo—. Una aleación de cobre y estaño, fundida poco tiempo antes de que esta cámara fuese abandonada en el VI milenio a. J. C. Un descubrimiento extraordinario. Antes de hoy, los arqueólogos habrían dicho que el bronce fue creado aproximadamente en el 3500 a. J. C., posiblemente en Anatolia, y su uso sólo se extendió durante el milenio siguiente.

Dillen dejó el cincel y apoyó las manos sobre la mesa.

—La pregunta es, ¿por qué tardó tanto tiempo en reaparecer la tecnología del bronce después de la inundación del mar Negro?

—La civilización de la Atlántida se desarrolló presumiblemente aislada —dijo Costas— y mucho más de prisa que en cualquier otra parte.

Jack asintió y comenzó a pasearse por la cámara.

—En el momento preciso, en las circunstancias adecuadas, el progreso puede ser extraordinario. Hace diez mil años, cuando acabó el periodo glaciar, la región meridional del mar Negro ya era muy rica en flora y fauna. Como consecuencia del bloqueo que sufría el Bosforo, el deshielo sólo tuvo un efecto limitado. El suelo alrededor del volcán era muy fértil, el mar rebosaba de peces y la tierra de bisontes, venados y jabalíes. Sumemos a todo esto los otros recursos naturales que conocemos hoy: madera de los bosques que cubren las laderas de las montañas; salinas naturales en la costa; piedra del volcán; oro, cobre y, tal vez lo más importante de todo, estaño. Era un jardín del Edén, como si algún poder hubiese concentrado todos los ingredientes para la buena vida en un único lugar.

Costas estaba contemplando con aire pensativo la enorme figura de la diosa.

—O sea —dijo—, que un grupo particularmente dinámico de cazadores-recolectores se trasladó a esta zona hace aproximadamente cuarenta mil años. Ellos descubrieron el laberinto en el interior del volcán. Las pinturas de animales en la sala de los antepasados son creación de ellos, y esta cámara es su lugar sagrado. Al finalizar el período glaciar inventaron la agricultura.

—Hasta ahora todo bien —dijo Jack—. Sólo que la agricultura probablemente surgió aproximadamente en la misma época por todo Oriente Próximo y se extendió rápidamente. Ya en el X milenio a. J. C. existían complejos asentamientos humanos neolíticos en otros lugares, el más famoso el de Qatal Hüyük, en el sur de Anatolia, y el de Jericó, en Palestina. Son los dos emplazamientos que guardan un paralelismo más estrecho con nuestra aldea neolítica de Trebisonda.

—De acuerdo —continuó Costas—. Al igual que los habitantes de Qatal Hüyük, los atlantes trabajaban el cobre pero dieron un salto gigantesco hacia adelante y aprendieron a fundir los metales. Igual que los habitantes de Jericó, los atlantes crearon una arquitectura monumental, pero en lugar de paredes y torres construyeron estadios, caminos procesionales y pirámides. A partir aproximadamente del 8000 a. J. C. sucedió algo increíble. Una comunidad agrícola y pesquera se transforma en una metrópoli de cincuenta, quizá cien mil habitantes. Tienen su propia escritura, un centro religioso equivalente a un monasterio medieval, estadios públicos que habrían impresionado a los romanos, un complejo sistema de suministro de agua… es realmente increíble.

—Y nada de todo esto sucedió en ninguna otra parte —dijo Jack—. Qatal Hüyük fue abandonado a finales del VI milenio a. J. C. y jamás volvió a ser habitado, posiblemente como consecuencia de una guerra. Jericó sobrevivió, pero los míticos muros de los tiempos bíblicos eran sólo un pálido reflejo de sus precursores neolíticos. Mientras los atlantes estaban construyendo pirámides, la mayor parte de Oriente Próximo estaba empezando a trabajar la alfarería.

—Y el bronce, sobre todo, debe de haber facilitado ese prodigioso desarrollo. —Mustafá se inclinó sobre la mesa mientras hablaba, su rostro barbudo iluminado por la luz de la antorcha—. Pensemos en todos sus usos, para herramientas duras y afiladas, a las que se les podía dar virtualmente cualquier forma y luego reciclarlas. Sin punzones ni cuñas no podría haberse construido el arca. Las herramientas de bronce fueron cruciales para extraer y trabajar la piedra y, fundamentalmente, para la agricultura. Rejas de arado, picos y horcas, azadas y palas, hoces y guadañas. El bronce provocó realmente una segunda revolución agrícola.

—En Mesopotamia, el moderno Irak, también encabezó la primera carrera armamentística del mundo —señaló Hiebermeyer, limpiando sus gafas con un pañuelo.

—Un punto importante —dijo Dillen—. La guerra era algo endémico en los primeros Estados de Mesopotamia y toda la costa mediterránea, a menudo como resultado de la codicia de la élite más que de la disputa por los recursos. Es una peligrosa falacia moderna decir que la guerra acelera el progreso tecnológico. Los beneficios de los avances en la ingeniería y la ciencia son mucho más productivos que los logros del ingenio humano para crear métodos de destrucción. Al ejercer un control absoluto sobre la producción y el uso del bronce, los sacerdotes de la Atlántida podían impedir que ese metal fuese utilizado para la fabricación de armas.

—Imaginemos una sociedad sin guerras y con abundante acceso al bronce apenas acabado el período glaciar —dijo Hiebermeyer—. Habría acelerado el desarrollo de la civilización como ninguna otra cosa.

—Si los atlantes eran los únicos que habían descubierto cómo se producía el bronce, ¿se perdió ese conocimiento cuando la Atlántida quedó sepultada por las aguas? —preguntó Costas.

—No se perdió, sino que se mantuvo en secreto —dijo Dillen—. Volvamos a Amenofis, el Sumo Sacerdote egipcio del templo de Sais. Creo que él era el guardián del conocimiento, uno más de una sucesión ininterrumpida que se remontaba cinco mil años, hasta la época de la Atlántida. Los primeros sacerdotes de Sais fueron los últimos sacerdotes de la Atlántida, descendientes de los hombres y mujeres que huyeron de esta misma cámara y se embarcaron en un peligroso viaje. Su papel consistía en mediar entre el cielo y la tierra, regular la conducta humana según la interpretación que ellos hacían de la voluntad divina. Y era algo que conseguían no sólo haciendo cumplir un código moral sino también siendo los guardianes del conocimiento, incluido aquel conocimiento que ellos sabían que podía ser destructivo. Una vez que la Atlántida desapareció, los sacerdotes guardaron el secreto del bronce generación tras generación, de maestro a discípulo, de preceptor a alumno.

Dillen señaló las placas que brillaban en las paredes.

—Aquí tenemos todo el Corpus del conocimiento de los sacerdotes de la Atlántida, codificado como un texto sagrado. Parte del conocimiento estaba al alcance de todos, como los rudimentos de la agricultura. Una parte del mismo estaba reservado a los sacerdotes, incluyendo tal vez el conocimiento médico. —Hizo un gesto abarcando las placas no escritas que se hallaban a su izquierda—. En cuanto al resto, sólo podemos especular. En estas escrituras puede ocultarse una antigua sabiduría que los Sumos Sacerdotes conservaban exclusivamente para sí y que sólo sería revelada en el momento señalado por los dioses.

—Pero seguramente los rudimentos de la tecnología del bronce habrían sido un conocimiento común, accesible a todo el mundo —insistió Costas.

—No necesariamente. —Jack estaba paseándose detrás de la esfera—. Cuando pasé con el AAAP sobre la sección oriental de la ciudad advertí algo extraño. Vi áreas donde se trabajaba la madera, talleres de canteros, alfares, hornos para cocer pan. Pero ningún taller de herrería ni ninguna forja.

Jack interrogó con la mirada a Mustafá, cuya tesis doctoral sobre la metalurgia primitiva en Asia Menor era el punto de referencia obligado en este tema.

—Durante mucho tiempo pensamos que el estaño utilizado en la Edad de Bronce procedía de Asia central —dijo Mustafá—. Pero el análisis de los microelementos de las herramientas ha indicado también la existencia de minas en el sureste de Anatolia. Y ahora creo que estamos frente a otra fuente, una fuente que nunca se habría sospechado antes de este descubrimiento.

Jack asintió con visible entusiasmo mientras Mustafá continuaba con su explicación.

—La fundición y la forja de los metales no son actividades domésticas. Jack tiene razón cuando dice que una comunidad de este tamaño habría necesitado contar con grandes instalaciones para el tratamiento de los metales, situadas lejos de las zonas de viviendas. Un lugar donde se pudiese aprovechar el intenso calor, un calor procedente presumiblemente de una fuente natural.

—¡Por supuesto! —exclamó Costas—. ¡El volcán! Los minerales que afloraron junto con la erupción debieron de incluir seguramente casiterita, mineral de estaño. Era una mina, un auténtico panal de galerías que seguían las vetas de mineral de estaño hasta las entrañas de la montaña.

—Y puesto que las montañas ya eran terreno sagrado —añadió Dillen—, los sacerdotes podían controlar el acceso no sólo a los medios de producir bronce sino también a un ingrediente esencial del mismo. Los sacerdotes también pudieron levantar otra barrera, un muro de piedad. Un clero existe porque conoce unas verdades que están más allá de la comprensión de los profanos. Mediante la santificación del bronce, los sacerdotes fueron capaces de elevar la metalurgia a la categoría de arte sagrado.

Jack miró fijamente la mesa que tenía delante.

—Nos encontramos en una catacumba de tecnología antigua, una forja digna del fuego del mismísimo Hefesto, el dios griego de la fragua y el fuego.

—¿Qué ocurrió entonces en la época del éxodo del mar Negro? —preguntó Costas.

—Ahora llegamos al quid de la cuestión —respondió Dillen—. Cuando se abrió una brecha en el Bosforo y el nivel de las aguas comenzó a subir, la gente debió de imaginarse que el final estaba cerca. Los sacerdotes tampoco debieron de ser capaces de ofrecer una explicación racional para la incesante subida de las aguas, un fenómeno tan sobrenatural como los rugidos del volcán.

Dillen comenzó a pasearse y sus gestos proyectaban extrañas sombras en las paredes.

—Para apaciguar a los dioses recurrieron a los sacrificios expiatorios. Quizá arrastraron al toro gigante por el camino procesional y le cortaron el cuello sobre el altar. Cuando eso no dio resultado, es posible que se hayan vuelto hacia la ofrenda final, el sacrificio humano. Los sacerdotes mataban a sus víctimas en la losa de preparación, en la cámara mortuoria, y lanzaban los cuerpos al corazón del volcán.

Hizo una pausa y alzó la vista.

—Y entonces sucedió. Quizá una oleada de magma, tal vez acompañada de un violento temporal, una combinación que habría dado lugar a esa notable columna de vapor y luego a un espectacular arco iris. Era la señal que habían estado esperando durante tanto tiempo. Una marca final fue garabateada de prisa en el registro de víctimas. Yahvé no los había abandonado después de todo. Aún había esperanza. La señal los convenció de que debían marcharse en lugar de esperar su aciago destino.

—Y entonces se marcharon en sus embarcaciones —dijo Costas.

—Algunos decidieron tomar el camino más corto, en dirección a las tierras altas, hacia el este, en dirección al Cáucaso, y al sur, atravesando el terreno aluvial, hacia Mesopotamia y el valle del Indo. Otros decidieron remar hacia el oeste, en dirección a la desembocadura del Danubio, y algunos de ellos consiguieron llegar a la costa del Atlántico. Pero creo que el grupo más numeroso fue con sus embarcaciones alrededor del Bosforo hasta alcanzar el Mediterráneo. Ese grupo se estableció en Grecia, Egipto y toda la cuenca mediterránea, algunos de ellos incluso en lugares tan alejados como Italia y España.

—¿Qué se llevaron con ellos? —preguntó Efram.

—Pensad en el arca de Noé —respondió Dillen—. Parejas de animales domésticos. Ganado vacuno, cerdos, ovejas, cabras. Y montones de semillas, de trigo, cebada, judías, incluso de olivos y vides. Pero hubo un producto de enorme importancia que dejaron atrás.

Costas le miró.

—¿El bronce?

Dillen asintió con expresión grave.

—Es la única explicación posible para la ausencia total de bronce en los registros arqueológicos durante los dos mil años siguientes. En sus embarcaciones seguramente había espacio suficiente para que pudiesen llevarse con ellos sus herramientas y utensilios, pero estoy seguro de que los sacerdotes les ordenaron que no lo hicieran. Quizá se trató de un acto final de apaciguamiento, una ofrenda que protegería su viaje hacia lo desconocido. Incluso es probable que los arrojasen al mar, una ofrenda a la fuerza que había condenado su ciudad.

—Pero los sacerdotes se llevaron sus conocimientos sobre metalurgia —dijo Costas.

—En efecto. Creo que los Sumos Sacerdotes hicieron un pacto con sus dioses, una alianza, si lo preferís. Después de que el juramento les diese la esperanza de escapar, se pusieron, con la máxima urgencia, a copiar las palabras de su texto sagrado, transcribiendo esas diez tablillas a planchas de oro. Sabemos que su sabiduría incluía los rudimentos de la agricultura y la cría de animales domésticos y la cantería, junto con muchos otros conocimientos que sólo serán revelados cuando hayamos completado la traducción del texto. —Miró a Katya—. Cada juego de tablillas se guardó en un cofre de madera y se confió a un Sumo Sacerdote que acompañaba a cada uno de los grupos que abandonaba la isla.

—Uno de los sacerdotes llevaba un juego incompleto —dijo Jack—. Lo demuestra la plancha de oro inacabada que tenemos delante de nosotros, abandonada en mitad de la tarea.

Dillen asintió.

—Y creo que un grupo era más numeroso que los demás. Y en ese grupo estaban la mayoría de los Sumos Sacerdotes y su séquito. —Hizo un gesto nuevamente hacia las tallas que había detrás de él—. Como cada grupo llevaba su texto sagrado, los sacerdotes se aseguraron de que su legado se perpetuaría a pesar de lo que pudiese sucederle a la flotilla principal. Pero su intención era encontrar una nueva montaña sagrada, una nueva Atlántida.

—Y está diciendo que sus descendientes simplemente se sentaron sobre sus conocimientos durante dos mil años —dijo Costas con incredulidad.

—Pensad en los sacerdotes de Sais —contestó Dillen—. Durante generaciones ocultaron la historia de la Atlántida, una civilización que había desaparecido miles de años antes de que los primeros faraones llegasen al poder. Por lo que sabemos, Solón fue el primer extranjero que tuvo acceso a sus secretos.

—Y los sacerdotes tenían mucho que ofrecer aparte de los misterios relativos a la metalurgia —dijo Jack—. Ellos aún podían utilizar sus conocimientos astronómicos para prescribir las fechas más adecuadas para la siembra y la cosecha. Es posible que en Egipto intervinieran en la previsión de las crecidas del Nilo, un milagro que requería la intervención divina. Y lo mismo se produjo en las otras cunas de la civilización, donde los ríos inundaban la tierra, el sistema fluvial Tigris-Eufrates en Mesopotamia, y el valle del Indo, en Pakistán.

—Y no deberíamos pasar por alto que quizá podría existir un legado más directo relacionado con el bronce —añadió Mustafá—. Durante los milenios VI y V a. J. C., los trabajadores que cincelaban la piedra y la pulían alcanzaron la cumbre de su oficio, produciendo cuchillos y hoces verdaderamente admirables. Algunos de esos utensilios son tan parecidos a las formas metálicas que podrían haber sido fabricados con el recuerdo de las herramientas de bronce. En Varna, en la costa de Bulgaria, la excavación en un cementerio ha revelado la existencia de un asombroso conjunto de ornamentos en oro y cobre. El lugar es anterior al 4500 a. J. C., de modo que los primeros pobladores pudieron haber sido atlantes.

—Y tampoco debemos olvidar la lengua —dijo Katya—. Su legado más importante puede haber sido la lengua indoeuropea inscrita en esas tablillas. La de ellos era la auténtica lengua madre, la base de las primeras lenguas escritas en el Viejo Mundo: griego, latín, eslavo, iraní, sánscrito, germánico, del que derivó el antiguo inglés. Su extenso vocabulario y su avanzada sintaxis estimularon la expansión de las ideas, no sólo las nociones abstractas relativas a la religión y la anatomía, sino también materias más mundanas. El común denominador más claro entre las lenguas indoeuropeas es el vocabulario para trabajar la tierra y criar animales domésticos.

—Aquellas ideas abstractas incluían el monoteísmo, la adoración de un único dios. —Efram Jacobovitch parecía estar a punto de hacer otra revelación mientras hablaba, su voz trémula por la emoción—. En la tradición judía nos enseñan que las historias del Antiguo Testamento relatan principalmente acontecimientos que tuvieron lugar en las postrimerías de la Edad de Bronce y comienzos de la Edad de Hierro. Ahora parece que esas historias transmiten una memoria increíblemente más antigua… La inundación del mar Negro y Noé… las tablillas de oro y el arca de la Alianza… incluso la prueba del sacrificio, posiblemente un sacrificio humano, como la última prueba de lealtad a Dios, la historia de Abraham y su hijo Isaac… Es demasiada coincidencia.

—Mucho de lo que alguna vez se tuvo como verdad deberá revisarse y reescribirse —dijo Dillen solemnemente—. Una serie de notables coincidencias han llevado a este descubrimiento. El hallazgo del papiro en la excavación del desierto. La excavación del naufragio minoico y el descubrimiento del disco de oro. La traducción del disco de arcilla de Festos. —Miró a Hiebermeyer y a Aysha, a Costas, a Jack y a Katya, reconociendo la contribución hecha por cada uno de ellos—. Un hilo común recorre todos estos hallazgos, algo que al principio descarté como una mera coincidencia.

—La Creta minoica —respondió Jack de inmediato.

Dillen asintió.

—La versión mutilada de la historia de la Atlántida referida por Platón parecía estar relacionada con los minoicos de la Edad de Bronce, con su desaparición después de la erupción del volcán de Thera. Pero por una inmensa suerte el fragmento de papiro mostró que Solón había registrado dos relatos separados, uno que, efectivamente, se refería al cataclismo ocurrido en el Egeo a mediados del II milenio a. J. C., y otro describiendo la desaparición de la Atlántida en el mar Negro, cuatro mil años antes.

—Hechos que no guardaban ninguna conexión —intervino Costas.

Dillen volvió a asentir.

—Yo había supuesto que Amenofis le estaba transmitiendo a Solón un relato anecdótico de las grandes catástrofes naturales acaecidas en el pasado, una lista de civilizaciones perdidas como consecuencia de inundaciones y seísmos, algo que satisfacía el gusto de los griegos por lo dramático. Un siglo más tarde, los sacerdotes egipcios suministraron a Heródoto toda clase de historias acerca de acontecimientos extraños ocurridos en lugares remotos, algunos de ellos claramente espurios. Pero ahora mi opinión es otra. He llegado a creer que a Amenofis lo guiaba un propósito más elevado.

Costas parecía perplejo.

—Yo pensaba que la única razón por la que los sacerdotes estaban interesados en Solón era su oro —dijo—. De otro modo jamás habrían divulgado sus secretos, especialmente a un extranjero.

»Ahora creo que ésa fue sólo una parte de la historia. Amenofis pudo haber visto que los días del Egipto faraónico estaban contados, que ya no podía contarse con la seguridad que había permitido que sus antepasados conservaran sus secretos durante tantas generaciones. Los griegos ya estaban estableciendo factorías en el delta del Nilo, y sólo dos siglos más tarde Alejandro Magno invadiría esa tierra y borraría el antiguo orden para siempre. Amenofis puede haber dirigido una mirada esperanzada hacia los griegos. La suya era una sociedad en la cúspide de la democracia, una sociedad de ilustración y curiosidad, una sociedad donde el filósofo podía ser rey. En el mundo griego la gente podía volver a descubrir la utopía.

»Y la visión del erudito ávido de saber puede haber despertado los recuerdos de una tierra legendaria situada en el horizonte septentrional, una civilización insular envuelta en el mito, que alguna vez representó la mayor esperanza de resurrección para el clero. —El rostro de Jack estaba encendido por la emoción—. Yo también creo que Amenofis era un sacerdote descendiente de la Atlántida, un descendiente directo de los hombres sagrados que guiaron a un grupo de refugiados cinco mil años antes hacia las costas de Egipto y moldearon el destino de esa tierra. Sumos Sacerdotes, patriarcas, profetas, podemos llamarlos de cualquier manera. Otros grupos llegaron a la región occidental de Italia, donde fueron los antepasados de los etruscos y los romanos, y al sur de España, donde habría de florecer Tartessos. Pero yo creo que la flotilla más numerosa no navegó más allá del Egeo.

—La isla de Thera —exclamó Costas.

—Antes de la erupción, en Thera estaba el volcán más impresionante del Egeo, un vasto cono que dominaba todo el archipiélago —contestó Jack—. Para los refugiados, el distante perfil les habría resultado notablemente parecido al de su perdida tierra natal. Las últimas reconstrucciones muestran que el volcán tiene picos gemelos, increíblemente similares a los de esta isla.

—Ese monasterio apareció en los riscos de Thera después del terremoto del año pasado —dijo Costas—. ¿Estás diciendo acaso que el monasterio fue construido por los refugiados de la Atlántida?

—Desde el descubrimiento de la Akrotiri prehistórica en 1967, los arqueólogos se han preguntado por qué un asentamiento tan próspero carecía de un palacio —dijo Jack—. La revelación del año pasado demuestra lo que algunos de nosotros siempre pensamos: que el centro principal de la isla era un recinto religioso que debió de incluir un magnífico santuario en la cumbre de la montaña. Nuestro naufragio confirma esa sospecha. Su cargamento de objetos sagrados y ceremoniales muestra que los sacerdotes poseían una riqueza propia de reyes.

—Pero sin duda el naufragio es de la Edad de Bronce, miles de años después de que se produjera el éxodo del mar Negro —protestó Costas.

—Sí, Akrotiri era una fundación de la Edad de Bronce, un emporio comercial junto al mar, pero en toda la isla se ha encontrado alfarería neolítica y herramientas de piedra. El primer asentamiento probablemente se encontraba en el interior de la isla y en terreno elevado, un emplazamiento idóneo en una época en que las incursiones marítimas eran frecuentes.

—¿De qué época data el monasterio? —insistió Costas.

—Es increíblemente antiguo, del V al VI milenios a. J. C. Todo coincide. En cuanto al naufragio, probablemente descubriremos que no sólo el disco de oro sino también muchos otros objetos sagrados que iban a bordo son reliquias heredadas y veneradas mucho más antiguas, con una antigüedad que se remontará a miles de años antes de la Edad de Bronce.

—¿Y cómo encaja en todo esto la Creta minoica?

Jack aferró el borde de la mesa con una expresión eufórica.

—Cuando la gente piensa en el mundo antiguo anterior a griegos y romanos, tiende a ver a los egipcios, o a los asirios y a otros pueblos del Próximo Oriente mencionados en la Biblia. Pero, en muchos sentidos, la civilización más extraordinaria de aquellos tiempos fue la que se desarrolló en la isla de Creta. Tal vez no hayan construido pirámides o zigurats, pero todo apunta a una cultura singularmente rica, maravillosamente creativa y en armonía con la generosidad de su tierra.

Jack podía percibir la creciente conmoción del grupo mientras comenzaban a tomar conciencia de todo lo que habían fantaseado desde la reunión en Alejandría.

—Hoy resulta difícil de imaginar, pero desde el lugar en el que nos encontramos ahora los atlantes controlaban una vasta llanura que se extendía desde la antigua línea costera hasta las colinas que hay al pie de las montañas de Anatolia. La isla de Thera también posee una tierra extremadamente fértil, pero es demasiado pequeña para alojar a una gran población. Por eso, los sacerdotes dirigieron su mirada hacia el sur, a la primera costa, situada a dos días de navegación desde Akrotiri, una inmensa franja de costa protegida por las montañas que debió de parecerles un nuevo continente.

—El primer asentamiento humano en Creta data del Neolítico —comentó Hiebermeyer—. Si la memoria no me falla, los objetos más antiguos encontrados debajo del palacio de Cnosos pertenecen al VII milenio a. J. C. según las pruebas hechas con radiocarbono.

—Mil años antes de la desaparición de la Atlántida, parte de la oleada de asentamiento en la isla, después del período glaciar —apuntó Jack—. Pero nosotros ya sospechábamos que otra oleada había llegado en el VI milenio a. J. C., llevando con ellos alfarería y nuevas ideas sobre arquitectura y religión.

Hizo una pausa para poner en orden sus pensamientos.

—Ahora creo que eran atlantes, colonos que llegaron en sus embarcaciones remando desde Thera. Fueron ellos quienes terraplenaron los valles que se extienden a lo largo de la costa septentrional y sembraron viñas y olivares, y criaron ganado vacuno y ovejas a partir de los animales que habían llevado con ellos. Utilizaron la obsidiana que encontraron en la isla de Melos y llegaron a controlar una industria exportadora, del mismo modo en que los sacerdotes de la Atlántida habían controlado el bronce. La obsidiana se utilizaba en los intercambios de regalos ceremoniales, que ayudaban a establecer relaciones pacíficas en toda la zona del Egeo. Durante más de dos mil años, los sacerdotes dirigieron el desarrollo de la isla, ejerciendo una guía benigna desde una red de santuarios construidos en las cimas de las montañas a medida que la población se concentraba gradualmente en aldeas y pueblos y se enriquecía merced a los excedentes agrícolas.

—¿Cómo explicas la aparición del bronce de manera más o menos simultánea en todo Oriente Próximo durante el III milenio a. J. C.? —preguntó Costas.

Mustafá se encargó de responder a esa pregunta.

—El estaño estaba empezando a entrar en la zona del Mediterráneo procedente del este. Eso habría hecho que los herreros y forjadores de toda la región experimentaran con aleaciones.

—Y yo creo que los sacerdotes se inclinaron ante lo inevitable y decidieron revelar su máximo secreto —añadió Jack—. Al igual que sucedió con los monjes medievales o los druidas celtas, creo que eran los árbitros de la cultura y la justicia, emisarios e intermediarios que unieron a los pueblos en vías de formación de la Edad de Bronce y mantuvieron la paz allí donde pudieron.

Y se encargaron de que el legado de la Atlántida fuese moneda corriente en la cultura de la región, con rasgos compartidos tan grandiosos como los palacios de Creta y Oriente Próximo.

—Sabemos que realizaban operaciones comerciales e intercambiaban productos por las pruebas encontradas en el naufragio —dijo Mustafá.

—Antes del descubrimiento de nuestro naufragio se descubrieron tres naufragios más de la Edad de Bronce en el Mediterráneo oriental, ninguno de ellos minoico y todos de fecha posterior —continuó Jack—. Los hallazgos sugieren que eran los sacerdotes quienes controlaban el lucrativo comercio de los metales, hombres y mujeres que acompañaban los cargamentos en largas travesías desde y hacia el Egeo. Creo que fueron los mismos sacerdotes quienes desvelaron las maravillas de la tecnología del bronce, una revelación que tuvo lugar en toda la zona pero llevada a cabo con mayor empeño en la isla de Creta, un lugar donde un cuidadoso desarrollo durante el Neolítico había asegurado que las condiciones fuesen las adecuadas para una repetición de su gran experimento.

—Y también estaba el efecto multiplicador. —El rostro de Katya parecía encendido bajo la luz de la antorcha mientras hablaba—. Las herramientas de bronce impulsaron una segunda revolución agrícola. Las aldeas se convirtieron en ciudades, las ciudades engendraron palacios. Los sacerdotes introdujeron la escritura en Lineal A para facilitar la administración. La Creta minoica se convierte muy pronto en la mayor civilización que ha visto nunca el Mediterráneo, una cuyo poder no descansa sólo en la fuerza militar sino en el éxito alcanzado por su economía y en el empuje de su cultura. —Katya miró a Jack y asintió lentamente—. Tú tenías razón después de todo. Creta era la Atlántida mencionada por Platón en sus diálogos. Sólo que se trataba de una nueva Atlántida, una utopía refundada, que continuaba el antiguo sueño del paraíso en la Tierra.

—Hacia mediados del II milenio a. J. C., la Creta minoica estaba en todo su esplendor —dijo Dillen—. Era exactamente como se describe en la primera parte del papiro de Solón, una tierra de magníficos palacios y pujante cultura, de saltos con pértiga por encima de los toros y gran esplendor artístico. La erupción del volcán de Thera sacudió ese mundo hasta sus cimientos.

—Una erupción más grande que las del Vesubio y el monte Santa Elena combinadas —dijo Costas—. Cuarenta kilómetros cúbicos de precipitación volcánica y una marea lo bastante alta como para cubrir Manhattan.

—Y ese cataclismo no sólo afectó a los minoicos. Con el clero prácticamente extinguido, todo el edificio de la Edad de Bronce comenzó a derrumbarse. Un mundo que había sido próspero y seguro se deslizó hacia la anarquía y el caos, desgarrado por los conflictos internos e incapaz de resistir a los invasores que bajaban desde el norte.

—Pero algunos de los sacerdotes escaparon —intervino Costas—. Los pasajeros de nuestro naufragio perecieron, pero otros consiguieron salvarse, los que se habían marchado antes.

—Efectivamente —dijo Dillen—. Igual que los habitantes de Akrotiri, los sacerdotes del monasterio prestaron atención a las advertencias, probablemente violentos temblores que los sismólogos creen que sacudieron la isla unas semanas antes de que se produjera el cataclismo. Creo que la mayoría de los sacerdotes murieron en tu barco. Pero otros encontraron un refugio seguro en su santuario de Fastos, en la costa meridional de Creta, y un pequeño grupo huyó hacia tierras más lejanas para unirse a sus hermanos en toda la cuenca mediterránea.

—Sin embargo, no hubo nuevos intentos de reconstruir la Atlántida, ningún nuevo experimento con la utopía —aventuró Costas.

—Sobre el mundo de la Edad de Bronce ya comenzaban a cernirse sombras oscuras —dijo Dillen con tono sombrío—. Hacia el noreste, los hititas se estaban instalando en su fortaleza de Boghazkóy, en Anatolia. Con el tiempo serían como un vendaval que segaría todo lo que iba a encontrar a su paso, hasta las mismas puertas de Egipto. En Creta, los minoicos supervivientes se mostraron impotentes para resistir a los guerreros micénicos que realizaban incursiones marinas desde la Grecia continental, los antepasados de Agamenón y Menelao, cuya lucha titánica con el este quedaría inmortalizada por Homero en el sitio de Troya.

Dillen hizo una pausa y observó al grupo.

—Los sacerdotes sabían que ya no tenían el poder de modelar el destino de su mundo. Su ambición había reavivado la ira de los dioses, provocando nuevamente el castigo celestial que había destruido su primera tierra. La erupción del volcán de Thera debió de parecerles apocalíptica, un portento propio del Apocalipsis. A partir de ahora, el clero ya no asumiría un papel activo en los asuntos de los hombres, sino que se encerraría en el interior del santuario y envolvería su saber en el misterio. Muy pronto la Creta micénica, como sucediera antes con la Atlántida, no sería más que un paraíso oscuramente recordado, una fábula moral de la soberbia de los hombres ante los dioses, una historia que pasó al reino del mito y la leyenda para quedar embalsamada en las oraciones de los últimos sacerdotes.

—En el templo sagrado de Sais —aventuró Costas.

Dillen asintió.

—Egipto era la única civilización en la costa del Mediterráneo que sobrevivió a la devastación producida a finales de la Edad de Bronce, el único lugar donde el clero podía mantener una continuidad con la Atlántida. Creo que Amenofis fue un superviviente de esa casta, el único superviviente en los albores de la época clásica. Y esa casta estaba condenada a la extinción con la llegada de los ejércitos de Alejandro Magno.

—Y, sin embargo, el legado continúa —señaló Jack—. Amenofis le pasó el testigo a Solón, un hombre cuya cultura hacía concebir esperanzas de que, un día, los ideales de los fundadores serían resucitados. Y ahora esa tarea sagrada ha recaído sobre nuestros hombros. Por primera vez desde la antigüedad, el legado de la Atlántida va a ser conocido por la humanidad, no sólo lo que hemos visto sino un conocimiento que ni siquiera Amenofis podría haber divulgado.

Todos bajaron lentamente la escalera detrás de Dillen, hacia el pozo de luz que se veía al fondo. Las figuras talladas de los sacerdotes y las sacerdotisas parecían ascender junto a ellos, una solemne procesión que caminaba hacia el sanctasanctórum.

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