Atlantis

Atlantis


Capítulo 1

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Capítulo 1

—¡Nunca he visto nada parecido en toda mi vida!

Las palabras las había pronunciado un submarinista vestido con un traje de neopreno que acababa de salir a la superficie, por la popa de un barco. Su voz estaba entrecortada por la emoción. Después de nadar hasta la escalerilla, se quitó las aletas y la mascarilla, y se las pasó al capitán. Se impulsó trabajosamente fuera del agua y las pesadas botellas de aire comprimido hicieron que perdiera el equilibrio por un momento, pero un tirón desde arriba lo ayudó a aterrizar sano y salvo sobre cubierta. Su figura empapada se vio rápidamente rodeada por otros miembros del equipo, que le habían estado esperando.

Jack Howard se abrió paso desde el puente y sonrió a su amigo. Aún seguía sorprendiéndolo que una figura tan corpulenta pudiera ser tan ágil bajo el agua. Mientras sorteaba el montón de piezas del equipo de submarinismo en cubierta dijo, con un tono burlón que en realidad era su forma característica de hablar:

—Ya pensábamos que había regresado nadando a Atenas para beber un gin-tonic junto a la piscina de tu padre. ¿Qué has encontrado, el tesoro perdido de la reina de Saba?

Costas Kazantzakis sacudió la cabeza con impaciencia mientras se acercaba a Jack cogido de la barandilla. Estaba demasiado agitado para molestarse incluso en quitarse el traje de neopreno.

—No —dijo casi sin aliento—. Hablo en serio. Mira esto.

Jack imploró en silencio que fuesen buenas noticias. Habían hecho la inmersión para investigar un saliente cubierto de limo en la cima de un volcán sumergido, y los dos submarinistas que habían bajado con Costas pronto aparecerían en la superficie, después de haber hecho la oportuna parada de descompresión. Esa temporada ya no habría más inmersiones.

Costas desenganchó una anilla del cinturón y cogió una cámara submarina. Los otros miembros del equipo se congregaron detrás del alto inglés mientras éste abría la pantalla en miniatura y activaba el vídeo. Pocos momentos después, la sonrisa escéptica de Jack se convertía en una expresión de asombro.

La escena submarina estaba iluminada por unos potentes reflectores que coloreaban la oscuridad que reinaba a casi cien metros de profundidad. Dos submarinistas estaban arrodillados en el lecho marino usando un largo tubo aspirador, alimentado con una manguera de aire a baja presión, que absorbía el limo que cubría el lugar. Uno de los submarinistas hacía esfuerzos para mantener el tubo en la posición correcta, mientras el otro empujaba suavemente los sedimentos del fondo marino hacia la boca del tubo, del mismo modo en que lo haría en tierra un arqueólogo que usara una paleta.

Cuando el zoom de la cámara se acercó, el objeto de la atención de los submarinistas apareció ante la vista de todos. La forma oscura que se advertía en la parte superior de la ladera no era roca sino una masa solidificada de láminas metálicas colocadas en hileras entrelazadas como si fuesen tejas.

—Lingotes oxidados —dijo Jack, maravillado—. Cientos de ellos. Y también se ve una capa de brea que lo calafatea todo, como el barco de Odiseo que describe Homero.

Cada lámina tenía aproximadamente un metro de largo, algunas esquinas sobresalían. Aquel calafateado debía de cubrir el maderamen como la piel estirada y desollada de un buey. Esos lingotes de cobre eran característicos de la Edad de Bronce, hacía más de tres mil quinientos años.

—Parecen de la primera época —aventuró uno de los estudiantes que integraban el equipo—. ¿Siglo XVI a. J. C.?

—Sin duda —confirmó Jack—. Y aún se conservan formando hileras, tal como fueron cargados, lo que sugiere que el casco del barco puede haberse conservado. Puede tratarse del barco más antiguo jamás descubierto.

El entusiasmo de Jack iba en aumento a medida que la cámara recorría la ladera del volcán. Entre los lingotes y los submarinistas había tres ánforas de cerámica, cada una de ellas de la altura de un hombre y con una circunferencia superior a un metro. Eran piezas idénticas a las ánforas que Jack había visto en las despensas del palacio de Cnosos, en Creta. En su interior pudieron ver un gran número de cálices de tallo corto decorados con pulpos y motivos marinos bellamente naturalistas, sus formas sinuosas a tono con las ondulaciones del lecho marino.

No se podía confundir la cerámica de los minoicos, la notable civilización insular que había florecido en la época de los reinos egipcios medio y nuevo pero que luego, alrededor del 1400 a. J. C., había desaparecido súbitamente. El descubrimiento del palacio de Cnosos —donde se hallaba el legendario laberinto donde habitaba el Minotauro— había constituido uno de los hallazgos más espectaculares del siglo pasado. Siguiendo de cerca los pasos de Heinrich Schliemann, descubridor de Troya, el arqueólogo Arthur Evans se había decidido a demostrar que la leyenda de Teseo, el príncipe ateniense, y de su enamorada Ariadna estaba basada en hechos reales, como la guerra de Troya. El palacio de Cnosos, enorme e irregular, situado justo al sur de Heraklion, era la clave de una civilización perdida a la que llamó minoica por su legendario rey. El laberinto de cámaras y pasadizos confirió una extraordinaria verosimilitud a la historia de la lucha de Teseo con el Minotauro, y demostró que los mitos de los griegos de la antigüedad estaban más próximos a la historia real de lo que nadie se había atrevido a pensar.

—¡Sí!

Jack golpeó el aire con el puño de su mano libre. Su habitual reserva había sucumbido a la emoción de un descubrimiento verdaderamente notable. Era la culminación de una pasión sincera y obcecada, la realización de un sueño que lo había animado desde niño. Era un hallazgo que rivalizaría con el de la tumba de Tutankamón, un descubrimiento que aseguraría a su equipo un lugar de privilegio en los anales de la arqueología.

Para Jack esas imágenes eran suficientes. Aunque había más, muchas más, y permaneció inmóvil delante de la minúscula pantalla. Ésta mostró una toma panorámica de los submarinistas, mostrando un hueco.

—Probablemente el compartimento de popa. —Costas estaba señalando la pantalla—. Dentro hay una fila de anclas de piedra y un timón de madera.

Inmediatamente delante había una área de color amarillento que parecía ser el reflejo de la luz de los reflectores en la arena. Cuando la cámara se acercó, se produjo una exclamación de asombro colectivo.

—Eso no es arena —susurró el estudiante.

—¡Eso es oro!

Ahora todos sabían qué estaban viendo. Era una imagen de extraordinario esplendor. En el centro había un magnífico cáliz de oro, digno del mismísimo rey Minos. Estaba decorado en relieve con una elaborada escena de tauromaquia. Junto al cáliz se veía la estatua de oro de una mujer de tamaño natural, los brazos alzados en un gesto de súplica y el tocado entrelazado de serpientes. Sus pechos desnudos habían sido bellamente esculpidos en marfil y un titilante arco de color mostraba el lugar donde su cuello estaba embellecido con piedras preciosas. A su lado había un montón de espadas de bronce con empuñaduras de oro, sus hojas decoradas con escenas de combates en plata incrustada y esmalte azul.

El reflejo más brillante procedía de la zona que se encontraba justo delante de los submarinistas. Cada movimiento de la mano del submarinista parecía revelar un nuevo objeto centelleante. Jack pudo distinguir barras de oro, sellos reales, joyas y delicadas diademas con hojas entrelazadas, todas las piezas mezcladas como si hubiesen estado dentro de un cofre del tesoro.

La imagen se movió de repente hacia arriba siguiendo la línea ascendente y la pantalla quedó en blanco. En el azorado silencio que siguió a continuación, Jack bajó la cámara y levantó lentamente la cabeza.

—Creo que tenemos trabajo —dijo con voz tranquila.

Jack había apostado su reputación a un proyecto a largo plazo. En la década que había transcurrido desde que había acabado su doctorado se había concentrado en el descubrimiento de un naufragio minoico, un hallazgo que serviría para confirmar su teoría acerca de la supremacía marítima de los minoicos durante la Edad de Bronce. Jack estaba convencido de que el lugar más probable de ese presunto naufragio era un grupo de arrecifes e islotes situados aproximadamente a setenta millas náuticas al noreste de Cnosos.

Durante semanas, sin embargo, había buscado en vano. Unos pocos días antes sus esperanzas habían aumentado y luego se habían esfumado ante el descubrimiento de los restos de un naufragio romano, una inmersión que Jack esperaba que fuese la última de la temporada. Hoy la jornada iba a dedicarse a probar un nuevo equipo para el próximo proyecto. Una vez más, la suerte de Jack había vuelto a aparecer.

—¿Te importaría echarme una mano?

Costas se había desplomado, exhausto, junto a la barandilla de popa del Seaquest, con el equipo aún puesto y el agua de su rostro uniéndose ahora a las gotas de sudor. El sol del crepúsculo sobre el mar Egeo bañaba de luz su figura.

Alzó la vista hacia la figura delgada que estaba de pie junto a él. Jack era un extraño descendiente de una de las familias más antiguas de Inglaterra, siendo su elegancia natural el único indicio de un linaje privilegiado. Su padre había sido un aventurero que había abandonado su medio social y utilizado su fortuna para llevar a su familia con él a conocer lugares remotos. Su educación nada convencional había convertido a Jack en una suerte de inadaptado, un hombre que se sentía cómodo solo y sin compromisos. Era un líder nato que imponía respeto.

—¿Qué harías sin mí? —preguntó Jack con una sonrisa mientras quitaba las botellas de aire de la espalda de Costas. Hijo de un magnate naviero, Costas había rechazado la vida de playboy que le correspondía y optado por una carrera de diez años en Stanford y el Instituto Tecnológico de Massachusetts, de donde salió como experto en tecnología submarina. Rodeado de un montón de herramientas y piezas que sólo él era capaz de manejar, Costas creaba de forma rutinaria inventos prodigiosos como si fuese un Caractacus Potts[1] de nuestros días. Su pasión por los desafíos sólo era igualada por su naturaleza sociable, un activo vital en una profesión donde el trabajo en equipo era esencial.

Los dos hombres se habían conocido en la base de la OTAN en Esmirna, Turquía, cuando Jack había sido destinado a la Escuela de Inteligencia Naval y Costas era un asesor civil de la UNANTSUB, la agencia de investigación de guerra antisubmarina de las Naciones Unidas. Unos años más tarde, Jack invitó a Costas a que se uniese a él en la Universidad Marítima Internacional, la UMI, la institución dedicada a la investigación que había sido su hogar durante diez años. En ese tiempo, Jack había visto que sus recursos como director de operaciones de campo aumentaban, pasando a disponer de cuatro barcos y más de doscientas personas. Costas, por su parte, a pesar de un papel igualmente importante en el departamento de Ingeniería, siempre parecía encontrar la forma de unirse a Jack cuando las cosas se ponían emocionantes.

—Gracias, Jack.

Costas se levantó lentamente, demasiado cansado para decir algo más. Sólo llegaba a los hombros de Jack y tenía el pecho abombado y brazos poderosos, heredados de generaciones de pescadores de esponjas y marineros, y una personalidad a juego con su poderío físico. Este proyecto también le había tocado de muy cerca y se sintió súbitamente agotado por la emoción del descubrimiento. Fue él quien puso en marcha la expedición, utilizando para ello los contactos de su padre con el gobierno griego. Aunque ahora se encontraban en aguas internacionales, el apoyo de la armada helena había sido fundamental, sobre todo en el suministro de las botellas de gas purificado, que eran vitales para la inmersión.

—Oh, casi lo olvidaba. —El rostro bronceado de Costas se iluminó con una amplia sonrisa mientras metía la mano en un bolsillo de su equipo de buzo—. Sólo por si pensabas que lo había falsificado.

Sacó un pequeño bulto envuelto en neopreno y se lo dio a Jack con un brillo victorioso en los ojos. Jack no estaba preparado para el peso del objeto y la mano descendió por un instante. Desenvolvió el objeto y se quedó boquiabierto.

Era un disco sólido de metal de aproximadamente el diámetro de su mano y la superficie era tan lustrosa como si la pieza fuese nueva. El profundo color del oro sin impurezas era inconfundible, oro refinado hasta la pureza del lingote.

A diferencia de muchos de sus colegas de la universidad, Jack nunca fingía que un tesoro no lo conmovía y, por un momento, permitió que la emoción de sostener en la mano varios kilos de oro puro recorriera todo su cuerpo. Mientras lo alzaba y lo hacía girar bajo los últimos rayos de sol, el disco despidió un deslumbrante rayo de luz, como si estuviese liberando una enorme carga de energía contenida durante miles de años.

Jack se sintió aún más entusiasmado cuando vio que el sol revelaba las marcas de la superficie. Bajó el disco a la sombra que proyectaba el cuerpo de Costas y pasó los dedos por encima de las finas muescas, todas ellas exquisitamente ejecutadas en la cara convexa.

En el centro presentaba un curioso artilugio rectilíneo, como una gran «H», con una breve línea cayendo desde la horizontal, y cuatro más extendiéndose como peines desde cada lado. Alrededor del borde del disco había tres bandas concéntricas, cada una de ellas dividida en veinte compartimentos. Cada compartimento contenía un símbolo diferente. Para Jack, el círculo exterior parecía una serie de pictogramas, símbolos que transmitían el significado de una palabra o una frase. De un vistazo pudo discernir la cabeza de un hombre, un hombre caminando, un remo, un bote y un haz de trigo. Los compartimentos internos estaban alineados con los que estaban dispuestos a lo largo del borde, pero, a diferencia de estos últimos, contenían signos lineales. Cada uno de éstos era diferente pero se asemejaban más a letras del alfabeto que a pictogramas.

Costas miró a Jack mientras su amigo examinaba el disco, totalmente embelesado. Sus ojos tenían un brillo que Costas ya había visto en otras ocasiones. Jack estaba tocando la Edad de los Héroes, una época envuelta en el mito y la leyenda, aunque un período que había sido revelado de forma espectacular gracias a grandes palacios y ciudadelas, en obras de arte sublimes y armas de guerra brillantemente pulidas. Se estaba comunicando con los antiguos de una forma que sólo era posible con un naufragio, sosteniendo en las manos un objeto de valor incalculable que no había sido arrojado sino protegido hasta el momento de la catástrofe.

Jack le dio la vuelta al disco metálico varias veces y volvió a examinar las inscripciones, mientras su mente rememoraba sus clases sobre la historia de la escritura. Ya había visto antes algo parecido. Tomó nota mentalmente de enviarle un correo electrónico con la imagen del disco al profesor James Dillen, su antiguo mentor en la Universidad de Cambridge y la máxima autoridad mundial en las antiguas escrituras de Grecia.

Jack le devolvió el disco a Costas. No había necesidad de palabras. Fue a unirse al equipo, que ahora estaba apiñado junto a la escalerilla de popa. La visión de todo ese oro había redoblado su fervor. La mayor amenaza para la arqueología eran las aguas internacionales, una zona de nadie y donde ningún país tenía jurisdicción. Todos los intentos de imponer una ley marítima global habían fracasado. Los problemas de custodiar una área tan enorme parecían insuperables. Sin embargo, los progresos tecnológicos habían hecho que los minisumergibles operados a distancia, del tipo utilizado para descubrir los restos del Titanic, fueran ahora sólo un poco más caros que un coche. La exploración en aguas profundas, que, en otra época, había sido coto privado de un puñado de instituciones, ahora estaba abierta a todos y había llevado a la destrucción en masa de los sitios históricos. Saqueadores organizados y provistos de tecnología punta estaban arrasando el fondo marino sin dejar ningún registro para la posteridad, y los objetos desaparecían para siempre en las manos de coleccionistas privados. Y los equipos de la Universidad Marítima Internacional no sólo tenían que hacer frente a los operadores ilegales. Las antigüedades saqueadas se habían convertido en moneda corriente en el submundo criminal.

Jack echó un vistazo a la pantalla del cronometrador y experimentó el familiar subidón de adrenalina cuando anunció su intención de sumergirse. Comenzó a colocarse cuidadosamente el equipo, ajustó su reloj de inmersión y comprobó la presión de las botellas de aire. Su comportamiento era metódico y profesional, como si ese día no tuviese nada de especial.

Lo cierto es que apenas podía contener su emoción.

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