Atlantis

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Capítulo 8

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Capítulo 8

—¡Jack! ¡Bienvenido a bordo!

La voz se elevó por encima del estrépito de los motores gemelos Rolls-Royce cuando redujeron la potencia. Jack acababa de saltar al patín de aterrizaje con flotadores, una modificación de la configuración habitual que permitía a los aparatos de la UMI posarse sobre el agua. Se apresuró a estrechar la mano que le tendía Malcolm Macleod, de cuerpo alto y fuerte, encorvado mientras el rotor se detenía. Costas y Katya salieron detrás de Jack. Mientras se dirigían hacia el barco, varios miembros de la tripulación rodearon el Lynx, lo aseguraron a la cubierta y comenzaron a bajar el equipo del compartimento de carga.

El Sea Venture difería del Seaquest sólo en el tipo de equipamiento, pues había sido adaptado a su papel como principal barco de investigación en alta mar de la UMI. Recientemente había realizado la primera investigación con sumergibles tripulados en la fosa de las Marianas, en el Pacífico occidental. Su misión actual en el mar Negro había comenzado como un análisis sedimentológico rutinario, pero ahora había adquirido una nueva y sorprendente dimensión.

—Síganme al puente.

Malcolm Macleod los guió debajo de la misma pantalla en forma de cúpula que habían visto en el Seaquest. Macleod era el homólogo de Jack en el departamento de Oceanografía, un hombre cuya experiencia había llegado a respetar profundamente por los numerosos proyectos en los que habían colaborado por todo el mundo.

El escocés, corpulento y pelirrojo, ocupó su posición en el asiento del operador, frente a la consola.

—Bienvenidos al Sea Venture. Espero que la inspección pueda esperar hasta que les haya mostrado lo que hemos encontrado.

Jack asintió.

—Adelante.

—¿Han oído hablar de la crisis de salinidad de Mesina?

Jack y Costas asintieron, pero Katya parecía desconcertada.

—Muy bien. En consideración a nuestra nueva colega. —Macleod sonrió a Katya—, diremos que todo empezó con los depósitos descubiertos cerca del estrecho de Mesina, en Sicilia. A comienzos de los años setenta, el barco de perforación Glomar Challenger recogía muestras en el Mediterráneo. Debajo del lecho marino encontraron un enorme estrato de evaporados consolidados, en algunos lugares de hasta tres kilómetros de grosor. Ese estrato se formó durante el Mioceno tardío, la era geológica más reciente antes de la nuestra, hace aproximadamente cinco millones y medio de años.

—¿Evaporados? —preguntó Katya.

—Principalmente halita, sal de piedra común, el material que queda cuando se evapora el agua de mar. Por encima y debajo de él hay margas, sedimentos marinos normales de arcilla y carbonato de calcio. El estrato salino se formó al mismo tiempo por todo el Mediterráneo.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que el Mediterráneo se evaporó.

Katya lo miró con una expresión de absoluta incredulidad.

—¿El Mediterráneo evaporado? ¿Todo?

Macleod asintió.

—El fenómeno fue provocado por un brusco y enorme descenso de la temperatura. Hizo mucho más frío que en la Edad de Hielo. —Macleod miró a Jack—. Y esto no es todo, ahora viene lo increíble.

Los cuatro se reunieron detrás del panel de mandos del vehículo dirigido por control remoto. Macleod invitó a Katya a sentarse delante de la pantalla y le enseñó el funcionamiento de los mandos.

—Piense que se trata de un simulador de vuelo. Use esta palanca para volar de la manera que le apetezca, arriba o abajo, hacia los costados o hacia atrás. El control de velocidad es ese indicador que se encuentra a la izquierda.

Macleod apoyó su mano sobre la de Katya y describió un círculo completo en el sentido de las agujas del reloj apretando con fuerza. La pantalla de vídeo, de gran formato, permaneció completamente negra pero el indicador de dirección giró 360 grados. El indicador de profundidad señalaba 135 metros y las coordenadas del GPS mostraban la posición del vehículo, el ROV, con una desviación de menos de medio metro.

Macleod volvió a colocar la palanca en su posición normal.

—Una barrena en caída libre seguida de una recuperación perfecta.

Macleod sonrió a Jack, quien recordaba muy bien sus primeros escarceos con el ROV, cuando se habían entrenado juntos para conocer el manejo del equipo en las instalaciones de las Bermudas.

—Ya hace un par de décadas que los equipos científicos emplean de forma habitual los ROV —explicó Macleod—. Pero en los últimos años la tecnología se ha vuelto cada vez más refinada. Para las tareas de exploración utilizamos el AUV (un vehículo dirigido de forma autónoma), que dispone de accesorios multitarea que incluyen vídeo, sonar y escáner de barrido lateral. Una vez que se ha identificado el objetivo, desplegamos los ROV de control directo. El Mark 7 UMI con el que operamos aquí no es mucho más grande que un maletín, y al ser tan pequeño puede penetrar en una falla submarina.

—Puedes hacer girar uno de estos chismes sobre una moneda —añadió Costas—. Y el control Doppler de impulso por radio permite desplazarlo en sentido horizontal durante quince millas náuticas o descender directamente al abismo marino más profundo.

—Ya casi hemos llegado —interrumpió Macleod—. Activando los reflectores.

Bajó la palanca y accionó varios interruptores en el panel de la consola. De pronto, la pantalla cobró vida y la intensa negrura fue reemplazada por una brillante lluvia de puntos diminutos.

—Limo —explicó Macleod—. Nuestras luces reflejan las partículas en suspensión en el agua.

Un momento después comenzaron a divisar algo más sustancial, un fondo oscuro que se fue aclarando de forma gradual. Era el lecho marino, una extensión gris, desierta y monótona. Macleod activó el radar de contorno del terreno del ROV, que mostró que el lecho marino se inclinaba en una pendiente de 30 grados desde el sur.

—Profundidad 148 metros.

Una extraña estructura en forma de torre apareció de pronto en la pantalla y Macleod detuvo el ROV a un par de metros.

—Otro de los ingeniosos artefactos de Costas. Una excavadora dirigida por control remoto, capaz de perforar cien metros debajo del lecho marino o transportar enormes volúmenes de sedimentos.

Con su mano libre, Macleod buscó algo dentro de una caja que había debajo de su asiento.

—Y esto es lo que encontramos.

Le pasó a Katya un objeto negro y brillante del tamaño de su puño. Ella lo sopesó en la mano y lo miró intrigada.

—¿Un guijarro de playa?

—Erosionado en la costa. A lo largo de toda esta pendiente hemos encontrado pruebas de la existencia de una antigua línea costera, a ciento cincuenta metros de profundidad y a diez millas de la costa. Y aún más asombrosa es la fecha. Es uno de los descubrimientos más notables que hayamos hecho nunca.

Macleod marcó unas coordenadas con el GPS y la imagen en la pantalla comenzó a moverse. El lecho marino iluminado pollos reflectores del ROV mostraba pocos cambios mientras el pequeño vehículo mantenía la misma profundidad.

—Lo he puesto en piloto automático. Quince minutos para el objetivo.

Katya le devolvió la piedra negra y pulida.

—¿Podría asociarse esta piedra con la crisis de salinidad de Mesina?

—Nosotros la situaríamos antes de la llegada de los primeros homínidos a esta región hace dos millones de años…

—¿Pero?

—Pero habríamos estado equivocados. Muy equivocados. Las costas sumergidas no son nada inusuales en nuestro campo de estudio pero ésta es diferente. Síganme y se lo enseñaré.

Macleod desplegó un mapa isométrico del mar Negro y el Bosforo generado por ordenador.

—La relación entre el Mediterráneo y el mar Negro es una especie de microcosmos del Atlántico y el Mediterráneo —explicó—. El Bosforo tiene sólo unos cien metros de profundidad. Cualquier descenso del Mediterráneo por debajo de esa profundidad aísla el mar Negro. Éstas fueron las condiciones que permitieron a los primeros homínidos cruzar a Europa desde Asia.

Macleod movió el cursor para realzar tres sistemas fluviales que desembocaban en el mar.

—Cuando el Bosforo era un puente de tierra, la evaporación provocó un descenso en el nivel de las aguas, del mismo modo que ocurrió con el Mediterráneo durante la crisis de salinidad. Pero el mar Negro, en mayor medida que el Mediterráneo, recuperó caudal gracias al aporte del Danubio, el Dniéper y el Don. Con el tiempo se alcanzó un punto medio en el que el índice de evaporación igualó el aporte de los ríos. A partir de ese momento, cambiaron los niveles de salinidad, y el mar Negro acabó convirtiéndose en un enorme lago de agua dulce.

Pulsó una tecla y el ordenador comenzó a simular los hechos que había estado describiendo, mostrando cómo se secaba el Bosforo y el nivel de las aguas del mar Negro descendía hasta un punto situado aproximadamente 150 metros por debajo del nivel actual y 50 metros por debajo del lecho del Bosforo, donde el nivel se mantenía gracias a la aportación de los ríos que desembocaban en él.

Se dio la vuelta en su silla y miró a sus acompañantes.

Katya estaba atónita.

—¿Quiere decir después de la Edad de Hielo?

Macleod asintió enérgicamente.

—La glaciación más reciente alcanzó su punto álgido hace aproximadamente veinte mil años. Creemos que el mar Negro fue separado antes de esa época y que su contorno ya había descendido esos 150 metros. Nuestra playa fue la línea costera durante los doce mil años siguientes.

—¿Y qué sucedió luego?

—Se repite la crisis de salinidad de Mesina. Los glaciares se funden, el nivel de las aguas del Mediterráneo asciende y caen enormes cascadas sobre el Bosforo. La causa inmediata de este fenómeno pudo haber sido una fase de deshielo de la capa antártica occidental. Creemos que el mar Negro tardó sólo un año en alcanzar el nivel que tiene hoy. Eso significa una afluencia de agua de casi veinte kilómetros cúbicos diarios, lo que provocó un aumento del nivel de unos diez centímetros por día o de dos a tres metros semanales.

Jack señaló la parte inferior del mapa.

—¿Podemos ver un primer plano de esta zona?

—Claro.

Macleod pulsó varias teclas y la pantalla se amplió mostrando la costa septentrional de Turquía. El mapeador isométrico continuó describiendo la topografía del terreno antes de la inundación.

Jack se acercó a la pantalla mientras hablaba.

—En este momento nos encontramos a once millas de la costa septentrional de Turquía, o sea, unos dieciocho kilómetros, y la profundidad del mar debajo de nosotros es de unos ciento cincuenta metros. Una pendiente constante respecto a la costa actual significaría una elevación de unos diez metros por cada kilómetro y medio tierra adentro, digamos una proporción de cien a ciento cincuenta metros. Eso significa una pendiente bastante ligera, apenas perceptible. Si el nivel del mar subió a la velocidad que dices, entonces estamos hablando de trescientos a cuatrocientos metros de territorio inundado cada semana, o sea, unos cincuenta metros por día.

—O incluso más —dijo Macleod—. Antes de la inundación, gran parte de lo que hoy se encuentra debajo de nosotros estaba a sólo unos cuantos metros sobre el nivel del mar, con una pendiente más pronunciada en las proximidades de la costa actual, a medida que comienzas a ascender la meseta de Anatolia. Enormes zonas del territorio habrían quedado cubiertas por las aguas en cuestión de semanas.

Jack permaneció un momento con la vista fija en el mapa.

—Estamos hablando del Neolítico temprano, el período en que se inició la agricultura —reflexionó en voz alta—. ¿Cuáles habrían sido las condiciones aquí?

El rostro de Macleod se iluminó.

—He tenido a nuestros paleoclimatólogos trabajando horas extra en ese tema. Han hecho unas cuantas simulaciones con todas las variables posibles para reconstruir el entorno que había entre finales del Pleistoceno y el momento en que se produjo la inundación.

—¿Y?

—Ellos creen que ésta era la región más fértil en todo Oriente Próximo.

Katya dejó escapar un silbido de admiración.

—Esto podría dar una nueva luz a toda la historia de la Humanidad. Una franja costera de veinte kilómetros de ancho y cientos de kilómetros de largo en una de las áreas clave para el desarrollo de una civilización. Y que nunca ha sido explorada por los arqueólogos.

Macleod pulsó unas teclas presa de la emoción.

—Y ahora la razón por la que están aquí. Es hora de regresar al monitor del ROV.

El lecho marino aparecía ahora más ondulado, con ocasionales salientes rocosos y depresiones arrugadas donde en un tiempo hubo barrancos y valles fluviales. El indicador de profundidad señalaba que el ROV se encontraba a unos quince metros más abajo y un kilómetro tierra adentro de la antigua línea de la costa. Las coordenadas del GPS estaban empezando a converger con los datos programados por Macleod.

—El mar Negro debe de ser un paraíso para los arqueólogos —dijo Jack—. Los cien metros superiores presentan un bajo nivel de salinidad, una reliquia del lago de agua dulce que fue y una consecuencia de la desembocadura de los ríos. Las carcomas marinas, como el gusano teredo navalis, necesitan un ambiente más salobre, de modo que las maderas antiguas pueden sobrevivir aquí en condiciones casi originales. Siempre he soñado con encontrar un trirreme, un antiguo buque de guerra provisto de remos.

—Pero es la pesadilla de un biólogo —replicó Macleod—. Por debajo de los cien metros de profundidad está todo envenenado con ácido sulfhídrico, resultado de la alteración química del agua del mar, ya que las bacterias acostumbran a usarla para digerir las enormes cantidades de materia orgánica que llega con el agua de los ríos. Y en las profundidades abisales es aún peor. Cuando las aguas con alto contenido salino del Mediterráneo se precipitaron en cascadas sobre el Bosforo, quedaron a una profundidad de casi dos mil metros. Y aún sigue allí un estrato estancado de doscientos metros de espesor, incapaz de albergar ninguna clase de vida. Es uno de los ambientes más nocivos del mundo.

—Cuando estaba destinado en la base de la OTAN en Esmirna, interrogué al tripulante de un submarino que había desertado de la flota soviética del mar Negro —dijo Costas—. Un ingeniero que había trabajado en unas investigaciones ultrasecretas en alta mar. Ese hombre afirmó haber visto restos de barcos naufragados que permanecían en el lecho marino con su aparejo intacto. Me mostró una fotografía en la que incluso se podían vislumbrar cadáveres, un revoltijo de formas espectrales en salmuera. Es una de las cosas más aterradoras que he visto en mi vida.

—Casi tan notable como esto.

Una luz roja se encendió en la esquina inferior derecha de la pantalla cuando convergieron las coordenadas del GPS. Casi simultáneamente el lecho marino se transformó en un escenario tan extraordinario que se quedaron sin aliento. Justo delante del ROV el reflector iluminó un complejo de edificios de baja altura, los techos planos solapándose entre ellos como en un poblado navajo. Las escaleras conectaban las habitaciones inferiores y superiores. Todo estaba cubierto por una capa espectral de limo, como si fuese la ceniza de una erupción volcánica. Era una imagen inquietante y desolada y, sin embargo, hizo que sus corazones se aceleraran por la emoción.

—Fantástico —exclamó Jack—. ¿Podemos acercarnos más?

—Nos colocaremos donde estábamos cuando te llamé ayer.

Macleod cambió a control manual y dirigió el ROV hacia una entrada en una de las terrazas. Rozando apenas la palanca de la dirección hizo que el pequeño sumergible entrase a través de la abertura. Una vez dentro barrió lentamente las paredes con la cámara. Estaban decoradas con dibujos que apenas resultaban visibles en la oscuridad: ungulados de largos cuellos, íbices, quizá, además de leones y tigres que saltaban con los miembros extendidos.

—Argamasa hidráulica —musitó Costas.

—¿Qué? —preguntó Jack distraídamente.

—Es la única manera de que esas paredes puedan haber sobrevivido debajo del agua. La mezcla debe de incluir alguna clase de aglutinante hidráulico. Esta gente conocía el polvo volcánico.

En el extremo más alejado de la habitación sumergida había una forma que cualquier estudiante de prehistoria habría reconocido al instante. Era la forma en «U» de los cuernos de un toro, una talla mayor que el tamaño natural, incrustada en una amplia peana, como un altar.

—Es del Neolítico temprano. No hay duda. —Jack estaba exaltado, su atención completamente centrada en las extraordinarias imágenes que desfilaban ante sus ojos—. Es el santuario de una casa, exactamente igual a la que se descubrió hace más de treinta años en las excavaciones de Qatal Hüyük.

—¿Dónde? —preguntó Costas.

—En Turquía central, en la llanura de Konya, a unos cuatrocientos kilómetros al sur de aquí. Posiblemente el pueblo más antiguo del mundo, una comunidad agrícola establecida hace diez mil años, en los albores de la agricultura. Un conglomerado de construcciones de ladrillo apiñadas entre sí, con estructuras de madera iguales a éstas.

—Un lugar único —dijo Katya.

—Hasta ahora. Esto lo cambia todo.

—Aún hay más —dijo Macleod—. Mucho más. El sonar muestra anomalías como ésta a lo largo de lo que fue litoral, hasta donde hemos investigado, aproximadamente treinta kilómetros en ambos sentidos. Se producen cada dos kilómetros y no hay duda de que cada una de ella es otro poblado o una casa.

—Asombroso. —La mente de Jack funcionaba a toda velocidad—. Esta tierra debió de ser increíblemente productiva, debió de mantener a una población mucho más numerosa que la que habitaba en el Creciente Fértil, desde Mesopotamia hasta las costas de Oriente Próximo. —Miró a Macleod con una amplia sonrisa dibujada en el rostro—. Para un experto en chimeneas hidrotermales submarinas has tenido un día de trabajo muy bueno.

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