Atlantis

Atlantis


Capítulo 9

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Capítulo 9

El Sea Venture dejaba una estela de espuma mientras se dirigía hacia el sur desde su posición encima de la antigua línea de la costa. El cielo estaba despejado pero el mar marcaba un oscuro y ominoso contraste con el azul intenso del Mediterráneo. Delante del barco se asomaban vagamente las laderas arboladas del norte de Turquía y la cima de la meseta de Anatolia, la cadena montañosa que señalaba el inicio de las tierras altas de Asia Menor.

Tan pronto como se hubo recuperado el ROV, el Sea Venture había puesto proa a toda máquina hacia su base de abastecimiento en Trebisonda, el puerto cuyas edificaciones encaladas descansaban sobre la costa meridional. Katya estaba disfrutando de su primera oportunidad de relajarse desde que había llegado a Alejandría tres días antes. Su larga cabellera ondeaba al viento mientras se quitaba la ropa hasta quedarse sólo con un bañador que apenas si dejaba nada a la imaginación del espectador. En el otro extremo de la cubierta, a Jack le resultaba difícil concentrarse en su conversación con Costas y Macleod.

Costas había estado aconsejando a Macleod acerca de la mejor manera de hacer un relevamiento cartográfico del poblado neolítico sumergido recurriendo a la fotogametría, que había sido utilizada con éxito en el naufragio del barco minoico. Habían convenido que el Seaquest se reuniría con el Sea Venture en el mar Negro lo antes posible; su equipo y experiencia en este campo resultaban esenciales para llevar a cabo una investigación completa. Otro barco ya había zarpado desde el puerto de Cartago para ayudar en el lugar del naufragio y ahora reemplazaría al Seaquest.

—Si el nivel del mar subía diez centímetros por día después de que el Mediterráneo empezó a desaguar en el Bosforo —dijo Costas, elevando la voz por encima del viento—, ese fenómeno debió de resultar bastante obvio para los pobladores de la costa. Después de algunos días seguramente llegaron a la conclusión de que el diagnóstico a largo plazo no podía ser bueno.

—Exacto —convino Macleod—. El poblado neolítico se encuentra diez metros más alto que la antigua línea de la costa. Debieron de contar con cerca de un mes para huir. Eso explicaría la ausencia de objetos en las habitaciones.

—¿Pudo haberse tratado del diluvio del que habla la Biblia? —aventuró Costas.

—Prácticamente todas las civilizaciones tienen una leyenda relacionada con una inundación o un diluvio, pero la mayoría de esos mitos pueden referirse a inundaciones provocadas por ríos más que a inundaciones oceánicas —dijo Jack—. Las catástrofes provocadas por inundaciones fluviales eran más probables en épocas anteriores, mucho antes de que el hombre aprendiese a construir diques y canales para controlar las aguas.

—Ésa pareció ser siempre la base más probable para la epopeya de Gilgamesh —dijo Katya—. La historia de Gilgamesh habla de una inundación escrita en doce tablillas de arcilla, aproximadamente en el 2000 a. J. C., y descubiertas en las minas de Nínive, en Irak. Gilgamesh era el rey sumerio de Uruk, sobre el Éufrates, un lugar poblado por primera vez a finales del IV milenio a. J. C.

—El diluvio bíblico puede haber tenido un origen diferente —añadió Macleod—. La UMI ha investigado la costa israelí y encontrado pruebas de actividad humana que se remonta a finales de la Edad de Hielo, a la época del gran deshielo, hace doce mil años. A cinco kilómetros de la costa encontramos útiles de piedra y yacimientos arqueológicos de comunidades de cazadores-recolectores.

—¿Estás sugiriendo que los israelitas del Antiguo Testamento conservaban recuerdos de estos hechos? —preguntó Costas.

—La tradición oral puede sobrevivir miles de años, especialmente en una sociedad cerrada. Pero algunos de nuestros agricultores desplazados podrían haberse establecido en Israel.

—Piensa en arca de Noé —dijo Jack—. Una embarcación enorme que fue construida después de las advertencias de que se produciría un terrible diluvio. Recuerda que en el arca iban parejas de cada animal. Piensa en nuestros agricultores del mar Negro. El mar habría sido su principal ruta de escape y se llevaron consigo el mayor número posible de sus animales, en parejas, para criar rebaños.

—Pensaba que en aquellos tiempos carecían de embarcaciones de gran tamaño —dijo Costas.

—Los carpinteros de ribera del Neolítico podían construir barcos lo bastante grandes para transportar varias toneladas de carga. Los primeros agricultores de Chipre tenían gigantescos bisontes europeos además de cerdos y ciervos. Ninguna de esas especies era autóctona y sólo pudieron haber sido traídas en barco. Eso sucedió alrededor del 9000 a. J. C. Y es probable que lo mismo haya ocurrido en Creta mil años más tarde.

Costas se rascó la barbilla con expresión pensativa.

—O sea, que la historia de Noé podría contener una pizca de verdad, no sólo un enorme barco sino muchas embarcaciones más pequeñas llevando a bordo agricultores y ganado desde el mar Negro.

Jack asintió.

—Es una idea muy sugerente.

Los motores del Sea Venture redujeron su potencia al acercarse a la bocana del puerto de Trebisonda, la base de abastecimiento de la UMI en el mar Negro. Junto al muelle oriental pudieron ver las siluetas grises de dos naves de ataque Dogan FPB-57, parte de la respuesta naval turca a la creciente plaga del contrabando en el mar Negro. Los turcos habían adoptado una posición intransigente: golpeaban duro y rápido, y disparaban a matar. Jack se sintió más tranquilo al ver los buques de guerra, sabedor de que sus contactos en la armada turca le asegurarían una respuesta inmediata en el caso de que tuviesen problemas en las aguas territoriales.

Estaban junto a la barandilla en la cubierta superior mientras el Sea Venture realizaba la maniobra de atraque en el muelle occidental. Costas contemplaba las colinas densamente arboladas de encima de la ciudad.

—¿Adónde fueron después de la inundación? No creo que pudieran cultivar la tierra allí arriba.

—No habrían tenido necesidad de ir demasiado tierra adentro —convino Jack—. Y era una población muy numerosa, decenas de miles al menos, a juzgar por el número de asentamientos que pudimos apreciar en la lectura del sonar.

—De modo que se separaron.

—Puede haberse tratado de un éxodo organizado, dirigido por una autoridad para asegurar que encontrasen nuevas tierras que fuesen aptas para toda la población. Algunos se dirigieron hacia el sur, atravesando esa cadena montañosa; otros, al este; otros, al oeste. Malcolm mencionó Israel. Hay otros destinos probables.

Costas habló atropelladamente.

—Las primeras civilizaciones… Egipto… Mesopotamia… El valle del Indo… Creta…

—No es tan descabellado. —Katya se había levantado y ahora estaba atenta a la conversación—. Uno de los rasgos más notables de la historia de las lenguas es que muchas tienen su origen en un tronco común. La mayoría de las lenguas que se hablan en la actualidad en Europa, Rusia, Oriente Próximo y el subcontinente indio tienen el mismo origen.

—El indoeuropeo —dijo Costas.

—Una antigua lengua madre que muchos lingüistas ya pensaban que procedía de la región del mar Negro. Podemos reconstruir su vocabulario a partir de palabras que poseen en común lenguas posteriores, como pitar en sánscrito, pater en latín, vater en alemán, father en inglés y padre en español.

—¿Y qué hay de las palabras propias de la agricultura? —preguntó Costas.

—El estudio comparativo de los distintos vocabularios muestra que araban la tierra, tejían prendas de lana y trabajaban el cuero. Tenían animales domesticados como bueyes, cerdos y ovejas. Poseían asimismo estructuras sociales complejas y una diferenciación según la riqueza. Adoraban a una gran madre diosa.

—¿Qué está sugiriendo?

—Muchos de nosotros creemos que la expansión indoeuropea se produjo conjuntamente con la expansión de la agricultura, un proceso gradual que se llevó a cabo durante muchos años. Yo sugiero ahora que fue consecuencia de una única migración. Nuestros agricultores del mar Negro fueron los indoeuropeos originales.

Jack apoyó un cuaderno de notas sobre la barandilla y trazó rápidamente un mapa del mundo antiguo.

—He aquí una hipótesis —dijo—. Nuestros indoeuropeos abandonan su tierra natal, en la costa del mar Negro. —Dibujó una flecha que apuntaba al este de su posición actual—. Un grupo se dirige hacia el Cáucaso, la actual Georgia. Algunos de ellos viajan por tierra hacia las montañas Zagros y llegan finalmente al valle del Indo, en Pakistán.

—Habrían visto el monte Ararat poco después de adentrarse —afirmó Macleod—. Debió de haber sido una vista imponente, mucho más alta que cualquiera de las montañas que conocían. Y es posible que quedase registrado en su folclore como el lugar donde finalmente comprendieron que habían conseguido escapar a la inundación provocada por el diluvio.

Jack trazó otra flecha en el mapa.

—Un segundo grupo se dirige hacia el sur, a Mesopotamia, a través de la meseta de Anatolia y se establece en las orillas del Tigris y el Éufrates.

—Y otro grupo hacia el noroeste, en dirección al Danubio —sugirió Costas.

Jack dibujó una tercera flecha en el mapa.

—Algunos se establecen aquí, otros utilizan los ríos para llegar hasta el corazón de Europa.

Macleod habló con una voz embargada por la emoción.

—Gran Bretaña se convirtió en una isla a finales de la Edad de Hielo, cuando el mar del Norte se inundó. Pero esta gente contaba con la tecnología necesaria para llegar a la otra orilla. ¿Fueron ellos los primeros agricultores de Gran Bretaña, los antepasados del pueblo que levantó Stonehenge?

—La lengua celta de Gran Bretaña provenía del indoeuropeo —dijo Katya.

Jack trazó otra fecha que apuntaba al oeste y que se abría en varias direcciones, como si fuese un árbol con sus ramas.

—Y el último grupo, tal vez el más importante, remó hacia el oeste y continuó por tierra, salvando el Bosforo, luego reembarcó y continuó su travesía por el Egeo. Algunos se establecieron en Grecia y Creta; algunos, en Israel y Egipto, y otros, en tierras tan lejanas como Italia y España.

—El Bosforo debió de ser para ellos un espectáculo impresionante —reflexionó Costas—. Algo que permaneció en la memoria colectiva como el monte Ararat para el grupo oriental, de ahí la mención a la catarata de Bos en el disco.

Katya miró fijamente a Jack.

—Las pruebas lingüísticas avalan su hipótesis —dijo—. Existen más de cuarenta lenguas antiguas que poseen raíces indoeuropeas.

Jack asintió y miró el mapa que había dibujado.

—El profesor Dillen me dice que el Lineal A, minoico, y los símbolos de Fastos es lo más cercano que tenemos a una lengua madre indoeuropea. Creta pudo haber sido testigo de la mayor supervivencia de la cultura indoeuropea.

El Sea Venture se desplazaba lentamente junto al muelle en Trebisonda. Varios miembros de la tripulación habían saltado a tierra y ahora estaban ocupados asegurando el barco con gruesos cabos. En el muelle se había reunido un pequeño grupo compuesto por oficiales turcos y personal de la UMI, que aguardaban ansiosamente las noticias de los últimos descubrimientos. Entre ellos se distinguía la figura barbada de Mustafá Alkózen, un exoficial de la marina turca, representante de la UMI en el país. Jack y Costas saludaron a su viejo amigo agitando las manos, felices de renovar una relación que se había iniciado cuando ambos estaban en la base de Esmirma y Mustafá se había unido a ellos en los trabajos con los barcos de la guerra de Troya.

Costas se volvió para mirar a Macleod.

—Tengo una última pregunta.

—Dispara.

—La fecha.

El rostro de Macleod se iluminó con una amplia sonrisa y dio unos golpecitos en una carpeta que llevaba en la mano.

—Me preguntaba cuánto tardarías en preguntármelo.

Sacó de la carpeta tres fotografías de gran tamaño y se las entregó. Eran instantáneas tomadas con la cámara del ROV, con la profundidad y las coordenadas impresas en la esquina inferior derecha. Las imágenes mostraban una gran estructura de madera con troncos apilados a ambos lados.

—Parece una construcción —dijo Costas.

—Nos topamos con esto ayer, junto a la casa con el santuario. En la época en que el poblado fue abandonado se estaban añadiendo nuevas habitaciones. —Macleod señaló una pila de maderas en el lecho marino—. Utilizamos el chorro de agua del ROV para quitar el limo. Son troncos talados, sorprendentemente la corteza está firmemente adherida y hay savia en la superficie.

Abrió su maletín y sacó un tubo de plástico transparente de aproximadamente medio metro de largo. Contenía una fina varilla de madera.

—El ROV posee un taladro hueco que le permite extraer muestras de hasta dos metros de largo de madera y otros materiales sólidos.

La muestra estaba notablemente bien conservada, como si acabasen de arrancarla de un árbol vivo. Macleod le pasó el tubo a Costas, quien comprendió al instante lo que tenía delante de los ojos.

—Dendrocronología.

—Exacto. Existe una secuencia continua de tres anillos para Asia Menor desde el 8500 a. J. C. hasta nuestros días. Perforamos el centro del tronco y encontramos cincuenta y cuatro anillos, suficientes para establecer una datación.

—¿Y? —insistió Costas.

—En el laboratorio del Sea Ventare tenemos un escáner que establece la concordancia de las secuencias básicas en cuestión de segundos.

Jack interrogó a Macleod con la mirada. El capitán del Sea Venture había decidido mantener el suspense hasta el último minuto.

—Tú eres el arqueólogo —dijo Macleod—. ¿Cuál es tu cálculo?

Jack le siguió el juego.

—Poco después de que acabase la Edad de Hielo, pero lo suficientemente remoto como para que el Mediterráneo alcanzara el nivel del Bosforo. Yo diría que el VIII, quizá el VII milenio a. J. C.

Macleod se inclinó sobre la barandilla y miró fijamente a Jack. Costas y Katya esperaban conteniendo la respiración.

—Cerca, pero no lo bastante. Ese árbol fue talado en el 5545 a. J. C., año arriba, año abajo.

Costas lo miró con expresión incrédula.

—¡Imposible! ¡Eso es demasiado tarde!

—Es un dato corroborado por todas las otras fechas de tres anillos tomadas en el yacimiento. Me parece que calculamos erróneamente en mil años el tiempo que tardó el Mediterráneo en alcanzar el nivel que presenta en la actualidad.

—La mayoría de los lingüistas sitúan a los indoeuropeos entre el 6000 y el 5000 a. J. C. —exclamó Katya—. Todo encaja perfectamente.

Jack y Costas se aferraron a la barandilla mientras la pasarela del Sea Venture se aseguraba al muelle. Después de haber vivido tantas aventuras juntos compartían incluso las corazonadas y podían adivinar sus respectivos pensamientos. No obstante, ambos apenas podían dar crédito a lo que se estaba dibujando, una posibilidad tan fantástica que sus mentes se negaron a aceptarla hasta que la fuerza de la lógica se volvió abrumadora.

—Esa fecha —dijo Costas sosegadamente—. La hemos visto antes.

Katya se quedó boquiabierta.

—¡Por supuesto!

La voz de Jack sonaba de lo más convencida cuando se inclinó hacia Macleod.

—Puedo hablarte de esos indoeuropeos. Tenían una imponente fortaleza junto al mar, un depósito de conocimientos al que se accedía a través de enormes puertas de oro.

—¿De qué estás hablando?

Jack hizo una pausa antes de contestar.

—La Atlántida.

—¡Jack, amigo mío! Me alegro de verte.

La voz profunda pertenecía a una atractiva figura que esperaba en el muelle, de rasgos oscuros, realzados por unos pantalones caqui y una camisa blanca que llevaba el logotipo de la UMI. Jack se acercó y estrechó la mano a Mustafá Alkózen cuando Costas y él abandonaron la pasarela. Mientras dirigían la mirada hacia las ruinas de la fortaleza que había más allá de la ciudad moderna, resultaba difícil imaginar que, en otro tiempo, ésta había sido la capital del imperio de Trebisonda, el heredero medieval de Bizancio, famoso por su esplendor y posterior decadencia. Desde los primeros tiempos, la ciudad había prosperado como un centro de intercambio comercial entre el este y el oeste, una tradición que ahora continuaba tristemente con el flujo de comerciantes que operaban en el mercado negro y que habían llegado desde la caída de la Unión Soviética, constituyendo un auténtico refugio para contrabandistas y agentes del crimen organizado en el este.

Malcolm Macleod se había adelantado para hablar con el nutrido grupo de oficiales y periodistas que se habían congregado en el muelle ante la llegada del Sea Venture. Habían acordado que su informe acerca del descubrimiento del poblado neolítico sería deliberadamente vago hasta que hubiesen llevado a cabo una exploración más exhaustiva. Ellos sabían muy bien que un montón de ojos de gente sin escrúpulos va estarían controlando su trabajo vía satélite, y se mostraban cautelosos, para no suministrar más datos de los necesarios a los periodistas. Afortunadamente, el poblado descubierto se encontraba a once millas de la costa, justo dentro de las aguas territoriales turcas. Los barcos de intervención rápida de la armada turca, amarrados al otro lado del puerto, ya habían recibido instrucciones de mantener una vigilancia permanente hasta que finalizaran las investigaciones. Además, el lugar del yacimiento había recibido un estatus de protección especial por parte de las autoridades turcas.

—Mustafá, quiero que conozcas a nuestra nueva colega, la doctora Katya Svetlanova.

Katya había deslizado un vestido ligero sobre su diminuto bañador y llevaba un ordenador portátil y una carpeta con documentos. Estrechó la mano de Mustafá al tiempo que le sonreía.

—Doctora Svetlanova. Jack ya me ha hablado por radio acerca de su formidable experiencia. No dijo nada acerca de sus otros encantos. Es un placer.

Jack y Mustafá caminaron delante de Costas y Katya en dirección al tinglado de la UMI, que se encontraba al final del muelle. Jack hablaba en voz baja y tono intenso, poniendo a Mustafá al tanto de todos los acontecimientos que se habían producido desde el descubrimiento del trozo de papiro. Había decidido aprovechar la escala de abastecimiento del Sea Venture para valerse de la experiencia del turco e incluirlo dentro del reducido número de personas que conocían la existencia del papiro y de los discos.

Justo antes de entrar en el edificio de hormigón, Jack le entregó una nota que Mustafá pasó a su secretaria cuando llegaron a la puerta. La nota contenía una lista de equipo arqueológico y de inmersión que Jack había confeccionado minutos antes de desembarcar del Sea Venture.

Al llegar delante de una gran puerta de acero, Katya y Costas se reunieron con ellos. Después de que Mustafá introdujese el código de seguridad, la puerta se abrió y el turco los condujo a través de una sucesión de laboratorios y talleres de reparaciones. Al llegar al extremo del pasillo entraron en una habitación flanqueada por armarios de madera y con una mesa en el centro.

—La cabina de derrota de nuestras operaciones —explicó Mustafá—. El cuartel general de la UMI en Turquía. Por favor, tomen asiento.

Abrió un cajón y sacó un mapa hidrográfico del Almirantazgo, a escala 1:250 000, que mostraba el Egeo y la región meridional del mar Negro, incluyendo la costa turca en toda su extensión, hasta la frontera oriental con la república de Georgia. Lo extendió y lo aseguró a la mesa. De otro pequeño cajón sacó un juego de compases de navegación y reglas cartográficas, y los colocó mientras Katya preparaba su ordenador.

Un momento después, ella alzó la vista.

—Estoy preparada.

Habían acordado que Katya se encargaría de la traducción del papiro mientras ellos trataban de encontrarle un sentido ayudados por el mapa desplegado encima de la mesa.

Katya comenzó a leer lentamente el texto que tenía en la pantalla de su ordenador.

—«A través de las islas hasta que el mar se estrecha».

—Eso se refiere claramente al archipiélago del Egeo, desde la perspectiva de Egipto —dijo Jack—. El Egeo tiene más de mil quinientas islas. En un día claro, al norte de Creta no puedes navegar a ninguna parte sin tener al menos una isla a la vista.

—De modo que el estrecho debe referirse a los Dardanelos —afirmó Costas.

—La confirmación está en el siguiente pasaje. —Los tres hombres miraron expectantes a Katya—. «Más allá de la catarata de Bos».

Jack se sintió súbitamente animado.

—Debería haber sido obvio. El Bosforo, la entrada al mar Negro.

Costas se volvió hacia Katya, su voz reflejando su incredulidad.

—¿Podría ser tan antigua la palabra «Bosforo»?

—La palabra se remonta al menos a dos mil quinientos años, a la época de los primeros textos geográficos griegos. Pero probablemente es miles de años más antigua. Bos es la palabra indoeuropea para «toro».

—El estrecho del Toro —reflexionó Costas—. Tal vez sea sólo una especulación, pero estoy pensando en los símbolos relacionados con el toro que aparecían en esa casa neolítica y en la Creta minoica. Son muy estilizados, mostrando los cuernos del toro como una especie de silla de montar, parecido a un apoyacabezas japonés. Ésa habría sido precisamente la apariencia del Bosforo visto desde el mar Negro, antes de la inundación, una gran silla de montar excavada en una colina sobre el mar.

Jack miró a su amigo con expresión agradecida.

—Nunca dejas de asombrarme. Ésa es la mejor idea que he oído en mucho tiempo.

Costas se animó.

—Para un pueblo que adoraba al toro, la visión de esa impresionante cascada cayendo entre los cuernos debió de parecerles portentosa, una señal de los dioses.

Jack asintió y se volvió hacia Katya.

—De modo que estamos en el mar Negro. ¿Qué viene a continuación?

—«Y luego veinte travesías a lo largo de la costa meridional».

Jack se inclinó sobre la mesa.

—A primera vista tenemos un problema.

Hay algunos registros acerca de travesías por el mar Negro durante el período romano. Una de ellas se inicia aquí, en lo que los romanos llamaban el lago Maótico. —Su dedo se posó en el mar de Azov, la laguna junto a la península de Crimea—. Desde allí se tardaba once días en llegar a la isla de Rodas. En el mar Negro sólo estaban cuatro días.

Mustafá observó el mapa.

—De modo que un viaje de veinte días desde el Bosforo nos llevaría más allá del litoral oriental del mar Negro.

Costas pareció abatido.

—¿Tal vez las primeras embarcaciones fuesen más lentas?

—Al contrario —dijo Jack—. Las naves con remos habrían sido más veloces que los barcos de vela y hubiesen estado menos sujetas a los caprichos del viento.

—Y la entrada de agua durante la inundación habría creado una fuerte comente en dirección este —añadió Mustafá con tristeza—. Suficiente para impulsar un barco a la orilla más alejada en sólo unos días. Me temo que la Atlántida está fuera del mapa en más de un sentido.

Una intensa sensación de decepción invadió la sala. De pronto, la Atlántida pareció tan remota como siempre lo había estado, una historia propia de los mitos y las leyendas.

—Existe una solución —dijo Jack lentamente—. El relato de los egipcios no está basado en su propia experiencia. Si fuese así, ellos jamás habrían descrito el Bosforo en forma de catarata, puesto que el Mediterráneo y el mar Negro habrían igualado el nivel de sus aguas mucho antes de que los egipcios comenzaran a explorar tan al norte. Su fuente era el relato que habían recibido de los inmigrantes procedentes del mar Negro, quienes les hablaron de su viaje desde la Atlántida. Los egipcios simplemente invirtieron el relato.

—¡Por supuesto! —Mustafá estaba entusiasmado otra vez—. Desde la Atlántida significa «contra la corriente». Al describir la ruta hacia la Atlántida, los egipcios calcularon el tiempo desde sus costas. Ellos jamás podrían haber deducido que habría una diferencia significativa entre ambos.

Jack miró fijamente a Mustafá.

—Lo que necesitamos es alguna forma de calcular la velocidad de la corriente, el trayecto que una embarcación neolítica habría hecho navegando contra la corriente. Eso nos proporcionaría la distancia recorrida durante cada día, la singladura, y con ello podríamos calcular el punto desde el cual se hicieron a la mar veinte días antes.

Mustafá se irguió y contestó con seguridad.

—Estáis en el lugar adecuado.

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