Atlantis

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Capítulo 22

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Capítulo 22

Durante los primeros metros, Jack tuvo que avanzar impulsándose entre las paredes del estrecho túnel. Notaba cómo se rasgaba su traje cuando rozaba los afilados cantos de las protuberancias de lava. Echó un vistazo hacia atrás para asegurarse de que la cinta no había sufrido ningún daño y luego continuó velozmente a través del túnel, con los brazos extendidos hacia adelante y la antorcha de acetileno en una mano.

Mientras avanzaba a lo largo del estrecho pasadizo vio que el flujo de lava había seguido el ángulo ascendente del corredor. Se dirigió hacia arriba y vio las zonas donde se había concentrado el oxígeno del tubo de Costas y se habían formado cámaras carentes de agua. Casi exactamente un minuto después de haber inspirado por última vez introdujo la cabeza en una de esas bolsas de oxígeno. Inspiró tres veces al tiempo que comprobaba su profundímetro, rompía una bengala de Cyalume y la dejaba flotando en la burbuja de aire como una baliza para orientar a Costas y Katya.

—Tres metros bajo el nivel del mar —se dijo—. Coser y cantar.

Volvió a sumergirse y continuó avanzando a través del estrecho pasadizo. Unos metros más adelante el túnel de lava se bifurcaba, uno de los pasadizos conducía a la salvación y el otro seguía la trayectoria de la chimenea donde la lava había sido arrojada desde el núcleo. Era una decisión a vida o muerte que determinaría el destino de sus dos compañeros.

Después de mirar su brújula, Jack nadó decididamente a través del pasadizo de la izquierda, al tiempo que espiraba ligeramente para impedir que sus pulmones estallasen a causa de la disminución de la presión. Delante de él apareció una lente iridiscente, una superficie demasiado ancha para tratarse de una de las bolsas de oxígeno formadas en el túnel.

Sus pulmones comenzaron a contraerse mientras ascendía con creciente desesperación a través de los cada vez más estrechos pliegues de roca. Cuando salió a la superficie estuvo a punto de golpearse la cabeza contra el techo de piedra. Jadeó repetidamente y luego, aturdido, logró salir del agua. Había alcanzado el nivel del mar pero aún se encontraba en las entrañas del volcán y el pasadizo que se abría delante de él no mostraba ningún indicio de salida.

Habían pasado sólo tres minutos desde que había dejado a Costas y Katya pero le parecía una eternidad. Mientras se esforzaba denodadamente por no perder el conocimiento, concentró todas sus energías en la cinta anaranjada que surgía de su espalda, tirando de ella una y otra vez hasta que se aflojó entre sus dedos y él quedó tendido e inmóvil.

Cuando Costas hizo su aparición se produjo una gran erupción de agua, su cuerpo emergió como el de una lustrosa ballena. Katya lo había precedido por unos minutos y había estado examinando la herida que Jack tenía en el costado. Su rostro se contrajo al ver la costra de sangre que había a la altura del corte en el traje de supervivencia de Jack.

Costas se quitó la mascarilla y respiró agitadamente, con el pelo negro pegado a la frente y el rostro colorado por el esfuerzo.

—Recuérdame que debo ponerme a dieta —dijo entre resuellos—. Tuve problemas con ese tramo final.

Se acercó al borde del saliente y se quitó las aletas. Jack se había recuperado lo suficiente para incorporarse apoyado en los codos y estaba desenroscando el proyector de luz de su linterna para que la bombilla arrojase una luz tenue a su alrededor.

—Únete al club —contestó—. Me siento como si hubiese pasado a través de una picadora de carne.

Sus voces sonaban muy vivaces después de haber pasado tanto tiempo hablando sólo a través del interfono. Jack se incorporó un poco más y se encogió por el dolor.

—Llené la botella de Katya dentro del túnel —dijo Costas—. Hay suficiente Trimix para que dos de nosotros regresemos al submarino. También até el extremo de la cinta a la bengala que dejaste en esa bolsa de aire. Si tenemos que regresar, sólo debemos recordar que hay que girar a la derecha en esa bifurcación.

El agua comenzó a llenarse de diminutas burbujas. Los tres las miraron conteniendo el aliento.

—Es extraño —dijo Costas—. Parecen algo más que los restos de oxígeno del tubo. Debe de tratarse de alguna clase de descarga procedente de esa chimenea volcánica.

Ahora que los tres estaban seguros fuera del agua pudieron examinar aquel nuevo entorno. En la paite superior de la pendiente se veía otro pasadizo excavado en la roca que llevaba inexorablemente hacia arriba, aunque la visión era extrañamente diferente.

—Son algas —dijo Costas—. Debe de haber suficiente luz natural para que se pueda producir la fotosíntesis. Debemos de estar más cerca del exterior de lo que imaginaba.

Ahora que la conmoción en aquella especie de estanque había cesado pudieron oír el sonido regular de gotas de agua.

—Agua de lluvia —dijo Costas—. El volcán estará saturado después de la tormenta. Seguramente habrá una columna de vapor del tamaño de un hongo nuclear.

—Al menos el Seaquest no debería tener problemas para localizarnos.

Las palabras de Jack sonaron forzadas mientras conseguía ponerse de rodillas. El oxígeno que había ido respirando había conseguido mantenerlo durante la travesía del túnel, pero ahora su cuerpo estaba haciendo horas extra para expulsar los restos de nitrógeno que aún contenía su sangre. Se tambaleó al ponerse de pie. Procuró evitar las zonas resbaladizas donde caía el agua de lluvia. Él sabía que su esfuerzo aún no había acabado. Había conseguido ganar tiempo, pero ahora tendría que hacer frente a un dolor mucho más intenso al no contar con el frío entumecedor del agua.

Jack vio las expresiones de preocupación de sus compañeros.

—No os preocupéis por mí. Costas, tú ve delante.

Justo cuando estaba a punto de ponerse en marcha, Katya miró a Jack.

—Oh, casi lo olvido.

Jack la miró, su atención momentáneamente distraída por su piel olivácea y su cabellera negra, que brillaba bajo las gotas de agua.

—¿Sabéis?, le eché un vistazo a esa inscripción que figura en el dintel —dijo— mientras esperábamos a que atravesaras el túnel. El primer símbolo era la cabeza mohicana, la sílaba at. Estoy segura de que el segundo símbolo era el haz de trigo, al o la. No tengo ninguna duda de que la inscripción completa dice «Atlántida». Es nuestro mojón final.

Jack asintió, demasiado atontado para hablar.

Comenzaron a ascender la pendiente. Ahora ya no contaban ni con las botellas de oxígeno ni con los cascos con sus lámparas. Las antorchas de acetileno estaban diseñadas como balizas estroboscópicas de emergencia, pero su duración era limitada.

Mientras ascendían por la pendiente las luces empezaron a oscilar y a debilitarse.

—Ahora toca la iluminación química —dijo Costas.

Guardaron las antorchas de acetileno y Costas y Katya partieron sus bastones luminosos. Combinados con los débiles indicios de luz natural, los bastones producían una aura irreal, un brillo que recordaba la iluminación de emergencia que habían activado en la sala de control del submarino.

—Debemos mantenernos juntos —advirtió Costas—. Estos chismes pueden durar horas pero apenas iluminan el suelo. No sabemos lo que podemos esperar.

Cuando giraron en una curva del pasadizo, el olor ácido que había irritado sus fosas nasales desde que habían salido a la superficie se volvió fétido. Una corriente de aire cálido lo transportaba con el olor dulce y repugnante de la materia en descomposición, como si los muertos de la Atlántida aún estuviesen pudriéndose en su sepulcro cientos de metros más abajo.

—Dióxido sulfúrico —dijo Costas, arrugando ligeramente la nariz—. Desagradable pero no tóxico, si no permanecemos aquí demasiado tiempo. Debe de haber un respiradero no muy lejos de aquí.

Mientras continuaban ascendiendo vieron el lugar donde se había abierto paso otro túnel de lava, derramando su contenido sobre el suelo del túnel como si fuese cemento. La lava era rugosa y quebradiza pero no impedía su paso como el flujo solidificado anterior. El agujero por donde emergía era una auténtica trama de grietas y fisuras; de ahí venía el intenso viento que se intensificaba con cada paso que daban.

—Estos dos túneles de lava que hemos encontrado son relativamente recientes —dijo Costas—. Debieron de formarse tras la inundación, de otro modo los sacerdotes los habrían hecho limpiar y habrían reparado el pasillo.

—En la época de la Atlántida debieron de producirse erupciones similares —dijo Katya con un estremecimiento—. Este lugar es mucho más activo de lo que los geólogos jamás sospecharon. Estamos en el interior de una bomba de relojería.

Jack había estado imponiéndose al dolor. Era una sensación demoledora que había ido en aumento a medida que desaparecía el efecto anestesiante del agua fría. Ahora cada inspiración era como una puñalada, cada paso una sacudida que lo empujaba al borde del derrumbe.

—Seguid adelante. Debemos ponernos en contacto con el Seaquest lo antes posible. Yo os seguiré en cuanto pueda.

—Ni lo sueñes. —Costas jamás había visto a su amigo reconocer su derrota y sabía que Jack continuaría hasta desmoronarse—. Te llevaré a la espalda si es necesario.

Jack reunió las pocas fuerzas que aún le quedaban y lentamente, angustiosamente, siguió a sus compañeros, escogiendo con cuidado el camino a través de las rugosas formaciones. El avance fue más fácil cuando el suelo inclinado se convirtió en una serie de pequeños peldaños. Unos veinte metros más allá de la lava, el pasadizo giraba hacia el sur. Sus pulidas paredes dieron paso a las formas naturales de una fisura volcánica. Cuando el túnel se volvió más estrecho comenzaron a trepar en fila india, con Costas al frente.

—Hay luz un poco más adelante —anunció—. Debe de ser la salida.

La ascensión se hizo más pronunciada y pronto se encontraron avanzando a cuatro patas. A medida que se aproximaban a la débil aura de luz, las algas volvían cada paso cada vez más traicionero. Costas alcanzó el final del pasillo y se volvió para echarle una mano a Jack.

Habían salido junto a una abertura de unos tres metros de ancho por otros tres de profundidad y los costados alisados por miles de años de erosión. En el fondo corría un arroyo poco profundo que parecía precipitarse por un estrecho cañón. El rumor distante del agua era perfectamente audible, pero un manto de niebla impedía ver nada. A la derecha, la abertura mostraba al final un suave resplandor.

Costas echó un vistazo a su altímetro.

—Calculamos que la altura del volcán antes de que se produjese la inundación sería de unos trescientos cincuenta metros sobre el nivel del mar. Ahora nos encontramos a ciento treinta y cinco metros sobre el nivel actual del mar, a sólo unos ochenta metros por debajo de la punta del cono.

Tras penetrar en el volcán por el lado norte, ahora se dirigían al oeste. El pasillo parecía seguir la inclinación de las pendientes superiores. Delante de ellos, la oscura boca del túnel parecía que iba a volver a sumergirse en el laberinto, aunque quizá sólo los separara un breve trecho del aire libre.

—Debemos ir con cuidado —dijo Costas—. Un mal paso y este pozo nos llevará directamente al infierno.

Habían perdido la noción del tiempo desde que habían embarcado en el DSRV el día anterior. El revoltijo de rocas era un mundo de sombras y formas oscilantes. Cuando salvaron un breve tramo de escalones labrados en la roca, el conducto se volvió aún más lóbrego, y nuevamente tuvieron que confiar en el brillo fantasmal de sus bastones luminosos.

El túnel seguía la dirección del basalto, cada capa claramente visible en la estratigrafía de las paredes. El flujo había socavado la lava cargada de gas del cono, y la ceniza estaba comprimida como el cemento, con trozos de piedra pómez y escoria. Cuanto más ascendían, más porosa se volvía la superficie, debido al agua de lluvia que goteaba del techo. La temperatura se estaba volviendo notablemente más cálida.

Después de unos veinte metros, el túnel se estrechaba y encauzaba el agua en una violenta corriente. Jack cayó súbitamente presa de convulsiones. Katya se acercó para ayudarlo a mantenerse erguido contra el torrente, que ahora llegaba hasta la cintura. Con angustiosa lentitud, ambos hicieron un esfuerzo por abrirse paso más allá del estrechamiento del túnel mientras Costas continuaba avanzando hasta desaparecer en una especie de bruma. Fueron a trancas y barrancas tras él. Las paredes volvían a separarse de repente y la comente de agua disminuía hasta quedar convertida en poco más que un reguero. Giraron en una esquina del túnel y vieron a Costas inmóvil, la silueta de su figura empapada recortada contra un fondo de iluminación opaca.

—Es una enorme claraboya —anunció con voz trémula por la emoción—. Debemos de encontrarnos justo debajo de la caldera del volcán.

La abertura que se advertía a muchos metros de altura era lo bastante grande para que la débil luz solar revelase las increíbles proporciones de la cámara que se extendía ante ellos. Era una inmensa rotonda, de al menos cincuenta metros de diámetro por cincuenta metros de alto, cuyas paredes se elevaban hasta culminar en una abertura circular que enmarcaba el cielo como si fuese un ojo gigante. A Jack le resultó asombrosamente parecida al Panteón de Roma, el antiguo templo dedicado a todos los dioses.

Pero incluso más asombroso era lo que había en el centro. Desde la claraboya hasta el suelo había una inmensa columna de gas que tenía el mismo grosor que el ojo. Parecía proyectar la luz del día hacia abajo como un rayo gigante. Parecía un pilar de luz pálida.

Después de permanecer contemplando el espectáculo boquiabiertos, comprendieron que la columna de gas se proyectaba hacia el exterior a una enorme velocidad, provocando la ilusión de que los empujaba de manera inexorable hacia las ardientes profundidades del volcán. Su sentido común les decía que debería haber un rugido ensordecedor, pero la cámara estaba extrañamente silenciosa.

—Es vapor de agua —exclamó finalmente Costas—. O sea, que esto es lo que le pasa al agua de lluvia que no va al exterior. Allí abajo debe de ser como un alto horno.

El creciente calor que habían sentido durante la ascensión emanaba de la chimenea que tenían delante de ellos.

Estaban en el borde exterior de una amplia plataforma que discurría alrededor de la rotonda que había a varios metros por encima del suelo. Puertas situadas a intervalos regulares, idénticas a aquélla por la que acababan de entrar, habían sido excavadas en la roca alrededor de todo el perímetro. Cada una estaba coronada por aquellos símbolos ahora tan familiares. En esa rotonda elevada, de espaldas a la columna de vapor de agua, había cuatro asientos de piedra, cada uno con la forma de los cuernos del toro y dispuestos según los puntos cardinales. El asiento frente a ellos estaba oscurecido por la plataforma, pero era claramente más grande que los otros tres. Las puntas de los cuernos se alzaban a gran altura en dirección al ojo del volcán.

—Debe de ser una especie de salón del trono —dijo Costas, asombrado—. Una cámara de audiencias para los Sumos Sacerdotes.

—La sala de los antepasados. La cámara funeraria. Y ahora la sala de audiencias —murmuró Katya—. Es probable que ésta sea nuestra última estación antes de llegar al sanctasanctórum.

Los tres habían estado animados por la emoción del descubrimiento desde que habían abandonado el submarino. Ahora, cuando se enfrentaban al núcleo del volcán, su entusiasmo se veía moderado por la inquietud, como si supieran que la última revelación no se produciría sin antes haber tenido que pagar un precio. Hasta Costas titubeó, reacio a abandonar la seguridad que les brindaba el túnel y a lanzarse hacia lo desconocido.

Fue Jack el encargado de romper el hechizo y los alentó a seguir adelante. Se volvió hacia sus compañeros, el rostro manchado de suciedad y las facciones contraídas por el dolor.

—Aquí es adónde nos estaba guiando el texto —dijo—. El santuario de la Atlántida está en alguna parte cerca de aquí.

Sin añadir más se obligó a avanzar. Su fuerza de voluntad era lo único que le impedía derrumbarse. Costas caminaba a su lado y Katya inmediatamente detrás, con el rostro impasible.

Un potente rayo de luz se iluminó justo por encima del respaldo del trono. Se agacharon instintivamente al tiempo que se cubrían los ojos. A través del intenso resplandor consiguieron ver dos figuras que se materializaban a derecha e izquierda. La luz desapareció con la misma celeridad con la que había aparecido. Cuando su visión se aclaró comprobaron que las dos figuras, ambas vestidas de negro, como sus asaltantes en el submarino, portaban sendas metralletas Heckler & Koch MP5 y los apuntaban con ellas. Jack y Costas alzaron las manos. Si hubieran intentado sacar sus armas hubiesen sido abatidos por una lluvia de balas.

Delante de ellos un tramo de doce escalones ascendía a la rotonda elevada. Detrás de la escalera había un reflector dirigido hacia ellos. Un pasadizo elevado conducía directamente hacia la escultura de los cuernos de toro cuyas puntas habían alcanzado a ver. Era el respaldo imponente de un sólido asiento de piedra, provisto de más adornos que los demás.

El asiento estaba ocupado.

—Doctor Howard. Es un placer conocerlo al fin.

Jack reconoció la voz, el mismo tono gutural y lento que había llegado a través de la radio del Seaquest procedente del Vultura hacía tres días. Costas y él fueron empujados violentamente hacia el pie de la escalera y la figura de Asían apareció claramente ante ellos. Estaba repantigado en el asiento de piedra, los pies apoyados firmemente en el suelo y sus inmensos antebrazos colgando a ambos lados. El rostro anguloso y pálido parecía casi el de un antiguo sacerdote, si no fuera por los evidentes signos de los excesos que cometía. Con su ondulante túnica roja parecía el arquetipo de un déspota oriental, una imagen extraída de la corte de Gengis Kan, excepto por la presencia de los guerreros modernos que lo flanqueaban con las metralletas en ristre.

A la derecha de Asían había una figura pequeña que contrastaba con el resto de sus acompañantes. Era una mujer de rasgos carentes de atractivo, el pelo estirado hacia atrás, sujeto con un coletero y vestida con un abrigo gris.

—Olga Ivanovna Bortsev —siseó Katya entre dientes.

—Su ayudante ha sido de gran utilidad —dijo Asían irónicamente—. Desde que regresó he mantenido su barco bajo vigilancia constante. Afortunadamente mis hombres encontraron otra vía para llegar a esta cámara. Parece que hemos llegado justo a tiempo.

De pronto el tono de su voz se endureció.

—Estoy aquí para reclamar una propiedad perdida.

Costas no pudo seguir conteniéndose y se lanzó hacia Asían. Un fuerte golpe propinado en el estómago con la culata de una metralleta lo arrojó al suelo.

—Costas Demetrios Kazantzakis —dijo Asían escupiendo las palabras—. Un griego.

Y sonrió despectivamente.

Mientras Costas se ponía de pie con esfuerzo, Asían volvió su atención hacia Katya, entrecerrando los ojos negros y esbozando una sonrisa en la comisura de los labios.

—Katya Svetlanova. ¿O debería decir Katya Petrovna Nazarbetov?

La expresión de Katya se había convertido en una mueca de furioso desafío. Jack sintió que le fallaban las piernas y su cuerpo finalmente se rindió. La respuesta de Katya pareció llegar desde alguna otra parte, desde un brumoso mundo completamente desconectado de la realidad.

—Padre.

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