Atlantis

Atlantis


Capítulo 26

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Capítulo 26

La puerta se cerró violentamente detrás de Costas mientras él volaba contra el mamparo. Fue un impacto contundente. Se dio de lleno en el pecho y se le cortó la respiración. Le habían quitado la venda de los ojos, pero lo único que podía ver era un borrón rojo. Rodó ligeramente sobre sí mismo, con todo su cuerpo convulsionado de dolor, y levantó lentamente la mano para tocarse el rostro. El ojo derecho estaba completamente hinchado, cerrado, y lo sentía entumecido al tacto. Movió los dedos hacia el ojo izquierdo y enjugó el sudor pegajoso antes de abrirlo. Su visión mejoró gradualmente. Desde donde se encontraba podía ver los conductos que discurrían junto al mamparo, el frente lleno de letras y símbolos, que identificó como caracteres cirílicos.

Su último recuerdo claro había sido la figura de Jack derrumbándose dentro de la cámara de audiencias. Luego se hizo la oscuridad, un nebuloso recuerdo de movimiento y dolor. Había recobrado el conocimiento para encontrarse atado a una silla con una luz intensa directamente ante su rostro. Luego, hora tras hora de torturas, de gritos y golpes terribles. Siempre las mismas figuras vestidas de negro, siempre la misma pregunta gritada en un inglés chapurreado. ¿Cómo habían salido del submarino? Suponía que estaba a bordo del Vultura, pero toda su capacidad de análisis había quedado suspendida mientras su mente se concentraba en sobrevivir. Una y otra vez lo llevaban a empellones a esta habitación, luego lo arrastraban allí nuevamente, cuando empezaba a pensar que el tormento había terminado.

Y ahora estaba sucediendo otra vez. En esta ocasión no había habido un solo momento de respiro. La puerta se abrió de par en par y alguien le golpeó violentamente en la espalda, haciendo que expulsara una mezcla de sangre y vómito. Lo arrastraron sobre las rodillas, tosiendo y entre arcadas, y volvieron a colocarle la venda en los ojos, tan ceñida que podía sentir cómo la sangre se comprimía en su ojo hinchado. Pensaba que ya no podría sentir otro tipo de dolor, pero se equivocaba. Concentró todo su ser en lo único que suponía un alivio: que era él quien recibía el castigo y no Jack. Tenía que aferrarse a lo que fuese hasta que llegara el Seaquest y se divulgara el descubrimiento de las cabezas nucleares.

Lo colocaron con la cara apoyada en una mesa y las manos atadas detrás de la silla en que estaba sentado. No tenía idea de cuánto tiempo había pasado desde entonces y sólo alcanzaba a ver una nauseabunda multitud de puntos de luz donde la venda se ceñía sobre sus ojos. A través de los latidos de su cabeza podía oír voces, no las de sus torturadores sino las de un hombre y una mujer. Un rato antes, con fragmentos de una conversación oída por casualidad había conseguido deducir que estaban esperando el regreso de Asían en helicóptero desde su cuartel general. Hasta sus carceleros parecían sentir cierta aprensión ante la llegada de su jefe. Aparentemente se había producido algún problema, un helicóptero derribado, un prisionero que había conseguido escapar. Costas rogó que fuese Jack.

Las voces parecían provenir de cierta distancia, desde un corredor o una habitación contigua, pero el tono de la mujer era cada vez más violento y podía oírlos con claridad. Cambiaron de ruso a inglés y Costas comprendió que eran Katya y Asían.

—Ésas son cuestiones personales —dijo Asían—. Hablaremos en inglés para que mis mujahiddines no oigan esta blasfemia.

—Tus mujahiddines. —La voz de Katya rebosaba desprecio—. Tus mujahiddines son yihadistas. Ellos luchan por Alá, no por Asían.

—Yo soy su nuevo profeta. Su fidelidad es a Asían.

—Asían. —Katya escupió la palabra con tono burlón—. ¿Quién es Asían? Piotr Alexandrovich Nazarbetov. Un profesor fracasado de una oscura universidad con delirios de grandeza. Ni siquiera llevas la barba de un hombre santo. Y recuerda que yo lo sé todo acerca de nuestra ascendencia mogola. Gengis Kan fue un infiel que destruyó la mitad del mundo musulmán. Alguien debería contarles esa historia a tus guerreros de la fe.

—Te olvidas de ti, hija mía.

La voz de Asían era helada.

—Recuerdo lo que tuve que aprender cuando era pequeña. Aquel que se guíe por las enseñanzas del Corán prosperará, quien ofenda el Corán morirá. La fe no permite la muerte de inocentes. —Su voz era ahora un sollozo entrecortado—. Sé lo que le hiciste a mi madre.

La respiración agitada de Asían parecía una olla a presión a punto de estallar.

—Tus mujahiddines están esperando su oportunidad —continuó diciendo Katya—. Te están utilizando hasta que seas prescindible. Ese submarino también será tu tumba. Todo lo que has hecho al crear este santuario terrorista está acelerando tu propia destrucción.

—¡Silencio!

El grito enloquecido fue seguido de los sonidos de un forcejeo y de algo que era arrastrado. Momentos más tarde se oyeron pasos que regresaban. Se detuvieron detrás de Costas. Un par de manos tiraron de sus hombros y apoyaron su espalda contra el respaldo de la silla.

—Su presencia es contaminante. —La voz siseó junto a su oreja, la respiración aún agitada—. Está a punto de emprender su último viaje.

Se oyó el chasquido de unos dedos y dos pares de manos lo levantaron de la silla. En su mundo de oscuridad no pudo ver cuándo llegaba el golpe, un instante de intenso dolor seguido de un piadoso olvido.

Jack parecía encontrarse en una pesadilla real. No veía más que una absoluta oscuridad, una negrura tan completa que anulaba todos los puntos de referencia. A su alrededor había un inmenso y creciente ruido salpicado de crujidos y chirridos. Su mente se esforzaba por encontrar algún sentido a lo inimaginable. Mientras yacía encogido contra el mamparo se sentía extrañamente ligero, su cuerpo casi parecía levitar como si estuviese en las garras de alguna fiebre demoníaca.

Él sabía muy bien lo que significa estar atrapado en las entrañas de un barco que se hunde hacia el abismo submarino. Su salvación era el módulo de mando del Seaquest, sus paredes de quince centímetros de acero reforzado con titanio lo protegían de la presión aplastante que ya le habría provocado el estallido de los oídos y destrozado el cráneo. Podía oír sonidos de desgarros y crujidos a medida que estallaban las bolsas de aire que aún quedaban. Un mido que habría significado una muerte instantánea si no hubiese conseguido entrar a tiempo en el módulo de mando.

Ahora lo único que podía hacer era prepararse para lo inevitable. La caída parecía interminable, mucho más larga de lo que había esperado y el ruido aumentó hasta convertirse en un crescendo agudo, como cuando se acerca un tren expreso. Cuando llegó el fin fue tan violento como imprevisto. El casco del Seaquest chocó contra el lecho marino con un impacto ominoso, generando una fuerza G que lo habría matado si no hubiese estado hecho un ovillo, la cabeza entre los brazos. Tuvo que recurrir a todas sus fuerzas para no ser lanzado hacia arriba cuando el casco rebotó. La onda llegó acompañada de un terrible sonido de metal desganado. Luego los restos del naufragio se asentaron en el suelo marino y todo quedó nuevamente en silencio.

—Activar la iluminación de emergencia.

Jack habló consigo mismo mientras se palpaba el cuerpo buscando alguna herida nueva. Su voz sonaba extrañamente incorpórea, sus cadencias absorbidas por los paneles insonorizados de las paredes del módulo, pero transmitiendo, no obstante, una medida de la realidad en un mundo que había perdido todas sus referencias.

Como submarinista, Jack estaba acostumbrado a orientarse en la más completa oscuridad, y ahora aplicó toda su experiencia acumulada a lo largo de los años. Después de su caída a través de la escotilla de cubierta, el impacto del misil lo había lanzado más allá del armero y contra los paneles de control que se encontraban en el lado más alejado del módulo. Afortunadamente, el Seaquest había quedado derecho en el lecho marino. Cuando se puso de pie pudo sentir la inclinación de la cubierta donde la proa se había clavado en el fondo. Se arrodilló y palpó el suelo del módulo; su íntimo conocimiento del barco que había ayudado a diseñar lo guió.

Llegó a una caja de fusibles en la pared, a la izquierda de la escotilla de entrada, y buscó a tientas el interruptor que conectaba la batería de reserva. No era la primera vez ese día que cerraba los ojos y rezaba para que la suerte lo acompañase.

Ante su enorme alivio, la habitación quedó inmediatamente bañada por la luz blanca procedente de los fluorescentes. Sus ojos se adaptaron rápidamente y echó un vistazo a su alrededor para inspeccionar el lugar. El módulo se encontraba debajo de la línea de flotación y los proyectiles que habían destrozado el Seaquest habían atravesado el casco por encima de él. El equipo y los dispositivos parecían estar en perfecto estado, ya que el módulo había sido diseñado precisamente para sobrevivir a un ataque de esa naturaleza.

Su primera tarea consistió en separar el módulo del casco del Seaquest. Se abrió paso tambaleándose hasta la plataforma central. Parecía realmente inconcebible que hubiese reunido en ese mismo lugar a la tripulación hacía menos de cuarenta y ocho horas para darles instrucciones. Se dejó caer pesadamente en el sillón de mando y activó el panel de control. El monitor de LCD exhibió una serie de pantallas solicitando sucesivas contraseñas antes de iniciar la secuencia de separación del casco. Después de la tercera contraseña se abrió un cajón y Jack sacó una llave que introdujo en una ranura del panel e hizo girar en el sentido de las agujas del reloj. Los controles de propulsión electrónica y control atmosférico entrarían en acción en cuanto el módulo se encontrase a una distancia segura del naufragio.

Sin los sensores del Seaquest, Jack no dispondría de datos relativos a la profundidad o al entorno hasta que el módulo no se hubiese separado del casco y activado sus propios mecanismos. Dedujo que había caído en la grieta que había en la parte septentrional de la isla, una hendidura de diez kilómetros de largo por medio kilómetro de ancho que Costas había identificado como una falla tectónica. Si era sí, estaba atascado en el cubo de la basura del mar Negro suroriental, un punto de acumulación de limo y un depósito de salmuera del período glacial. Con cada minuto que pasaba, los restos del Seaquest se hundirían cada vez más en una lechada de sedimento más voraz que las arenas movedizas. Aun cuando consiguiera desembarazarse del casco del Seaquest, podría enterrar el módulo profundamente en aquel cieno, sepultándose sin posibilidad alguna de escape.

Se colocó los cinturones de seguridad y se reclinó sobre el apoyacabezas. El ordenador le suministró tres posibilidades de abortar la maniobra y, cada vez, él ordenó continuar. Después de la secuencia final, en la pantalla apareció un triángulo rojo de advertencia con la palabra «separándose» parpadeando en el centro. Durante un alarmante momento el espacio volvió a quedar a oscuras mientras el ordenador volvía a dirigir el circuito hacia la batería interna.

Unos segundos después, un ruido suave e intermitente que procedía del exterior, a su izquierda, rompió el silencio. Cada estallido apagado representaba un diminuto explosivo destinado a volar los remaches del casco del Seaquest y crear así una abertura lo bastante grande para que el módulo pudiese pasar a través de ella. Cuando el panel se cerró, el espacio que rodeaba el módulo de mando se llenó con el agua del mar y el sensor batimétrico quedó conectado. Jack giró hacia la entrada y se dio ánimos mientras los chorros de agua cobraron vida, un suave zumbido que fue aumentando progresivamente cuando los motores se sacudieron contra los pivotes que aseguraban el módulo al casco. Detrás de él se produjeron una serie de detonaciones y el módulo se separó de los mecanismos de agarre. Al instante fue empujado hacia atrás, en el asiento. La compresión al ser expulsado el platillo igualó la fuerza G del lanzamiento de un cohete.

El módulo había sido diseñado para despegar de un barco que se hundía más allá del remolino de succión mientras el casco caía a plomo hacia el suelo marino. Jack había hecho una simulación de la maniobra en las instalaciones que la UMI tenía frente a la costa de las Bermudas. En la simulación, el platillo se detuvo a cien metros de distancia. Aquí, la fuerza G fue seguida de una sacudida igualmente violenta en la dirección opuesta y el módulo se detuvo a sólo unos cuantos metros de los restos del Seaquest.

Jack había echado la cabeza hacia adelante adoptando la postura de seguridad y las únicas heridas que sufrió fueron una serie de dolorosos moretones donde las correas se hundieron en sus hombros. Después de inspirar profundamente se quitó los cinturones y se volvió hacia el cubículo de trabajo, mientras mantenía la mano derecha apoyada contra el panel de control para no caer hacia adelante, pues el módulo se había movido en ángulo hacia el lecho marino.

A la izquierda había un monitor más pequeño que mostraba los datos batimétricos. Cuando los números comenzaron a oscilar vio que el profundímetro indicaba unos asombrosos 750 metros bajo el nivel del mar, cien metros por debajo de la profundidad operativa máxima del módulo. La base de la falla se encontraba a una profundidad mucho mayor de la que habían imaginado, más de medio kilómetro por debajo de la antigua costa sumergida.

Jack conectó el sistema de navegación sonora y medición de distancia y esperó mientras la pantalla se encendía. El transductor sonar emitió un haz de luz de alta frecuencia y banda estrecha en un barrido vertical de 360 grados para suministrar un perfil del lecho marino y de todos los objetos suspendidos hasta la superficie. Dos días antes, durante la travesía realizada por el Seaquest encima del cañón, habían establecido que la falla seguía una dirección norte-sur, de modo que fijó la trayectoria del sonar con rumbo este-oeste para dar un corte transversal de su posición dentro del desfiladero submarino.

La velocidad del haz de luz implicaba que todo el perfil resultaba visible inmediatamente en el monitor. El verde moteado a ambos lados mostraba dónde se elevaban las paredes del cañón, separadas por unos cuatrocientos metros. Cerca de la cima se veían prominencias dentadas que contribuían a estrechar el perfil aún más. El cañón presentaba todas las características de una falla horizontal, causada por placas en la corteza terrestre que se dislocaron en lugar de desplazarse hacia los costados. Aquello era una rareza geológica que hubiera hecho las delicias de Costas, pero para Jack suponía una preocupación más inmediata, porque acentuaba la gravedad de su situación.

Comprendió que sus posibilidades de sobrevivir todo aquel tiempo habían sido casi inexistentes. Si el Seaquest se hubiera hundido a tan sólo cincuenta metros al oeste, habría chocado contra el borde del cañón, aplastándolo mucho antes de que los restos del barco llegasen al fondo.

Volvió su atención hacia la base de la falla, donde el rastreador mostraba una masa de verde claro que indicaba que había cientos de metros de sedimento. A mitad de camino en sentido ascendente había una línea horizontal nivelada con el ápice del sonar, un estrato compacto que era el lugar donde descansaba el Seaquest. Por encima se advertía una zona de colores más clara, que señalaba el sedimento suspendido, y se prolongaba de manera difusa durante al menos veinte metros hasta que la pantalla se volvía completamente clara, indicando la presencia del mar abierto.

Jack sabía que se encontraba en la parte superior de un flujo de sedimento al menos tan profundo como el océano que tenía encima, inmensas cantidades de limo derivadas de los deslizamientos de tierra mezclada con organismos marinos muertos, arcillas naturales del lecho del mar, residuos volcánicos y salmuera procedente de la evaporación del período glaciar. El flujo de sedimento era alimentado continuamente por los aportes de la superficie y en cualquier momento podía tragarlo como si fuesen arenas movedizas. Y si no eran las arenas movedizas, lo haría una avalancha. El limo suspendido encima de los restos del naufragio era consecuencia de una corriente turbia. Los científicos de la UMI habían controlado las corrientes turbias del Atlántico, que se precipitaban en cascada sobre la plataforma continental, a 100 kilómetros por hora, excavando cañones submarinos y depositando millones de toneladas de limo. Al igual que las avalanchas de nieve, la onda de choque de una podía provocar otra. Si lo sorprendía un desplazamiento submarino de esa magnitud estaría condenado sin remedio.

Antes incluso de probar los motores supo que era una empresa desesperada. El zumbido sordo que se oyó cuando puso en marcha la unidad no hizo más que confirmarle que los expulsores de agua estaban embozados con limo y eran incapaces de mover al módulo de la tumba donde se había metido. Era imposible que los ingenieros hubiesen sido capaces de prever que el primer desplazamiento de su invento se realizaría bajo veinte metros de una ciénaga en el fondo de un abismo que no había sido cartografiado.

La única opción que le quedaba era una cámara de doble cierre que se encontraba detrás de él y que permitía la entrada y salida de los submarinistas. La parte superior del casco del módulo estaba envuelta en una nube de sedimento que aún podía ser lo bastante fluida para poder escapar, aunque con cada minuto que pasaba las posibilidades se reducían a medida que las partículas de materia enterraban el módulo más profundamente en una masa de sedimento consolidado.

Después de echar un último vistazo al perfil del radar para memorizar sus características se dirigió a la cámara de doble cierre. La manivela giró fácilmente y entró en la cámara. Había dos compartimentos, cada uno de ellos un poco más grande que un armario. El primero era un depósito para guardar el equipo, y el segundo, la cámara de doble cierre propiamente dicha. Se abrió paso junto a unas perchas con trajes de supervivencia y reguladores de Trimix hasta encontrar un monstruo metálico que parecía salido de una película de ciencia ficción de serie B.

Una vez más, Jack tuvo razones para sentirse agradecido a Costas. Con el módulo de mando aún sin haber sido probado, Costas insistió en incluir en el equipo un traje de buceo provisto de una escafandra de una atmósfera como apoyo, una medida que Jack había aceptado a regañadientes debido al tiempo extra que se necesitaba para su instalación. En su momento había ayudado a guardar el traje dentro de la cámara, de modo que estaba familiarizado con el procedimiento de emergencia que habían ideado.

Se adelantó hacia la puerta del compartimento que había delante del traje y abrió el cierre. Bajó el casco del traje para dejar expuesto el panel de control interior. Después de cerciorarse de que todos los sistemas estaban operativos, quitó las sujeciones que aseguraban el traje al mamparo y examinó con cuidado el exterior para asegurarse de que todas las junturas estuviesen selladas.

Designado con el nombre oficial de Antrópodo Autónomo de Aguas Profundas, el traje tenía más cosas en común con sumergibles como el Aquapod que con el equipo de inmersión convencional. El AAAP Mark 5 descendía de los trajes JIM de los años setenta, los primeros que permitieron descensos en solitario a profundidades superiores a los 400 metros. El sistema de mantenimiento vital era un respirador que inyectaba oxígeno al tiempo que extraía las impurezas del dióxido de carbono del aire exhalado, para suministrar un gas seguro para la respiración durante un máximo de cuarenta y ocho horas. El traje era resistente a la presión, pues las junturas estaban llenas de líquido y tenía una coraza de acero muy flexible reforzada con titanio. Todo le permitía hacer inmersiones a 2000 metros de profundidad.

El AAAP ejemplificaba los grandes esfuerzos realizados polla UMI en tecnología de inmersión. Un sónar multidireccional ultrasónico alimentaba una imagen tridimensional móvil que proporcionaba un sistema de navegación de realidad virtual en condiciones de visibilidad cero. Para la movilidad en aguas intermedias el traje estaba equipado con un dispositivo de flotación variable informatizado y una mochila provista de chorros de agua vectorizados, una combinación que aseguraba la versatilidad de un astronauta en una caminata espacial y sin la necesidad de disponer de un cordón que lo sujetase.

Jack regresó al compartimento principal y se dirigió rápidamente al armero. Del estante superior cogió una pistola Beretta de 9 mm para sustituir la que Asían le había quitado y la guardó en su traje de vuelo. Luego cogió un fusil de asalto SA80-A2 y tres cargadores. Después de colgarse el fusil del hombro cogió dos pequeños paquetes de explosivo plástico Semtex, utilizado normalmente para los trabajos de demolición submarinos, y dos cajas del tamaño de un maletín que contenían una combinación de minas de burbuja y un transmisor-receptor detonador.

Una vez de regreso en la cámara de doble cierre sujetó las cargas en un par de anillas metálicas en la parte delantera del AAAP y las aseguró con una correa. Luego deslizó el fusil y los cargadores dentro de una bolsa que había debajo del panel de control. Después de haber cerrado la escotilla que daba a la cámara y hecho girar la manivela de cierre, Jack ascendió por la escalerilla metálica y se puso el traje. Era sorprendentemente cómodo, incluso podía operar con los controles de la consola. A pesar de su media tonelada de peso podía flexionar las piernas y abrir y cerrar las manos en forma de pinzas. Después de comprobar el suministro de oxígeno, cerró la escafandra y ajustó el cierre del cuello, de modo que su cuerpo estaba ahora encerrado en un sistema de mantenimiento vital autónomo. El mundo que quedaba ahora fuera de su pequeña ventana de observación pareció súbitamente remoto y prescindible.

Estaba a punto de abandonar el Seaquest por última vez. No había tiempo para reflexiones, sólo la absoluta determinación de que su pérdida no sería en vano. La tristeza ya vendría más tarde.

Encendió la luz interior de baja intensidad, ajustó el termostato en 20 grados centígrados y activó el dispositivo del sensor. Una vez controlados los sistemas de flotabilidad y propulsión, extendió la pinza derecha contra un interruptor que había en la puerta. La luz fluorescente se volvió más tenue y el agua empezó a entrar en la cámara. Cuando el líquido ascendió por encima de la ventana de observación, Jack sintió la zona húmeda donde la sangre había rezumado de la herida el día anterior y trató de calmar sus nervios.

—Un pequeño paso para el hombre —musitó—. Un paso gigantesco para la humanidad.

Cuando la escotilla se abrió y el ascensor lo llevó encima del módulo, Jack fue engullido por la oscuridad, un infinito negro que pareció aprisionarlo sin posibilidad alguna de escape. Activó los reflectores. La vista no se parecía a nada que hubiera visto antes. Era un mundo donde estaban ausentes todos los puntos de referencia convencionales, un mundo donde las dimensiones normales de espacio y forma parecían plegarse continuamente una sobre otra. El haz de luz iluminó nubes de limo luminosas que giraban en todas direcciones, remolinos a cámara lenta que se ondulaban como si fuesen una multitud de diminutas galaxias. Extendió los brazos y observó que el limo se separaba en filamentos y fajas de luz, formas que muy pronto volvieron a unirse y desaparecieron. Bajo la luz de los reflectores todo parecía mortalmente blanco, como un manto de ceniza volcánica. Los haces reflejaban partículas que eran cien veces más finas que la arena.

Jack sabía con absoluta certeza que era el único ser vivo que había penetrado nunca en ese mundo.

Una parte del sedimento suspendido era biógeno, derivado de diotomos y otros organismos que habían caído desde la superficie, pero a diferencia de las planicies abisales del Atlántico o el Pacífico, las profundidades del mar Negro carecían incluso de vida microscópica. Se encontraba verdaderamente en otro mundo, un vacío inerme que no se parecía a ningún otro lugar de la Tierra.

Por un momento tuvo la impresión de que esa masa turbulenta se materializaría en los rostros fantasmagóricos de marineros muertos hacía ya muchos años, condenados a interpretar una danza macabra durante toda la eternidad con el flujo y reflujo del limo suspendido. Jack se obligó a concentrarse en la tarea que tenía por delante. El sedimento se estaba asentando mucho más de prisa de lo que había imaginado, las partículas compactándose con la pegajosa densidad del lodo. Ya había entenado la parte superior del módulo de mando y trepaba de un modo alarmante por las piernas del AAAP. Sólo disponía de unos segundos para actuar antes de que se convirtiese en un sarcófago inmóvil en el lecho marino.

Activó el compensador de flotabilidad y llenó de aire el depósito que llevaba a la espalda, reduciendo rápidamente el traje a la posición neutra. Cuando la lectura volvió a ser positiva empujó la palanca de mando y cerró la válvula. Se movió hacia arriba con una sacudida y el sedimento comenzó a precipitarse en cascada con creciente rapidez. Desconectó el chorro de agua para evitar que se embozara la toma y continuó el ascenso utilizando solamente el sistema de flotabilidad. Durante lo que se le antojó una eternidad se elevó a través de un remolino incesante. Entonces, a unos treinta metros por encima de los restos del Seaquest, se libró finalmente de los sedimentos suspendidos. Ascendió otros veinte metros antes de neutralizar la flotabilidad y dirigir los haces de luz hacia la ciénaga que ahora sepultaba el barco hundido.

La escena resultaba imposible de adscribir a ninguna clase de realidad. Era como la imagen vía satélite de una enorme tormenta tropical, con los remolinos de sedimento girando lentamente como si fuesen ciclones. Casi esperaba ver los relámpagos de las tormentas eléctricas en el fondo del abismo.

Volvió su atención hacia el escáner del sonar que había activado hacía un momento. La pantalla circular reveló el perfil de la grieta como si fuese una trinchera, sus rasgos eran más definidos ahora que el dispositivo del sonar estaba libre de limo. Buscó el programa de NAVSUR y tecleó las coordenadas que había memorizado de la posición final de superficie del Seaquest y de la costa septentrional de la isla. Con unas coordenadas concretas, el NAVSUR podía trazar la posición actual, establecer el mejor curso e introducir modificaciones continuas a medida que el terreno iba apareciendo en la pantalla del sonar.

Conectó el piloto automático y observó mientras el ordenador introducía los datos necesarios en las unidades de propulsión y flotabilidad. Cuando el programa terminó, canceló la imagen del sonar y empezó a ver directamente por la visera. El sistema virtual de navegación estaba conectado al ordenador a través de un tubo flexible que permitía una amplia libertad de movimientos; la visera actuaba a modo de una pantalla transparente, de tal modo que podía verlo todo.

A continuación activó un control y la visera cobró vida. Su visión se filtraba a través de una retícula verde pálido que cambiaba de forma con cada movimiento de la cabeza. Como un piloto en un simulador de vuelo, podía ver una imagen de realidad virtual de la topografía del terreno que se extendía a su alrededor, una versión tridimensional de la pantalla del sonar. Las líneas suavemente coloreadas aseguraban que no se hallaba atrapado en alguna pesadilla eterna, que éste era el mundo finito, con límites, que podía ser dejado atrás si la suerte lo acompañaba.

Cuando los chorros de agua entraron en acción otra vez y comenzó a moverse hacia adelante, Jack vio que las articulaciones metálicas de los brazos se habían vuelto de un amarillo intenso. Recordó entonces por qué las profundidades del mar Negro eran tan absolutamente yermas. La causa era el ácido sulfhídrico, un derivado de la materia orgánica descompuesta por las bacterias y que era arrastrado por los ríos que desembocaban en el mar. Estaba en medio de un estanque de veneno más grande que todo el arsenal de armas químicas del mundo, una mezcla fétida que destruiría su sentido del olfato a la primera vaharada y lo mataría en cuanto la respirara.

El AAAP había sido diseñado según las últimas especificaciones relativas a la exposición química, biológica y de presiones extremas. Pero Jack sabía muy bien que sólo era cuestión de tiempo antes de que la corrosión provocada por el azufre atravesara el revestimiento protector. Incluso una diminuta filtración resultaría mortal. Sintió que una fría oleada de certeza lo recorría por dentro, el conocimiento claro de que estaba transitando por un mundo donde ni siquiera los muertos eran bienvenidos.

Después de haber realizado una última comprobación de todos los sistemas, cogió el regulador y contempló sombríamente el vacío que se extendía delante de él.

—De acuerdo —musitó—. Es hora de hacer una nueva visita a los viejos amigos.

Menos de cinco minutos después de haber emergido de la tormenta de limo, Jack había alcanzado la pared occidental del cañón. La cuadrícula tridimensional proyectada en su visera se fusionaba exactamente con los contornos de la superficie rocosa que ahora era visible frente a él, un colosal precipicio que se alzaba cuatrocientos metros por encima de él. Cuando orientó el haz de luz hacia la pared comprobó que la roca estaba absolutamente limpia, como la cara de una loseta, la superficie intocada por el crecimiento marino desde que unas fuerzas titánicas habían limpiado el lecho marino hacía un millón de años.

Activó el propulsor posterior y llevó el AAAP en un curso paralelo a la superficie de piedra y en dirección sur. Veinte metros más abajo el remolino de sedimento parecía encenderse y bullir. Era como un infierno ominoso a mitad de camino entre lo líquido y lo sólido que lamía la pared del profundo cañón. Jack ascendía firmemente manteniendo una altura constante por encima del sedimento. El profundímetro registraba un ascenso de casi cien metros.

Cuando la inclinación se volvió más pronunciada, un sector del suelo del cañón pareció estar completamente libre de sedimento. Jack dedujo que se trataba de una área donde el sedimento se había acumulado para luego precipitarse en avalancha por la ladera del cañón. Sabía que era una zona peligrosa; cualquier perturbación podía desprender una capa de sedimento de la ladera que se extendía por encima de él y engullirlo en el abismo.

El lecho marino expuesto estaba cubierto por una extraña excrecencia, una masa cristalina teñida de un amarillo nauseabundo por el ácido clorhídrico que envenenaba el agua. Infló el compensador de flotabilidad y se hundió, extendiendo al mismo tiempo un tubo al vacío para coger una muestra de la excrecencia amarilla. Menos de un minuto después, los resultados aparecieron en la pantalla. Era cloruro sódico, sal común. Estaba contemplando un precipitado de la evaporación producida hacía miles de años, el vasto lecho de salmuera que se había precipitado hacia el abismo cuando el Bósforo había secado el mar Negro durante el período glaciar. El cañón que Jack había bautizado como «Fisura de la Atlántida» habría sido un sumidero para todo el sector suroriental del mar.

Cuando se impulsó hacia adelante, la alfombra de salmuera se volvió irregular y dejó paso a un paisaje accidentado y de formas sombrías. Era un campo de lava, una mezcla de piruetas congeladas donde el magma se había derramado y solidificado al entrar en contacto con el agua fría.

Su visión fue interrumpida por una neblina que brillaba. El indicador de temperatura exterior señalaba unos aterradores 350 grados centígrados, lo bastante caliente como para fundir el plomo. Apenas había acabado de registrar el cambio de temperatura cuando fue lanzado violentamente hacia adelante y el AAAP cayó describiendo una espiral y totalmente fuera de control hacia el fondo del cañón. Jack, obedeciendo a un impulso, apagó los propulsores justo en el momento en que el AAAP rebotaba en el lecho marino antes de quedar boca abajo, el propulsor delantero inmovilizado entre los pliegues de lava y la visera apretada contra un saliente de piedra.

Jack se levantó apoyándose en las manos y las rodillas y se inclinó sobre el panel de control. Comprobó con alivio que las pantallas de LCD aún funcionaban. Una vez más había sido increíblemente afortunado. Si se hubiera producido algún daño considerable ya estaría muerto. La presión externa de varias toneladas por centímetro cuadrado garantizaba un final rápido aunque espantoso.

Jack se abstrajo mentalmente del mundo de pesadilla que había a su alrededor y se concentró en salir de los pliegues de lava. La unidad de propulsión no le sería de mucha utilidad ya que estaba montada en la espalda y sólo proporcionaba impulsos laterales y transversales. Tendría que recurrir al compensador de flotabilidad. El dispositivo de corrección manual funcionaba pulsando un accionador en la palanca de mando.

Después de prepararse, apretó con fuerza. Pudo oír cómo entraba el aire en el depósito y observó que la aguja subía hasta señalar la capacidad máxima. Ante su desesperación no se produjo ningún movimiento. Vació el depósito y volvió a llenarlo, con el mismo resultado. Sabía que no podía repetir el procedimiento sin reducir el suministro de aire más allá del margen de seguridad.

Su única alternativa era separar físicamente el AAAP del lecho marino. Hasta ese momento había estado utilizando el AAAP como traje de inmersión, pero también era un verdadero traje espacial, diseñado para el equivalente a un paseo lunar. A pesar de su aspecto pesado y difícil de manejar, el traje era muy flexible, sus treinta kilos de peso sumergido le permitían realizar movimientos que hubiesen sido la envidia de cualquier astronauta.

Extendió cuidadosamente los brazos y las piernas. Después de inclinar las pinzas hacia el lecho marino y cerrar las junturas, apoyó los codos contra la coraza superior. Ahora todo dependía de su habilidad para extraer el propulsor de la pinza de roca que lo retenía.

Jack hizo fuerza hacia arriba con cada fibra de su ser. Cuando se arqueó hacia atrás sintió una punzada de dolor en la herida. Sabía que era ahora o nunca, que su cuerpo había sido empujado hasta el límite y pronto dejaría de obedecer sus órdenes.

Estaba a punto de sucumbir al agotamiento cuando se oyó un sonido chirriante y un movimiento ascendente apenas perceptible. Puso en acción todas sus reservas y tiró hacia arriba una última vez. De pronto, el AAAP se liberó de su trampa y dio un brinco hasta quedar de pie.

Era libre.

Después de inundar el depósito de flotabilidad para impedir que el AAAP saliese disparado hacia arriba como un cohete, echó un vistazo a su alrededor. Frente a él se extendía un terreno ondulado, donde los lentos ríos de lava se habían solidificado formando bulbosos cojines de roca. A su derecha había una enorme columna de lava, un vaciado hueco de cinco metros de altura donde la lava que fluía velozmente había atrapado el agua, haciendo que ésta hirviese y empujase hacia arriba la roca que se estaba enfriando. Junto a ella se veía otra erupción de roca ígnea, parecida a un volcán en miniatura y con una coloración amarilla y marrón rojiza bajo la luz. Jack dedujo que el golpe de calor que lo había lanzado al vacío procedía de un respiradero hidrotérmico, un poro abierto en el lecho marino donde el agua hirviendo regurgitaba desde el lago de magma que había debajo de la grieta. Cuando estaba contemplando el diminuto volcán, el cono expulsó una delgada columna de humo negro como si fuese la chimenea de una fábrica. Era lo que los geólogos llamaban un fumador negro, una nube cargada de minerales que se precipitaban hasta cubrir el lecho marino circundante. En ese momento recordó la extraordinaria cámara de acceso a la Atlántida, cuyas paredes brillaban debido a los minerales que pudieron haberse originado en un profundo respiradero submarino empujado hacia arriba cuando se formó el volcán.

Los respiraderos hidrotérmicos debían de estar rebosantes de vida, pensó Jack con evidente preocupación, y cada uno de ellos debía de formar un oasis en miniatura que atraía a los organismos larvales que caían desde la superficie. Eran ecosistemas únicos que se basaban en los productos químicos en lugar de la fotosíntesis, en la capacidad de los microbios para metabolizar el ácido sulfhídrico procedente de los respiraderos y suministrar los primeros eslabones en una cadena alimenticia absolutamente divorciada de las propiedades vivificantes que aportaba la luz solar. Pero en lugar de ejércitos de gusanos de color sangre y alfombras de organismos, no había absolutamente nada; las chimeneas de lava se asomaban vagamente a su alrededor como los restos ennegrecidos de los árboles después de un incendio forestal. En las ponzoñosas profundidades del mar Negro no podía sobrevivir ni siquiera la bacteria más simple. Era la pesadilla de un biólogo, un páramo donde la maravilla de la creación parecía haber sido eclipsada por los poderes de la oscuridad. Jack sintió de pronto la necesidad urgente de alejarse de aquel lugar tan falto de vida y que parecía repudiar todas las fuerzas que le habían dado a él la existencia.

Apartó la mirada de la espeluznante escena exterior y examinó la pantalla del sonar. Éste indicaba que se encontraba a 30 metros de la cara occidental de la fisura y a 150 metros más cerca de la superficie que los restos del Seaquest, siendo ahora la lectura de profundidad absoluta de 300 metros. Había recorrido una tercera parte de la distancia que lo separaba de la isla, que ahora se encontraba a algo más de dos kilómetros hacia el sur.

Miró adelante y vio una neblina lechosa que parecía una enorme duna de arena. Era el borde principal de una lenta corriente de sedimento inestable, una indicación clara de que la superficie de substrato levantada por la avalancha estaba tocando a su fin. A su alrededor había marcas provocadas por deslizamientos anteriores. Necesitaba estar encima de la zona de turbulencia por si, al moverse, provocaba otra avalancha. Cerró la mano izquierda alrededor del control de flotabilidad y la mano derecha en la palanca de propulsión, al tiempo que se inclinaba hacia adelante para echar un último vistazo al desolado paisaje.

Lo que vio fue una aparición terrorífica. La ola de limo estaba girando lenta, implacablemente, hacia él como si fuese un enorme tsunami, mucho más pavoroso porque no se oía ningún sonido. Apenas si tuvo tiempo de pulsar el accionador de flotabilidad antes de ser engullido por una turbulenta tormenta de oscuridad.

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