Atlantis

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Capítulo 30

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—Lamentamos mucho lo que le sucedió a Peter Howe.

Maurice Hiebermeyer había bajado del helicóptero y había ido directamente a apoyar su mano en el hombro de Jack. Era un gesto conmovedor, prueba de una amistad que trascendía la pasión profesional que ambos compartían.

—Aún no hemos perdido las esperanzas.

Jack estaba acompañado de Katya y Costas, al pie de la escalera que llevaba a la entrada del volcán. Habían pasado una bien ganada noche a bordo del

Sea Venture y ahora estaban disfrutando del sol de la mañana. El mono azul de la UMI ocultaba el pecho recién vendado de Jack, pero el rostro de Costas era un recordatorio del duro trance que había tenido que pasar. Katya estaba alicaída, ausente.

—Mis más sinceras felicitaciones por el descubrimiento. Y por haber superado unos cuantos obstáculos en el camino.

James Dillen habló mientras estrechaba la mano de Jack. Su mirada abarcó a Costas y Katya. A Dillen lo seguía desde el helicóptero Aysha Farouk, la ayudante de Hiebermeyer que había sido quien descubrió el papiro de la Atlántida en la excavación del desierto y ahora había sido invitada a reunirse con ellos. A un lado estaba la amable figura de Efram Jacobovitch, el multimillonario que había suministrado los fondos que habían hecho posible toda esta investigación.

A Jack le parecía que la entrevista que habían mantenido en Alejandría se había celebrado hacía una eternidad, aunque sólo habían pasado cuatro días. Aún estaban a un paso de distancia de su objetivo, de la fuente de todo aquello que había impulsado a los sacerdotes a preservar su secreto durante tantas generaciones.

Justo cuando estaban a punto de subir la escalera, Mustafá Alkózen llegó dando brincos por la plataforma y llevando dos linternas de submarinista.

—Perdón por mi tardanza —dijo jadeando—. Hemos tenido una noche muy agitada. Ayer por la tarde, un avión de alerta avanzada Boeing 737, de la fuerza aérea turca, detectó una onda de choque explosiva en la costa de Abjasia, cerca de la frontera con Georgia. —Guiñó un ojo a Jack—. Decidimos que se trataba de una amenaza para la seguridad nacional y enviamos un equipo de reacción rápida de las Fuerzas Especiales para que investigara.

—¿Las obras de arte? —preguntó Jack.

—La mayoría aún estaban en las habitaciones privadas de Asían, y la mayor parte de las que estaban siendo trasladadas se encontraban fuera del área principal de la explosión. Mientras estamos hablando están siendo transportadas por helicópteros Seahawk al Museo Arqueológico de Estambul para su identificación y conservación. Luego les serán devueltas a sus legítimos propietarios.

—Una lástima —intervino Costas—. Esas obras de arte habrían constituido una exposición itinerante excepcional. Ejemplos del mejor arte de todos los períodos y culturas, nunca antes reunidos. Sería una exposición increíble.

—Unos cuantos conservadores seguramente querrían ver su propiedad antes —dijo Jack.

—Pero una excelente idea. —Efram Jacobovitch se sumó a la conversación con sereno entusiasmo—. Sería sin duda un uso apropiado para los fondos confiscados de las cuentas de Asían. Entretanto, se me ocurre un benefactor privado que podría aportar el dinero inicial.

Jack sonrió con agradecimiento y se volvió hacia Mustafá.

—¿Y cómo está lo de la seguridad?

—Hemos estado buscando una excusa para entrar en Abjasia durante algún tiempo —contestó Mustafá—. El país se ha convertido en el principal punto de tránsito de las drogas que proceden de Asia central. Con el vínculo terrorista ahora firmemente establecido, los gobiernos ruso y georgiano nos han asegurado una plena colaboración.

Jack hizo un esfuerzo por ocultar su escepticismo. Sabía que Mustafá estaba obligado a respetar la versión oficial, aunque era perfectamente consciente de que las posibilidades de llevar a cabo una acción concertada más allá de la situación actual eran mínimas.

Dirigieron la vista hacia la forma deprimida del

Kazbek y la flotilla de barcos rusos y turcos que habían llegado la noche anterior, una prueba evidente del proceso que ya se había iniciado para asegurar que las cabezas nucleares fuesen retiradas y el submarino devuelto a su base. Después de neutralizar el núcleo del reactor nuclear, el submarino, con los cuerpos del capitán Antonov y su tripulación, sería enviado al fondo del mar como una tumba militar, un monumento al coste humano de la guerra fría.

—¿Y qué hay del equipo y de los accesorios tecnológicos? —preguntó Jack.

—Todo el material reutilizable irá a los georgianos. Ellos son quienes más lo necesitan. Teníamos la intención de ofrecerles el Vultura, pero ahora veo que eso ya no será posible. —Mustafá sonrió a Jack—. De modo que obtendrán a cambio una flamante fragata rusa Project 1154 Neustrashimy.

—¿Qué pasará con el Vultura? —preguntó Katya.

Todos miraron hacia el distante casco que había sido remolcado hasta dejarlo sobre el cañón submarino. Era una visión triste, una pira humeante que representaba el último testimonio de la codicia y la arrogancia de un solo hombre.

Mustafá miró su reloj.

—Creo que estás a punto de obtener tu respuesta —dijo.

En ese momento, como si lo hubieran estado esperando, el agudo sonido de unos aviones a reacción rasgó el aire. Segundos más tarde, dos Strike Eagle F-15E de la fuerza aérea turca pasaron por encima de sus cabezas. Sus quemadores gemelos lanzaban llamas rojas mientras volaban en formación cerrada hacia su objetivo. A unos dos kilómetros de distancia de la isla, el avión de la izquierda dejó caer un objeto metálico sobre el mar. Cuando los dos aviones se alejaron con rumbo sur, el mar estalló en un muro de fuego que envolvió el barco en una impresionante exhibición pirotécnica.

—Una bomba termobárica —dijo Mustafá—. El destructor de túneles utilizado por primera vez por los estadounidenses en Afganistán. Necesitábamos un blanco real para probar el sistema de lanzamiento en nuestros nuevos Strike Eagles. —Se volvió mientras el ruido retumbaba y señaló la puerta—. Ven. Entremos.

El aire frío del pasillo supuso una agradable tregua del sol, que había comenzado a pegar con fuerza sobre las rocas que rodeaban la entrada. Para aquellos que aún no la habían visto, la primera visión de la sala de audiencias, con su enorme bóveda, excedía con creces cualquier cosa que hubiesen podido imaginar. Ahora que no quedaban rastros de Asían, la sala había recuperado su atmósfera primitiva; los tronos de piedra se erguían vacíos como si estuvieran esperando el regreso de los Sumos Sacerdotes que los habían abandonado hacía más de siete mil años.

Ahora la chimenea de vapor estaba inactiva, ya que el resto de agua de lluvia se había disipado durante la noche y, en lugar de una columna de vapor, un brillante rayo de luz solar iluminaba la plataforma como si fuese el reflector de un teatro.

Durante unos breves momentos el silencio fue absoluto. Hasta Hiebermeyer, a quien no le resultaba difícil encontrar las palabras justas y que estaba acostumbrado al esplendor del antiguo Egipto, se quitó sus gafas empañadas y permaneció callado. Dillen se volvió para mirarlos.

—Damas y caballeros —dijo—, ahora podemos continuar desde donde acaba el texto. Creo que nos encontramos a un paso de la revelación suprema.

A Jack nunca dejaba de asombrarle la habilidad de su mentor para imponerse a la emoción del descubrimiento. Vestido con un inmaculado traje blanco y pajarita, parecía alguien de otro tiempo, de una época en que la elegancia natural formaba parte de las herramientas del oficio de erudito, al igual que los sofisticados artilugios para la generación de sus estudiantes.

—Disponemos de un escaso y precioso material para continuar —advirtió Dillen—. El papiro está roto y el disco de Fastos no se entiende del todo. A partir de la inscripción que hay en la entrada podemos deducir que «Atlántida» se refiere a esta ciudadela, a este monasterio. Para los extraños es probable que significase también la ciudad, pero para sus habitantes puede haber designado específicamente su lugar más sagrado, las cuevas y pendientes rocosas donde se inició el asentamiento humano.

—Como la Acrópolis de Atenas —aventuró Costas.

—Exactamente. El disco da a entender que dentro de la Atlántida existe un lugar que traduzco como «lugar de los dioses» y Katya como «sanctasanctórum». También menciona una «diosa maternal». Hasta donde yo sé, ninguno de vuestros descubrimientos coincide.

—Lo más cercano sería la sala de los antepasados, el nombre que le dimos a la cueva donde se hallan las pinturas —dijo Jack—. Pero pertenece a la época paleolítica y no incluye ninguna representación de seres humanos. En un santuario del Neolítico, yo esperaría encontrar deidades antropomórficas, una visión más imponente del templo familiar que vimos en la aldea sumergida en Trebisonda.

—¿Y qué hay de esta habitación, la sala de audiencias? —preguntó Efram Jacobovitch.

Jack negó con la cabeza.

—Es demasiado grande. Este espacio está destinado a las reuniones de una congregación, como si fuese una iglesia demasiado grande. Lo que estamos buscando es algo pequeño, oculto. Cuanto más sagrado es un lugar, más restringido es su acceso. Sólo se permitiría la entrada a los sacerdotes, los intermediarios con los dioses.

—Un tabernáculo —sugirió Efram.

Katya y Aysha aparecieron en el reborde que había junto a la rampa. Mientras los demás habían estado hablando, las dos habían llevado a cabo un rápido reconocimiento de los portales que rodeaban la cámara.

—Creemos que lo hemos encontrado —dijo Katya. La emoción de volver a explorar y descubrir los secretos de la Atlántida se había impuesto a la pesadilla que había vivido los últimos días—. Hay doce entradas en total. Podemos descartar dos de ellas porque son los pasillos que ya conocemos, uno procedente del exterior y el otro que asciende desde el interior del volcán. En cuanto al resto, nueve de ellas son falsas puertas, no llevan a ninguna parte, o pasillos que conducen hacia el núcleo del volcán. Y la lógica dicta que hay que ascender.

—Si éste es realmente la madre de todos los santuarios de montaña —contestó Jack—, entonces cuanto más alto mejor.

Katya señaló la puerta que se encontraba en el extremo occidental de la cámara, justo frente al pasadizo de entrada.

—Ésa es la puerta. También da la casualidad de que está coronada por el signo del dios águila con las alas extendidas.

Jack sonrió ampliamente a Katya, feliz de comprobar que estaba nuevamente en forma, y se volvió hacia Dillen.

—Profesor, tal vez usted desee guiarnos hacia allí.

Dillen asintió cortésmente y caminó junto a Jack hacia la puerta occidental. Su forma apuesta y aseada contrastaba con el aspecto curtido por la intemperie de su exalumno. Los seguían Katya y Costas y, detrás de ellos, los otros cuatro, con Efram Jacobovitch cerrando la marcha. Cuando se aproximaban a la entrada, Jack se volvió para mirar a Costas.

—Aquí es entonces. Un gin-tonic espera junto a la piscina.

Costas sonrió a su amigo.

—Eso es lo que dices siempre.

Dillen se detuvo para estudiar la talla en el dintel; se trataba de una miniatura inmaculada del dios águila que habían visto en la sala de los antepasados. Jack y Costas encendieron las linternas y sus haces iluminaron la oscuridad que se extendía ante ellos. Al igual que las paredes de los pasadizos sumergidos, el basalto había sido pulido hasta adquirir brillo. Su superficie moteada centelleaba con inclusiones minerales que habían ascendido desde el manto terrestre, cuando se formó el volcán.

Jack se apartó para que Dillen encabezara el grupo. Unos diez metros más adelante se detuvo de golpe.

—Tenemos un problema.

Jack se acercó a él y vio que un imponente portal de piedra barraba el paso. La estructura se fundía de un modo casi imperceptible con las paredes de roca; pero, examinándolo, vieron que la puerta estaba dividida en dos mitades exactamente iguales. Jack apuntó el haz de su linterna al centro de las puertas y vio el detalle revelador.

—Creo que tengo la llave —dijo con tono confiado.

Buscó en el bolsillo de su mono de la UMI y sacó la copia del disco de oro que había rescatado de la plataforma después de la caída de Asían. Mientras los demás observaban, introdujo el disco en la depresión en forma de platillo. En el instante en que retiró la mano, el disco comenzó a girar en el sentido de las agujas del reloj. Segundos más tarde, las puertas se abrieron de par en par hacia ellos, la herrumbre acumulada apenas ofreció resistencia mientras las hojas giraban en sus goznes.

—Magia. —Costas sacudió la cabeza con un gesto de asombro—. Es exactamente el mismo mecanismo que abría la puerta de la cara del risco. Y sigue funcionando después de que hayan transcurrido siete mil quinientos años. Esta gente habría inventado el chip informático en la Edad de Bronce.

—Entonces yo no tendría trabajo —dijo Efram desde atrás con una risita.

El olor que los recibió fue como la exhalación mohosa de una tumba, como si una vaharada de aire viciado corriera a través de una cripta trayendo con ella la misma esencia de los muertos, el último residuo del sebo y el incienso que habían ardido mientras los sacerdotes realizaban sus abluciones finales antes de cerrar para siempre su venerado templo. El efecto era casi alucinógeno y podían sentir el miedo y la urgencia de aquellos últimos actos. Era como si doscientas generaciones hubiesen sido borradas de un plumazo y ahora ellos se estuviesen uniendo a los guardianes de la Atlántida en su última y desesperada huida.

—Ahora sé cómo se sintieron Cárter y Carnarvon cuando abrieron la tumba de Tutankamón —dijo Hiebermeyer.

Katya se estremeció ante la súbita ráfaga de aire frío. Igual que en las tumbas de los faraones en el Valle dé los Reyes, el pasillo que nacía en la entrada carecía de cualquier adorno, ninguna pista de lo que había después.

—Ya no debe faltar mucho —dijo Costas—. Según mi altímetro nos encontramos a menos de treinta metros debajo de la cima.

Dillen volvió a detenerse de golpe y Jack tropezó con él. El haz de su linterna bailó enloquecido mientras recuperaba la vertical. Lo que parecía otra puerta era de hecho un giro de noventa grados hacia la izquierda. El pasillo ascendía en una serie de estrechos peldaños.

Dillen avanzó unos pasos y volvió a detenerse.

—Veo algo un poco más adelante. Ilumina con la linterna a derecha e izquierda.

En su voz se advertía un nerviosismo que no era propio de él.

Jack y Costas obedecieron y revelaron una escena fantástica. A cada lado se veían los cuartos delanteros de dos toros enormes, sus formas talladas en bajorrelieve y frente a la escalera. Con sus cuellos alargados y los cuernos arqueados por encima de la cabeza, su apariencia era menos serena que la de las bestias con las que se habían topado en los pasadizos submarinos, como si estuviesen luchando para liberarse de la piedra y saltar hacia la oscuridad.

Mientras ascendían por la escalera comenzaron a distinguir una sucesión de figuras en bajorrelieve delante de los toros, sus detalles estaban labrados con exactitud en el grano fino del basalto.

—Son humanos.

Dillen hablaba con un respeto reverencial, su reserva habitual completamente olvidada.

—Damas y caballeros, contemplad el pueblo de la Atlántida.

De las figuras dimanaba una temeraria seguridad, propia de los guardianes de la ciudadela. Las tallas en ambas paredes eran idénticas, como imágenes especulares. Eran de tamaño natural pero muy altas, y marchaban muy rígidas en una sola fila. Cada figura tenía un brazo extendido, con la mano apretada en torno a un orificio que otrora había sostenido una antorcha. Las figuras eran bidimensionales, igual que las tallas en relieve del Próximo Oriente y Egipto, pero en lugar de la rigidez asociada normalmente con la perspectiva de perfil, mostraban una gracia y flexibilidad que parecían herencia directa de las pinturas naturalistas de animales del período glaciar.

Cuando las luces de las linternas alumbraron cada figura resultó evidente la alternancia de los sexos. Las mujeres estaban con los pechos desnudos, sus ceñidos vestidos revelaban unas bellas figuras curvilíneas. Al igual que los hombres, tenían ojos grandes y almendrados, y el pelo colgaba por su espalda en largas trenzas. Los hombres lucían barbas tupidas y vestían túnicas holgadas. Su fisonomía resultaba familiar aunque inidentificable, como si los rasgos individuales fuesen reconocibles, pero el conjunto fuese único e imposible de ubicar.

—Las mujeres parecen muy atléticas —señaló Aysha—. Tal vez eran ellas las que mataban a los toros y no los hombres.

—Me recuerdan a los varangios —dijo Katya—. Ése era el nombre bizantino de los vikingos que bajaron navegando por el Dniéper hasta el mar Negro. En la catedral de Santa Sofía, en Kiev, hay pinturas que muestran hombres altos iguales a éstos, excepto que tenían narices aguileñas y el pelo rubio.

—A mí me recuerdan a los hititas de Anatolia, del II milenio a. J. C. —intervino Mustafá—. O a los sumerios y asirios de Mesopotamia.

—O a los pueblos de la Edad de Bronce que habitaban Grecia y Creta —murmuró Jack—. Las mujeres podrían ser las damas de pechos desnudos de los frescos de Cnosos. Los hombres podrían haber salido directamente de esos vasos de oro labrado que encontraron en el círculo funerario real en Micenas el año pasado.

—Son todos los hombres y todas las mujeres del mundo —afirmó Dillen sosegadamente—. Los indoeuropeos originales, los primeros caucásicos. De ellos descendieron casi todos los pueblos de Europa y Asia. Los egipcios, los semitas, los griegos, los constructores de megalitos de Europa occidental, los primeros gobernantes de Mohenjo-Daro, en el valle del Indo. En ocasiones reemplazaron a las poblaciones originales, en otros momentos se mezclaron. En todos estos pueblos vemos algún vestigio de sus antepasados, los fundadores de la civilización.

Todos contemplaron con renovado asombro las imágenes a medida que Dillen los guiaba hacia lo alto de la escalera. Las figuras transmitían fuerza y determinación, como si estuviesen marchando inexorablemente a ocupar su lugar en la historia.

Después de recorrer unos diez metros, la fila de hombres y mujeres dio paso a tres figuras situadas a ambos lados y que aparentemente eran las encargadas de dirigir la procesión. Portaban elaborados bastones y se tocaban con extraños sombreros de forma cónica que llegaban hasta el techo.

—Los Sumos Sacerdotes —sentenció Jack.

—Parecen brujos —dijo Costas—. Como druidas.

—Puede que eso no esté tan alejado de la realidad —dijo Katya—. La palabra «druida» deriva del indoeuropeo

wid, «saber».

No hay duda de que estos hombres eran los poseedores del conocimiento en la Atlántida neolítica, el equivalente de la clase sacerdotal en la Europa celta cinco mil años más tarde.

—Fascinante. —Hiebermeyer avanzaba en medio del grupo—. Los sombreros guardan una notable semejanza con los cascos de oro encontrados en los depósitos votivos de la Edad de Bronce. El año pasado descubrimos uno en Egipto, cuando se halló el tesoro secreto de la pirámide de Khefru.

Llegó hasta la figura que encabezaba la procesión en la pared de la izquierda. Era una mujer. Se quitó las gafas para observar mejor los detalles.

—Justo lo que pensaba —exclamó—. Está cubierta con diminutos símbolos circulares y como lunares, al igual que los sombreros de la Edad de Bronce. —Limpió sus gafas y obsequió a sus compañeros con una frase rimbombante—: Estoy seguro de que es una representación logarítmica del ciclo metónico.

Mientras el resto del grupo se congregaba a su alrededor para examinar la talla en la piedra, Jack miró a Costas.

—Metón era un astrólogo ateniense —explicó—. Contemporáneo de Sócrates, el mentor de Platón. Fue el primer griego que estableció la diferencia entre los meses solares y lunares, el ciclo sinódico. —Hizo un gesto hacia las tallas—. Éstos escribieron el registro de los sacrificios con los meses bisiestos que vimos tallados en aquel pasadizo.

Dillen se había separado del grupo y estaba parado delante de un portal que había en la cima de la escalera.

—Eran los señores del tiempo —anunció—. Con su círculo de piedra podían proyectar los movimientos del sol respecto de la luna y las constelaciones. Este conocimiento los facultó como oráculos, con acceso a la sabiduría divina, lo que les permitía ver el futuro. Podían predecir el tiempo de la siembra y la cosecha. Dominaban el cielo y la tierra.

Hizo un gesto ampuloso hacia la entrada situada detrás de él.

—Y ahora nos están guiando hacia su santuario, su sanctasanctórum.

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