Atlantis

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Capítulo 32

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—El estaño estaba empezando a entrar en la zona del Mediterráneo procedente del este. Eso habría hecho que los herreros y forjadores de toda la región experimentaran con aleaciones.

—Y yo creo que los sacerdotes se inclinaron ante lo inevitable y decidieron revelar su máximo secreto —añadió Jack—. Al igual que sucedió con los monjes medievales o los druidas celtas, creo que eran los árbitros de la cultura y la justicia, emisarios e intermediarios que unieron a los pueblos en vías de formación de la Edad de Bronce y mantuvieron la paz allí donde pudieron.

Y se encargaron de que el legado de la Atlántida fuese moneda corriente en la cultura de la región, con rasgos compartidos tan grandiosos como los palacios de Creta y Oriente Próximo.

—Sabemos que realizaban operaciones comerciales e intercambiaban productos por las pruebas encontradas en el naufragio —dijo Mustafá.

—Antes del descubrimiento de nuestro naufragio se descubrieron tres naufragios más de la Edad de Bronce en el Mediterráneo oriental, ninguno de ellos minoico y todos de fecha posterior —continuó Jack—. Los hallazgos sugieren que eran los sacerdotes quienes controlaban el lucrativo comercio de los metales, hombres y mujeres que acompañaban los cargamentos en largas travesías desde y hacia el Egeo. Creo que fueron los mismos sacerdotes quienes desvelaron las maravillas de la tecnología del bronce, una revelación que tuvo lugar en toda la zona pero llevada a cabo con mayor empeño en la isla de Creta, un lugar donde un cuidadoso desarrollo durante el Neolítico había asegurado que las condiciones fuesen las adecuadas para una repetición de su gran experimento.

—Y también estaba el efecto multiplicador. —El rostro de Katya parecía encendido bajo la luz de la antorcha mientras hablaba—. Las herramientas de bronce impulsaron una segunda revolución agrícola. Las aldeas se convirtieron en ciudades, las ciudades engendraron palacios. Los sacerdotes introdujeron la escritura en Lineal A para facilitar la administración. La Creta minoica se convierte muy pronto en la mayor civilización que ha visto nunca el Mediterráneo, una cuyo poder no descansa sólo en la fuerza militar sino en el éxito alcanzado por su economía y en el empuje de su cultura. —Katya miró a Jack y asintió lentamente—. Tú tenías razón después de todo. Creta era la Atlántida mencionada por Platón en sus diálogos. Sólo que se trataba de una nueva Atlántida, una utopía refundada, que continuaba el antiguo sueño del paraíso en la Tierra.

—Hacia mediados del II milenio a. J. C., la Creta minoica estaba en todo su esplendor —dijo Dillen—. Era exactamente como se describe en la primera parte del papiro de Solón, una tierra de magníficos palacios y pujante cultura, de saltos con pértiga por encima de los toros y gran esplendor artístico. La erupción del volcán de Thera sacudió ese mundo hasta sus cimientos.

—Una erupción más grande que las del Vesubio y el monte Santa Elena combinadas —dijo Costas—. Cuarenta kilómetros cúbicos de precipitación volcánica y una marea lo bastante alta como para cubrir Manhattan.

—Y ese cataclismo no sólo afectó a los minoicos. Con el clero prácticamente extinguido, todo el edificio de la Edad de Bronce comenzó a derrumbarse. Un mundo que había sido próspero y seguro se deslizó hacia la anarquía y el caos, desgarrado por los conflictos internos e incapaz de resistir a los invasores que bajaban desde el norte.

—Pero algunos de los sacerdotes escaparon —intervino Costas—. Los pasajeros de nuestro naufragio perecieron, pero otros consiguieron salvarse, los que se habían marchado antes.

—Efectivamente —dijo Dillen—. Igual que los habitantes de Akrotiri, los sacerdotes del monasterio prestaron atención a las advertencias, probablemente violentos temblores que los sismólogos creen que sacudieron la isla unas semanas antes de que se produjera el cataclismo. Creo que la mayoría de los sacerdotes murieron en tu barco. Pero otros encontraron un refugio seguro en su santuario de Fastos, en la costa meridional de Creta, y un pequeño grupo huyó hacia tierras más lejanas para unirse a sus hermanos en toda la cuenca mediterránea.

—Sin embargo, no hubo nuevos intentos de reconstruir la Atlántida, ningún nuevo experimento con la utopía —aventuró Costas.

—Sobre el mundo de la Edad de Bronce ya comenzaban a cernirse sombras oscuras —dijo Dillen con tono sombrío—. Hacia el noreste, los hititas se estaban instalando en su fortaleza de Boghazkóy, en Anatolia. Con el tiempo serían como un vendaval que segaría todo lo que iba a encontrar a su paso, hasta las mismas puertas de Egipto. En Creta, los minoicos supervivientes se mostraron impotentes para resistir a los guerreros micénicos que realizaban incursiones marinas desde la Grecia continental, los antepasados de Agamenón y Menelao, cuya lucha titánica con el este quedaría inmortalizada por Homero en el sitio de Troya.

Dillen hizo una pausa y observó al grupo.

—Los sacerdotes sabían que ya no tenían el poder de modelar el destino de su mundo. Su ambición había reavivado la ira de los dioses, provocando nuevamente el castigo celestial que había destruido su primera tierra. La erupción del volcán de Thera debió de parecerles apocalíptica, un portento propio del Apocalipsis. A partir de ahora, el clero ya no asumiría un papel activo en los asuntos de los hombres, sino que se encerraría en el interior del santuario y envolvería su saber en el misterio. Muy pronto la Creta micénica, como sucediera antes con la Atlántida, no sería más que un paraíso oscuramente recordado, una fábula moral de la soberbia de los hombres ante los dioses, una historia que pasó al reino del mito y la leyenda para quedar embalsamada en las oraciones de los últimos sacerdotes.

—En el templo sagrado de Sais —aventuró Costas.

Dillen asintió.

—Egipto era la única civilización en la costa del Mediterráneo que sobrevivió a la devastación producida a finales de la Edad de Bronce, el único lugar donde el clero podía mantener una continuidad con la Atlántida. Creo que Amenofis fue un superviviente de esa casta, el único superviviente en los albores de la época clásica. Y esa casta estaba condenada a la extinción con la llegada de los ejércitos de Alejandro Magno.

—Y, sin embargo, el legado continúa —señaló Jack—. Amenofis le pasó el testigo a Solón, un hombre cuya cultura hacía concebir esperanzas de que, un día, los ideales de los fundadores serían resucitados. Y ahora esa tarea sagrada ha recaído sobre nuestros hombros. Por primera vez desde la antigüedad, el legado de la Atlántida va a ser conocido por la humanidad, no sólo lo que hemos visto sino un conocimiento que ni siquiera Amenofis podría haber divulgado.

Todos bajaron lentamente la escalera detrás de Dillen, hacia el pozo de luz que se veía al fondo. Las figuras talladas de los sacerdotes y las sacerdotisas parecían ascender junto a ellos, una solemne procesión que caminaba hacia el sanctasanctórum.

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