Atlantis

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Capítulo 2

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Maurice Hiebermeyer se levantó y se enjugó la frente. El sudor de su frente perlaba ahora sus dedos. Miró su reloj. Ya era casi mediodía, faltaba poco para dar por terminada su jornada de trabajo y el calor del desierto empezaba a ser insoportable. Arqueó la espalda con esfuerzo y dio un respingo, tomando conciencia de pronto del dolor que sentía después de haber pasado cinco horas encorvado en aquella zanja polvorienta. Se dirigió lentamente hacia la zona central de la excavación, para su acostumbrada inspección al acabar la jornada. Con su sombrero de ala ancha, sus pequeñas gafas redondas y los pantalones cortos era una figura ligeramente cómica, como el típico sabio anacrónico, una imagen que contradecía su fama como uno de los principales egiptólogos del mundo.

Contempló en silencio los trabajos de la excavación, sus pensamientos acompañados por el sonido familiar de las piquetas y el crujido ocasional de una carretilla. Tal vez esto no tuviese el encanto del Valle de los Reyes, reflexionó, pero tenía lo suyo. Se habían necesitado muchos años de trabajo infructuoso antes del descubrimiento de la tumba de Tutankamón; aquí estaban literalmente metidos entre momias hasta las rodillas, con cientos de ellas va expuestas y muchas más que eran descubiertas todos los días, a medida que quitaban la arena de nuevos pasadizos.

Hiebermeyer se dirigió hacia el profundo pozo donde todo había comenzado. Echó un vistazo desde el borde hacia el laberinto subterráneo, un auténtico dédalo de túneles cavados en la roca y llenos de nichos donde los muertos habían permanecido sin ser molestados durante siglos, burlando a los profanadores de tumbas que habían destruido muchas de las sepulturas reales. Había sido un camello descamado el responsable de que las catacumbas fueran descubiertas. La infortunada bestia se había desviado de la pista y hundido bajo la arena ante los ojos de su dueño. El hombre corrió hacia el agujero que se había abierto y retrocedido espantado cuando vio que había una hilera sobre otra de cuerpos en el pozo, sus rostros mirándolo como si le reprochasen haber perturbado su sagrado lugar de reposo.

—Estas personas son con toda probabilidad tus antepasados —le había dicho Hiebermeyer al espantado dueño del camello, después de que el Instituto de Arqueología de Alejandría le hubiese enviado a aquel oasis, a unos doscientos kilómetros al sur. Las excavaciones habían confirmado sus sospechas. Los rostros que habían aterrorizado al dueño del camello eran en realidad exquisitas pinturas. Algunas poseían una calidad que no sería superada hasta la llegada del Renacimiento italiano. Y, sin embargo, se trataba de la obra de artesanos, no de algún gran maestro antiguo, y las momias no correspondían a personajes de la nobleza sino a gente corriente. La mayoría de ellos no habían vivido en la época de los faraones sino en los siglos en que Egipto estuvo bajo el dominio de Alejandro Magno y los romanos. Era una época de creciente prosperidad, cuando la introducción del sistema monetario extendió la riqueza y permitió que la flamante clase media pudiese permitirse métodos de momificación con capas de oro y elaborados rituales funerarios. Esas personas habían vivido en el Fayum, el fértil oasis que se extendía a sesenta kilómetros al este de la necrópolis, en dirección al Nilo.

Aquellas sepulturas mostraban un segmento mayor de los estamentos sociales de Egipto que una necrópolis real, reflexionó Hiebermeyer, y revelaban historias tan fascinantes como las momias de Ramsés o Tutankamón. Esa misma mañana había estado analizando las tumbas de una familia de fabricantes de tejidos, un hombre llamado Seth, su padre y su hermano. Coloridas escenas adornaban la cubierta de yeso y lienzo que formaba la tapa de sus ataúdes. La inscripción mostraba que los dos hermanos habían sido operarios en el templo de Neith en Sais, pero habían tenido suerte y entrado en el negocio de su padre, un hombre que se dedicaba al comercio de tejidos con los griegos. No había duda de que habían progresado notablemente, a juzgar por las valiosas ofrendas en los paños con que se habían envuelto las momias y las máscaras de pan de oro que cubrían sus rostros.

—Doctor Hiebermeyer, creo que debería venir.

La voz era de uno de sus más experimentados supervisores de excavación, una estudiante de doctorado egipcio de quien esperaba que un día le sucediese como director del instituto. Aysha Farouk miró hacia arriba desde un lateral del pozo, su rostro atractivo y de piel oscura como si fuese una imagen del pasado.

Se diría que, de pronto, uno de los bellos retratos de los ataúdes hubiese cobrado vida.

—Tendrá que bajar.

Hiebermeyer sustituyó el sombrero por un casco de seguridad amarillo y descendió con cuidado por la escalera, ayudado por uno de los campesinos empleados como trabajadores en la excavación. Aysha estaba sentada cerca de un nicho de arenisca que había a pocos metros de la superficie. Era una de las tumbas que habían resultado dañadas por la caída del camello y Hiebermeyer pudo ver el lugar donde el ataúd de terracota se había partido, revelando parcialmente la momia que yacía en su interior.

Se encontraban en la zona más antigua de la excavación, un ramillete poco profundo de pasadizos que formaba el corazón de la necrópolis. Hiebermeyer esperaba fervientemente que su estudiante hubiese encontrado algo que probara su teoría de que el complejo funerario databa del siglo VI a. J. C., o sea, más de dos siglos antes de que Alejandro Magno conquistase Egipto.

—Muy bien. ¿Qué tenemos aquí?

Su acento alemán confería a su voz una autoridad añadida.

Se apartó de la escalera y se agachó junto a su ayudante, procurando no dañar aún más la momia. Ambos llevaban mascarillas quirúrgicas, una protección contra los virus y bacterias que podrían permanecer en estado latente en el interior de las vendas y revivir al calor y la humedad de sus pulmones. Cerró los ojos e inclinó levemente la cabeza, un acto de piedad privado que realizaba cada vez que abría una cámara funeraria. Una vez que los muertos le hubiesen contado su historia se encargaría de que fuesen enterrados otra vez para que pudiesen continuar su viaje después de la muerte.

Cuando estuvo preparado, Aysha ajustó la lámpara y comenzó a trabajar dentro del ataúd, separando con sumo cuidado el desgarro que discurría como si fuese una gran herida a través del vientre de la momia.

—La limpiaré un poco.

La muchacha trabajaba con la precisión de un cirujano, sus dedos manipulaban con destreza los pinceles y las pinzas dentales que habían sido dispuestos en perfecto orden en una bandeja junto a ella. Después de unos minutos quitando los desperdicios de su trabajo anterior, Aysha volvió a coger las herramientas y continuó hacia la cabeza del ataúd, dejando espacio para que Hiebermeyer pudiese ver.

El arqueólogo recorrió con mirada experta los objetos que ella había sacado de la gasa cubierta de resina que envolvía la momia, su fuerte olor aún era penetrante a pesar de todos los siglos transcurridos. Identificó rápidamente un ba de oro, el símbolo alado del alma, junto a amuletos protectores en forma de cobra. En el centro de la bandeja había un amuleto de Qebehsennuef, guardián de los intestinos. Al lado había un exquisito broche de alfarería de Faenza que representaba a un dios águila, con las alas extendidas. Era de un color brillante, verdoso, propio del silicato cocido.

Cambió la posición de su voluminoso cuerpo hasta quedar justo encima de la grieta que presentaba el ataúd. El cuerpo estaba orientado hacia el este para saludar al sol naciente como una forma de renacimiento simbólico, una tradición que se remontaba a los tiempos prehistóricos. Debajo de las envolturas rasgadas pudo ver el torso, de color rojizo, de la propia momia, la piel tirante como si fuese pergamino sobre la caja torácica. Las momias de esa necrópolis no habían sido preparadas a la manera de los faraones, a cuyos cuerpos se les extraían las vísceras y rellenados con sales de embalsamar. Aquí, las condiciones deshidratantes propias del desierto habían hecho la mayor parte del trabajo, y los embalsamadores sólo habían quitado los intestinos. Hacia el período romano incluso ese procedimiento había sido abandonado. Las propiedades conservacionistas del desierto eran un regalo del cielo para los arqueólogos, tan notable como los lugares anegados, y Hiebermeyer no dejaba de asombrarse ante esos delicados materiales orgánicos que habían conseguido sobrevivir durante miles de años en un estado que rozaba la perfección.

—¿Lo ve? —Aysha no pudo seguir conteniendo su emoción—. Ahí, debajo de su mano derecha.

—Ah, sí.

La mirada de Hiebermeyer había sido atraída súbitamente por un trozo desgarrado en la envoltura de la momia, por debajo de la pelvis.

El material estaba cubierto por lo que parecían letras. Ello no representaba nada nuevo en sí mismo; los antiguos egipcios eran infatigables cronistas y redactaban profusas listas en el papel que ellos mismos fabricaban uniendo las fibras de la caña de papiro. El papiro desechado constituía un excelente material para vendar las momias y era recogido y reciclado por los técnicos funerarios. Esos fragmentos se encontraban entre los hallazgos más preciosos de la necrópolis y era una de las razones pollas que Hiebermeyer había propuesto llevar a cabo esa excavación a gran escala.

Por el momento estaba menos interesado en lo que decía aquel texto que en la posibilidad de precisar la fecha en que ese cuerpo había sido enterrado allí a partir del estilo y el tipo de escritura. Entendía perfectamente la emoción de Aysha. La momia desgarrada y abierta ofrecía una rara posibilidad de establecer una fecha sobre el terreno. Normalmente habrían tenido que esperar varias semanas mientras los conservadores en Alejandría quitaban con extraordinario cuidado los paños con que se había envuelto la momia.

—Eso está escrito en griego —dijo Aysha, cuyo entusiasmo había vencido al respeto que sentía por Hiebermeyer. Ahora estaba acuclillada junto a él, su pelo rozándole el hombro al inclinarse sobre el papiro.

Hiebermeyer asintió. Ella tenía razón. Era inconfundible la fluida escritura de los antiguos griegos, tan diferente de la caligrafía hierática del período faraónico y el copto de la región del Fayum.

Estaba desconcertado. ¿Cómo era posible que un fragmento de un texto en griego se hubiese incorporado a una momia del Fayum de los siglos VI ó V a. J. C.? A los griegos se les había permitido establecer una colonia comercial en Naucratis, en el ramal canópico del Nilo en el siglo VII a. J. C., pero sus movimientos hacia el interior habían estado estrictamente controlados. Los griegos no tuvieron una gran presencia en Egipto hasta la conquista del territorio en el 332 a. J. C. por Alejandro Magno, y resultaba inconcebible que, con anterioridad a esa fecha, se conservasen documentos egipcios escritos en lengua griega.

De pronto, Hiebermeyer se sintió deprimido. Un documento griego en la región del Fayum dataría con toda probabilidad de la época de los Tolomeos, la dinastía macedonia que se inició con Tolomeo I Soter, general del ejército de Alejandro, y que tocó a su fin con el suicidio de Cleopatra y la toma del poder por parte de los romanos en el 30 a. J. C. ¿Acaso se había equivocado al datar tan tempranamente esa parte de la necrópolis? Se volvió hacia Aysha y la inexpresividad de su rostro enmascaraba una creciente decepción.

—No estoy seguro de que me guste esto. Voy a estudiarlo más detenidamente.

Acercó la lámpara de queroseno a la momia. Utilizando uno de los pinceles de la bandeja de Aysha, quitó con suma delicadeza el polvo que cubría una de las esquinas del papiro, dejando al descubierto una escritura tan nítida como si hubiese sido compuesta ese mismo día. Sacó la lupa que llevaba en el bolsillo y contuvo el aliento mientras estudiaba el texto. Las letras eran pequeñas y continuas y no las interrumpía ningún tipo de puntuación. Él sabía que se necesitaría tiempo y paciencia antes de poder realizar una traducción completa.

Pero ahora lo que importaba era el estilo. Hiebermeyer tenía suerte de haber estudiado con el profesor James Dillen, un afamado lingüista cuyas enseñanzas habían dejado en él una impresión tan indeleble que Hiebermeyer aún era capaz de recordar cada detalle a pesar de que habían transcurrido más de dos décadas desde que estudiara la antigua caligrafía griega.

Unos minutos más tarde esbozó una sonrisa y se volvió hacia Aysha.

—Podemos estar tranquilos. Es muy antiguo, de eso estoy seguro. Siglo V, probablemente VI a. J. C.

Cerró los ojos con una profunda sensación de alivio y ella lo abrazó brevemente, la reserva entre estudiante y profesor olvidada por un instante. Ella ya había acertado la fecha; su tesis de licenciatura había sido sobre las arcaicas inscripciones griegas de Atenas y era más experta que el propio Hiebermeyer en ese tema, pero había preferido que fuese él quien disfrutase del triunfo del descubrimiento, la satisfacción de reivindicar su hipótesis acerca de la temprana fundación de la necrópolis.

Hiebermeyer volvió a estudiar el papiro mientras su mente volaba. Por lo seguido de las letras y las líneas resultaba evidente que no se trataba de un libro administrativo y tampoco una simple lista de nombres y números. Éste no era el tipo de documento que podrían haber producido los comerciantes establecidos en Naucratis. ¿Había acaso otros griegos en Egipto en ese período? Hiebermeyer sólo sabía de visitas ocasionales de eruditos a quienes se les había facilitado el acceso a los archivos del templo. Heródoto de Halicarnaso, el padre de la Historia, había visitado a los sacerdotes en el siglo V a. J. C. y ellos le habían contado muchas cosas prodigiosas, del mundo anterior al conflicto entre los griegos y los persas, que era el tema principal de su libro. Los antiguos griegos también habían visitado la región, estadistas y hombres de letras atenienses, pero sus visitas apenas si eran recordadas y no había sobrevivido ningún relato de primera mano de aquellos hechos.

Hiebermeyer no se atrevió a revelar sus pensamientos a Aysha, consciente de la turbación que podría causar un anuncio prematuro, el cual se propagaría como un incendio incontrolado entre los periodistas que esperaban alguna noticia de la excavación. Pero apenas si podía contenerse. ¿Acaso había encontrado un eslabón de la historia antigua largamente perdido?

Casi toda la literatura que había sobrevivido de la antigüedad era conocida solamente a través de copias medievales, de manuscritos transcritos concienzudamente por los monjes en los monasterios después de la caída del Imperio romano. La mayoría de los manuscritos antiguos se habían perdido a causa de la descomposición o fueron destruidos por sucesivos invasores y los fanáticos religiosos. Durante años, los eruditos habían esperado contra toda esperanza que el desierto de Egipto acabase por revelar los textos perdidos, obras que dieran una nueva luz a la historia antigua. Pero, sobre todo, soñaban con descubrir algo que pudiese preservar la sabiduría de los sacerdotes eruditos de Egipto. El templo visitado por Heródoto y sus predecesores conservaba una tradición de conocimiento inalterable que se extendía a lo largo de miles de años, hasta el amanecer de la Historia.

Hiebermeyer sopesó nerviosamente todas las posibilidades. ¿Era éste un relato de primera mano del éxodo de los judíos, un documento de la época del Antiguo Testamento? ¿O se trataba de una crónica del final de la Edad de Bronce, de la realidad que había detrás de la guerra de Troya? Tal vez relatase una historia incluso más antigua, una historia que demostrase que los egipcios hicieron mucho más que comerciar con la Creta de la Edad de Bronce, aparte de construir grandes edificaciones. ¿Un rey Minos egipcio? Hiebermeyer consideraba que esa posibilidad era enormemente atractiva.

Aysha le hizo volver a la realidad, ya que había continuado limpiando el papiro y ahora le indicaba algo con la mano.

—Mire esto.

Aysha había estado trabajando en el borde del papiro que no había sufrido daños. Levantó con mucho cuidado un trozo de éste y señaló algo con el pincel.

—Es una especie de símbolo —dijo.

El texto había sido interrumpido por un extraño objeto rectilíneo, una parte del cual seguía oculto debajo de la tela. Parecía el extremo de un rastrillo con cuatro brazos prominentes.

—¿Qué cree que es? —preguntó la muchacha.

—No lo sé. —Hiebermeyer hizo una pausa, incómodo por parecer ignorante delante de su estudiante—. Puede tratarse de alguna clase de diseño numérico, derivado tal vez de la escritura cuneiforme.

Estaba recordando los símbolos en forma de cuña impresos en tablas de arcilla por los antiguos escribas de Oriente Próximo.

—Aquí. Esto podría darnos una pista.

Se inclinó hasta que su rostro quedó a escasos centímetros de la momia y sopló el polvo del texto que aún cubría el extraño símbolo. Entre el símbolo y el texto había una sola palabra.

Las letras eran más grandes que las otras que se veían en el papiro.

—Creo que puedo leerlo —murmuró—. Saca la libreta de notas de mi bolsillo trasero y escribe a medida que te vaya dictando.

Ella hizo lo que le indicaba y se arrodilló junto al ataúd con el lápiz preparado, halagada de que Hiebermeyer confiase en su capacidad para hacer la transcripción.

—Muy bien. Allá vamos. —Hizo una pausa y alzó su lupa—. La primera letra es alfa. —Cambió de posición para aprovechar mejor la luz—. Luego tau. Luego alfa otra vez. No, tacha eso. Lambda. Ahora otra alfa.

A pesar de la penumbra, el sudor le empapaba la frente. Se apartó un poco, para evitar que las gotas cayeran sobre el papiro.

—Una ni. Luego tau otra vez. Iota, creo. Sí, seguro. Y ahora la letra final.

Sin permitir que su mirada se apartase del papiro, buscó a tientas unas tenacillas y las utilizó para levantar el trozo de tejido que ocultaba el final de la palabra. Volvió a soplar encima del texto para quitar el polvo.

—Sigma. Sí, sigma. Y eso es todo. —Hiebermeyer se irguió—. Muy bien. ¿Qué es lo que tenemos?

En verdad, lo había sabido desde el momento en que vio la palabra, pero su mente se negó a aceptar lo evidente. Estaba mucho más allá de sus sueños más delirantes, una posibilidad tan teñida de fantasía que la mayoría de los eruditos simplemente la negarían.

Ambos miraron atónitos la libreta. La palabra los había paralizado como por arte de magia, mientras todo lo demás se volvía súbitamente borroso e insignificante.

—Atlantis.

La voz de Hiebermeyer era apenas un susurro.

Se volvió, parpadeó con fuerza, y volvió a mirar. La palabra seguía allí. Súbitamente, su mente había comenzado a especular a velocidad de vértigo, reuniendo todo lo que sabía y tratando de que tuviese sentido.

Años de estudios le aconsejaron que debía comenzar por aquello que era menos complicado, que intentase incluir el hallazgo en el marco histórico establecido.

Atlantis. Se quedó con la mirada perdida. Para los antiguos, la historia podría ser la fase final de su mito de la creación, momento en que, tradicionalmente, la Edad de los Gigantes da paso a la Primera Edad de los Hombres en todas las culturas antiguas. Tal vez el papiro fuese un relato de esa legendaria edad de oro, una Atlántida con las raíces en el mito y no en la historia.

Hiebermeyer miró el ataúd y sacudió la cabeza. Eso no podía ser correcto. El lugar, la fecha. Era una coincidencia demasiado grande. Su intuición nunca le había fallado y ahora era más intensa que nunca.

El mundo familiar y previsible de momias y faraones, sacerdotes y templos parecía desaparecer ante sus ojos. Sólo podía pensar en el enorme gasto de esfuerzo e imaginación que se había invertido en la reconstrucción del pasado antiguo, un edificio que parecía súbitamente frágil y precario.

Era curioso, pensó, pero ese camello podía haber sido responsable del mayor descubrimiento arqueológico que se hubiera hecho nunca.

—Aysha, quiero que prepares este ataúd para su traslado inmediato. Llena la cavidad con espuma y luego haz que la sellen. —Volvía a ser el director de la excavación y la inmensa responsabilidad de su descubrimiento se imponía al nerviosismo infantil que había sentido los últimos minutos—. Quiero que esté hoy mismo en el camión de camino a Alejandría y quiero que tú lo acompañes. Haz los arreglos necesarios para contar con la escolta armada habitual, pero nada especial, no quiero atraer demasiada atención.

Siempre estaban atentos a la amenaza que representaban los modernos ladrones de tumbas, carroñeros y salteadores de caminos que acechaban en las dunas, alrededor de la excavación y que se habían vuelto cada vez más audaces en sus intentos por robar hasta el objeto más insignificante.

—Y Aysha —dijo, con el rostro muy serio—. Sé que puedo confiar en que no dirás una palabra de esto a nadie, ni siquiera a nuestros colegas del equipo.

Hiebermeyer dejó que Aysha continuase con su trabajo y comenzó a subir la escalera hacia la superficie del pozo. El extraordinario descubrimiento le pesaba ya sobre las espaldas. Atravesó la zona de la excavación, trastabillando un poco bajo el implacable sol, indiferente a los excavadores, que seguían esperando su inspección. Entró en la tienda del director de la excavación, la suya, y se dejó caer pesadamente delante del teléfono por vía satélite. Después de haberse enjugado el rostro y de cerrar los ojos durante un momento, se recompuso y encendió el aparato. Marcó un número y pronto se oyó una voz en el auricular, con interferencias al principio pero más nítida una vez que ajustó la antena.

—Buenas tardes, está hablando con la Universidad Marítima Internacional. ¿En qué puedo ayudarle?

Hiebermeyer contestó rápidamente, con la voz ahogada polla emoción.

—Hola, soy Maurice Hiebermeyer y llamo desde Egipto. Póngame inmediatamente con Jack Howard.

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