Atlantis

Atlantis


Capítulo 7

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El helicóptero volaba a baja altura sobre las montañas del litoral de Turquía occidental, su rotor resonando en las profundas bahías que mellaban el perfil de la escarpada costa. Hacia el este, el aura rosada del amanecer revelaba los contornos de la meseta de Anatolia y, al otro lado del Egeo, las formas de las islas apenas si se advertían a través de la niebla matinal.

Jack soltó la palanca de control y activó el piloto automático. El helicóptero seguiría certeramente el rumbo que había señalado en el ordenador de navegación y los llevaría al destino previsto, situado aproximadamente a quinientas millas náuticas en dirección noreste.

Una voz familiar se oyó por el canal de audio.

—Hay algo que no entiendo de nuestro disco de oro —dijo Costas—. Supongo que fue hecho cerca del 1600 a. J. C., poco tiempo antes de que se produjese el naufragio. Sin embargo, el único paralelismo para esos símbolos en la banda exterior data de cuatro mil años antes, en el segundo disco de Fastos hallado en Creta.

Katya se unió a la conversación.

—Resulta realmente asombroso que la lengua de Creta en la Edad de Bronce ya fuese hablada por los primeros colonos de la isla en el Neolítico. El descifrado que ha hecho el profesor Dillen revolucionará sin duda nuestra visión acerca de los orígenes de la civilización griega.

Jack aún se sentía exultante por el éxito conseguido por Katya al evitar la confrontación con el Vultura la noche anterior. Había sido poco menos que un milagro y él lo sabía. Katya le contó que le había enseñado a Asían fotografías del naufragio romano que Jack había estado explorando la semana anterior. Luego lo convenció de que en el naufragio sobre el que se hallaban sólo habían encontrado ánforas de cerámica, que no merecía su atención y que el

Seaquest únicamente estaba allí para hacer pruebas con el nuevo equipo de cartografía submarina.

Jack estaba convencido de que había mucho más, más de lo que ella podía o era capaz de decir. Él conocía muy bien el tenebroso mundo de los tratos mañosos y los sobornos en el que los ciudadanos de la antigua Unión Soviética se veían obligados a operar. Era evidente que Katya podía valerse por sí misma en ese mundo.

La ansiedad que había marcado la teleconferencia mientras ella estaba en el Vultura se había transformado en un enorme deseo de seguir adelante. A su regreso al

Seaquest, Katya se había negado a descansar y acompañó a Jack y a Costas mientras éstos trazaban los planes para la exploración del naufragio hasta altas horas de la madrugada, impulsados por el entusiasmo ahora que sabían que su trabajo podía continuar sin interferencias.

Fue sólo la afirmación de Katya de que el Vultura no regresaría lo que había convencido a Jack de realizar ese vuelo. En principio tendría que haber sido una visita de rutina, una inspección programada al barco gemelo del

Seaquest, el

Sea Venture, en el mar Negro, pero ahora había recibido un nuevo impulso debido a los informes, que hablaban de un notable descubrimiento frente a la costa septentrional de Turquía.

—Lo que ninguno de los dos sabe —dijo Jack— es que ahora tenemos una fecha independiente para el disco de oro. Nos llegó a través del correo electrónico mientras dormíais.

Le pasó un papel a Costas, quien ocupaba el asiento del copiloto. Un momento después se oyó una exclamación de júbilo.

—¡La datación por hidratación! ¡Lo han conseguido!

Costas, siempre más cómodo con las certezas de la ciencia que con las teorías que nunca parecían llegar a ninguna conclusión firme, estaba en su elemento.

—Se trata de una técnica perfeccionada por la UMI —le explicó a Katya—. Ciertos minerales absorben una diminuta cantidad de agua en su superficie con el paso del tiempo. La corteza de hidratación se desarrolla nuevamente sobre las superficies que han sido trabajadas por el hombre, de modo que ésta puede utilizarse para datar los objetos de piedra y metal.

—El ejemplo clásico es la obsidiana —añadió Jack—. La piedra volcánica vítrea que se encuentra sólo en la isla de Melos, en el mar Egeo. Las herramientas de obsidiana encontradas en la Grecia continental han sido datadas mediante este método en el 12 000 a. J. C., la fase final de la Edad de Hielo. Es la prueba más antigua que existe del comercio marítimo en el mundo antiguo.

—La datación del oro a través de la hidratación sólo ha sido posible empleando un equipo de alta precisión —agregó Costas—. La UMI se ha colocado a la vanguardia de la investigación debido a la cantidad de veces que encontramos oro en las excavaciones.

—¿Qué fecha han dado? —preguntó Katya.

—Las tres bandas de símbolos fueron impresas a mediados del II milenio a. J. C. Lo han datado en el 1600 a. J. C., con un margen de error de cien años.

—¡Eso coincide con la época del naufragio! —exclamó una alborozada Katya.

—Difícilmente podría ser una fecha muy anterior —señaló Jack—. La banda interior es Lineal B, que sólo se desarrolló aproximadamente en esa época.

—Pero ésa era sólo la fecha de los símbolos, la fecha en que fueron grabados en el metal. Esa fecha es la de la corteza hidratada del disco. —Costas hablaba con una excitación apenas contenida—. El disco en sí es más antiguo. Mucho más antiguo. Y ese símbolo central estaba en el molde original. ¿Alguna suposición? —Su ansiedad hizo que no esperase la respuesta—. Data del 6000 a. J. C.

Para entonces ya era una brillante mañana de verano y la vista se extendía sin interrupciones en todas direcciones. Ahora volaban sobre el promontorio noroccidental de Turquía, en dirección a los Dardanelos, el estrecho canal que separa Europa de Asia. Hacia el este se ensanchaba en el mar de Mármara, antes de volver a estrecharse al llegar al Bosforo, el estrecho que comunicaba con el mar Negro.

Jack introdujo un ligero ajuste en el piloto automático y miró de reojo a Costas. Gallípoli resultaba claramente visible, el gran dedo de tierra que penetraba en el Egeo y definía la costa septentrional de los Dardanelos. Inmediatamente debajo de ellos se extendía la llanura de Hissarlik, donde la leyenda situaba Troya. Se encontraban en un vórtice de la historia, un lugar donde el mar y la tierra se estrechaban para concentrar enormes movimientos de gente de sur a norte y de este a oeste, desde los tiempos de los primeros homínidos hasta la aparición del Islam. Ese paisaje tranquilo ocultaba los sangrientos conflictos que allí se habían producido, desde el sitio de Trova hasta la matanza de Gallípoli, tres mil años más tarde, durante la primera guerra mundial.

Para Jack y Costas no era una tierra de fantasmas sino un territorio familiar que les devolvía la cálida sensación del trabajo realizado. Fue allí donde llevaron a cabo su primera excavación juntos, cuando ambos habían estado destinados en la base que la OTAN tenía en Esmirna. Un granjero había desenterrado unas maderas ennegrecidas y unos cuantos fragmentos de armadura de bronce entre la costa actual y las ruinas de Troya. La excavación había revelado que ese lugar había sido la legamosa línea de la costa en la Edad de Bronce y también los restos calcinados de una línea de naves de guerra que se habían quemado a causa de un terrible incendio, aproximadamente en el 1150 a. J. C.

Había sido un descubrimiento sensacional, los primeros barcos hallados que demostraban que se libró la guerra de Troya, una revelación que hizo que los eruditos volviesen nuevamente la mirada hacia mitos y leyendas, otrora despreciados como medias verdades. Para Jack fue un verdadero punto de inflexión, la experiencia que volvió a encender su pasión por la arqueología y los misterios no resueltos del pasado.

—Muy bien. A ver si lo he entendido. —Costas estaba tratando de reunir las extraordinarias revelaciones de los últimos días en alguna clase de conjunto que resultase coherente—. Primero se encuentra un papiro en Egipto que muestra que Platón no se inventó la leyenda de la Atlántida. El relato le fue dictado a un griego llamado Solón por un sacerdote egipcio, aproximadamente en el 580 a. J. C. La historia era increíblemente antigua, remontándose a miles de años antes de la época de los faraones.

—El papiro también demuestra que la historia de Platón mezcla realidades distintas —dijo Jack—. El relato cierto nunca llegó al mundo exterior porque fue robado y se perdió. El texto que consiguió sobrevivir fue mutilado, una combinación del final de los minoicos, a mediados del II milenio a. J. C. con la parte de la historia que Solón podía recordar acerca de la Atlántida. El confuso relato hizo que los eruditos mezclasen la historia de la Atlántida con la erupción del volcán de Thera y la destrucción de los palacios en Creta.

—Era la única interpretación plausible —dijo Jack.

—Ahora sabemos que la Atlántida era una especie de fortaleza, no un continente o una isla. Estaba situada en un terreno costero, con un amplio valle y altas montañas tierra adentro. Y estaba coronada por el símbolo de un toro. A varios días de viaje de allí había una catarata y, entre la catarata y Egipto, se extendía un mar lleno de islas. En algún momento, hace entre siete y ocho mil años, desapareció bajo las aguas.

—Y ahora tenemos ese extraordinario acertijo contenido en los discos —dijo Katya—. El vínculo entre el papiro y los discos es ese símbolo. Es exactamente el mismo, como la letra «H» con cuatro brazos a cada lado.

—Creo que podemos llamarlo sin lugar a dudas el Símbolo de la Atlántida —afirmó Katya.

—Es el único que no presenta una concordancia con un signo del Lineal A o del Lineal B —dijo Jack—. Podría tratarse de un logograma que representara la propia Atlántida, como el toro de la Cnosos minoica o el búho de la Atenas clásica.

—Hay algo que me desconcierta, y es por qué se hicieron los discos de arcilla y el disco de oro —dijo Costas—. Maurice Hiebermeyer dijo que el conocimiento sagrado era transmitido de forma oral de un Sumo Sacerdote a otro para asegurar que permaneciera incorrupto, para mantenerlo secreto. ¿Para qué necesitaban entonces un decodificador en forma de esos discos?

—Tengo una teoría al respecto —dijo Jack.

En el panel de instrumentos empezó a parpadear una luz roja de advertencia. Jack cambió a control manual y conectó los dos depósitos de combustible auxiliares. Después de esa maniobra, introdujo un CD-ROM en la consola y desplegó una pantalla en miniatura del techo de la cabina. La pantalla mostró una llamativa procesión de barcas que abandonaba una ciudad, mientras sus habitantes contemplaban el espectáculo desde construcciones costeras cuidadosamente dispuestas.

—El famoso fresco marino descubierto en los años sesenta en la Casa del Almirante de Akrotiri, en Thera. Es una pintura que habitualmente se interpreta como una ocasión ceremonial, quizá la consagración de un nuevo Sumo Sacerdote.

Pulsó una tecla y la imagen fue reemplazada por una vista aérea que mostraba estratos de muros y balaustradas ruinosos que sobresalían de la cara de un risco.

—El seísmo que provocó daños en el Partenón el pasado año también alteró la cara del risco en la costa de Paleo Kameni, el segundo islote más grande del grupo de Thera. Dejó al descubierto los restos de lo que parece ser un monasterio construido en la cima del risco. Mucho de lo que sabemos acerca de la religión minoica procede de esos santuarios, recintos sagrados que se alzaban en las cimas de las sierras y montañas de Creta. Ahora creemos que la isla de Thera era el mayor santuario de la región.

—El hogar de los dioses, la entrada al otro mundo —dijo Costas.

—Algo por el estilo —convino Jack—. El santuario voló en pedazos durante la erupción del volcán de Thera. Pero también había una comunidad religiosa que quedó enterrada bajo las cenizas y la piedra pómez. Creemos que los edificios que aparecieron el año pasado eran las estructuras que figuran en el fresco marino.

—¿Y tu teoría acerca de los discos? —preguntó Costas.

—En seguida llegaré a ello —dijo Jack—. Primero consideremos nuestro naufragio. Lo más probable es que fuese provocado por la erupción volcánica y el barco se hundiera por la onda de choque.

Costas y Katya asintieron.

—Ahora creo que esa embarcación era algo más que un rico barco mercante. Pensemos en la carga que llevaba: lingotes, cálices y collares de oro; estatuas de oro y marfil, algunas de ellas casi de tamaño natural; vasos ceremoniales tallados en un raro pórfido egipcio; el ritón. Una riqueza muy superior a la que se hubiese confiado normalmente a un único barco de carga.

—¿Qué estás sugiriendo? —preguntó Costas.

—Creo que hemos encontrado el tesoro de los Sumos Sacerdotes de Thera, el depósito más sagrado de la civilización de la Edad de Bronce. Creo que esos discos representaban las posesiones más codiciadas de los Sumos Sacerdotes. El disco de oro era el más antiguo, exhibido sólo en las ceremonias más sagradas y, originalmente, no presentaba más marcas que ese símbolo central. El antiguo disco de arcilla, el más viejo de los dos discos de Fastos, era más una tablilla de registro que un objeto venerado. Contenía una clave del conocimiento, pero fue escrito utilizando símbolos antiguos que sólo eran capaces de descifrar los sacerdotes. Después de los seísmos de advertencia, y temiendo el inminente apocalipsis, el Sumo Sacerdote ordenó que esos símbolos fuesen impresos alrededor del borde del disco de oro. Representaban un vocabulario, una concordancia de los símbolos antiguos grabados en el disco de arcilla, donde prevalecen los signos en Lineal A y Lineal B. Cualquier minoico instruido se habría dado cuenta de que los agrupamientos silábicos eran una versión ancestral de su propia lengua.

—O sea, que era una especie de póliza de seguros —sugirió Katya—. Un libro de claves para leer el disco de arcilla en caso de que muriesen todos los sacerdotes.

—Sí. —Jack se volvió hacia ella—. Junto con ese magnífico ritón, los submarinistas subieron a la superficie un puñado de cetros de marfil y ébano exquisitamente tallados con imágenes de la gran diosa madre. Creemos que eran los cetros sagrados de los minoicos, objetos rituales. Creo que acompañaban al Sumo Sacerdote cuando abandonó el santuario de la isla.

—¿Y los discos de Fastos?

—Al mismo tiempo que hacía grabar los símbolos en el disco de oro, el Sumo Sacerdote ordenó que se hiciese una réplica del antiguo disco de arcilla, una que aparentemente incluyera un texto similar, aunque, de hecho, no tenía ningún sentido. Como ha dicho el profesor Dillen, la réplica del disco era una manera de hacer que los extraños no buscasen ningún significado en los símbolos. Solamente los sacerdotes conocían el significado del texto y tenían acceso a la concordancia con el disco de oro.

—¿Y cómo llegaron a Fastos? —preguntó Costas.

—Creo que originalmente se encontraban en el mismo depósito que el disco de oro, en la misma habitación del templo en la isla de Thera —dijo Jack—. El Sumo Sacerdote los incluyó en un envío anterior que llegó sin problemas a Creta. Fastos hubiese parecido un refugio obvio, a una altura segura del mar y protegido del volcán por el monte Ida, al norte.

—Y también un centro religioso —añadió Katya.

—Junto al palacio se encuentra la actual Hagia Triada, un complejo de ruinas que ha asombrado a los arqueólogos durante mucho tiempo. Los discos fueron descubiertos en ese lugar, con un intervalo de cien años. Ahora pensamos que se trataba de una especie de seminario, una escuela para sacerdotes que luego serían enviados a los santuarios de los picos de las montañas.

—Pero Fastos y Hagia Triada quedaron destruidos en la época de la erupción —dijo Katya—. Fueron arrasados por un terremoto y no se volvieron a habitar, los discos quedaron enterrados en las ruinas sólo pocos días después de haber llegado desde Thera.

—Tengo una última pregunta —dijo Costas—. ¿Cómo pudo el Sumo Sacerdote del templo de Sais conocer la existencia de la Atlántida, casi mil años después de la erupción en Thera y la desaparición de los discos?

—Creo que los egipcios conocían el relato de la fuente que se remontaba a la prehistoria y que sobrevivió de forma separada en varias civilizaciones. Era una historia que formaba parte del conocimiento sagrado, transmitida escrupulosamente sin ningún adorno ni corrección, como lo demuestran los detalles idénticos del símbolo de la Atlántida, tanto en el papiro como en los discos.

—Tenemos que agradecer a Solón el Legislador esa conexión —dijo Katya—. Si él no se hubiera dedicado a copiar escrupulosamente el símbolo junto a la palabra griega para designar «Atlantis», tal vez no estaríamos ahora aquí.

—Los discos de Fastos no tenían ningún valor, estaban hechos en arcilla —reflexionó Costas—, su valor sólo residía en los símbolos. Pero el disco encontrado entre los restos del naufragio es de oro sólido y sin impurezas, quizá la pieza de oro de mayor tamaño que ha sobrevivido desde la prehistoria. —Se volvió en su asiento y miró fijamente a Jack—. Tengo la corazonada de que hay mucho más de lo que podemos ver. Creo que nuestro pisapapeles de oro va a desvelar el gran misterio.

Ahora habían dejado atrás el mar de Mármara y volaban sobre el Bosforo. El aire diáfano del Egeo se había convertido en una mezcla de humo y niebla procedente de Estambul. Apenas si podían divisar el Cuerno de Oro, la ensenada donde los colonos griegos fundaron Bizancio en el siglo VIII a. J. C. Junto a ella, un bosque de minaretes emergían de la niebla matinal. En el promontorio pudieron ver las formas del palacio de Topkapi, en una época el símbolo de la decadencia oriental, pero ahora uno de los principales museos del mundo. En las proximidades de la costa se alzaban los grandes muros de Constantinopla, capital del Imperio bizantino, que mantuvo a Roma viva en Oriente hasta que la ciudad cayó en manos de los turcos en 1453.

Delante de ellos se extendía el mar Negro, la amplia curva de la costa a ambos lados del Bosforo y que parecía prolongarse hasta el infinito. El GPS mostró el tramo final de su viaje: una posición situada a unas diez millas náuticas del puerto turco de Trebisonda. Jack abrió el canal VHF y accionó el desmodulador, marcando una posición rutinaria fija para la tripulación del

Sea Venture.

Un momento después se encendió una luz azul en la esquina inferior derecha de la pantalla que había encima de la consola central.

—Llega un correo electrónico —dijo Costas.

Jack accionó el ratón y esperó mientras aparecía la dirección del remitente.

—Es del profesor Dillen. Esperemos que se trate de su traducción del disco de Fastos.

Katya se inclinó desde el asiento posterior y los tres esperaron en silencio. A los pocos segundos todas las palabras fueron visibles en la pantalla.

Mi querido Jack:

Desde nuestra teleconferencia de anoche he estado trabajando intensamente para terminar la traducción. Gran parte de la misma es fruto de la cooperación de colegas de todo el mundo. El texto en Lineal A encontrado en Cnosos el año pasado fue repartido entre varios eruditos para su estudio, y ya sabes lo celosos que pueden ser los académicos con sus datos no publicados. Recuerda el problema que tuvimos para acceder a los rollos del mar Muerto cuando iniciamos nuestra investigación acerca de Sodoma y Gomorra. Afortunadamente, la mayoría de los eruditos en epigrafía minoica son antiguos alumnos míos.

Sólo el anverso del segundo disco era significativo. Los esfuerzos por ocultar el texto auténtico fueron mucho mayores de lo que pensábamos.

Nuestro misterioso símbolo aparece en tres ocasiones y simplemente lo he traducido como «Atlántida».

Éste es el texto:

«Debajo del signo del toro se halla el dios águila extendido. [En] su cola [está] la Atlántida de murallas doradas, la gran puerta de oro de la [¿fortaleza?] [Sus] alas tocan el nacimiento y la puesta del sol. [En la] salida del sol [está] la montaña de fuego y cristal [¿piedras preciosas?]. [Hay] una sala de los Sumos Sacerdotes [¿sala del trono?, ¿sala de audiencias?] Encima [está] la Atlántida. [Aquí está] la diosa madre. [Aquí está] el lugar [de] los dioses [y] el depósito [del] conocimiento».

Aún no sé cómo interpretarlo. ¿Se trata acaso de un acertijo? Maurice y yo estamos ansiosos por conocer tu opinión.

Afectuosamente,

James Dillen

Leyeron varias veces el texto traducido en silencio. Costas fue el primero en hablar, su mente veía el lado práctico donde otros sólo veían misterio.

—Esto no es un acertijo. Es un mapa del tesoro.

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