Atlantis

Atlantis


Capítulo 10

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El sol se estaba ocultando por el oeste, sobre la línea de la costa, mientras el grupo volvía a reunirse en el tinglado de la UMI. Mustafá había estado tres horas encorvado sobre un grupo de monitores en una sala anexa, y hacía sólo diez minutos que les había comunicado a los demás que estaba listo. Se les unió Malcolm Macleod, quien había programado una conferencia de prensa para anunciar el hallazgo del poblado neolítico cuando un buque de la armada turca estuviese sobre el yacimiento a la mañana siguiente.

Costas fue el primero en sentarse y el resto se instaló a su alrededor mientras examinaba con expectación la consola.

—¿Qué hay de nuevo?

Mustafá contestó sin apartar la vista de la pantalla central.

—Unos cuantos fallos en el software de navegación que tuve que solucionar, pero ahora todo está perfecto.

Habían colaborado por primera vez con Mustafá cuando era un teniente de navío a cargo de la unidad de Investigación y Desarrollo de Navegación Asistida por Ordenador en la base de la OTAN en Esmirna. Después de abandonar la armada turca y completar un doctorado en arqueología, Mustafá se había especializado en la aplicación de la tecnología CAN para usos científicos. Durante el pasado año había trabajado con Costas en un innovador programa para calcular el efecto del viento y las corrientes marinas en la navegación en la antigüedad. Considerado una mente privilegiada en su campo, Mustafá era también un excelente jefe de estación que había demostrado con creces su valía cuando la UMI había operado en aguas turcas.

Pulsó una tecla y en la pantalla apareció la imagen de una especie de barco.

—Esto es lo que Jack y yo encontramos.

—Es semejante a las embarcaciones neolíticas halladas el año pasado en la desembocadura del Danubio —explicó Jack—. Es una embarcación abierta, de unos veinticinco metros de largo y tres metros de manga. Los remos se extendieron a finales de la Edad de Bronce, de modo que contaba con quince remeros a cada banda. Podía transportar dos bueyes, como hemos descrito aquí, varias parejas de animales más pequeños, como cerdos y venados, aproximadamente dos docenas de mujeres y niños y una tripulación de remeros de relevo.

—¿Estás completamente seguro de que no tenía velas? —preguntó Macleod.

Jack asintió.

—La navegación a vela fue una invención de comienzos de la Edad de Bronce, en el Nilo, donde las embarcaciones podían flotar hasta llegar al delta y luego regresar corriente arriba valiéndose de velas y la ayuda del viento, que soplaba desde el norte. De hecho, es posible que fuesen los egipcios quienes introdujeran la navegación a vela en el Egeo, donde la propulsión con remos era una manera mejor de viajar entre las islas.

—El programa indica que el barco alcanzaría los seis nudos con el mar encalmado —dijo Mustafá—. Eso significa seis millas náuticas por hora, unas siete millas terrestres. Eso supone una tripulación de relevo y provisiones, y una jornada de ocho horas.

—Habrían necesitado contar con luz natural para varar la embarcación, alimentar a los animales y levantar el campamento —dijo Jack—. E invertir el proceso por la mañana.

—Hoy sabemos que el éxodo tuvo lugar a finales de la primavera o comienzos del verano —reveló Macleod—. Pasamos nuestro perfilador de alta resolución sobre una superficie de un kilómetro cuadrado junto al poblado neolítico. El limo ocultaba un sistema de cultivos perfectamente conservado, con surcos de arado y acequias de riego. El laboratorio paleoambiental acaba de completar su análisis de las muestras que tomamos con el ROV. Han determinado que la cosecha era de cereales. Trigo,

Triticum monococcum para ser exactos, sembrado aproximadamente dos meses antes de que se produjese la inundación.

—Habitualmente los cereales se siembran en abril o mayo en estas latitudes —señaló Jack.

—Correcto. Estamos hablando de junio o julio, unos dos meses antes de que se abriese el Bosforo.

—Seis nudos significan cuarenta y ocho millas náuticas en una singladura de ocho horas —continuó Mustafá—. En un maten calma nuestra embarcación habría completado el viaje a lo largo de la costa meridional en poco más de once días. —Pulsó una tecla once veces, desplazando la representación en miniatura de la embarcación a lo largo de un mapa isométrico del mar Negro—. Aquí es donde el programa CAN realmente entra en juego.

Volvió a pulsar unas teclas y la simulación experimentó una sutil transformación. El mar se agitó y el nivel de las aguas descendió para mostrar el Bosforo como una cascada.

—Aquí nos encontramos en el verano del 5545 a. J. C., unos dos meses después de que se iniciara la inundación.

Volvió a colocar la embarcación cerca del Bosforo.

—La primera variable que hay que tener en cuenta es el viento. Los vientos estivales predominantes soplan desde el norte. Los barcos que navegaban hacia el oeste sólo podrían haber avanzado una vez que hubieran alcanzado Sinop, a mitad de camino a lo largo de la orilla meridional, donde la costa comienza a dirigirse hacia el oeste-suroeste. Antes de eso, subiendo por la costa con rumbo oeste-noroeste, habrían necesitado remos.

—¿Qué diferencias había por lo que se refiere al clima? —preguntó Katya.

—Actualmente las fluctuaciones principales están provocadas por la oscilación del Atlántico norte —contestó Mustafá—. En una fase cálida, la baja presión atmosférica sobre el Polo Norte causa fuertes vientos del oeste que mantienen el aire ártico en el norte, lo que ocasiona que el Mediterráneo y el mar Negro sean calientes y secos. En una fase fría, el aire ártico fluye hacia el sur, lo que trae los vientos del norte sobre el mar Negro. Básicamente, es un clima más ventoso y húmedo.

—¿Y en la antigüedad?

—Creemos que el Holoceno temprano, durante los primeros miles de años después de que se produjo el gran deshielo, debió de ser un período muy frío. Era menos árido que hoy, con un índice de precipitaciones más elevado. El mar Negro meridional habría sido un lugar óptimo para el desarrollo de la agricultura.

—¿Y los efectos sobre la navegación? —preguntó Jack.

—Vientos del norte y el oeste más fuertes en un veinte o un treinta por ciento. He introducido esos datos en el ordenador y el resultado ha sido una predicción para cada sector de cincuenta millas náuticas de la costa a los dos meses de la inundación, incluyendo el efecto del viento sobre el movimiento de las aguas.

—Tu segunda variable debe ser la propia inundación.

—Estamos contemplando diez millas cúbicas de agua de mar entrando cada día durante dieciocho meses, luego una disminución gradual durante los seis meses siguientes, hasta alcanzar el equilibrio. El éxodo se produjo durante el período de máxima afluencia de agua.

Pulsó una tecla y en la zona derecha de la pantalla apareció una secuencia de figuras.

—Esta imagen muestra la velocidad de la corriente al este del Bosforo. Puede observarse una disminución desde doce nudos en la cascada a menos de dos nudos en el sector más oriental, a más de ochocientos kilómetros de distancia.

Costas se unió a la explicación.

—Si hubiesen viajado a sólo seis nudos, nuestros agricultores neolíticos jamás habrían llegado al Bosforo.

Mustafá asintió.

—Puedo incluso predecir dónde desembarcaron finalmente, a unos cincuenta kilómetros al este de donde la corriente era más fuerte. Desde allí habrían subido por tierra con sus embarcaciones, a través de la costa asiática del Bosforo, hasta alcanzar los Dardanelos. La corriente a través del estrecho también debió de ser muy fuerte, de modo que dudo de que se volvieran a embarcar antes de haber alcanzado el Egeo.

—Eso habría supuesto un terrible viaje por tierra llevando las embarcaciones —dijo Macleod—. Casi ochocientos kilómetros.

—Es probable que desmontaran los cascos de los barcos y utilizaran bueyes uncidos para transportar las maderas sobre trineos —contestó Jack—. La mayoría de las primeras embarcaciones de madera tenían unidos sus tablones mediante cuerdas, lo que permitía que los cascos pudiesen desmontarse con facilidad.

—Tal vez el grupo que se dirigió hacia el este dejó realmente sus barcos en el monte Ararat —reflexionó Katya en voz alta—. Pudieron haber desmontado las maderas y cargarlas hasta el momento en que resultó evidente que ya no volverían a necesitarlas, a diferencia del grupo que tomó rumbo oeste y que probablemente siempre tuvieron el mar a la vista mientras realizaban el viaje por tierra cargando sus barcos desmontados.

Costas estaba observando los Dardanelos.

—Es posible incluso que emprendieran el viaje desde la colina de Hissarlik. Algunos de nuestros agricultores pudieron haberse quedado para convertirse en los primeros troyanos.

Sus palabras volvieron a poner de relieve la enormidad de su descubrimiento y, por un momento, se sintieron abrumados. Con cuidado, de forma metódica, habían estado armando un rompecabezas que había desconcertado a los eruditos durante generaciones. Y ahora iba cobrando forma un entramado que ya había dejado de pertenecer al reino de la especulación. Ahora no estaban construyendo simplemente un lado del rompecabezas, habían comenzado a reescribir la historia a gran escala. No obstante, la fuente estaba tan arraigada en la fantasía que aún parecía una leyenda, una revelación cuya verdad a ellos mismos les resultaba difícil reconocer.

Jack se volvió hacia Mustafá.

—¿Qué distancia podía recorrerse durante veinte jornadas en esas condiciones?

Mustafá señaló a la derecha de la pantalla.

—Trabajamos hacia atrás, desde el punto de desembarco en las proximidades del Bosforo. El último día sólo pudieron avanzar a una velocidad de medio nudo contra la corriente y el viento, lo que significa que sólo recorrieron cuatro millas náuticas.

Pulsó una tecla y la embarcación se movió ligeramente hacia el este.

—Luego las distancias se vuelven progresivamente más grandes, hasta que llegamos a la travesía que supera Sinop, cuando cubrieron treinta millas náuticas. —Pulsó una tecla doce veces y la embarcación retrocedió medio camino a lo largo de la costa del mar Negro—. Después el viaje se volvió un poco más duro durante unos días, mientras avanzaron con rumbo noroeste, contra el viento predominante.

—Eso significa quince travesías —dijo Jack—. ¿Adónde nos llevan las cinco últimas?

Mustafá pulsó la tecla cinco veces más y la embarcación acabó en la esquina sureste del mar Negro, exactamente en el contorno de la costa pronosticado antes de que se produjese la inundación.

—Bingo —dijo Jack con calma.

Después de imprimir los datos del CAN, Mustafá condujo al grupo hacia otra área separada del tinglado de la UMI. Redujo la intensidad de las luces y dispuso varias sillas alrededor de una consola central del tamaño de una mesa de cocina. Accionó un interruptor y la superficie se iluminó.

—Una mesa de luces holográfica —explicó Mustafá—. El último avance en representación batimétrica. Puede modelar una imagen tridimensional de cualquier área del lecho marino de la que tengamos datos, desde lechos oceánicos completos hasta sectores de sólo un par de metros de diámetro. Yacimientos arqueológicos, por ejemplo.

Pulsó una tecla y la mesa se llenó de color. Era un yacimiento arqueológico submarino, con cada detalle delineado a la perfección. Una gran cantidad de sedimentos había sido despejada para dejar al descubierto hileras de ánforas y lingotes metálicos colocados junto a una quilla, con numerosas maderas asomando a cada lado. El casco de la embarcación estaba en una hondonada encima de una pendiente escarpada, formada por grandes lenguas de piedra que desaparecían hacia el abismo, allí donde antaño había fluido la lava.

—El naufragio de la embarcación minoica tal como se veía hace diez minutos. Jack me pidió que lo retransmitiese para que pudiese supervisar los progresos. Una vez que tengamos este equipo totalmente anime podremos entrar realmente en la época del trabajo de campo por control remoto y seremos capaces de dirigir las excavaciones sin mojarnos.

En el pasado se necesitaban enormes esfuerzos para planificar los trabajos submarinos y las mediciones se realizaban a mano, con gran meticulosidad. Ahora todo eso había quedado eliminado gracias al empleo de la fotogrametría digital, un sofisticado programa de relevamiento cartográfico que utilizaba un vehículo operado por control remoto para tomar imágenes, que se transmitían directamente al

Seaquest. Aquella mañana, en un barrido de diez minutos en el lugar del naufragio, el ROV había recogido más datos que los obtenidos en una excavación durante toda una campaña. Además del holograma, los datos se introducían en un proyector láser que reproducía un modelo tridimensional de la zona en estudio en la sala de conferencias del

Seaquest, haciendo continuas modificaciones a medida que se eliminaba el sedimento y quedaban objetos al descubierto. Este sistema innovador era otra de las razones por las que había que estar agradecido a Efram Jacobovitch, el benefactor de la UMI, que había puesto la experiencia y capacidad de su compañía de software enteramente a su disposición.

Aquella tarde, durante una teleconferencia mantenida con el equipo que trabajaba en la zona del poblado, Jack había pasado varias horas examinando el holograma. Pero para el resto era una visión que dejaba sin aliento, como si hubiesen sido transportados súbitamente al lecho del Egeo, a ochocientas millas náuticas de distancia. El holograma mostraba los notables progresos hechos en veinticuatro horas, desde que ellos se habían marchado a bordo del helicóptero. El equipo había quitado la mayor parte de los sedimentos y confiado otro envío de objetos a la seguridad del museo de Cartago. Bajo una capa de ánforas llenas con el incienso ritual había un casco mucho mejor conservado de lo que Jack se hubiera atrevido a imaginar, sus ensamblajes tan firmes como si los hubiesen acoplado el día anterior.

Mustafá volvió a pulsar unas teclas.

—Y ahora el mar Negro.

El barco naufragado se desintegró en un caleidoscopio de colores que luego dio forma a una representación a escala del mar Negro. En el centro se hallaba la planicie abisal, el infierno tóxico, a casi 2200 metros de profundidad. Alrededor se veían los bajíos, que se precipitaban más suavemente que en la mayor parte del Mediterráneo.

Mustafá pulsó otra tecla para destacar la costa antes del momento de la inundación.

—Nuestra zona.

Un punto de luz apareció en la esquina sureste más alejada.

—Cuarenta y dos grados latitud norte, cuarenta y dos grados longitud éste. Ésa es la posición más precisa que podemos obtener con nuestros cálculos.

—Es una área realmente extensa —advirtió Costas—. Una milla náutica equivale a un minuto de latitud, y un grado a sesenta minutos. O sea, que estamos hablando de una superficie de trescientas sesenta millas cuadradas.

—Recuerda que estamos buscando un emplazamiento submarino —indicó Jack—. Si seguimos la antigua línea costera en dirección a tierra, deberíamos llegar finalmente a nuestro objetivo.

—Cuanto más cerca podamos precisarlo ahora, mejor será para la investigación —dijo Mustafá—. Según los datos de la batimetría, la antigua línea costera en este sector se encuentra al menos a cincuenta kilómetros de la costa actual, mucho más allá del límite de las aguas territoriales. Resultará muy evidente que estamos buscando algo a lo largo de un determinado contorno. Habrá un montón de ojos espiando nuestros movimientos.

Se produjo un murmullo general, ya que las implicaciones de aquello resultaban deprimentes. El mapa mostraba lo peligrosamente cerca que estarían de la lejana costa del mar Negro, una costa asolada por piratas en nuestros días, donde el este y el oeste se encuentran de un modo nuevo y siniestro.

—Me intriga ese accidente del terreno. —Macleod señaló una irregularidad en el lecho marino, un saliente de aproximadamente cinco kilómetros de largo y paralelo a la antigua línea de la costa. Del lado del mar había una estrecha sima que se precipitaba unos quinientos metros, una anomalía, donde la pendiente media no alcanzaba esta profundidad en más de cincuenta kilómetros mar adentro—. Es el único terreno elevado en varios kilómetros a la redonda. Si yo fuese a construir una fortaleza querría disponer de una posición dominante. Ése sería el lugar idóneo.

—Pero el pasaje final del papiro habla de lagos salinos —dijo Costas.

Katya leyó de la pantalla de su ordenador.

—«Luego llegas a la ciudadela. Y allí debajo se extiende una vasta pradera dorada, las profundas ensenadas, hasta donde alcanza la vista».

—Ésa es la imagen que tengo del Mediterráneo durante la crisis de salinidad de Mesina —comentó Costas—. Lagos de aguas salobres estancadas, como el mar Muerto meridional en nuestros días.

—Creo que tengo una explicación para ello. —Mustafá pulsó unas teclas y el holograma se transformó en un primer plano del sector sureste—. Después de que el nivel de las aguas descendiera ciento cincuenta metros, gran parte de la superficie que se extendía tierra adentro, desde ese saliente, estaba un metro o dos por encima de la antigua línea costera. Y de hecho, había extensas áreas tierra adentro que se encontraban debajo del nivel del mar. Cuando el nivel de las aguas alcanzó su punto más bajo, hacia finales del Pleistoceno, habría dejado lagos de sal en esas depresiones. Eran de escasa profundidad y se habrían evaporado rápidamente, dejando enormes sustratos salinos. Esas zonas habrían resultado claramente visibles desde un lugar elevado, ya que en ellas no había vegetación alguna.

—Y no olvidemos la importancia que tenía la sal —dijo Jack—. Un conservante vital, un artículo comercial básico. Los primeros romanos prosperaron porque controlaban las salinas de la desembocadura del Tíber, y es posible que estemos ante una historia similar.

Costas habló con aire pensativo.

—«Pradera dorada» podría significar campos de trigo y cebada, una rica pradera cultivada con las montañas de Anatolia al fondo. La «llanura rodeada de montañas» del relato platónico.

—Así es —dijo Mustafá.

—¿Me equivoco al pensar que parte de ese accidente topográfico se encuentra hoy sobre el nivel del mar? —Costas estaba mirando la geomorfología del holograma.

—Es la cima de un pequeño volcán. La elevación forma parte de la zona de perturbaciones sísmicas a lo largo de la placa asiática, que se extiende desde el oeste hasta el norte de la falla de Anatolia. El volcán no está totalmente inactivo, pero no ha entrado en erupción según la historia documentada. La caldera tiene aproximadamente un kilómetro de diámetro y se eleva unos trescientos metros por encima del nivel del mar.

—¿Cómo se llama?

—No tiene nombre —contestó Macleod—. Ha sido un territorio en disputa desde la guerra de Crimea, entre 1853 y 1856, entre la Turquía otomana y la Rusia zarista. Se encuentra en aguas internacionales pero se alza casi exactamente fuera de la frontera entre Turquía y Georgia.

—Durante mucho tiempo fue una zona de paso prohibido —continuó Mustafá—. Pocos meses antes del derrumbe de la Unión Soviética, en 1991, un submarino nuclear se hundió cerca de allí en circunstancias muy misteriosas. —Los demás estaban intrigados por ese dato y Mustafá continuó cautelosamente—: El submarino nunca se encontró, pero la operación de búsqueda provocó un altercado entre buques de guerra soviéticos y turcos. Fue un momento de conflagración internacional en potencia, dado que Turquía pertenece a la OTAN. Ambos bandos acordaron retirarse y el incidente fue silenciado, pero como consecuencia de ese incidente apenas si se han realizado investigaciones en esa zona.

—Parece que volvemos a estar solos —dijo Costas con tono pesimista—. Países amigos a ambos lados pero impotentes para intervenir.

—Estamos haciendo lo que podemos —dijo Mustafá—. El Acuerdo de Cooperación del mar Negro, firmado en 1992, llevó a la creación del Blackseafor, el grupo de tareas de cooperación naval del mar Negro. Sigue siendo más una política de gestos que de contenidos, y la defensa de esas aguas de hecho sólo interesa a la marina turca. Pero al menos existe la base para su intervención. También hay un atisbo de esperanza por el lado científico. La Comisión Oceanográfica Nacional turca está considerando una propuesta de la Academia de Ciencias de Georgia para colaborar en una investigación que incluiría esa isla.

—Pero ninguna esperanza de contar con una fuerza de protección —dijo Costas.

—La situación es demasiado delicada. La pelota está en nuestro tejado, como dicen los norteamericanos.

El sol ya se había puesto y las colinas arboladas que se alzaban detrás de las colinas de Trebisonda estaban envueltas en la oscuridad. Jack y Katya caminaban lentamente por la playa de guijarros; el crujido de sus pisadas se unía al sonido de las olas que lamían la orilla.

Habían dejado atrás el rompeolas oriental. Hacía unas horas ambos habían asistido a una reunión en la residencia del vicealmirante al mando del Blackseafor. El persistente aroma de las hojas de los pinos de la recepción al aire libre parecía seguirlos con la brisa nocturna. Jack aún llevaba puesta la chaqueta, pero se había aflojado el cuello de la camisa y quitado la corbata. Se la había guardado en el bolsillo, junto con la Cruz de Servicios Distinguidos que se había puesto a regañadientes para la ocasión.

Katya llevaba un vestido negro que brillaba tenuemente en la oscuridad. Se había soltado el pelo y quitado los zapatos para caminar descalza sobre la espuma que dejaban las olas.

—Estás deslumbrante —dijo, tuteándola.

—Tú tampoco estás tan mal. —Katya alzó la vista y sonrió, tocándole suavemente el brazo—. Creo que va hemos caminado bastante.

Se alejaron unos metros de la orilla y se sentaron en una roca frente al mar. La luna ascendía en el cielo y su luz trazaba un sendero en el agua, las olas danzaban y brillaban delante de ellos. Encima del horizonte septentrional se advertía una banda negra, un frente de tormenta que se acercaba desde las estepas rusas. Una brisa fría insinuaba un cambio impropio de la estación que alteraría la fisonomía del mar durante los próximos días.

Jack recogió las piernas y se rodeó las rodillas con sus brazos, los ojos fijos en el horizonte.

—Éste es siempre el momento de mayor concentración, cuando sabes que tienes un gran descubrimiento al alcance de la mano. Cualquier demora es una frustración.

Katya le sonrió nuevamente.

—Has hecho todo lo que podías.

Habían estado hablando de los preparativos necesarios para unirse al

Seaquest al día siguiente. Antes de la recepción, Jack había hablado con Tom York a través del canal de seguridad de la UMI. En ese momento el

Seaquest estaría navegando a toda máquina en dirección al Bosforo, después de haber dejado el yacimiento del naufragio en las seguras manos del barco de apoyo. A la mañana siguiente, cuando llegasen a bordo del helicóptero, el

Seaquest va se encontraría en aguas del mar Negro. Estaban ansiosos por llegar al barco cuanto antes para asegurarse de que el equipo estuviese preparado.

Katya miraba el mar y parecía preocupada.

—No compartes mi entusiasmo.

Cuando le contestó, sus palabras confirmaron la sensación de Jack de que algo preocupaba a Katya.

—Para ustedes, en Occidente, las personas como Asían no tienen rostro, como los enemigos en la época de la guerra fría —dijo ella—. Pero para mí son personas reales, de carne y hueso. Monstruos que han convertido mi hogar en un páramo desconocido de violencia y codicia. Para saberlo debes vivir allí, un mundo de terror y anarquía que Occidente no ha visto desde la Edad Media. Los años de represión han alimentado una locura en que la única apariencia de control la proporcionan los

gángsters y los señores de la guerra. —Su voz estaba teñida de emoción mientras su mirada se perdía en el mar—. Y es mi pueblo. Soy una de ellos.

—Pero con la voluntad y la fuerza para luchar contra esa situación.

Jack se sentía irresistiblemente atraído hacia su silueta oscura, que se recortaba contra el horizonte.

—Estamos a punto de entrar en mi mundo y no sé si puedo protegerte. —Se volvió para mirarlo. En ese momento su mirada era insondable—. Pero claro que comparto tu emoción.

Ambos se acercaron y se besaron, al principio con suavidad y luego larga y apasionadamente. Jack se sintió invadido por un deseo irrefrenable mientras el cuerpo de Katya se apretaba contra su pecho. Le quitó el vestido con delicadeza y la estrechó contra él.

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