Atlantis

Atlantis


Capítulo 13

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—¿Qué es esa sustancia blanca? —preguntó Katya.

En cualquier lugar adónde mirasen había una especie de costra blanca, como la capa dura de azúcar de los pasteles. Katya frotó con el guante la superficie de una barandilla, haciendo que la sustancia se desprendiese como si fuese nieve y revelando el metal brillante que había debajo.

—Es un precipitado —dijo Costas—. Probablemente el resultado de una reacción de ionización entre el metal y los crecientes niveles de dióxido de carbono después de que los depuradores dejaran de funcionar.

El brillo espectral no hacía más que aumentar la sensación de que ése era un lugar completamente aislado, tan alejado de las imágenes exteriores que la ciudad antigua parecía pertenecer a otra clase de mundo de ensueños.

Los tres avanzaron lentamente a lo largo de un estrecho corredor elevado hasta llegar a un amplio espacio sumido en la oscuridad. Después de dar unos pocos pasos, Costas se detuvo debajo de una caja eléctrica instalada entre las tuberías que discurrían por encima de sus cabezas. Buscó en su cinturón de herramientas un limpiador neumático en miniatura y lo utilizó para eliminar el precipitado que cubría un enchufe. Después de insertar un cable que había traído desde el DSRV, un indicador de luz anaranjada se encendió encima del panel.

—Aún funciona después de todos estos años. Y todos pensábamos que la tecnología soviética era inferior a la nuestra. —Miró a Katya—. No pretendía ofender.

—No te preocupes.

Unos momentos después se activó la iluminación fluorescente, los primeros parpadeos parecían como relámpagos lejanos. Cuando apagaron las lámparas que llevaban en los cascos, un mundo extraño apareció ante sus ojos, un amasijo de paneles de mandos y equipo cubierto de un blanco veteado. Era como si se encontrasen dentro de una cueva de hielo, una impresión incrementada por la iluminación azulada y las nubes de burbujas que se proyectaban desde sus mascarillas.

—Éste es el puesto de mando —dijo Costas—. Aquí deberíamos encontrar algún indicio de lo sucedido al submarino.

Se abrieron paso con mucho cuidado hasta el final del corredor y bajaron un breve tramo de escaleras. En el suelo había una pila de fusiles Kalashnikov con los familiares cargadores en forma de plátano sobresaliendo en el extremo de la escalera. Jack cogió uno mientras Katya echaba un vistazo.

—Es una arma de las Fuerzas Especiales, con culata plegable —comentó—. AK-74M, la versión calibre 5,45 del AK-47. Con el empeoramiento de la situación política, el Consejo Directivo de Inteligencia del Estado Mayor soviético desplegó tropas especiales navales,

spetsialnoe naznachenie, en algunos submarinos nucleares. Más conocidas por su acrónimo

spetsnaz. El gobierno estaba aterrado ante la posibilidad de una deserción o una insurrección, y las

spetsnaz eran responsables ante los comisarios políticos, por encima del capitán.

—Pero sus armas deberían estar guardadas en la armería —señaló Jack—. Y hay otra cosa extraña aquí. —Quitó el cargador del fusil y tiró del cerrojo—. El cargador está semivacío y hay una bala en la recámara. Este fusil ha sido disparado.

Una rápida comprobación reveló que el resto de las armas estaban en un estado similar. Debajo de los fusiles de asalto pudieron ver un revoltijo de armas ligeras, cargadores vacíos y cajas de proyectiles abiertas.

—Es como si alguien hubiera hecho una limpieza después de una batalla.

—Eso fue exactamente lo que sucedió. —Costas habló desde el centro de la sala—. Sólo hay que echar un vistazo.

En el centro había un sillón de mando flanqueado por dos columnas que albergaban los periscopios. En las paredes, alrededor de la plataforma central, había consolas de mandos empotradas para el control del armamento y la navegación, lo que constituía el corazón operativo del submarino.

Allí donde dirigieran la vista reinaba la destrucción. Los monitores de los ordenadores habían sido reducidos a agujeros dentados de cristal, sus entrañas vomitadas en un amasijo de cables y placas base. Ambos periscopios habían sido aplastados hasta quedar irreconocibles, los visores colgando en ángulos imposibles. La mesa de mapas había sido rajada y los orificios que cubrían su superficie parecían el resultado del uso de armas automáticas.

—El puesto de mando del submarino fue acribillado a balazos. —Costas estaba inspeccionando los destrozos en el otro extremo de la sala—. Ahora entiendo por qué no pudieron moverse.

—¿Dónde están? —preguntó Katya—. ¿La tripulación?

—Hubo supervivientes. —Costas hizo una pausa—. Alguien se encargó de esconder esas armas y yo diría que había cadáveres, de los que se deshicieron no sé cómo.

—Dondequiera que hayan acampado, no fue aquí —dijo Jack—. Sugiero que continuemos hacia la zona de los camarotes de la tripulación.

Katya los guió por el corredor hacia los compartimentos delanteros del submarino. Una vez más se sumergieron en la oscuridad, va que el sistema eléctrico auxiliar sólo suministraba iluminación a los compartimentos principales. A medida que avanzaban lentamente, Jack y Costas apenas si podían vislumbrar la silueta de Katya mientras ella tanteaba la barandilla y buscaba el interruptor de la lámpara que llevaba en el casco.

Se oyó un mido súbito seguido de un chillido agudo. Jack y Costas saltaron hacia adelante. Katya estaba tendida en el corredor.

Jack se arrodilló junto a ella y comprobó su regulador de aire. En su rostro se dibujó una expresión de preocupación mientras la miraba a los ojos.

Katya murmuraba frases incoherentes en ruso. Un momento después se incorporó apoyándose en un codo y los dos hombres la ayudaron a ponerse en pie. Habló con voz titubeante.

—He tenido una fuerte impresión… eso es todo. Acabo de ver…

La voz se interrumpió mientras levantaba el brazo y señalaba en la dirección de la sala del sonar, al final del corredor.

Jack encendió su lámpara. La luz reveló una imagen de horror, un espectro extraído de la peor de las pesadillas. Asomando en la oscuridad se veía la forma cubierta de blanco de un hombre colgado, los brazos pendiendo como si fuese una espantosa marioneta, el rostro grotesco y ladeado mientras miraba a través de sus ojos muertos.

Era la aparición de la muerte, el guardián de una tumba a la que no pertenecía ningún ser viviente. Jack sintió un tremendo escalofrío por todo su cuerpo.

Katya se recuperó. Los tres se dirigieron cautelosamente a la sala del sonar. El cadáver llevaba el uniforme oscuro de sarga de un oficial naval soviético y estaba suspendido, por el cuello, de un lazo corredizo de alambre. El suelo estaba cubierto de cajas de comida y otros desperdicios.

—Su nombre era Sergei Vasilievich Kuznetsov. —Katya estaba leyendo de un diario que había encontrado en la mesa que había debajo del cuerpo suspendido—. Capitán, segunda categoría, armada rusa. Orden de la Estrella Roja por servicios a la seguridad del Estado. Era el

Kazbek’s zampolit, el

zamestitel’ komandira po politicheskoi chasti, el comisario político. Responsable de supervisar la integridad política y asegurar que el capitán cumpliese sus órdenes.

—Un soplón del KGB —dijo Costas.

—Puedo pensar en unos cuantos capitanes que conocí en la Flota del mar Negro a los que no les desagradaría esta visión. —Katya continuó leyendo—. Pasó sus últimos días aquí. El sonar activo había sido averiado, de modo que no pudo enviar ninguna señal. Pero controlaba el detector de ondas del radar pasivo por si detectaba una señal de barcos en las proximidades.

Katya volvió la página.

—¡Dios mío! La última entrada corresponde al 25 de diciembre de 1991. Casualmente el último día en que la bandera roja ondeó sobre el Kremlin. —Miró a Jack y Costas con expresión de asombro—. ¡El submarino se hundió el 17 de junio de aquel año, lo que significa que este hombre permaneció con vida durante más de seis meses!

Los tres miraron con horrorizada fascinación el cuerpo que pendía del techo.

—Es posible —dijo Costas finalmente—. Físicamente, quiero decir. La batería pudo haber mantenido en funcionamiento el sistema de depuración de monóxido de carbono y la máquina de desalinización por electrólisis que extrae el oxígeno del agua del mar. Y resulta evidente que disponía de abundante comida y bebida. —Echó un vistazo a las botellas de vodka diseminadas entre los desperdicios que cubrían el suelo—. Ahora bien, psicológicamente ya es otra historia. Cómo podría alguien conservar la cordura en semejantes condiciones es algo que se me escapa.

—El diario está lleno de retórica política, la clase de propaganda comunista vacía que nos inculcaron como si fuese una religión —dijo Katya—. Solamente los miembros más fanáticos del partido eran elegidos como oficiales políticos, el equivalente de la Gestapo.

—Aquí ocurrió algo verdaderamente extraño —murmuró Jack—. No puedo creer que en seis meses este hombre no enviara ninguna señal a la superficie. Podría haber lanzado una baliza a través de un tubo de torpedo o descargar desechos que flotasen. No tiene ningún sentido.

—Escuchad esto.

La voz de Katya delataba un sombrío descubrimiento mientras pasaba las páginas del diario, haciendo breves pausas para examinar alguna de las entradas. Se demoró un momento y luego comenzó a traducir el texto.

—«Soy el elegido. He enterrado a mis camaradas con todos los honores militares. Ellos sacrificaron sus vidas por la Patria. Su fuerza me da fuerzas. ¡Larga vida a la Revolución!».

Katya alzó la vista y miró a Jack y Costas.

—¿Qué significa? —preguntó Costas.

—Según este diario, había doce hombres. Cinco días después de que el submarino sufriese la colisión y se hundiera decidieron elegir a uno de ellos para que sobreviviese. El resto se tragó cápsulas de cianuro. Sus cuerpos fueron lanzados a través de los tubos de los torpedos.

—¿Habían abandonado toda esperanza?

La voz de Costas denotaba incredulidad.

—Estos hombres estaban totalmente decididos a que el submarino no cayese en manos de la OTAN. Estaban dispuestos a destruir el submarino si algún barco de rescate resultaba ser hostil.

—Casi puedo ver la lógica de su razonamiento —dijo Costas—. Sólo se necesita un hombre para detonar las cargas. Un solo hombre necesita menos comida y aire, de modo que el submarino puede quedar protegido durante mucho más tiempo. Todos los demás son superfluos, representan un gasto de recursos preciosos. Debieron de elegir al hombre que tuviese menos probabilidades de quebrarse.

Jack se agachó junto a las botellas vacías y sacudió la cabeza.

—Debió de ocurrir mucho más que eso. No me convence.

—Su mundo estaba a punto de derrumbarse —dijo Costas—. Hombres obcecados e intransigentes, como éstos debieron de convencerse a sí mismos de que representaban el último bastión del comunismo, un baluarte final contra Occidente.

Ambos miraron a Katya.

—Todos sabíamos que el final estaba cerca —dijo ella— y algunos se negaron a aceptarlo. Pero no metían a dementes en los submarinos nucleares.

Había una pregunta que había estado rondándoles desde que habían descubierto el cadáver pendiendo del techo, y Costas fue quien habló por fin.

—¿Qué le ocurrió al resto de la tripulación?

Katya estaba leyendo otra parte del diario y en su rostro se dibujó una expresión de creciente incredulidad cuando comenzó a unir todas las piezas.

—Es como sospechábamos en la inteligencia naval en aquella época, sólo que peor —dijo—. Éste era un submarino desertor. Su capitán, Yevgeni Mijailovich Antonov, partió en una misión de patrullaje rutinario desde la base de submarinos de la Flota del mar Negro en Sebastopol. Desapareció con rumbo sur y ya no volvió a establecer contacto.

—Es imposible que el capitán pensara que podía salir del mar Negro sin ser detectado —dijo Costas—. Los turcos mantienen un bloqueo total por sonar en el Bosforo.

—No creo que fuese ésa su intención. Creo que se dirigía a una cita, quizá en esta isla.

—Parece un momento extraño para desertar —señaló Jack—. Justo a finales de la guerra fría y con el derrumbe de la Unión Soviética a la vuelta de la esquina. Cualquier oficial naval astuto lo habría visto venir. Habría sido más sensato sentarse a esperarlos acontecimientos.

—Antonov era un brillante capitán de submarinos pero también un rebelde. Odiaba tanto a los estadounidenses que era considerado demasiado peligroso para confiarle el mando de submarinos provistos de misiles balísticos. Creo que no se trataba de una deserción.

Jack seguía preocupado.

—Debió de tener algo que podía ofrecer a alguien, algo que justificara su acción.

—¿Dice algo el diario acerca de lo que ocurrió con él? —preguntó Costas.

Katya leyó antes de volver a alzar la vista.

—Nuestro amigo, el zampolit, consiguió enterarse de lo que se estaba preparando varias horas antes del hundimiento. Reunió al equipo de las

spetsnaz y se enfrentó al capitán en el puente de mando. Antonov ya había repartido armas ligeras entre sus oficiales, pero no tenían nada que hacer ante los rifles de asalto. Después de un sangriento combate obligaron a rendirse al capitán y a la tripulación superviviente, pero no antes de que el submarino quedase fuera de control y chocara.

—¿Qué hicieron con el capitán?

—Antes de que se produjese la confrontación, Kuznetsov cerró herméticamente el compartimento donde estaban los técnicos e invirtió el funcionamiento de los ventiladores extractores para bombear hacia el interior del compartimento el monóxido de carbono contenido en los depuradores. Los ingenieros debieron de morir antes de darse cuenta de lo que estaba pasando. En cuanto a Antonov y sus hombres, los encerraron en el compartimento del reactor.

—Muerte por radiación lenta. Pudo tardar días, incluso semanas.

Costas contempló el rostro momificado. Aquel centinela repugnante parecía cumplir con su obligación incluso muerto. Lo miró como si quisiera lanzar su puño contra aquella cabeza seca y arrugada.

—Merecías tu fin, jodido y sádico cabrón.

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