Asylum

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Capítulo Treinta

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–¿Deduzco que ella es tu escolta policial? —preguntó Abby, con los ojos abiertos de fascinación.

—Sí —Dan no necesitaba mirar por encima de su hombro para saber que la oficial Coates (ese era su nombre), estaba de pie a un metro detrás de él.

—Entonces, ¿qué pasó anoche? —preguntó Jordan. La luz de la mañana entraba por las ventanas del comedor. La fila para los hotcakes solía ser tan larga que salía por la puerta, pero hoy era considerablemente más corta. Casi un tercio de los estudiantes del curso se habían ido—. Quiero decir, después de que me enviaste el mensaje de texto.

—No te envié un mensaje de texto —respondió Dan mecánicamente. Pensar le dolía. Casi no había dormido. Sentía la cabeza pesada por el sueño. Tragó una segunda taza de café y saludó con un gesto a la oficial Coates. Ella alzó la mirada.

—Estoy perdida —admitió Abby, levantando una mano—. ¿Te mandó un mensaje de texto o no?

—Jordan recibió un mensaje de mi número, estaba en mi teléfono, pero no puedo recordar haberlo enviado… porque no lo hice —sonaba tan ridículo que no culpaba a Abby por su escepticismo.

—Nop —dijo ella—. Sigo perdida.

—Yo también —Dan cortó un hotcake en tres pedazos con el tenedor y los arrastró por el lago de jarabe de su plato. Quería que la comida volviera a saber bien. Quería que la vida volviera a tener sentido—. Como sea, lo mismo sucedió con Félix. No quiero hablar de eso… Todo esto es un gigantesco lío.

—¿No quieres hablar de eso? Pero hay una oficial siguiéndote. ¿No crees que eso amerita algún tipo de explicación? —Abby lo miró fijamente desde el otro lado de la mesa.

Dan sabía que no había sido completamente franco con ellos. Ya ni recordaba muy bien por qué. Por más que le gustara la idea de tener mejores amigos con quienes compartir cualquier cosa, era como que lo único que sabía hacer era estar solo, separado de los demás.

—Quizá tu teléfono está poseído —dijo Jordan sarcásticamente—. Tal vez deberías realizarle un exorcismo.

—No te preocupes —interrumpió Abby—. Esto es solo un malentendido. Estoy segura.

Desearía estar tan seguro.

—¡Ja! ¿Que Dan no se preocupe? —rio Jordan—. Tendrías más suerte pidiéndole a un pato que no graznara.

—Gracias a los dos. Siempre saben cómo hacerme sentir mejor.

Después del desayuno, Dan caminó a clase con sus amigos y la oficial Coates lo siguió a tres metros.

—¿Qué creen que haré? —se preguntó en voz alta—. ¿Huir? ¿A dónde iría?

—Parece un poco excesivo —concordó Abby, echando un vistazo a la oficial que los seguía—. Al menos te está dando espacio. Estoy segura de que podría ser peor.

Dan apreciaba que Abby estuviera decidida a encontrar el lado positivo de todo aquella mañana; necesitaba una dosis de ese optimismo en su vida. Se separaron cuando llegaron a los edificios académicos; Jordan se dirigió a una de sus clases de Matemáticas, mientras ella se alejó hacia el edificio de Arte.

Dan no estaba preparado para la humillación de asistir a clase con una escolta armada. La oficial lo esperó afuera del salón pero, aun así, sentía el calor de las miradas acusadoras. Los estudiantes que se habían quedado lo señalaban y susurraban sin ningún tipo de sutileza. No podía hacer nada más que bajar la cabeza, tomar nota e intentar no estallar en llamas por la vergüenza. No fue de mucha ayuda que le pasaran una nota que decía «Vuelve a casa, psicópata».

A mitad de la lección, Dan perdió la habilidad de concentrarse. Escuchaba sin entender realmente las palabras, y su mano no dejaba de moverse, pero no tenía idea de qué estaba escribiendo.

Cuando terminó la clase, miró sus notas y se mordió la lengua para no gritar. Las últimas oraciones no estaban escritas con su letra habitual, pero reconoció la caligrafía serpenteante inmediatamente. El director. No era suficiente que estuviera en su mente: ahora también estaba en su cuerpo. Recogió sus cosas a la velocidad de la luz y salió corriendo por la puerta. Si no tomaba un poco de aire fresco, iba a vomitar.

Coates estaba esperándolo bajo el sol, y otros dos oficiales, incluyendo a Teague, estaban con ella. Y hablando con los policías estaban las últimas dos personas que esperaba ver.

—¿Mamá? ¿Papá? —abrazó su mochila contra el pecho.

—¡Cariño! —su madre corrió y lo tomó entre sus brazos. Dan se sorprendió de lo bien que se sentía el abrazo y, de hecho, le costó soltarla. Parte de él quería llorar.

—Estás bien —dijo Sandy, abrazándolo más fuerte—. Estás bien, estás bien.

—Me alegro mucho de verte, mamá.

—Vamos adentro —Teague señaló el edificio de la secretaría que estaba al final del camino—. Deberíamos tener esta conversación en privado.

Este era el momento que había estado temiendo desde la noche anterior. Sus padres lo acompañaron hacia el norte, colina arriba, y los oficiales los siguieron unos pasos más atrás. Dan no podía dejar de temblar. No importaba que él creyera en su propia inocencia: sería imposible convencer a cualquier otra persona una vez que supieran lo trastornado que estaba…

—Solo dinos si necesitamos llamar a un abogado, campeón —le susurró su padre. Estaban justo afuera del edificio de la secretaría.

—Esperemos no tener que llegar a eso —respondió Dan, frunciendo el ceño.

—Adentro, por favor, síganme —dijo Teague, tomando la delantera.

Dan no había estado en ese edificio antes. Tenía ese estilo de universidad antigua y venerable, con techos altos, ventanas delgadas y recubrimiento de madera por todas partes. En el vestíbulo había un sofá de cuero y una silla antigua. Imaginó a estudiantes ansiosos esperando ahí, deseando que sus entrevistas de ingreso a la universidad fueran bien. Ir a la universidad le parecía una preocupación insignificante en ese momento.

La policía los escoltó hacia una sala pequeña que estaba a la derecha, pasando el área de recepción. Teague y sus padres entraron primero, con él en la retaguardia. La oficial Coates y el otro policía esperaron fuera.

Temblaba tanto que apenas pudo sentarse sin derribar la silla.

—Bueno, hablemos de lo que sucedió anoche. ¿Por qué no empiezas por el principio? —indicó Teague.

Sus padres y el oficial estaban sentados de un lado de una mesa de conferencias, y todos lo miraban. Parecía una inquisición.

Dan contó la historia de que había ido a buscar a Félix y se había encontrado con el hombre de la palanca. Cuando describió el momento en que el hombre lo sujetó contra el suelo, pensó que su madre se iba a desmayar. Finalmente, llegó a la parte en que los policías habían entrado en la sala y habían comenzado a acusarlo de lo peor.

—Lo que pasa es que realmente no recuerdo haber enviado esos mensajes. Sé que están en mi teléfono, lo , y sé que suena ridículo, pero les juro: yo no escribí esos mensajes.

Sus padres intercambiaron una mirada preocupada y su padre se aclaró la garganta.

—Oficial, no quiero que me malinterprete —comenzó a decir su padre, con seriedad—, pero lo que debe comprender es que Dan siempre ha tenido, digamos, dificultades. Llegó a nosotros a través del sistema de adopción después de haber vivido en otros lugares. Ha sido un chico genial desde entonces, no quiero que me entienda mal, pero, bueno, siempre ha necesitado un poco de atención extra. Algunas visitas a una psicóloga…

—Terapeuta —corrigió su madre.

—Terapeuta —coincidió su padre.

El oficial asentía mientras escuchaba. Dan detestaba hablar de estos temas con sus padres, pero ¿en presencia de otra persona, un policía? Era embarazoso y en este caso, incriminatorio. Teague lo miraba de vez en cuando, y podía jurar que vio cómo el oficial iba apretando la mandíbula, poco a poco, a medida que la culpabilidad de Dan se consolidaba en su mente.

—Su terapeuta nos ha dicho que tiene algunos problemas con su memoria…

—Trastorno disociativo leve —interrumpió Sandy.

—Pero que no representan un impedimento para que lleve una vida normal y sana. No es un chico peligroso, oficial. Si le envió un mensaje de texto a su amigo y después lo olvidó, estoy seguro de que fue totalmente inofensivo.

Dan se agarró de la silla, esforzándose por verse calmado. ¿Qué tan malo sería que se desmayara justo en ese momento?

Esa memoria suya, tan poco confiable… ¿Cómo podía decirles a sus padres que había empeorado, y mucho, en cuestión de semanas? ¿Que tal vez no era completamente inofensivo?

—Ahora, señor y señora Harold, no puedo evitar notar que Dan no comparte su apellido. ¿A qué se debe eso?

Sus padres intercambiaron otra mirada. Él quería hundirse en el piso y morir.

—Bien, Crawford es el nombre con que llegó a nosotros —dijo su padre.

—Le dimos la posibilidad de elegir, tal y como nos sugirió la trabajadora social —dijo su madre, a la defensiva—. Dan ya había vivido con tantas familias para ese momento… Creo que solo quería que algo se mantuviera igual, una parte de él mismo.

—Humm —dijo Teague. Se volvió para dirigirse a él directamente—. ¿Estás consciente de que tienes exactamente el mismo nombre que el último director del manicomio Brookline?

—Leí acerca de él recientemente, sí —asintió Dan.

Sus padres, que Dios los bendiga, no dijeron nada. Les había preguntado al respecto por teléfono, pero ahora se mantuvieron en silencio, presintiendo quizás, al igual que él, que Teague veía la extraña conexión como una prueba de su culpabilidad.

—No es un apellido inusual —dijo su padre—. Y Dios sabe que Daniel es un nombre bastante común.

—¿Y qué hay de sus padres biológicos? —preguntó Teague, apartando finalmente la mirada del chico—. Debe haber una manera fácil de averiguar si existe algún parentesco.

—Me temo que es cualquier cosa menos fácil —admitió su madre—. No se nos permite ver ese tipo de información, y ustedes necesitarían una orden judicial para obtenerla. Pero no veo por qué es tan importante. ¿Y qué si Dan tiene un parentesco con ese director? ¿Qué prueba eso?

—¿No le parece una coincidencia más bien alarmante?

—Creo que es exactamente eso, una coincidencia, y ese es el punto —dijo su madre, impaciente.

Dan odiaba ver que sus padres se enfadaran, aun si eso le ayudaba.

—¿El…? —se le había secado tanto la boca que era difícil hablar—. ¿El hombre que asesinó a Joe confesó?

Teague lo miró fijamente, sorprendido.

—De hecho, no, no lo hizo. Insiste en que estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado. De todas formas, tenía las posesiones de la víctima y un arma asesina en su poder y no puede explicarlo —Teague resopló y lo observó como diciendo «Por suerte para ti». El oficial apoyó un codo sobre la mesa que los separaba. Frunció el ceño y Dan supo que debería haber mantenido la boca cerrada—. ¿Por qué lo preguntas?

—Solo… curiosidad —esperaba poder mantener la calma por unos minutos más. Sentía que si no llegaba al fondo de ese misterio ahora, lo acosaría por el resto de su vida.

Era jueves. Faltaban diez días para que el curso concluyera.

—Quiero finalizar el curso —dijo con calma.

—No hemos terminado de interrogarte —respondió Teague, estirándose el bigote—. Cómo respondas a las preguntas determinará si te puedes quedar o no.

—Me parece justo —dijo Dan.

Su padre parecía listo para protestar, pero su madre asintió.

—Nos quedaremos en la ciudad, Danny. Por si acaso.

No podía explicar por qué quería, necesitaba, concluir el curso, cuando existían tantas razones por las que debería correr lejos, muy lejos, lo más rápido que pudiera.

Que Dan hubiera ido a parar en Brookline ese verano no era una coincidencia, era una conexión. Y se iba a ir de Brookline curado, aunque eso lo matara.

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