Asylum

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Capítulo Diecinueve

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Dan estuvo a punto de arrojar el sobre a la basura. ¿Quién sabía qué clase de amenaza contenía? Pero, al fin y al cabo, necesitaba saber. Con aprensión, abrió el sobre.

La locura es relativa. Depende de quién tiene a quién encerrado en qué jaula.

La caligrafía enmarañada era la misma que la de la nota acerca de la Hidra. Esta vez no fue miedo sino ira lo que invadió a Dan. Alguien estaba tratando de alterarlo, y lo estaba logrando.

Miró alrededor. No había nadie allí, pero no podía dejar de sentir que

alguien lo estaba observando. Arrojó los folletos universitarios a la basura y guardó el sobre en el bolsillo de su chaqueta. Buscó el paquete de sus padres en el mostrador de correos con manos temblorosas y casi salió corriendo del lugar.

De vuelta en su habitación, sacó la nota de su bolsillo y se sentó en el escritorio. Buscó las frases en Google. Parecía una cita, no algo improvisado. Sus sospechas resultaron correctas. Los primeros resultados mostraban que la cita pertenecía a Ray Bradbury; era de un radioteatro que había escrito.

¿Y ahora qué? Creyó que encontrar el origen de la frase le ayudaría, pero no había sido así. Quien la hubiera puesto en su apartado postal ya le había dejado una nota amenazadora antes,

sobre su escritorio. Había estado en su habitación…

Dan se volvió en su asiento. Naturalmente, no había nadie allí.

Piensa. ¡Piensa! Algo se te está escapando, algo que está justo frente a tu estúpido rostro.

Revolvió el cajón de su escritorio y desenterró la primera nota. La sostuvo junto a la otra. Observó la letra enmarañada, el papel, la tinta: todo coincidía perfectamente. Pero aparte de eso, no podía decir mucho más. Ni siquiera podía estar seguro de si las notas habían sido escritas por un hombre o por una mujer.

Entonces, para resumir todo lo que sabía: alguien, sin nombre ni género, a quien le gustaba Ray Bradbury, estaba acosándolo e intentando asustarlo.

Pensó en llamar a Abby o a Jordan, pero decidió no hacerlo. Las notas eran para él, no para ellos. Alguien estaba tratando de meterse con

él.

Cenó palomitas de maíz para microondas de la caja de provisiones que le enviaron sus padres y se acurrucó bajo la manta. No podía dejar de tiritar. Su mente daba vueltas en pequeños círculos.

Sacó su celular y buscó entre sus contactos hasta llegar al número de la doctora Oberst. Si alguien podía escucharlo sin juzgarlo, sin duda era ella. Y le había dicho que la llamara

en cualquier momento durante el verano si las cosas se ponían difíciles.

¿Pero qué le diría? Si le contaba que había imaginado habitaciones reales antes de verlas, probablemente le pediría una sesión de terapia, pero ¿y las notas? ¿Cómo podían ser su culpa?

Dan nunca había dudado tanto de sí mismo como en ese momento. ¿Y si él era la «raíz retorcida» en el corazón de todo lo que estaba saliendo mal?

Apartó la manta, saltó de la cama y tomó las dos notas del escritorio. Las rompió por la mitad y las volvió a romper otra vez por la mitad. Se negaba a permitir que alguien lo manipulara de esa manera.

Se negaba a permitir que alguien lo mantuviera enjaulado en su habitación, en su mente.

Iba a seguir sus instintos. Y su instinto le decía que encontraría respuestas en el sótano.

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